VI
Tengo algo que decir a favor de la muerte:
no te obliga a dejar la cama, y es una suerte.
A cualquier parte, estés de pie o largo
llega hasta ti sin cobrar recargo.
Kingsley Amis
Aguzadas amenazas engañan con desprecio,
observaciones suicidas se rompen
desde la boquilla de oro del loco, y su cuerno hueco
toca palabras baldías, que advierten
que el que no está ocupado naciendo
está ocupado muriendo.
Bob Dylan, «It’s Alright,
Ma (I’m Only Bleeding)»
Cuando llegó el momento, y el viejo Kingsley sufrió una caída que lo desmoralizó y lo desorientó, se fue a la cama y finalmente se puso de cara a la pared. Después de eso, no todo fue reclinarse y esperar al servicio de habitaciones del hospital —«¡Mátame, maldito imbécil!», le gritó fuera de sí a su hijo Philip en una ocasión—, pero, en esencia, esperó pasivamente el final. Llegó como debía, sin mucho revuelo y sin cobrarle nada.
El señor Robert Zimmerman de Hibbing, Minnesota, ha tenido al menos un encuentro muy cercano con la muerte, más de una actualización y revisión de su relación con el todopoderoso y las Cuatro Ultimas Cosas, y parece decidido a seguir demostrando que hay muchas formas distintas de demostrar que uno está vivo. Después de todo, si tenemos en cuenta las alternativas …
Antes de que me diagnosticaran un cáncer de esófago hace año y medio, informé a mis lectores con cierta despreocupación de que cuando afrontara la extinción quería estar totalmente consciente y despierto, para «hacer» la muerte en voz activa y no en voz pasiva. Y todavía intento alimentar esa pequeña llama de curiosidad y desafío: dispuesto a seguir jugando hasta el final y dispuesto a no ahorrarme nada de lo que corresponde al tiempo de vida. Sin embargo, una enfermedad grave te obliga a examinar principios familiares y dichos aparentemente fiables. Y creo que hay uno que no digo con la misma convicción que acostumbraba: en concreto, he dejado de emitir la afirmación de que «lo que no me mata me hace más fuerte».
De hecho, ahora me pregunto a veces por qué me parecía profunda. Normalmente se atribuye a Friedrich Nietzsche: Was mich nicht umbringt macht mich starker. En alemán se lee y suena más poético, y esa es la razón por la que me parece probable que Nietzsche la tomara prestada de Goethe, que vivió un siglo antes. Pero ¿sugiere una razón la rima? Quizá lo haga, o puede, en cuestión de emociones. Recuerdo pensar, acerca de momentos arduos vinculados con el amor y el odio, que había salido de ellos, por así decirlo, con cierta fortaleza aumentada gracias a la experiencia que no podía haber adquirido de ningún otro modo. Y, una o dos veces, al alejarme de un accidente de coche o de un encuentro cercano a la violencia cuando informaba en el extranjero, experimentaba la sensación más bien fatua de que ese encuentro me había endurecido. Pero, en realidad, eso no es más que decir: «Ahí voy por la gracia de dios», que a su vez no significa otra cosa que: «La gracia de dios me ha abrazado felizmente y se ha saltado a ese otro pobre desgraciado».
En el crudo mundo físico, y en el que abarca la medicina, hay demasiadas cosas que podrían matarte, no te matan y te dejan considerablemente más débil. Nietzsche estaba destinado a descubrirlo de la forma más dura posible, lo que hace adicionalmente desconcertante que decidiera incluir la máxima en su antología de 1889, El crepúsculo de los ídolos. (En alemán se llama Götzen-Dámmerung, que contiene un claro eco de la épica de Wagner. Posiblemente su gran disputa con el compositor, en la que retrocedió horrorizado ante la repudiación wagneriana de los clásicos a favor de los sangrientos mitos y leyendas germánicos, fue una de las cosas que le dieron a Nietzsche fortaleza y entereza moral. Sin duda, el subtítulo del libro —«Cómo se filosofa con el martillo»— tiene mucho de bravuconada.)
Durante el resto de su vida, sin embargo, parece ser que Nietzsche sufrió de sífilis, muy probablemente contraída durante su primer encuentro sexual, que le produjo aplastantes migrañas y ataques de ceguera y se transformó en demencia y parálisis. Esto, aunque no lo mató inmediatamente, sin duda contribuyó a su muerte y entretanto no puede decirse que lo hiciera más fuerte. En el curso de su decadencia mental, se convenció de que la hazaña cultural más importante sería demostrar que Bacon escribió las obras de Shakespeare. Es una señal infalible de avanzada postración intelectual y mental.
