7
El domingo amaneció cálido y lluvioso. Una brisa se coló por las vallas y acarició mis rosales. No hacía una mañana como para tomar el desayuno en el patio. Freí beicon y me comí un bollo mientras escuchaba la radio local. Los candidatos a la alcaldía respondían preguntas en la tertulia matutina. Las elecciones se presentaban más interesantes que la habitual victoria fácil de los demócratas, ya que no solo había un candidato republicano con alguna probabilidad, ¡sino que también había uno del Partido Comunista! Por supuesto, era la candidatura que estaba dirigiendo el bueno de Benjamin Greer. Pobre miserable de Benjamin si esperaba que la política, y concretamente el Partido Comunista, fuesen a suponerle la salvación. Por descontado, su candidato, Morrison Pettigrue, era un recién llegado, uno de los que habían huido de la gran ciudad sin querer alejarse demasiado de ella.
Al menos serían unas elecciones que unificarían Lawrenceton. Ninguno de los candidatos era negro, lo que siempre resultaba en una campaña tensa y dividida. El republicano y el demócrata atravesaban por uno de los momentos más importantes de sus vidas, lanzando respuestas cuerdas y sobrias a preguntas banales, y disfrutando en cierta medida de las feroces respuestas de Pettigrue, que a veces rayaban con la irracionalidad.
Pobrecillo, pensé con tristeza; no solo es comunista, sino también desagradable. Me molesté en mirar los carteles electorales de Pettigrue de regreso de la tienda de alimentación el día anterior. No decían nada de ningún Partido Comunista. Solo pedían la elección para Morrison Pettigrue, «la opción popular para la alcaldía», mostrándolo como un tipo moreno de gesto hosco que evidentemente había sufrido de un acné galopante.
Escuché mientras tomaba mi desayuno, pero acabé cambiando a una emisora de música country para lavar los platos. Las labores domésticas siempre van más deprisa cuando puedes cantar sobre «beber» y «engañar».
Hacía una mañana tan deliciosa que decidí ir a la iglesia. Lo hacía a menudo. A veces disfrutaba de ello y me sentía mejor por hacerlo, pero no sentía ninguna inclinación religiosa. Iba con la esperanza de desarrollarla, como quien se expone voluntariamente a una enfermedad contagiosa. Alguna vez incluso me puse sombrero y guantes, aunque rayaba con la parodia y ya no era tan fácil encontrar guantes. Ese día no hacía para ponerse sombrero y guantes; demasiado nublado y lluvioso, y tampoco me sentía con ganas de escenificar un papel que no era el mío.
Al acceder al aparcamiento de la iglesia presbiteriana, me pregunté si vería por allí a Melanie Clark, que también acudía de vez en cuando. ¿La habrían arrestado? Me costaba creer que la impasible Melanie corriese un riesgo serio de ser imputada por el asesinato de Mamie Wright. El único móvil que podía atribuírsele era que tuviese una aventura con Gerald Wright. Alguien…, un asesino, me recordé, le estaba gastando una horrible broma.
Entré en el edificio pensando en Dios y en Mamie. Me sentí fatal al pensar en lo que otro ser humano había sido capaz de hacerle a Mamie, pero tenía que afrontarlo. En vida, la emoción que había sentido por ella era de desprecio. Ahora, su alma —y creo que todos tenemos una— estaba ante Dios, como lo estaría la mía algún día. No me sentía con fuerzas para tales consideraciones, así que las enterré, no demasiado hondo, para rescatarlas cuando me sintiese menos vulnerable.
***
Salí de la iglesia conversando con la mayoría de la congregación por el camino. Todo lo que se comentaba era sobre Melanie y su apuro. Lo último que se sabía era que Melanie había tenido que pasar un buen rato en la comisaría, pero, gracias a la vehemente cuenta que había dado Bankston Waites de cada uno de sus movimientos en la noche del asesinato, se le había permitido volver a casa, exonerada (o eso se pensaba).
