5
Me percaté de que un camión de mudanzas había aparcado frente al apartamento de Robin Crusoe al acompañar a Arthur hasta la puerta. Por pura curiosidad, cuando sonó el teléfono, decidí responder a todas las llamadas desde el del dormitorio, que tenía un cable muy largo y me permitía espiar el proceso de desembalaje del vecino. Y no dejó de sonar, a medida que la noticia del asesinato de Mamie Wright fue extendiéndose entre los amigos y los compañeros de trabajo. Justo cuando iba a marcar su número, llamó mi padre. Parecía igual de preocupado con mi estado emocional que con la duda de si aún estaba dispuesta a cuidar de Phillip.
—¿Estás bien? —dijo el propio Phillip con voz suave. Normalmente es de los que vociferan, pero es incomprensiblemente tranquilo al teléfono.
—Sí, hermanito, estoy bien —repuse.
—Es que me apetece mucho ir a verte. ¿Puedo?
—Claro.
—¿Vas a hacer una tarta de nueces?
—Puede, si se me pide como es debido.
—¡Por favor, por favor, por favor!
—Mucho mejor. Cuenta con esa tarta.
—¡Bien!
—¿Sientes que te estoy chantajeando? —me preguntó mi padre cuando Phillip le cedió el aparato.
—Pues sí.
—Vale, vale, me siento culpable. Pero es que a Betty Jo le apetece mucho asistir a esa convención. Su mejor amiga de la universidad se casó también con un periodista y ellos van a ir.
—Dile de todos modos que yo cuidaré de él. —Adoraba a Phillip, aunque al principio me horrorizaba siquiera sostenerlo en brazos, dada mi nula experiencia con bebés. Rompiendo una lanza a favor de Betty, ella siempre se esforzó por que Phillip conociese a su hermana mayor.
Tras colgar, el resto del día se abrió ante mí como la boca de una cueva. Como era mi día libre, intenté hacer las cosas típicas de un día libre: pagué las facturas e hice la colada.
Mi mejor amiga, Amina Day, se acababa de mudar a Houston por un trabajo tan bueno que no podía culparla por haberse ido, pero la echaba de menos y no podía evitar sentirme como una pueblerina poco aventurera antes de entrar en la cocina del Centro de Veteranos. Amina no se iba a creer que había tenido una genuina experiencia traumática en pleno Lawrenceton. Decidí llamarla esa noche, y la expectativa me subió el ánimo.
Ahora que el primer impacto de la noche anterior se había disipado, todo me parecía curiosamente irreal, como un libro. Había leído tantos, de ficción y de historias reales, en los que una joven entraba en una habitación (atravesaba un campo, bajaba unas escaleras o cruzaba una calle) y encontraba un cadáver… Podía distanciarme de la realidad de una Mamie muerta pensando en la situación más que en la persona.
Anoté mentalmente todas esas distinciones mientras tomaba un nutritivo almuerzo de Cheezits[9] y atún. Todos esos pensamientos me llevaron de nuevo a la conclusión de que me habían pasado tan pocas cosas en la vida que, para una vez que pasaba una, no podía dejar de darle vueltas. No quedaría un solo momento sin absorber o analizar.
Estaba claro que había que tomar cartas en el asunto.
Con el sabor del almuerzo aún en la boca, fue fácil decidir que esas cartas debían materializarse en un viaje a la tienda de comestibles. Confeccioné una de mis metódicas listas y reuní mis cupones.
Como cabía esperar, la tienda estaba hasta arriba por ser sábado, y vi a mucha gente que sabía lo ocurrido la noche anterior. Yo era reacia a hablar del asunto con personas que no hubieran estado allí. Nadie me había dicho que no hablara de la relación del asesinato con otro más antiguo, pero no tenía sentido que se lo fuese contando a la gente de la cola. Pero incluso las respuestas monosilábicas que daba me ralentizaron considerablemente, y cuarenta minutos más tarde aún iba por la mitad de mi lista. Cuando estaba en el puesto de la carnicería debatiéndome entre la hamburguesa fina y la extrafina, oí unos golpes. Me puse cada vez más nerviosa, hasta que alcé la mirada. Benjamin Greer, el único socio de Real Murders que no había asistido a la última reunión, estaba dando golpecitos en el cristal que separaba a los carniceros del mostrador de la carne. Detrás de él unas brillantes máquinas metálicas cumplían con su cometido mientras que otro carnicero con un delantal ensangrentado, como el de Benjamin, empaquetaba carne para asar.
