14

Mientras Robin montaba guardia sobre esa cosa horrible que yacía en el callejón, yo llamé a la puerta de uno de los apartamentos. Se oía un bebé llorando en el interior, así que sabía que debía de haber alguien despierto.

La exhausta mujer que abrió aún iba en camisón. Fue lo bastante confiada como para abrirle a una extraña y aceptar su urgente necesidad de usar el teléfono sin dar rienda suelta a la propia curiosidad. El bebé chillaba mientras buscaba el número de la comisaría, y no dio muestras de amainar mientras marcaba y hablaba con el agente de guardia, que tuvo algunos problemas para comprenderme. Cuando colgué y le di las gracias a la joven mujer, el bebé seguía llorando, aunque se había reducido a un sollozo.

—Pobre criatura —solté, por decir algo.

—Es un cólico —me explicó—. El médico ha dicho que lo peor debería de pasarse pronto.

Aparte de cuidar, como quien dice, de mi hermanastro Phillip cuando era pequeño, yo no sabía nada en cuanto a bebés. Así que me alegró saber que ese tenía una razón específica por la que quejarse. Tras mostrar mi agradecimiento de nuevo y cerrar la puerta, oí que la intensidad del llanto se redoblaba.

Avancé de nuevo hacia el callejón donde Robin estaba sentado como una estatua sombría, la espalda apoyada contra una valla en el lado opuesto de los apartamentos.

—Yo y mis geniales ideas —dije con amargura, dejándome caer a su lado.

Obvió el comentario haciendo gala de sus buenos modales.

—Tápala —dije—. No soporto verla.

—¿Cómo, sin dejarla llena de huellas? Más huellas, quiero decir.

Resolvimos el problema mientras una neblina empezaba a pegarme el pelo contra las mejillas. Encontré un palo y Robin lo deslizó bajo el borde del maletín. Lo levantó un poco y lo arrastró sobre el hacha manchada de sangre. Volvimos a nuestra posición contra la valla. Ya se oían sirenas aproximándose. Me sentía extrañamente tranquila.

—Me pregunto si alguna vez recuperaré el maletín —dijo Robin—. Alguien se metió en nuestro aparcamiento, abrió mi coche y me lo robó para esconder en él un arma homicida. Lo he estado pensando, Roe. Cuando se resuelva este caso, si es que se llega a resolver, creo que probaré suerte con la novela basada en hechos reales. Estoy aquí y conozco a algunos de los implicados. Incluso conocí a los Buckley la noche anterior a que los asesinaran. Estaba presente cuando tú y tu madre abristeis la caja de bombones. Y aquí estoy descubriendo un arma homicida en mi maletín. Te diré una cosa: esto ya no me gusta tanto. Pensándolo bien, creo que ni siquiera quiero el maletín como recuerdo. —Pero, tras permanecer un instante en silencio, murmuró—: Ya verás cuando se lo cuente a mi agente.

Las lentes de sus gafas empezaron a impregnarse de pequeñas gotas de humedad. Me quité las mías y las limpié con un pañuelo de papel.

—Admiro tu entereza, Robin —dije.

—¿Entereza?

—¿Crees que no querrán hacerte algunas preguntas? —señalé.

Apenas contó con unos segundos para asimilarlo y empezar a preocuparse antes de que apareciese por el callejón un coche de policía camuflado seguido por uno de patrulla. Por alguna razón, nos levantamos.

Y, que Dios me bendiga, ¿quién sino mi amiga Lynn Liggett podría haber salido del coche camuflado? Y estaba más enfadada que una mona.

—¡Es que tengo que encontrarte en todas partes! —me dijo—. ¡Sé que no has cometido estos asesinatos, pero es que cada vez que me vuelvo te encuentro ahí! —Agitó la cabeza, como si así pretendiese deshacerse de mi presencia. Entonces, las palabras empezaron a fallarle. Su mirada cayó sobre el maletín abierto y tirado del revés, del que asomaba parte del mango del hacha.

—¿Quién la ha tapado? —exigió saber. Cuando se lo dijimos y destapó el hacha ensangrentada con el mismo palo que usé yo para taparla, toda su atención se centró en el arma homicida.

En ese momento apareció un tercer coche detrás del coche patrulla. Mi corazón dio un vuelco cuando vi que salía Jack Burns y avanzaba hacia nosotros. Su lenguaje corporal decía que daba un paseo casual por un agradable vecindario, pero sus ojos rezumaban enfado y amenaza.

