I

Me he despertado más de una vez sintiendo que me moría. Pero nada me había preparado para la mañana de junio en la que, al recobrar la conciencia, me sentí como si de verdad estuviera encadenado a mi propio cadáver. Toda la cavidad de mi pecho y mi tórax parecía haberse vaciado y después llenado con cemento de secado lento. Me oía respirar débilmente, pero no podía llenar de aire los pulmones. Mi corazón latía demasiado deprisa o demasiado despacio. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, requería premeditación y planificación. Me exigió un esfuerzo extenuante cruzar la habitación de mi hotel de Nueva York y llamar a los servicios de urgencias. Llegaron con gran rapidez y se comportaron con inmensa cortesía y profesionalidad. Tuve tiempo de preguntarme para qué necesitaban tantas botas y cascos y tanto pesado equipamiento de apoyo, pero ahora que visualizo la escena retrospectivamente la veo como una deportación muy amable y firme, que me llevó desde el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad. En unas horas, tras realizar una buena cantidad de trabajo en mi corazón y mis pulmones, los médicos de ese triste puesto fronterizo me habían enseñado unas cuantas postales del interior, y me habían dicho que mi siguiente e inmediata parada tendría que ser con un oncólogo. Alguna clase de sombra se proyectaba en los negativos.

La tarde anterior, había presentado mi último libro con una exitosa celebración en New Haven. La noche que siguió a esa terrible mañana debía ir a The Daily Show con Jon Stewart y luego acudir a un debate público con Salman Rushdie en la calle Noventa y dos. Y, en el Upper East Side, para el que se habían agotado las entradas. Mi brevísima campaña de negación asumió esta forma: no anularía esas citas ni decepcionaría a mis amigos, ni perdería la oportunidad de vender un montón de libros. Logré asistir a los dos actos sin que nadie percibiera nada extraño, aunque vomité dos veces, con una extraordinaria combinación de precisión, limpieza, violencia y profusión, justo antes de cada evento. Eso es lo que los ciudadanos del país enfermo hacen cuando siguen aferrándose desesperadamente a su viejo domicilio.

El nuevo país es bastante acogedor a su manera. Todo el mundo sonríe para darte ánimos y parece que no hay absolutamente nada de racismo. Prevalece un espíritu en general igualitario y es obvio que quienes dirigen el lugar han llegado hasta allí a base de mérito y trabajo duro. Frente a eso, el humor es algo flojo y repetitivo, parece que casi no se habla de sexo y la comida es peor que la de cualquier destino que haya visitado nunca. El país tiene un idioma propio —una lingua franca que consigue ser insulsa y difícil y contiene nombres como ondansetrón, un medicamento contra las náuseas—, así como algunos gestos perturbadores a los que hay que acostumbrarse. Por ejemplo, un funcionario que acabas de conocer puede hundir abruptamente sus dedos en tu cuello. Así descubrí que el cáncer se había extendido a mis nódulos linfáticos, y que una de esas bellezas deformes —situada en mi clavícula derecha— era lo bastante grande como para verla y tocarla. No es del todo bueno que tu cáncer resulte «palpable» desde el exterior. Especialmente cuando, a esas alturas, ni siquiera se sabía cuál era la fuente primaria. El carcinoma trabaja astutamente desde el interior hacia el exterior. La detección y el tratamiento trabajan a menudo más despacio y a tientas, desde el exterior hacia el interior. Se hundieron muchas agujas en la zona de mi clavícula —«El tejido es la cuestión» es un eslogan de moda en la lengua local de Villa Tumor— y me dijeron que los resultados de la biopsia podrían tardar una semana.

Operando a partir de las células escamosas infestadas por el cáncer que habían revelado esos primeros resultados, descubrir la verdad desagradable llevó bastante más que eso. La palabra «metastático» fue la primera que me llamó la atención. El cuerpo extraño había colonizado un poco del pulmón y bastante del nódulo linfático. Y su base de operaciones original estaba situada —llevaba una buena temporada allí— en el esófago. Mi padre había muerto, y muy deprisa, de cáncer de esófago.

Tenía setenta y nueve años. Yo tengo sesenta y uno. En cualquier tipo de «carrera» que pueda ser la vida, me he convertido abruptamente en finalista.