Benjamin era un hombre corpulento con una etérea cabellera rubia que se repeinaba sobre la incipiente calvicie. Había intentado dejarse bigote para compensar el menguante pelo del cráneo, pero daba la impresión de que tenía el labio superior sucio y me alegró ver que se lo había afeitado. No era muy alto, ni tampoco muy avispado, y trataba de contrarrestar esos rasgos con una cordialidad digna de un cachorrillo y una disposición a hacer casi cualquier cosa que se le pidiese. Por otro lado, si no necesitabas su ayuda, por mucho tacto y delicadeza que empleases en hacérselo entender, se volvía hosco y autocompasivo. Benjamin era una persona difícil, uno de esos tipos que hacen que te avergüences de ti misma si no te cae bien, y al mismo tiempo es casi imposible que te caiga bien.
A mí no me gustaba, por supuesto. Me pidió salir con él tres veces y cada una de ellas, con una profunda vergüenza de mí misma, le dije que no. Por muy desesperada que estuviese por tener una cita, mi estómago no soportaba la idea de tenerla con Benjamin.
Intentó meterse en una iglesia fundamentalista, intentó entrenar a la liga de alevines y ahora lo intentaba con Real Murders.
Le dediqué una sonrisa hipócrita y maldije a la carne de hamburguesa que me había llevado a tenerlo delante.
Atravesó a toda prisa la puerta abatible a la derecha de la carne. Me esforcé para no perder los modales.
—La policía vino a mi apartamento anoche —dijo sin resuello—. Querían saber por qué no había asistido a la reunión.
—¿Qué les contaste? —pregunté sin rodeos. El delantal ensangrentado me estaba poniendo mal cuerpo. De repente, las hamburguesas me parecieron algo asqueroso.
—Oh, lamenté no ver tu presentación —me aseguró, como si eso me preocupara—, pero tenía otros planes. —Chúpate esa, era lo que decía su expresión.
Las palabras de Benjamin eran suaves y justificativas, y su voz tan humilde como siempre, pero su expresión era algo completamente distinto.
—Me he metido en política —me confesó Benjamin con una voz modesta que desentonaba absolutamente con su expresión triunfal.
—¿La carrera por la alcaldía? —aventuré.
—Así es. Estoy ayudando a Morrison Pettigrue. Soy su director de campaña. —Su voz se estremeció de orgullo.
Quienquiera que fuese Morrison Pettigrue, iba a perder con toda seguridad. Su nombre me sonaba remotamente, pero no tenía la menor intención de hurgar para recordar lo que sabía.
—Mucha suerte —le dije con la mejor sonrisa que pude armar.
—¿Te gustaría acompañarme a un mitin la semana que viene?
Dios mío, pedía a gritos que le diese una patada en la boca. Esa era la única explicación posible. Lo miré sin dejar de pensar lo patético que era. Entonces, por supuesto, me avergoncé y sentí enfado hacia él y hacia mí.
—No, Benjamin —contesté con un tono que no admitía debate. No podía poner una excusa. No quería que se volviese a repetir.
—Vale —dijo con un deje de martirio en la voz—. Bueno, pues… ya nos veremos. —El dolor vibró dramáticamente bajo su valiente sonrisa.
Iba a responderle a esa última observación, pero me mordí la lengua. Sin embargo, mientras me alejaba con mi carro, susurré:
—No si yo te veo a ti antes.
Al pararme a mirar los sacos de pienso para perros, tan solo para que no viese que huía de allí como alma que lleva el diablo, me di cuenta de un par de detalles curiosos en nuestra conversación.
No me había preguntado nada sobre la noche anterior. No me había preguntado quién había asistido a la reunión, ni lo extraño que era que la única noche que no había ido se hubiera producido algo tan extraordinario. Ni siquiera me había preguntado cómo me sentí al descubrir el cadáver de Mamie, algo que todos los que me había cruzado ese día habían intentado plantearme de formas muy indirectas.
Pensé en ello un momento, escogí un bote de champú y decidí no preocuparme más por Benjamin Greer. Si no, acabaría perdiendo la paciencia con los reponedores. Por supuesto, todos los cereales de alto contenido en azúcar basados en una serie de dibujos animados estaban a la altura de mis ojos, mientras que los de los mayores estaban en la parte más alta. Podía alcanzarlos, pero los reponedores habían amontonado más cajas horizontalmente sobre las que estaban en vertical. Si tiraba de las que alcanzaba con la mano, acabaría sepultada en una lluvia de cajas de cereales provocando un estruendo que llamaría la atención de todo el mundo. Lo sé por experiencia.