La propia Melanie era huérfana, pero la madre de Bankston era presbiteriana. Ese día, por supuesto, era el centro de atención de un absorto grupo congregado en las escaleras de la iglesia. La señora Waites tenía el pelo tan rubio y los ojos tan azules como su hijo, y generalmente era igual de flemática que él. Pero ese domingo era una mujer enfadada, y le importaba bien poco quién pudiera percatarse de ello. Estaba indignada con la policía por sospechar de la «dulce Melanie» por un solo instante. ¡Si esa pobre muchacha no era capaz de matar una mosca, mucho menos a una mujer! ¡Y los que habían sugerido que las cosas quizá no iban tan bien entre Melanie y la señora Wright! ¡Pero si ni siquiera una manada de caballos salvajes sería capaz de separar a Melanie de Bankston! Al menos ese hecho horrible había conseguido que Bankston verbalizase sus pensamientos. Él y Melanie se iban a casar en dos meses. No, no habían establecido una fecha, pero lo decidirían tarde o temprano, y Melanie pensaba ir a Millie’s Gifts esa misma semana para comprar unos juegos de plata y porcelana.
Era un momento triunfal para la señora Waites, que durante años había intentado casar a su hijo. Sus otros vástagos ya estaban colocados, y la aparente voluntad de Bankston de esperar a la llegada de la mujer adecuada en vez de salir a buscarla había llevado a la señora Waites al límite.
Tendría que ir a comprar un tenedor o una ensaladera. Había hecho miles de regalos similares con miles de patrones distintos. Suspiré esforzándome por no sentir autocompasión mientras conducía hacia casa de mi madre. Los domingos siempre almorzaba con ella, a menos que estuviese fuera, en una de las miles de convenciones inmobiliarias a las que solía asistir o enseñando casas.
Mi madre, que rara vez había pasado las mañanas de los domingos en casa, estaba de buen humor porque había vendido una casa de doscientos mil dólares el día anterior, después de salir de mi apartamento. Pocas mujeres reciben bombones envenenados, son interrogadas por la policía y venden propiedades caras en el mismo día.
—Estoy intentando que John me deje encargarme de la venta de su casa —me dijo por encima del asado.
—¿Qué? ¿Por qué iba a venderla? Es preciosa.
—Su mujer murió hace ya varios años y todos los hijos ya se han ido de casa. Lo que menos necesita es una vivienda tan grande donde deambular —explicó mi madre.
—Pues tú te divorciaste hace doce años, tu hija se ha ido de casa y tampoco necesitas un sitio tan grande por el que merodear —señalé. Me preguntaba por qué mi madre se empeñaba en mantener esa casa con «cuatro dormitorios, de dos plantas de ladrillo visto, chimenea y tres cuartos de baño» en la que había crecido.
—Bueno, es posible que John encuentre pronto otro sitio donde vivir —contestó mi madre con un aire demasiado casual—. A lo mejor nos casamos.
¡Dios, todo el mundo pasaba por el altar!
Me rearmé como pude y adopté una actitud de felicidad por la suerte de mi madre. Me las arreglé para decir lo que se suele esperar en casos como ese, con sinceridad, y ella parecía contenta.
¿Qué demonios les iba a regalar?
—Como parece que John no quiere hablar de su implicación en Real Murders ahora mismo —me pidió mi madre de repente—, ¿por qué no me cuentas tú algo de ese club?
—John es un experto en Lizzie Borden —le expliqué—. Si quieres saber cuáles son sus mayores intereses, aparte del golf y de ti, es Lizzie. Deberías leer A Private Disgrace, de Victoria Lincoln. Es uno de los mejores libros sobre el caso Borden que haya leído nunca.
—Eh…, Aurora…, ¿quién era Lizzie Borden?
Me quedé con la boca abierta.
—Eso es como preguntarle a un aficionado al béisbol quién era Mickey Mantle —dije finalmente—. No sabía que alguien pudiese no saber quién era Lizzie Borden. Tú pregúntaselo a John y te dejará la oreja frita. Pero le hará ilusión que hayas leído los libros antes.
Mi madre apuntó el título en su cuadernillo. Iba muy en serio con John Queensland, tenía muy claro lo del matrimonio. Yo no era capaz de decidir qué sentía; solo tenía claro cómo debía hacerlo. Al menos la interpretación hizo feliz a mi madre.
—En serio, Aurora, quiero que me hables del club en general, aunque me gustaría comentar los intereses particulares de John inteligentemente, por supuesto. Ahora que vosotros dos estáis relacionados con ese horrible asesinato y que a las dos nos han enviado los bombones, quiero conocer el trasfondo de esos asesinatos.