(Tengo cierto interés en este asunto, porque no hace mucho me invitó una emisora de radio cristiana de lo más profundo de Dixie a debatir sobre religión. Mi entrevistador mantuvo una cuidadosa cortesía sureña, me permitió siempre el tiempo suficiente para expresar mis puntos de vista y después me sorprendió al preguntarme si me consideraba nietzscheano en algún sentido. Di una respuesta negativa, diciendo que estaba de acuerdo con algunos de los argumentos que había expuesto el gran hombre, pero no le debía ninguna gran percepción y encontraba su desprecio a la democracia un tanto desagradable. H. L. Mencken y otros, intenté añadir, también lo habían usado para defender algunos burdos argumentos socio-darwinistas sobre el absurdo de ayudar a los «no aptos». Y su terrible hermana, Elisabeth, había explotado su declive para realizar un uso fraudulento de su obra, que presentaba como si se hubiera escrito en apoyo del movimiento antisemita alemán. Eso quizá le hubiera dado a Nietzsche una inmerecida fama póstuma de fanático. El entrevistador continuó preguntando si sabía que Nietzsche escribió gran parte de su obra cuando la sífilis había forzado su decadencia. De nuevo respondí que lo había oído y no tenía razón para dudarlo, aunque tampoco conocía ninguna confirmación. Justo cuando era demasiado tarde, y oí los compases de la música y las palabras de que el tiempo se acababa, mi anfitrión me ganó por la mano y se preguntó cuántos de mis textos habrían sido influidos por una enfermedad similar. Debería haber previsto ese «te pillé», pero me quedé sin palabras.)
Al final y en tristes circunstancias en la ciudad italiana de Turín, a Nietzsche lo sobrecogió la visión de un caballo que era cruelmente maltratado en la calle. Corriendo para rodear con sus brazos el cuello del animal, sufrió un ataque terrible y parece que durante el resto de la existencia atormentada y dominada por el dolor que le tocó vivir estuvo bajo el cuidado de su madre y su hermana. La fecha del trauma de Turín es potencialmente interesante. Se produjo en 1889, y sabemos que en 1887 el descubrimiento de las obras de Dostoievski había influido poderosamente en Nietzsche. Parece haber una correspondencia casi espeluznante entre el episodio en la calle y el sueño terrible y explícito que tiene Raskólnikov la noche antes de cometer los decisivos asesinatos de Crimen y castigo. La pesadilla, que resulta bastante difícil de olvidar si la has leído, incluye el apaleamiento terriblemente prolongado y mortal de un caballo. Su dueño lo azota en los ojos, golpea su columna vertebral con un palo, llama a los transeúntes para que ayuden en la paliza… no se nos ahorra nada. Si la truculenta coincidencia fue suficiente como para producir el desvarío final de Nietzsche, debía de encontrarse muy debilitado, o haber resultado terriblemente debilitado por otros sufrimientos no relacionados. Estos, por tanto, en modo alguno sirvieron para hacerlo más fuerte. Como mucho, quizá quiso decir —pienso ahora— que aprovechó al máximo sus pocos intervalos entre el dolor y la locura para escribir sus colecciones de aforismos y paradojas penetrantes. Eso pudo darle la impresión de que estaba triunfando y usando la Voluntad de Poder. El crepúsculo de los ídolos se publicó casi simultáneamente al terrible episodio de Turín, así que la coincidencia se llevó tan lejos como era posible.
O tomemos el ejemplo de un filósofo completamente diferente, más mesurado y más próximo a nuestra época. El difunto profesor Sidney Hook era un célebre materialista y pragmático, autor de sofisticados tratados que sintetizaban la obra de John Dewey y Karl Marx. También fue un ateo implacable. Al final de su vida cayó gravemente enfermo y empezó a reflexionar sobre la paradoja que suponía que él —instalado en la meca medicinal de Stanford, California— pudiera disponer de un nivel de atenciones sin precedentes, mientras que al mismo tiempo estaba expuesto a un grado de sufrimiento que anteriores generaciones quizá no habrían podido permitirse. Al meditar sobre eso, tras una experiencia especialmente horrible de la que al final se había recuperado, decidió que después de todo preferiría haber muerto:
El médico rechazó esa solicitud, asegurando a Hook no sin arrogancia que «un día se daría cuenta de la imprudencia de mi petición». Pero el estoico filósofo, con la perspectiva privilegiada de la vida prolongada, insistía en que deseaba que le hubieran permitido expirar. Dio tres razones. Otro doloroso derrame podía golpearle y obligarle a sufrir lo mismo de nuevo. Su familia vivía una experiencia infernal. Se gastaban absurdamente recursos médicos. A lo largo de su ensayo, usó una fuerte expresión para describir la postura de otras personas que sufrían así: decía que yacían en «tumbas de colchones».