Se detuvo para hablar un momento con los agentes de uniforme, al parecer los mismos que habían llevado a cabo el registro del callejón el día anterior, y los despachó con un lenguaje que hasta el momento solo había visto por escrito. Robin y yo observamos con interés cómo se ponían a registrar el callejón una vez más en busca de cualquier otra cosa que hubiera podido dejarse el asesino. Estaba dispuesta a apostar que, de haber dejado algún rastro más, esta vez lo descubrirían.

La gente empezó a asomarse por las ventanas de sus apartamentos, y el callejón que momentos antes parecía tan silencioso y desierto empezó a llenarse de curiosos. Vi que una cortina se descorría en el apartamento de la joven madre. Ojalá el bebé se hubiese calmado ya. Pensé que esa mujer era la que más probabilidades tenía de haber presenciado algo el día de antes, ya que probablemente se pasara despierta casi todo el día. Me dispuse a sugerirle la idea a la detective Liggett, pero me lo pensé dos veces antes de que me arrancase la cabeza de un mordisco.

Tras meter el maletín y el hacha en una bolsa, la policía se volvió hacia nosotros.

—¿Ha tocado el maletín, señorita Teagarden? —me preguntó sin rodeos.

Asentí.

—Y usted también —le dijo a Robin, que asintió tímidamente—. Usted es otro que siempre está metido en todas partes.

Robin empezó a preocuparse.

—Tendrá que venir a la comisaría para que le tomen las huellas —dijo Lynn bruscamente.

—Ya me las tomaron la otra noche —le recordó el escritor—. Se las tomaron a todos los socios de Real Murders.

Ese recordatorio no le hizo ganar puntos a ojos de la detective.

—¿De quién fue la idea de dar un paseo por este callejón? —contraatacó Lynn.

Robin y yo nos miramos.

—Bueno —empecé—. Me preguntaba cómo habría entrado el asesino en casa de los Buckley sin ser visto.

—Pero fui yo quien insistió en venir hasta aquí y pasar por detrás de la casa de los Buckley —interrumpió Robin noblemente.

—Escuchadme los dos —dijo la detective con calma forzada—; no parece que entendáis cómo funciona el mundo de verdad.

Esa acusación tuvo poco efecto en Robin y en mí. Sentí que se ponía rígido y levanté la mirada con ojos entrecerrados.

—Nosotros somos la policía y nos pagan una miseria para investigar asesinatos, pero es nuestro trabajo. No nos sentamos a leer sobre ellos, sino que los resolvemos. Encontramos pistas, investigamos indicios y llamamos a las puertas. —Hizo una pausa para respirar hondo. Hasta el momento había encontrado varios fallos en su discurso, pero no estaba por la labor de señalarle que Arthur leía mucho sobre asesinatos y que, hasta el momento, la policía no había resuelto mucho y que el hacha seguiría en una boca de alcantarilla si Robin y yo no la hubiéramos recuperado.

Mi sentido de autoconservación estaba lo bastante alerta como para impedir que dijera todo eso. Cuando Robin carraspeó para disponerse a hablar, lo interrumpí.

Lamenté haberlo detenido un instante después, cuando Lynn lo sometió a un verdadero tercer grado. Yo no habría aguantado tan bien como él el interrogatorio, y tuve que admirar su compostura. También debía admitir que todo aquello resultaba de lo más peculiar: nada más llegar Robin a la ciudad, empiezan los asesinatos. Pero yo sabía que el asesinato de Mamie Wright había sido planeado antes de que Robin se mudase a Lawrenceton, y los bombones habían sido enviados incluso antes. La detective señaló, no obstante, que Robin había estado presente en el descubrimiento del cuerpo de Mamie Wright, habiendo sido invitado a una reunión de Real Murders en su primera noche en la ciudad. Y había estado en mi casa cuando recibí la caja de bombones.

Ciertamente Lynn no era la única detective que hallaba sospechosa la presencia de Robin en tantos escenarios criminales. Y puede que yo no estuviera tan libre de sospechas como Arthur me había asegurado, porque cuando Jack Burns asumió el interrogatorio no dejó de dedicarnos significativas miradas a Robin y a mí. Parecía pensar que estaba ante alguien lo bastante corpulento como para ayudar a una mujer tan menuda como yo a lidiar con el cadáver de Pettigrue en el cuarto de baño.

