Epílogo
Carol Blue
En el escenario, era imposible hablar después de mi marido.
Si lo viste alguna vez en la tribuna, quizá no compartas la opinión de Richard Dawkins, que lo consideraba «el mejor orador de nuestro tiempo», pero sabrás lo que quiero decir. O al menos no pensarás: Es normal que lo diga, es su mujer.
Fuera del escenario, era imposible hablar después de mi marido.
En casa o en una de las cenas improvisadas, alegres y ruidosas que duraban ocho horas en las que a menudo ejercíamos de anfitriones, y donde la mesa estaba tan llena de embajadores, periodistas, disidentes políticos, estudiantes universitarios y niños que los codos chocaban y era difícil encontrar sitio para dejar un vaso de vino, mi marido se levantaba para pedir un brindis que podía conducir a veinte minutos emocionantes, fascinantes e histéricamente divertidos de recitado de poesía y limerick, una llamada a las armas en defensa de una causa y chistes. «Qué bueno es ser nosotros», decía con su voz perfecta.
Es imposible hablar después de mi marido.
Y, sin embargo, debo hacerlo. Estoy obligada a tener la última palabra.
Era una de esas tardes de comienzos del verano en Nueva York en las que solo puedes pensar en vivir. Era el 8 de junio de 2010, para ser exactos, el primer día de la gira promocional de su libro en Estados Unidos. Corrí tan rápido como pude por la calle Noventa y tres Este, llena de alegría y excitación por verlo con su traje blanco. Estaba deslumbrante. También estaba muriéndose, aunque todavía no lo sabíamos. Y no lo sabríamos con certeza hasta el día de su muerte.
Ese mismo día había hecho una pausa entre las presentaciones de su libro para ir a un hospital porque pensaba que estaba sufriendo un ataque al corazón. Cuando lo vi de pie junto al escenario de la calle Noventa y dos, y esa tarde, él y yo —y solo nosotros— sabíamos que podía tener cáncer, nos abrazamos en una sombra que solo nosotros vimos y decidimos adoptar una actitud desafiante. Estábamos eufóricos. Me levantó y nos reímos.
Fuimos al teatro, donde él conquistó un nuevo público. Logramos pasar por una cena jubilosa en su honor y emprendimos un paseo de regreso a nuestro hotel en la perfecta noche de Manhattan, recorriendo más de cincuenta manzanas. Todo era como debía ser, pero no lo era. Vivíamos en dos mundos. El viejo, que nunca había parecido más hermoso, todavía no había desaparecido; y el nuevo, del que no conocíamos nada excepto el miedo que producía, aún no había llegado.
El nuevo mundo duró diecinueve meses. Durante ese tiempo que él denominó «vivir muriéndome», insistió ferozmente en seguir viviendo, y su constitución, tanto física como filosófica, hizo todo lo posible para continuar viva.
Christopher pretendía estar entre el 5 y el 20 por ciento de quienes podían curarse (las probabilidades dependían de los médicos con quienes hablábamos y de cómo interpretaban los escáneres). Sin engañarse nunca a sí mismo sobre su condición médica, y sin permitir que yo albergase falsas ilusiones sobre sus posibilidades de supervivencia, respondía a cada fragmento de buenas noticias clínicas y estadísticas con una esperanza radical e infantil. Su voluntad de mantener su existencia intacta, de permanecer comprometido con su vehemencia extraordinaria, era impresionante.
El Día de Acción de Gracias era su fiesta preferida y observé admirada cómo, aunque estaba débil por los efectos de la quimioterapia, organizaba una gran reunión familiar en Toronto con todos sus hijos y su suegro en la víspera de un importante debate sobre la religión con Tony Blair. Era una celebración orquestada por un hombre que esa noche me dijo en la suite del hotel que probablemente ese sería su último Día de Acción de Gracias.