—Mamá, no recuerdo cuándo se estableció Real Murders. Hará unos tres años, supongo. Hubo una firma de libros en Thy Sting, la tienda de libros de misterio de la ciudad. Todos los que ahora estamos en el club fuimos al evento, que se celebraba a propósito de un libro basado en un asesinato auténtico. Fue una coincidencia de lo más curiosa, todos allí presentes, de Lawrenceton e interesados en las mismas cosas. Así que decidimos llamarnos entre nosotros para organizar alguna cosa en común en nuestra propia ciudad. Decidimos celebrar una reunión mensual, y el formato fue evolucionando con el tiempo: una lectura y debate sobre un asesinato auténtico la mayoría de las veces y asuntos relacionados, otras. —Me encogí de hombros. Empezaba a cansarme de explicar lo que era Real Murders. Esperaba que mi madre cambiase de tema, como siempre había hecho anteriormente cada vez que intentaba hablar de mi interés en el club.
—Antes me comentaste que creías que el asesinato de Mamie Wright era una imitación de otro real —insistió, sin embargo—. Y dijiste también que Jane Engle está convencida de que los bombones que nos mandaron fueron otra imitación. ¿Lo está cotejando?
Asentí.
—Corres peligro —dijo mi madre con un hilo de voz—. Quiero que abandones Lawrenceton hasta que pase todo esto. No te salpicará todo esto, como a la pobre Melanie con todo ese embrollo del bolso escondido en su coche, si estás fuera de la ciudad.
—Eso sería genial, mamá, pero da la casualidad de que tengo un trabajo. ¿Se supone que debería ir a mi jefe y decirle que mi madre teme que me pueda pasar algo, y que por ello tengo que salir de la ciudad durante un periodo indefinido? ¿Que el señor Clerrick me reserve la plaza?
—¿Es que no tienes miedo? —me preguntó, furiosa.
—¡Claro que sí! ¡Si hubieses visto de lo que es capaz el asesino, si hubieses visto la cabeza de Mamie Wright, o lo que quedaba de ella, tú también lo tendrías! Pero ¡no puedo irme! ¡Tengo una vida!
Mi madre no dijo nada, pero su respuesta natural, manifestada por sus increíbles cejas, era: «¿Desde cuándo?».
Volví a casa con un plato lleno de sobras para cenar, como de costumbre, y decidí pasar un final de domingo lleno de autocompasión. Las tardes de domingo son ideales para eso. Me quité mi bonito vestido (diga lo que diga Amina, tengo ropa muy bonita y favorecedora) y me puse lo más cómodo e informal que encontré. Me quité el maquillaje y me revolví el pelo.
Lo que más odiaba era limpiar las ventanas, así que decidí que era el día perfecto para hacerlo. El cielo se había despejado un poco y ya no esperaba que lloviese, así que me armé con toda la parafernalia de limpieza de ventanas y me puse con las de abajo, rociando con un producto de limpieza y frotando de mala gana para luego repetir todo el proceso. Llevaba conmigo mi escabel, con el que apenas llegaba a lo más alto de los cristales. Cuando estuvieron brillantes, subí a paso lento las escaleras, paño y botella de limpiador en mano, y seguí la tarea en el cuarto de invitados. Desde allí se dominaba el aparcamiento. Tenía una inmejorable vista de la pareja de ancianos de la casa de al lado, los Crandall, que volvían de su paseo dominical. Quizá habían ido a comer a casa de alguno de sus hijos casados. Tenían varios hijos en la ciudad, y recordaba a Teentsy Crandall mencionar que también tenían al menos ocho nietos. Teentsy y su marido, Jed, reían juntos y él le daba palmadas en el hombro mientras abría la verja. Tan pronto como entraron en la casa, el coche azul de Bankston penetró en su parcela y de él salieron Bankston y Melanie cogidos de la mano. Hasta para mí, que no era ninguna experta en la materia, me resultaba evidente que no veían la hora de cerrar la puerta de casa tras de sí.
Algo inigualable como broche final a una tarde de autocompasión. ¿Cuáles eran mis expectativas inmediatas?, me pregunté retóricamente. «Sesenta minutos», y puse a calentar las sobras de asado.
Decidí aceptar el consejo de Amina. Iría a la tienda de su madre a las diez de la mañana, en cuanto abriese. Con un poco de suerte y mi tarjeta de crédito, estaría lista para mi viaje a la gran ciudad para comer con Robin Crusoe.
Al final decidí que, después de todo, sí que podía invertir el resto de la tarde en algo útil. Cogí mi agenda de números y empecé a hacer llamadas.