—He de estar en el trabajo dentro de hora y media —le dije en voz baja, alcanzado mi tope de tolerancia.

Se interrumpió a media frase.

—Claro —contestó, de repente exhausto—. No pasa nada. —Al parecer, su combustible había sido la exasperación con sus propios hombres al pasárseles el hacha, y se había quedado seco. De repente me caía mucho mejor.

Cuando Burns la relevó en el papel de azote de sospechosos, Lynn inició una ronda de interrogatorios puerta a puerta. Al final llegó al apartamento de la mujer que me había dejado usar el teléfono. La joven, ahora ataviada con una camiseta y unos vaqueros (seguramente había visto que la policía llamaba a todas las puertas), abrió enseguida. Lynn siguió la rutina de su lista de preguntas, pero me di cuenta de que, allá por la tercera, se quedó tiesa como un sabueso. La joven debía de haber dicho algo que captó todo su interés.

—Jack —gritó la detective—, ven aquí.

—Váyanse a casa —nos dijo Jack sin más ceremonia—. Sabemos dónde encontrarlos si los necesitamos. —Y se fue corriendo hacia Lynn.

Robin y yo resoplamos de alivio a la vez y casi salimos del callejón a hurtadillas, procurando con todas nuestras fuerzas atraer la menor atención policial posible. Al salir a la calle, Robin voló hacia casa agarrándome de la mano.

Solo nos detuvimos a respirar cuando llegamos a nuestro aparcamiento. Robin me abrazó y me dio un fugaz beso en la frente, al parecer la ubicación más conveniente en su opinión.

—Ha sido una experiencia muy interesante —comentó, y me eché a reír hasta que me dolieron las entrañas. Robin arqueó sus cejas rojizas y las gafas se le deslizaron nariz abajo antes de dejarse contagiar por mis carcajadas. Miré el reloj mientras pensaba cuándo fue la última vez que reí con tanta intensidad. Al ver la hora que era, dije a Robin que tenía que ir a cambiarme. Al menos durante unas horas, había olvidado el temor que me inspiraba trabajar sola en la biblioteca aquella noche.

Nadie se dio cuenta hasta el último momento de que no se había buscado sustituto para el señor Buckley esa noche. Ninguno de los bibliotecarios titulares aceptaría prescindir de una noche libre, y los demás voluntarios estaban asignados a otras noches.

Le conté todo eso a Robin apresuradamente y él dijo:

—Estoy seguro de que la policía ha intensificado sus patrullas, pero a lo mejor me paso por allí esta noche. Llámame si me necesitas. Iré enseguida. —Él se fue hacia su puerta y yo hacia la mía.

Mientras me ponía la misma ropa que esa mañana, intenté no pensar en el hacha. Había sido horrible. Mientras conducía hacia el trabajo, albergué la esperanza de que la biblioteca estuviera llena de clientes que me impidiesen encerrarme en mis pensamientos.

Relevaría en el mostrador de préstamos a Jane Engle, que había sustituido a una compañera cuyo hijo se había puesto enfermo. Jane parecía la misma de siempre, con su impecable pelo gris, sus impolutas gafas de alambre y su discreto traje gris. Pero sabía que por dentro ya no era la testigo curiosa y sofisticada de los asesinatos de Lawrenceton, sino una mujer aterrada. Y se alegraba de poder salir finalmente de la biblioteca.

—Los demás se han ido a las cinco. Ni un cliente desde entonces —me dijo con voz temblorosa—. Y sinceramente, Aurora, ha sido ideal. Ya no me gusta estar a solas con otra persona, por muy bien que piense de ella.

Le di unas torpes palmadas en el brazo. Si bien a veces almorzábamos juntas, sobre todo después de una reunión del club para hablar sobre el programa, nuestra relación había sido amistosa, pero no íntima.

—Es la primera vez que otras personas se interesan por nuestro club —prosiguió Jane—, y he tenido que responder a un montón de preguntas que nadie se había molestado en formular hasta hora. Muchos piensan que soy un poco rara por haber pertenecido a Real Murders. —Sin duda, Jane era una de esas mujeres que odiaban que se las considerase «bichos raros».

—Bueno —dije algo insegura—, solo por tener una afición un poco diferente. —Bien pensado, sí que éramos un poco raros, todos nosotros, los Asesinos Reales, como nos llamábamos entre bromas.