No mucho antes, en Washington, en una tarde de veranillo de San Martín soleada y apacible, convocó emocionado a su familia y los amigos que solían visitarlo para hacer una excursión a la exposición sobre los orígenes del hombre en el Museo de Historia Natural, en la que lo vi salir corriendo de un taxi y subir las escaleras de granito para vomitar en una papelera, antes de conducir a su público por las galerías, e impresionarnos extraordinariamente con los logros de la ciencia y la razón.
Christopher nunca perdió su carisma, en ningún terreno: ni en público, ni en privado, ni siquiera en el hospital. Convirtió su estancia en una fiesta, transformando la habitación esterilizada, fría, con fluorescentes, llena de zumbidos, pitidos e iluminación intermitente en un estudio y en un salón. Su conversación ingeniosa no cesaba nunca.
Las interrupciones constantes, las exploraciones y los pinchazos, la toma de muestras, los tratamientos de respiración, el cambio de goteros: nada le impedía ser el centro de atención, expresar una opinión, desarrollar un argumento o hacer un chiste para sus «invitados». Escuchaba y sonsacaba, y nos hacía reír a todos. Siempre pedía o comentaba otro periódico, otra revista, otra novela, otro ejemplar para la prensa. Nos poníamos en torno a su cama y nos reclinábamos en sillas tapizadas de plástico mientras él nos convertía en participantes de sus discursos socráticos.
Una noche tosía sangre y lo trasladaron a la UCI para hacerle una broncoscopia urgente. Yo alternaba: lo vigilaba y dormía en una silla convertible. Yacíamos uno junto al otro en camas individuales. En un momento determinado los dos nos despertamos y empezamos a parlotear como niños que duermen fuera de casa. En ese momento, era lo mejor que podíamos tener.
Cuando volvió de someterse a la broncoscopia, después de que el médico le dijera que el problema que tenía en la tráquea no era el cáncer sino una neumonía, seguía intubado pero garabateaba ávidamente notas y preguntas sobre cualquier asunto concebible. Guardé las páginas de papel en las que escribía su parte de la conversación. Hay frases cariñosas y un dibujo que hizo en lo alto de la primera página y después:
«¿Neumonía? ¿De qué tipo?»
«¿Estoy curado del cáncer?»
«Es difícil recordar el dolor, ahora mismo, entre cuatro y cinco.»
«Preguntó por los niños y por mi padre.»
«¿Cómo está Edwin? Dile que he preguntado.»
«Me preocupo por él.»
«Porque le quiero.»
«Quiero oírle.»
Un poco más abajo escribió lo que quería que le trajera de nuestro hogar temporal en Houston:
«Libros de Nietzsche, Mencken y Chesterton. Y todo tipo de trozos de papel… Quizá en una sola bolsa de viaje. ¡Mira en los cajones! Mesilla de noche, etcétera. En el piso de arriba y el de abajo.»
Esa noche un amigo querido de la familia llegó de Nueva York y estaba en la habitación cuando, en uno de sus interludios nocturnos de desvelo y energía, Christopher mostró una sonrisa abierta y amplia en torno al tubo que todavía bajaba por su garganta y escribió en su sujetapapeles:
«Me quedo [en Houston] hasta que me cure. Y después llevaré a nuestras familias de vacaciones a las Bermudas.»
A la mañana siguiente, después de que le quitaran el tubo, entré en su habitación y lo encontré ofreciéndome su sonrisa de zorro.
«¡Feliz aniversario!», gritó.
Vino una enfermera con un pequeño pastel blanquecino, platos de papel y tenedores de plástico…
Otro aniversario de boda. Estamos leyendo el periódico en la terraza de nuestra suite, en un hotel de Nueva York. Es un impecable día de otoño. Nuestra hija de dos años está sentada feliz junto a nosotros, bebiendo un biberón. Se baja de la silla y se acuclilla, inspeccionando algo en el suelo. Se saca el biberón de la boca, me llama y señala un abejorro grande e inmóvil. Está alarmada y mueve la cabeza de arriba abajo, como si dijera: «¡No, no, no!».