Me coloqué de lado para estirarme al máximo y me puse de puntillas. Imposible. Tendría que cambiar de marca o empezar a comer cereales con sabor a chicle. Esa horrible perspectiva me dio fuerzas para intentarlo de nuevo.
—Espera, muchachita, deja que te alcance uno —dijo una voz insoportablemente condescendiente procedente de alguna parte sobre mi cabeza. Una enorme mano se elevó por encima de mí, cogió la caja con facilidad y, como si fuese una grúa, la depositó en mi carro.
Aferré el carro como si fuese mi carácter. Respiré hondo un par de veces. Lentamente, me volví para ver a mi benefactor. Alcé la mirada, y la seguí alzando hasta dar con un rostro cómicamente desfallecido coronado por un mantillo de pelo largo y rojo.
—Oh, Dios, lo siento —se disculpó Robin Crusoe. Sus ojos color avellana parpadearon nerviosamente detrás de las gafas metálicas—. Pensé…, desde atrás, bueno, parecías una niña de doce años. Pero está claro que por delante no.
Se dio cuenta de lo que acababa de decir y cerró los ojos, horrorizado.
Yo empezaba a disfrutar con aquello.
Una fugaz imagen de los dos en una situación íntima cruzó por mi mente y me pregunté si acaso funcionaría. No lo pude evitar; sonreí.
Él me devolvió la sonrisa, aliviado, y enseguida vi sus encantos. Tenía una sonrisa torcida, un poco tímida.
—No creo que debamos hablar así —dijo indicando la diferencia de nuestras respectivas alturas—. ¿Por qué no me paso después cuando coloque mis compras? Anoche comentaste que vivías pegada a mí, creo recordar que dijiste. Me dan ganas de cogerte en brazos para verte mejor.
Eso se acercaba tanto a la imagen mental que estaba teniendo que no pude evitar sonrojarme.
—No dudes en venir. Estoy segura de que tendrás un montón de preguntas después de lo de anoche —dije.
—Será genial. Mi casa es tal desastre de orden que voy necesitando un descanso de tanta caja.
—Muy bien. ¿Dentro de una hora?
—Vale, nos veremos. ¿De verdad te llamas Roe?
—Es el diminutivo de Aurora —expliqué—. Aurora Teagarden.
No dio indicios de que mi nombre le pareciera extraño en absoluto.
***
—¿Café? ¿Un refresco? ¿Zumo de naranja? —le ofrecí.
—¿Tienes cerveza? —propuso a su vez.
—Tengo vino.
—Está bien. No suelo beber a estas horas, pero si algo invita a hacerlo es moverse.
Sintiéndome algo traviesa por tomar alcohol antes de las cinco, llené dos copas y me reuní con él en el salón. Me senté en el mismo sillón que ocupé durante la visita matutina de Arthur y me sentí terriblemente femenina y poderosa al recibir a dos hombres en casa el mismo día.
Al igual que Arthur, Robin quedó impresionado con la estancia.
—Espero que mi salón esté la mitad de bien cuando termine de desembalar. Soy un desastre con la decoración.
Mi amiga Amina habría dicho lo mismo de mí.
—¿Ya lo tienes todo? —pregunté cortésmente.
—Monté la cama mientras los de la mudanza descargaban el resto del camión y ya he colgado mi ropa en el armario. Al menos tenía una silla que ofrecer al detective cuando me visitó esta mañana. La metieron en casa a la vez que lo recibía.
—¿Arthur Smith? —Estaba sorprendida. No me había dicho que fuese a entrevistarse con Robin después de verme a mí. Había cerrado la puerta dando por hecho que se montaría en su coche y se marcharía. Debió de salir de casa de Robin antes de que me pusiese a espiarlo por la ventana.
—Sí, me preguntó sobre cómo acabé asistiendo a la reunión del club.
—¿Y cómo supiste de ella? —le interrumpí por pura curiosidad.
—Bueno —dijo, sonrojándose—, cuando fui a la empresa de servicios públicos, me puse a hablar con Lizanne, y cuando ella supo que me gustan las novelas de misterio, se acordó del club. Es evidente que se lo comentaste alguna vez. —No pensé que Lizanne me estuviese escuchando. Tenía el mismo aspecto de siempre: aburrida—. Así que Lizanne llamó a John Queensland, que señaló que Real Murders era una reunión abierta a los visitantes, por lo que le pedí…
—Era solo por curiosidad —dije con naturalidad.
—Ese sargento Burns es un tipo un poco sombrío —indicó Robin, pensativo—. Y el detective Smith no es un tipo ligero.