Jo, jo.

—Uno de nosotros es un asesino, ya lo sabes —continuó Jane con tono misterioso. Sentí que mis pensamientos se hacían visibles en un bocadillo sobre mi cabeza—. Ha ido más allá del interés académico en la muerte, la truculencia y la psicología. Pude sentirlo la última noche que nos reunimos en tu apartamento.

—¿Quién crees que sea, Jane? —le pregunté impulsivamente, mientras se ataba el pañuelo y se sacaba las llaves del bolso.

—Estoy segura de que es alguien del club, por supuesto, o puede que en íntima relación con uno de los socios. No sé si siempre ha sido un perturbado, o si acaba de decidir gastarles una serie de bromas intolerables a sus compañeros. O quizá haya más de un asesino y estén trabajando juntos.

—No tiene por qué ser nadie de Real Murders, Jane. Bastaría con que nuestro club no le gustase o quisiera causarnos problemas. —Jane ya estaba delante de la puerta principal, y yo deseaba que se quedase tanto como ella marcharse.

Se encogió de hombros, dándose por vencida.

—A mí me pone los pelos de punta —me dijo en un susurro— imaginar en qué caso encajaría. No paro de repasar libros, de comprobar casos, en busca de alguna mujer mayor que viva sola y a la que me pueda parecer.

Me la quedé mirando boquiabierta. Me sobrecogía darme cuenta de todo por lo que debía de haber pasado por culpa de su mente, tan activa y precisa.

En ese momento, una madre que arrastraba a dos criaturas reacias a seguirle el paso atravesó la puerta y Jane aprovechó para irse a casa a seguir hojeando libros en busca de un patrón en el que encajar.

***

Gracias a Dios que había gente en la biblioteca cuando Gifford Doakes llegó, o habría salido corriendo. Gifford, el entusiasta de las masacres, siempre había hecho saltar las alarmas mentales que me inducían a escoger muy cuidadosamente mis palabras. Aunque no lo conocía muy bien, siempre había mantenido la distancia y limitado mi relación con él a la cortesía más básica.

Convenía ser cordial con Gifford. No serlo daba un poco de miedo.

No tenía la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida, pero vestía como un capo de la droga de Corrupción en Miami, con su ropa llamativa y su melena marrón cuidadosamente peinada. No me habría sorprendido encontrarle una pistolera bajo la chaqueta.

A lo mejor sí que era un capo de la droga.

Y aquí venía, deslizándose hasta el mostrador de préstamos. Miré alrededor. La dinámica pareja compuesta por Melanie Clark y Bankston Waites había llegado minutos antes, muy abrazados y sonrientes. Bankston estaba en el piso de arriba, en la sección de biografías, mientras Melanie hojeaba un ejemplar de La buena ama de casa, en la zona de revistas de la planta baja. Seguramente estaba buscando una nueva receta de pastel de carne. Bendita sea; estaba a tiro de llamada.

Gifford estaba justo al otro lado del mostrador, frente a mí, y aferré lo primero que tenía a mano, que resultó ser la grapadora. Un elemento disuasorio de lo más eficaz, me dije con amargura. Le acompañaba su sombra, Reynaldo, que se había quedado al otro lado de las puertas dobles de cristal, paseando envuelto en la semioscuridad del aparcamiento. Atravesó una bolsa de luz de una de las lámparas de arco que, en teoría, aportaban cierta seguridad al aparcamiento y se desvaneció en la penumbra para reaparecer al cabo de los segundos.

—¿Cómo te va, Roe? —me preguntó Gifford con desgana.

—Eh…, bien.

—Escucha, he oído que tú y el escritor habéis encontrado hoy el arma homicida de los Buckley.

¿El caso Buckley? Tuve una repentina visión de una antología de relatos de los asesinatos más famosos de la década en la que vi incluida la matanza de los padres de Lizanne. La gente leería sobre sus muertes y especularía, del mismo modo que yo lo había hecho con otros casos. ¿Podría haber sido su hija? ¿O el policía que también formaba parte de su club? Me di cuenta de que esos asesinatos acabarían en un libro…, quizá escrito por Joe McGuinniss, Joan Barthel o el propio Robin si recuperaba el gusto por el relato. Y yo figuraría en él por el tema de los bombones. Puede que justo «cuando los bombones llegaron a la casa de Aurora, la hija de la señora Teagarden».