El conocido modelo de las etapas de Elisabeth Kübler-Ross, según el cual uno progresa de la negación a la ira y luego pasa de la negociación y la depresión hasta la bendición final de la «aceptación», no se ha aplicado mucho en mi caso por el momento. En cierto modo, supongo, he estado «negando» durante un tiempo, quemando a sabiendas la vela por sus dos extremos y descubriendo que a menudo produce una luz preciosa. Pero, precisamente por esa razón, no me veo golpeándome la frente conmocionado ni me oigo gimotear sobre lo injusto que es todo: he retado a la Parca a que alargue libremente su guadaña hacia mí y ahora he sucumbido a algo tan previsible y banal que me resulta incluso aburrido. La ira estaría fuera de lugar por la misma razón. En cambio, me oprime terriblemente la persistente sensación de desperdicio. Tenía auténticos planes para mi próximo decenio y me parecía que había trabajado lo bastante como para ganármelo. ¿Realmente no viviré lo suficiente para ver cómo se casan mis hijos? ¿Para ver cómo el World Trade Center se alza de nuevo? ¿Para leer —si no escribir— las necrologías de viejos villanos como Henry Kissinger y Joseph Ratzinger? Pero entiendo esta clase de no pensamiento como lo que es: sentimentalismo y autocompasión. Por supuesto, mi libro entró en la lista de los más vendidos el día que recibí el más sombrío de los boletines informativos, y el último vuelo que hice como persona que se siente sana (para dirigirme a un público numeroso y estupendo en la Feria del Libro de Chicago) fue el que me convirtió en un million miler de United Airlines, lo que me ofrecía la perspectiva ilusionante de toda una vida de ascensos de categoría gratuitos. Pero la ironía es mi oficio y aquí no veo ninguna ironía: ¿habría sido menos patético tener cáncer el día que mis memorias se hubieran saldado por ser un fracaso de ventas, o cuando me hubieran echado de un asiento de clase turista y me hubiesen abandonado en la pista de despegue? A la pregunta estúpida de «¿Por qué yo?» el cosmos apenas se molesta en responder «¿Por qué no?».

Y ahora llega la etapa de la negociación. Quizá ahí haya una laguna. La negociación oncológica es que, a cambio de al menos la oportunidad de unos cuantos años útiles más, aceptas someterte a la quimioterapia y luego, si tienes suerte con eso, a la radiación e incluso la cirugía. Así que ahí va la apuesta: te quedas por aquí un tiempo, pero a cambio vamos a necesitar unas cosas tuyas. Esas cosas pueden incluir tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir y el pelo de tu cabeza. Sin duda, parece un intercambio razonable. Desgraciadamente, también entraña afrontar uno de los clichés más atractivos de nuestro idioma. Lo has oído. La gente no tiene cáncer: se informa de que luchan contra el cáncer. Ninguna persona que te comunique sus buenos deseos omite la imagen combativa: puedes vencerlo. Está incluso en las necrologías de quienes pierden contra el cáncer, como si se pudiera decir razonablemente que murieron tras una lucha larga y valiente contra la mortalidad. No se oye cuando se habla de personas que padecieron del corazón o el riñón durante mucho tiempo.

A mí me encanta el imaginario de la lucha. A veces desearía estar sufriendo por una buena causa, o arriesgando mi vida por el bien de los demás, en vez de ser solo un paciente en grave peligro. Permite que te informe, sin embargo, de que, cuando te sientas en una habitación con otros finalistas, y personas amables te traen una enorme y transparente bolsa de veneno y la enchufan en tu brazo, y lees o no lees un libro mientras el saco de veneno gradualmente se vacía en tu cuerpo, la imagen del soldado o el revolucionario es la última que se te ocurre. Te sientes inundado de pasividad e incapacidad: te disuelves en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua.

Este veneno químico es algo especial. Me ha hecho perder unos seis kilos, sin hacer que me sienta más ligero. Ha borrado una feroz erupción que tenía en las espinillas y ningún médico pudo nunca identificar, no digamos curar. (Un buen veneno, para eliminar sin lucha esos furiosos puntos rojos.) Ojalá sea mezquino e inmisericorde con el extraño y sus crecientes colonias en zonas muertas. Pero, frente a eso, el asunto de tratar con la muerte y preservar la vida también me ha vuelto extrañamente asexuado. Estaba bastante hecho a la idea de perder el pelo, que empezó a caerse en la ducha a las dos semanas de tratamiento, y que guardé en una bolsa de plástico para que ayudase a llenar una presa flotante en el golfo de México. Pero no estaba preparado para el modo en que la cuchilla de afeitar se deslizaría de repente sin sentido por mi cara, incapaz de encontrar un rastrojo. O para el modo en que mi recientemente suave labio superior empezaría a tener aspecto de haber pasado por la electrólisis, haciendo que me pareciera a la tía soltera de alguien. (El pelo en el pecho que fue la alegría de dos continentes todavía no se ha marchitado, pero ha habido que afeitar tantas partes para efectuar incisiones hospitalarias que se ha convertido en algo bastante irregular.) Me siento perturbadoramente desnaturalizado. Si Penélope Cruz fuera una de mis enfermeras, ni siquiera me daría cuenta. En la guerra contra Tánatos, si hemos de llamarla guerra, la pérdida inmediata de Eros es un enorme sacrificio inicial.

Estas son mis primeras reacciones a la enfermedad. Estoy tranquilamente decidido a resistir físicamente lo mejor que pueda y a buscar los consejos más avanzados. Mi corazón, mi presión sanguínea y muchos otros registros han vuelto a ser fuertes; de hecho, se me ocurre que si no hubiera tenido una constitución tan robusta, quizá habría llevado una vida mucho más saludable hasta ahora. Contra mí está el extraño ciego y carente de emociones, aplaudido por muchos que hace tiempo que me quieren mal. Pero en el lado de la continuación de mi vida hay un grupo de médicos brillantes y desinteresados y un asombroso número de grupos de oración. Sobre ambos espero escribir la próxima vez si —como decía invariablemente mi padre— me salvo.