—Ni siquiera conocías a Mamie; es imposible que sospechen de ti.
—Bueno, supongo que podría haberla conocido antes, pero no fue así y creo que Burns lo cree. Pero apuesto lo que sea a que lo comprobará. No me gustaría tenerlo enfrente en un juicio.
—Mamie no habría llegado antes de las siete —dije después de meditarlo—. Y yo no tengo coartada entre las siete y las siete y media. Ella tenía que reunirse con el presidente del Centro de Veteranos allí mismo para que le diese la llave. Según tengo entendido, después de cada reunión debía pasarse por su casa para devolvérsela.
—No. Ayer fue directamente a su casa para coger la llave. Dijo que tenía que llegar antes, que había quedado en el centro con alguien antes de la reunión.
—¿Cómo sabías eso? —Me sentía anhelante a la vez que indignada.
—El detective me pidió utilizar el teléfono para llamar a la comisaría y lo he deducido al escuchar su parte de la conversación —explicó con franqueza. Ajá, otro curioso por naturaleza.
—Oh, vaya —dije lentamente mientras seguía dándole vueltas—. Quienquiera que la matase tuvo mucho tiempo para prepararlo todo. De alguna manera se las arregló para que llegase antes y así tener todo el tiempo del mundo para matarla, prepararla y limpiarlo todo. —Apuré la copa y me estremecí.
—Háblame de los demás socios del club —se apresuró a decir Robin. Decidí que esa pregunta era la verdadera razón de su visita. Me sentí decepcionada, pero filosófica.
—Jane Engle, la señora mayor de pelo blanco —empecé—, está jubilada, pero trabaja de vez en cuando como sustituta en la escuela o en la biblioteca. Es experta en asesinatos de la época victoriana. —Seguí enumerando la lista con los dedos: Gifford Doakes, Melanie Clark, Bankston Waites, John Queensland, LeMaster Cane, Arthur Smith, Mamie y Gerald Wright, Perry Allison, Sally Allison y Benjamin Greer—. Pero Perry solo hace acto de presencia —expliqué—. Supongo que no podemos considerarlo un socio.
Robin asintió y su pelo rojo cayó sobre sus ojos. Se lo apartó, ausente.
Esa concentración y el gesto desenfadado desencadenaron algo en mi interior.
—¿Y qué hay de ti? —me preguntó—. Hazme una pequeña biografía.
—No hay mucho que decir. Fui al instituto aquí, luego a una pequeña universidad privada, hice los estudios de licenciatura que incluían trabajo en la biblioteca y, al volver a casa, encontré trabajo en la biblioteca local.
Robin parecía desconcertado.
—Vale, nunca se me pasó por la cabeza no volver —dije al cabo de un momento—. ¿Qué me dices de ti?
—Oh, yo voy a impartir un curso en la universidad. El escritor que habían contratado ha sufrido un infarto… ¿Sueles hacer cosas impulsivamente? —me preguntó de repente.
Uno de los mayores impulsos que había sentido en mi vida tiraba de mí para que dejase la copa, fuese hacia Robin Crusoe, un escritor que apenas conocía de varias horas, me sentase en su regazo y lo besase hasta el desmayo.
—Casi nunca —dije con pesar—. ¿Por qué?
—¿Nunca has experimentado…?
El timbre de la puerta sonó dos veces.
—Disculpa —rogué con más pesar si cabe y me dirigí hacia la puerta delantera.
El señor Windham, mi cartero, me entregó un paquete envuelto en papel marrón.
—No cabía en el buzón —explicó.
Eché un vistazo a la etiqueta.
—Oh, no es para mí, es para mi madre —dije, desconcertada.
—Sí, pero tenemos que entregarlo en la dirección que pone, por eso lo traigo aquí —respondió el señor Windham con razón.
Por supuesto, tenía razón: la dirección del paquete era la mía. La dirección del remitente era la de mi padre, en la ciudad. La propia etiqueta estaba escrita a máquina, algo muy típico de mi padre. Se ha comprado una nueva máquina de escribir, pensé sorprendida. Su vieja Smith-Corona siempre fue la única que había usado. A lo mejor la había escrito en el despacho y allí tenía una máquina. Entonces caí en la fecha.
—¿Seis días? —dije, incrédula—. ¿Han hecho falta seis días para que esto viaje cincuenta kilómetros?
El señor Windham se encogió de hombros a la defensiva.