Por un momento me sentí muy confusa. ¿Acaso me encontraba en un libro sobre viejos asesinatos o me estaba pasando realmente? Sería maravilloso contar con la distancia que aportan los libros con respecto a los hechos. Pero el solitario pendiente de Gifford era demasiado real, y el deambular felino de Reynaldo (¡en el prosaico aparcamiento de una biblioteca!) también rezumaba toneladas de «aquí y ahora».

—Háblame del hacha —me decía Gifford.

—Era más bien una hachuela, Gifford. Un hacha normal no habría cabido en el maletín. —De repente me enfadé conmigo misma por contradecir a un tipo tan aterrador como Gifford, pero entonces reparé en lo que mi subconsciente no había notado. Gifford Doakes era un hombre con una misión, y le importaban un bledo los detalles secundarios.

—¿Así de larga? —indicó con las manos.

—Sí, más o menos. —Era de un tamaño estándar.

—¿Con el mango de madera y envuelto en cinta aislante negra?

—Sí —convine. Había olvidado la cinta aislante hasta que la mencionó.

—Joder —siseó antes de murmurar algo más entre dientes. Sus ojos parpadearon a toda velocidad. Gifford Doakes era un hombre asustado a la par que furioso. Yo también estaba asustada, no solo por el asesino, sino por la reacción de Gifford. Puede que él fuese el asesino.

Apreté aún más la grapadora y me sentí como una estúpida, planeando enfrentarme a un loco con una herramienta de oficina que, según recordé súbitamente, ni siquiera estaba cargada de grapas. Bueno, una línea de defensa menos.

—Tengo que ir a la comisaría —dijo Gifford inesperadamente—. La hachuela es mía, estoy seguro. Reynaldo descubrió que había desaparecido ayer.

Dejé la grapadora sobre el escritorio con mucha suavidad, alcé la vista y vi que Bankston observaba desde la planta superior, asomado por el pretil. Arqueó una ceja en muda interrogación. Meneé la cabeza. No creía que fuese a necesitar su ayuda. Pensé que Gifford estaba simplemente tan nervioso como todos los demás, y por una buena razón. En ese momento, el tipo cuyo peinado y ropa no pegaban ni con cola se mordía la uña del pulgar como un crío de cinco años que afrontaba las dificultades del mundo.

—Será mejor que vayas a la policía ya —le dije con delicadeza. Salió por la puerta antes de que pudiera recuperar el aliento.

El hacha de Gifford y el maletín de Robin. Los que no encajaban en el papel de víctimas entraban en el de asesinos, para mayor diversión del verdadero asesino.

Me pregunté en qué categoría entraba yo. Me sobraba con ser la que encontraba los cadáveres.

Aún le daba vueltas a ese y otros pensamientos desagradables media hora más tarde, cuando entró Perry Allison. Apenas podía creer mi suerte de ver a Gifford y a Perry en la misma noche. Dos tipos grandes. Al menos, mientras Gifford estuvo, hubo otras personas alrededor, pero en la siguiente media hora Bankston y Melanie, junto a otros dos clientes, ya se habían ido.

En esta ocasión abrí discretamente el cajón y cogí unas tijeras. Comprobé el reloj; solo quedaba un cuarto de hora para el cierre.

—¡Roe! —balbuceó— ¿Qué pasa?[13] —Puso sobre el mostrador una mano con un tatuaje digno de un maníaco.

Sentí un punzante temor. Este ni siquiera era el habitual y desagradable Perry, que quizá se había saltado alguna de las medicaciones prescritas. Perry estaba colocado con alguna droga que ningún médico le había dado. El concepto de «drogas recreativas» me había eludido por completo, pero es que yo era muy ingenua para esas cosas.

—Poca cosa, Perry —respondí cautelosamente.

—¿Cómo puedes decir eso? Aquí las cosas flipan —me dijo, arqueando las cejas hasta acaparar casi todo su estrecho rostro—. Casi un asesinato al día. Tu novio, el poli, vino a casa esta tarde. Me hizo preguntas. Insinuaciones. ¡Sobre mí! ¡Si no sería capaz de matar una mosca!

Se echó a reír y rodeó el mostrador en unos pocos pasos.

—¿Tijeras? —saltó—. ¿Tijeeeeraaaas? —expresó con un siseo. Estaba tan aturdida con la rapidez de sus movimientos y agitaciones de cabeza, tan impropios del Perry con el que solía trabajar, que me pilló desprevenida cuando me agarró de la muñeca del brazo que sostenía las tijeras. La aferró con fuerza maníaca.