Si ser devuelto a la vida no cuenta como algo que no te mata, ¿qué lo hace? Y, sin embargo, parece que no hay ningún sentido importante en que el proceso hiciera a Sidney Hook «más fuerte». En todo caso, al parecer concentró su atención en el modo en que cada debilitamiento se construye sobre su predecesor y se convierte en un sufrimiento acumulativo con un solo resultado posible. Después de todo, si fuera de otra forma, cada ataque, cada derrame, cada vil hipo y cada asalto de fango lo fortalecerían y consolidarían su resistencia. Y eso es claramente absurdo. Así que nos quedamos con algo bastante inusual en los anales de las aproximaciones no sentimentales a la extinción: no el deseo de morir con dignidad sino el deseo de haber muerto.
Finalmente, el profesor Hook nos dejó en 1989, y yo soy una generación más joven. No he navegado tan cerca del amargo final como él. Pero recuerdo estar tendido y mirar mi torso desnudo, que estaba cubierto casi de la garganta al ombligo por una intensa erupción provocada por la radioterapia. Era el producto de un mes de bombardeo de protones, que habían quemado todo el cáncer de mis nódulos claviculares y paratraqueales, así como el tumor original del esófago. Eso me coloca en la rara clase de pacientes que pueden afirmar que han recibido la extremadamente avanzada pericia que solo puede encontrarse en el estelar código postal del MD Anderson Cáncer Center en Houston. Decir que la erupción dolía sería absurdo. La lucha era intentar transmitir lo que dolía por dentro. Estuve tumbado días y días, intentando en vano posponer el momento en que tendría que tragar. Cada vez que tragaba, una infernal marea de dolor me subía por la garganta y culminaba en lo que parecía la coz de una mula en la parte baja de mi espalda. Me pregunté si por dentro las cosas estaban tan rojas e inflamadas como por fuera. Y después tuve un espontáneo pensamiento de rebeldía: si me lo hubieran dicho antes, ¿habría optado por el tratamiento? Hubo varios momentos en los que, mientras me sacudía, me retorcía, jadeaba y maldecía, lo dudé seriamente.
Probablemente es misericordioso que sea imposible describir el dolor de memoria. También es imposible advertir contra él. Si mis médicos de los protones me hubieran explicado de antemano, quizá habrían hablado de una «gran molestia», o quizá de una sensación de ardor. Solo sé que nada podría haberme preparado o fortalecido para esa cosa, que parecía despreciar los analgésicos y atacarme el corazón. Parece que ahora me he quedado sin posibilidades de radiación en esas partes (se considera que treinta y cinco días seguidos es lo máximo que se puede aguantar) y, aunque eso no es en modo alguno una buena noticia, me ahorra tener que preguntarme si soportaría voluntariamente el mismo tratamiento otra vez.
Pero también misericordiosamente no puedo convocar el recuerdo de cómo me sentía esos días y noches lacerantes. Y desde entonces he tenido algunos intervalos de relativa fortaleza. Así que, como actor racional, considerando la radioterapia junto a la reacción y la recuperación, tengo que admitir que, si hubiera rechazado la primera etapa, evitando por tanto la segunda y la tercera, ya estaría muerto. Y eso no tiene ningún atractivo.