Mi padre no había mencionado nada de un paquete. Tras cerrar la puerta, pensé que mi padre no le había mandado ningún paquete a mi madre, que yo recordara, especialmente desde el divorcio. Me devoraba la curiosidad. Hice una parada en el teléfono de la cocina de camino al patio. Mi madre estaba en su despacho y me dijo que se pasaría de camino a enseñar una casa. Estaba tan desconcertada como yo, y detesté oír ese tonillo de emoción en su voz.
Robin parecía adormilarse en su sillón, así que retiré en silencio las copas de vino para lavarlas antes de que mi madre llegara. Lo que menos necesitaba era ver cómo me arqueaba las cejas. En realidad me alegraba tener un descanso. Había estado a punto de hacer algo radical, y casi tan divertido resultaba pensar en lo cerca que había estado como imaginar lo que habría sido de (quizá) hacerlo realmente.
Cuando mi madre atravesó la verja, Robin se despertó (si es que había estado durmiendo de verdad) y los presenté.
Robin mantuvo la cordialidad, estrechó la mano como era debido y admiró a mi madre como si ella estuviese acostumbrada a que la admirasen, desde su pelo perfectamente enlacado hasta sus alargadas y delgadas piernas. Mi madre vestía uno de sus trajes más caros, en este caso de color champán, y parecía toda una experta en ventas. Y realmente lo era en más de una ocasión.
—Es agradable volver a verlo, señor Crusoe —dijo con su voz más fornida—. Lamento que su primera noche en nuestra pequeña ciudad haya sido tan desagradable. Lo cierto es que Lawrenceton es un lugar encantador, y estoy segura de que no lamentará haber cambiado la gran ciudad por esto.
Le entregué la caja. Ella lanzó una inequívoca mirada al remite y se puso a arrancar el envoltorio mientras mantenía una conversación desenfadada con Robin.
—¡Mrs. See’s! —exclamamos mi madre y yo al unísono al ver la caja blanca y negra.
—¿Bombones? —aventuró Robin, inseguro. Tomó asiento cuando lo hice yo.
—Y muy buenos —ratificó mi madre, feliz—. Los venden en el oeste y el medio oeste, pero aquí no se encuentran. Tenía una prima en San Luis que me solía mandar una caja por Navidad, pero murió el año pasado. ¡Roe y yo creíamos que no volveríamos a ver una caja de Mrs. See’s!
—¡Yo quiero los de chocolate y almendra! —le recordé a mi madre.
—Son tuyos —me aseguró—. Ya sabes que solo me gustan los de crema… Hmm. Ninguna nota. Qué raro.
—Imagino que papá recordó cuánto te gustan —supuse, aunque el argumento era muy endeble. De alguna manera, el gesto no era nada típico de mi padre; parecía más bien un regalo impulsivo, ya que aún quedaban varios meses para el cumpleaños de mi madre y de todos modos no le hacía ningún regalo por ese motivo desde el divorcio. Un impulso muy agradable. Pero, como mi padre no hacía nada a impulsos, adopté una honesta cautela.
Mi madre le ofreció la caja a Robin, quien meneó la cabeza. Ella se sentó para dedicarse a la deliciosa tarea de escoger su primera pieza de Mrs. See’s. Era uno de nuestros pequeños rituales navideños favoritos y el clima primaveral enseguida se nos antojó extraño.
—Ha pasado tanto tiempo —musitó. Finalmente suspiró y se decidió por uno—. Aurora, ¿no es este uno de los que van rellenos de caramelo?
Observé el bombón en cuestión. Me senté a la vez que mi madre se levantaba, de modo que pude ver lo que a ella se le había escapado. Había un agujero en la base del bombón.
¿Sería un golpe en el envío?
De repente, me incliné hacia delante y saqué otro bombón de su envoltorio de papel. Era de nuez y estaba perfecto. Lancé un suspiro de alivio. Por si acaso, saqué otro relleno de crema. Ese también tenía un agujero en la base.
—Mamá, deja el bombón.
—¿Era el que querías? —me preguntó con las cejas arqueadas.
—Que lo dejes.
Me hizo caso, pero no sin adoptar una mirada enfadada.
—Algo no encaja, mamá. Robin, mira. —Volqué el bombón que había dejado con el dedo.
Robin levantó el trozo de chocolate delicadamente con sus largos dedos y observó el fondo. Lo dejó y repitió el proceso con unos cuantos más. Mi madre estaba malhumorada y asustada.
—Esto es ridículo —dijo.
—No lo creo, señora Teagarden —repuso Robin finalmente—. Creo que alguien ha intentado envenenarla, y a Roe también.