«La abeja se ha parado —dice. Después da una orden—: Haz que empiece.»
Entonces ella creía que yo tenía el poder de reanimar a los muertos. No recuerdo qué le dije de la abeja. Lo que recuerdo son las palabras «Haz que empiece». Christopher la sentó en sus rodillas, la consoló y la distrajo cambiando de tema con su habitual humor. Lo mismo que haría, con todos sus hijos, muchos años después, cuando estaba enfermo.
Echo de menos su voz perfecta. La oigo día y noche, noche y día. Echo de menos las primeras vibraciones alegres de cuando se despertaba; las bajas octavas de «su voz de mañana», cuando me leía los fragmentos de los periódicos que lo escandalizaban o lo divertían; los registros complacidos o irritados (más bien irritados) cuando lo interrumpía mientras leía; los tonos de riff de jazz con los que hablaba en la radio desde el teléfono de la cocina mientras preparaba la comida; su saludo agudo y gorjeante cuando nuestra hija llegaba a casa del colegio; y su parloteo relajante y pianissimo cuando se retiraba a altas horas de la noche.
Echo de menos, como deben de hacer sus lectores, su voz de escritor, su voz en la página. Echo de menos al Hitch inédito: las incontables notas que me dejó en la entrada de casa, en la almohada, los correos electrónicos que me mandaba cuando estábamos en distintas habitaciones de nuestro apartamento o en nuestra casa de California y los correos electrónicos que me enviaba cuando estaba fuera. Echo de menos sus comunicados manuscritos: sus innumerables cartas y postales (nos remontamos a los tiempos de la epístola), y sus faxes, la emoción de recibir los mensajes instantáneos de Christopher cuando llegaba de un lugar peligroso en otro continente.
La primera vez que Christopher decidió hacer pública su dolencia y escribió sobre su enfermedad en Vanity Fair, tenía sentimientos contradictorios. Le preocupaba proteger la intimidad de la familia. Vivía la enfermedad y no quería que terminara abarcándolo todo, no quería que lo definiera. Quería pensar y escribir en una esfera distinta a la enfermedad. Había hecho un pacto con su editor y compinche, Graydon Cárter, aceptando que escribiría sobre cualquier cosa salvo deporte, y mantuvo esa promesa. A menudo se había colocado dentro del cuadro, pero ahora era el tema principal de la historia.
Puede parecer que sus últimas palabras de los inacabados apuntes fragmentarios que hay al final de este breve libro se van apagando, pero en realidad las escribió en su ordenador en estallidos de energía y entusiasmo, cuando se sentaba en el hospital, usando su bandeja para la comida como escritorio.
Cuando lo ingresaron en el hospital por última vez, pensamos que sería una estancia breve. El creía —todos creíamos— que tendría la oportunidad de escribir el libro más extenso que estaba cobrando forma en su cabeza. La genómica y los tratamientos innovadores de terapia de protones a los que fue sometido estimularon su curiosidad intelectual, y lo animaba la perspectiva de que su caso fuese útil para futuros descubrimientos médicos. Le dijo a un amigo editor que esperaba un artículo: «Lamento el retraso, pronto volveré a casa». Me dijo que estaba impaciente por ponerse al día con las películas que se había perdido, y por ver la exposición de Tutankamón en Houston, nuestra residencia temporal.
El final fue inesperado.
En nuestra casa de Washington, saco libros de las estanterías, de las torres de libros del suelo, de los montones de volúmenes que hay encima de las mesas. Tras la cubierta trasera hay notas escritas a mano que tomó para escribir reseñas y para sí mismo. Muchos de sus papeles y notas yacen por todo el apartamento; algunos estaban en la maleta que traje de Houston. En cualquier momento examino nuestra biblioteca sus notas y lo redescubro y lo recupero.
Cuando lo hago, lo oigo, y él tiene la última palabra. Una y otra vez, Christopher tiene la última palabra.
Junio de 2012,
Washington, D. C.