Sin embargo, no hay forma de soslayar el hecho de que estoy mucho más débil que entonces. Parece que ha pasado mucho tiempo desde que recibí al equipo de protones con champán y después salté casi ágilmente al taxi. En mi siguiente estancia en el hospital, en Washington, D.C., la institución me contagió una feroz neumonía estafilocócica (y me mandó dos veces a casa con ella) que casi acaba conmigo. La fatiga aniquiladora que se apoderó de mí en consecuencia también contenía la mortal amenaza de rendirse a lo inevitable: a menudo sentía que el fatalismo y la resignación me conquistaban sombríamente mientras intentaba combatir mi inanición general. Solo dos cosas me salvaron de traicionarme y dejarme ir: una esposa que no quería oírme hablar de esa manera aburrida e inútil, y varios amigos que también hablaron libremente. Oh, y el analgésico de rigor. Qué felizmente medía el día cuando veía que se preparaba la inyección. Era un auténtico acontecimiento. Con algunos analgésicos, si tienes suerte, realmente puedes notar cuándo entra: una especie de cosquilleo templado seguido de una felicidad idiota. Haber llegado a eso: como los tristes matones que asaltan farmacias en busca de oxicontina. Pero era un descanso del aburrimiento, y un placer culpable (no hay muchos en Villa Tumor), y, lo que no resultaba menos importante, un alivio del dolor.
En mi familia inglesa, el papel de poeta nacional no correspondía a Philip Larkin sino a John Betjeman, bardo del barrio residencial y la clase media y una presencia mucho más mordaz que la figura de osito de peluche que a veces presentaba al mundo. Su poema «La sombra de las cinco de la tarde» lo muestra en su versión menos afelpada:
Este es el momento del día en que en la planta de hombres
pensamos: «Un poco más de dolor y dejaré la lucha»,
cuando el que pelea por respirar puede pelear con menos fuerza
es el momento del día que es peor que la noche.
He llegado a conocer bien esa impresión: la sensación y la convicción de que el dolor no desaparecerá nunca y de que la espera hasta el próximo pinchazo es injustamente larga. Después, un repentino episodio de dificultad respiratoria, seguido de una tos sin sentido y luego —si es un día asqueroso— más expectoración de la que puedo controlar. Pintas de vieja saliva, ocasionalmente mucosidad, ¿y para qué demonios necesito ardor de estómago en este preciso instante? No es que no haya comido nada: un tubo me administra todo mi alimento. Todo esto, y el resentimiento infantil que lo acompaña, debilita. También lo hace la asombrosa pérdida de peso que el tubo parece incapaz de combatir. He perdido casi una tercera parte de mi masa corporal desde que me diagnosticaron el cáncer: quizá no me mate, pero la atrofia muscular hace que resulten más duros hasta los sencillos ejercicios sin los que quedaré todavía más débil.
Tecleo esto justo después de recibir una inyección para reducir el dolor de mis brazos, manos y dedos. El principal efecto secundario de este dolor es el entumecimiento de las extremidades, que me llena de un miedo no irracional a perder la capacidad de escribir. Sin esa capacidad, estoy seguro de antemano, mi «voluntad de vivir» quedará enormemente atenuada. A menudo digo de forma grandilocuente que escribir no es solo mi forma de ganarme la vida, sino mi verdadera vida, y es verdad. Casi como con la amenaza de perder la voz, que actualmente alivian unas inyecciones temporales en los pliegues vocales, siento que mi personalidad e identidad se disuelven mientras contemplo las manos muertas y la pérdida de las correas de transmisión que me conectan con la escritura y el pensamiento.
Hay debilidades progresivas que en una vida más «normal» habrían tardado décadas en alcanzarme. Pero, como con la vida normal, uno descubre que cada día que pasa representa una cantidad cada vez mayor sustraída de algo que es cada vez menor. En otras palabras, el proceso te descolora y te acerca a la muerte. ¿Cómo podía ser de otro modo? Cuando empezaba a reflexionar en esa línea, encontré un artículo sobre el tratamiento del síndrome de estrés postraumático. Ahora sabemos, gracias a una experiencia que hemos pagado cara, mucho más sobre esta enfermedad. Al parecer, uno de los síntomas por los que se da a conocer es que, cuando intenta comprender su experiencia, un curtido veterano dice: «Lo que no me ha matado me ha hecho más fuerte». Es una de las manifestaciones de la «negación».
Me atrae la etimología alemana de la palabra inglesa stark,[5] y su pariente empleada por Nietzsche, stärker, que significa «más fuerte». En yiddish, llamar a alguien shtarker es darle el crédito de ser un militante, un tipo duro, un trabajador esforzado. De momento, he decidido tomar lo que mi enfermedad me depare, y seguir en combate mientras tomo la medida de mi inevitable declive. Repito, esto no es más que lo que una persona sana debe hacer a un ritmo más lento. Es nuestro destino común. Aun así, en ambos casos, uno puede prescindir de máximas facilonas que no cumplen su aparente promesa.