—Me haces daño, Perry —le espeté—. Suéltame.

Pero Perry no paraba de reír, sin relajar la presa un solo momento. Sabía que acabaría soltando las tijeras, y no podía imaginar lo que ocurriría después.

De repente montó en ira.

—Ibas a apuñalarme —restalló con furia—. ¡Ninguno de vosotros quiere que me recupere! ¡Ninguno de vosotros sabe cómo era el hospital!

Tenía razón, y en otras circunstancias le habría escuchado con cierta simpatía, pero me estaba haciendo daño y estaba aterrorizada.

Lo único que sentía era el frágil tacto de las tijeras en mis dedos, cada vez más entumecidos.

En un día repleto de extraños incidentes, un loco no dejaba de vociferarme, proyectando sobre mí su intensidad emocional en medio de un edificio sinónimo de tranquilidad y civismo, donde la gente iba a llevarse libros igualmente tranquilos y cívicos.

Entonces empezó a zarandearme para que lo escuchara, agarrándome del hombro con la otra mano con la fuerza de un torno. No paraba de hablar, enfadado, triste, lleno de dolor y autocompasión.

Sentí que empezaba a enfadarme yo misma, y de repente algo chasqueó en mi interior. Levanté un pie y le di un pisotón en el empeine con cada gramo de fuerza que pude aunar. Con un aullido de dolor, me soltó y, en ese instante, me giré para correr hacia la entrada.

Tropecé con Sally Allison.

—Oh, Dios mío —dijo con voz ronca—. ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño? —Sin aguardar una respuesta, gritó a su hijo por encima de mi cabeza—. Perry, ¿qué diablos te ha dado, por el amor de Dios?

—Oh, mamá —contestó, desesperado, y se echó a llorar.

—Está drogado, Sally —señalé con un jirón de voz. Me apartó un poco y me escrutó en busca de heridas, dejando ver su alivio al comprobar que no había sangre. Vio que aún llevaba las tijeras y se horrorizó—. No ibas a hacerle daño, ¿verdad? —preguntó, incrédula.

—Sally, solo una madre podría decir eso —respondí—. Llévatelo ahora mismo a casa.

—Escúchame, por favor, Roe —rogó Sally. Aún estaba asustada, pero también me sentía sumamente incómoda. Jamás nadie me había rogado nada, y ahí tenía a Sally, quien indudablemente lo estaba haciendo—. Escucha, no se ha tomado la medicación de hoy. Está muy bien cuando se la toma, en serio. Sabes que puede venir y hacer su trabajo, nadie se ha quejado nunca, ¿verdad? Así que, por favor, no se lo cuentes a nadie.

—¿Contar el qué? —preguntó una tranquila voz de hombre sobre mi cabeza, y supe que Robin había llegado con mucho sigilo. Levanté la mirada hacia su escarpado rostro, su ahora seria boca arrugada y me alegré tanto de verlo que hubiera podido llorar—. He venido a ver cómo estabas —me dijo—. Señora Allison, creo que nos conocimos en la reunión del club.

—Sí —dijo Sally, esforzándose por recomponerse—. ¡Perry! ¡Vámonos!

Perry caminó hacia ella, su pálido rostro inexpresivo y cansado, los hombros caídos.

—Vámonos a casa —le sugirió su madre—. Tenemos que hablar de nuestro acuerdo, sobre la promesa que me hiciste.

Sin mirarme o decir una palabra, Perry siguió a su madre por la puerta. Me derrumbé en los brazos de Robin y sollocé con las tijeras aún en mi poder. Su enorme mano acarició mi pelo. Cuando lo peor había pasado, dije:

—Tengo que cerrar, es la hora. Me importa un bledo que Santa Claus vaya a venir para llevarse un libro. Esta biblioteca está cerrada.

—¿Me vas a contar lo que ha pasado?

—Puedes apostar por ello, pero primero quiero salir de este sitio. —Detesté tener que separarme de su reconfortante torso y acogedores brazos; fue agradable sentirse protegida por un hombre grande y fuerte como él durante unos segundos. Pero deseaba salir de ese edificio e ir a casa más que cualquier otra cosa y, con suerte, podríamos repetir la escena en mi casa con más comodidades a mano.