Quizá haya hecho una excepción a mi nueva regla de que no hay que confiar en Nietzsche, o a mi forma de fingir ante mí mismo que tenía recursos que acaso no poseía en realidad. Buena parte de la vida del cáncer tiene que ver con la sangre, de la que el cáncer constituye la enfermedad particular. Un paciente se descubrirá «dando» una buena cantidad de fluido, para facilitar la apertura de un catéter o para ayudar a comprobar los niveles de azúcar y otros componentes. Durante años, me pareció absurdamente fácil hacerme análisis de sangre rutinarios. Entraba, me sentaba, aguantaba la leve presión de un torniquete hasta que aparecía una vena útil o accesible y después una sola punzada permitía el llenado de los pequeños tubos y jeringas.
Con el tiempo, sin embargo, esto dejó de ser uno de los acontecimientos placenteros del día medicalizado. El flebotomista se sentaba, me cogía la mano o la muñeca en su mano y suspiraba. Las ronchas, las rojeces o los moratones ya podían verse, y daban al brazo un definitivo aspecto de «yonqui». Las venas estaban hundidas en su lecho, huecas o aplastadas. Muy de vez en cuando, colaboraban con una estrategia pensada para los yonquis que consistía en golpearlas lentamente con las yemas de los dedos, pero pocas veces se obtenía un buen resultado. Se producían grandes hinchazones, normalmente cerca de las articulaciones del codo y la muñeca, o en el sitio donde menos bien hicieran.
Además, uno debía dejar de fingir que el pinchazo era en efecto indoloro. Ya no había más charla desenfadada sobre «un pinchacito». Realmente no duele tanto que te inserten una aguja punzante por segunda vez. No, lo que duele es que la muevan arriba y abajo, con la esperanza de que penetre adecuadamente en la vena y libere el fluido que se necesita. Y cuanto más se hace, más duele. Eso ilustra todo el asunto en un microcosmos: la «batalla» contra el cáncer reducida a la lucha por conseguir extraer unas gotas de sangre de un mamífero grande y tibio que no puede darlas. Créeme, por favor, cuando digo que uno compadece enseguida a los técnicos. Están orgullosos de su trabajo y no disfrutan al causar «molestias». De hecho, regularmente y con alivio dejan su sitio a otro voluntario o se someten a la pericia de otra persona.
Pero hay que hacer el trabajo, y se nota la desolación cuando no puede completarse. Recientemente estaba previsto que me insertaran una vía PIC, a través de la cual un catéter sanguíneo permanente se inserta en el antebrazo, de modo que se puede obviar la necesidad de reiteradas invasiones temporales. Los expertos me dijeron que pocas veces lleva más de diez minutos (como había sido mi experiencia en visitas anteriores). Pasaron al menos dos horas hasta el momento en que, tras haberlo intentado y fracasado en ambos brazos, yo estaba tendido entre dos almohadillas liberalmente decoradas con sangre seca o en proceso de coagulación. La angustia de las enfermeras era palpable. Y estábamos más lejos de una solución.
A medida que este tipo de experiencias se volvían más comunes, empecé a asumir el papel del encargado de subir la moral. Cuando la técnico se ofrecía a parar, yo la instaba a seguir y le aseguraba que la comprendía. Relataba la cantidad de intentos realizados en ocasiones anteriores, para espolear mayores esfuerzos. La imagen que tenía de mí mismo entonces era la del valiente inmigrante inglés que se alza por encima del dolor de una pequeña aguja. Lo que no me matara, afirmaba, me haría más fuerte… Creo que eso empezó a perder interés el día que había pedido «seguir» durante once sesiones, y esperaba en secreto la oportunidad de dejarlo y dormir. Entonces, de pronto, el rostro preocupado del experto lo borró todo cuando exclamó: «Bueno, el doce es el número mágico», y el líquido que da la vida empezó a fluir en la jeringa. A partir de entonces, pareció absurdo fingir la idea de que esos faroles me hacían más fuerte, o lograban que otras personas actuaran con más fuerza o alegría. Sea cual sea la opinión que uno tenga de que la moral afecta al resultado, parece seguro que hay que escapar del reino de la ilusión vana antes que de cualquier otra cosa.