4
Abrí el grifo del todo para que el agua saliese bien caliente y me metí en la ducha. Eran las siete de una fría mañana de primavera y mi primer pensamiento consciente fue: «Hoy no tengo que ir al trabajo». El siguiente fue: «Me ha cambiado la vida para siempre».
La verdad es que nunca me había pasado nada del otro mundo; nada reseñable, ni para bien ni para mal. El divorcio de mis padres no fue agradable, pero hasta yo pude acabar viendo que era lo mejor para ellos. Para entonces ya me había sacado el carné de conducir, así que ya no tenían que llevarme de un lado para otro. Puede que el divorcio me hubiese vuelto más cauta, pero la cautela no tiene nada de malo. Gozaba de una vida ordenada en un mundo complicado, y si alguna vez sentía que ejercía el tópico de la bibliotecaria de pueblo, bueno, el caso es que también albergaba vivir otros papeles. En las películas, algunas veces esas bibliotecarias, con el pelo recogido en un moño, despertaban y se soltaban la melena, se desprendían de las gafas y se bailaban un tango.
Quizá a mí me ocurriese lo mismo. Pero, mientras tanto, podía permitirme estar orgullosa de mí misma. Me había portado bien la noche anterior, nada destacable, pero bien. Había salido airosa.
Pasé por la tediosa ceremonia de secarme la mata de pelo y me enfundé unos viejos vaqueros y un suéter. Bajé las escaleras con mis mocasines y me preparé una buena taza de café. Había sacado la mesa de cocina y las sillas al patio la semana anterior, cuando decidí que la primavera había llegado del todo, así que, después de recoger los periódicos de la entrada, salí con mi taza al patio. Podía sentirme sola allí, a pesar de que los Crandall, por un lado, y Robin Crusoe, por el otro, podían ver mi patio desde la primera planta de sus respectivas casas. El dormitorio trasero era pequeño y sabía que todo el mundo lo empleaba como cuarto de invitados, así que había muchas probabilidades de que nadie me estuviese mirando.
Sally no había conseguido colar la historia en el periódico local. Seguro que ya había entrado en imprenta antes siquiera de que comenzase la reunión. Pero el reportero local contratado por el periódico de la ciudad había tenido más suerte. «Mujer de Lawrenceton, asesinada», rezaba el soso titular de la sección local y estatal. El artículo iba acompañado por una fotografía de Mamie. Me sorprendió la diligencia del reportero. Ojeé el artículo rápidamente. Era necesariamente corto y no relataba nada que yo no supiese, salvo que la policía no había encontrado el bolso de Mamie. Eso me hizo fruncir el ceño. Algo parecía no encajar. Algo delataba que ese asesinato no se parecía en nada a otro cualquiera. Me preguntaba si la policía había censurado alguna información. Pero la noticia no tardaría en invadir todo Lawrenceton, de eso estaba segura. A pesar de haberse convertido en una ciudad dormitorio de Atlanta, Lawrenceton no dejaba de ser un pueblecito. Se mencionaba mi nombre: «La señorita Teagarden, nerviosa por la continuada ausencia de la señora Wright, registró el edificio y encontró su cadáver en la cocina». Me estremecí. Sonaba tan sencillo sobre el papel.
El teléfono se puso a sonar. Sería mi madre, por supuesto, pensé, y volví a la cocina. Cogí el auricular mientras me servía otro café.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó inmediatamente—. John Queensland se pasó por aquí anoche, cuando la policía lo dejó marchar, y me lo ha contado todo.
John se estaba esforzando mucho para que mi madre le cogiese cariño. Bueno, llevaba mucho tiempo sola (aunque no siempre fue así).
—Me encuentro muy bien —dije cautelosamente.
—Fue horrible, ¿verdad?
—Sí —respondí, y era verdad. Había sido horrible, pero emocionante, y cuantas más horas me separaban del acontecimiento, más emocionante y soportable se hacía. No quería perder el espanto; eso era lo que me mantenía en las lindes de lo civilizado.
—Lo siento —dijo ella, desesperada. Ninguna de las dos supo qué más decir a continuación—. Me ha llamado tu padre —soltó de la nada—. ¿Has tenido el teléfono desconectado?
—Sí.
—También estaba preocupado. Por ti. Dijo que cuidarías de Phillip la semana que viene, ¿no? Se preguntaba si podrías hacerlo; que si no te sentías con ganas que le llamases y él cambiaría los planes. —Mi madre hacía todo lo que podía para no llamar a su exmarido «bastardo egoísta» por sacar un tema como ese en un momento así.
Tenía un hermanastro, Phillip, de seis años, un muchacho asustadizo y maravilloso que podía soportar durante fines de semana enteros sin que me estallaran los nervios. Se me había olvidado por completo que mi padre y su segunda mujer, Betty Jo (todo un cambio con respecto a Aida Teagarden), iban a asistir a una convención en Chattanooga durante unos días.
—No pasa nada, le llamaré más tarde —dije.
—Bien. ¿Me llamarás si necesitas algo? Puedo llevarte algo de comer, o puedes venir a mi casa.
—No, estoy bien. —Un poco exagerado, pero bastante aproximado a la realidad. De repente sentí la necesidad de decirle algo de verdad, algo imborrable, a mi madre. Pero lo único que se me ocurría era algo que no podía soportar verbalizar. Deseaba decirle que me sentía más viva que en años; que por fin me había ocurrido algo que me trascendía. Ahora, en vez de leer acerca de un viejo asesinato, de conocer la pasión, la desesperación y la maldad en una página impresa, sabía que esas cosas anidaban en personas que me rodeaban. Y le repetí—: En serio, estoy bien. Y la policía vendrá a casa esta mañana, será mejor que me prepare.
—Está bien, Aurora. Pero llámame si sientes miedo por algo. Y ya sabes que puedes quedarte en casa.
Sentí un repentino aluvión de energía nerviosa nada más colgar. Miré a mi alrededor y decidí darle buen uso recogiendo. Primero fue la salita-comedor-cocina junto al patio y luego el salón formal que apenas utilizaba. Comprobé el pequeño cuarto de baño del piso inferior para asegurarme de que estaba surtido de papel higiénico y corrí escaleras arriba para hacer la cama. El cuarto de invitados estaba impoluto, como siempre. Reuní la ropa sucia y troté escaleras abajo con el montón, arrojándolo sin más ceremonias por las escaleras del sótano junto a la lavadora. Lawrenceton está lo bastante elevada como para poder permitirnos unos sótanos decentes.
Cuando miré el reloj y vi que me quedaba un cuarto de hora hasta la supuesta llegada de Arthur Smith, comprobé que quedaba suficiente café y volví arriba para ponerme un poco de maquillaje. Fue sencillo, ya que no suelo ponerme demasiado, y apenas tuve que mirarme al espejo para aplicármelo. Lo hice por la inercia de la costumbre, y no parecía más interesante o experimentada que el día anterior. Mi cara aún estaba pálida y redonda, la nariz corta y recta, adecuada para sostener mis gafas, los ojos ampliados tras las lentes, redondos y marrones. Mi pelo suelto revoloteó por toda mi cabeza en una ondulada masa marrón que me llegaba a media espalda. Y, por una vez, así la dejé. Se me interpondría y se me pegaría a las comisuras de los labios o se me enredaría en las patillas de las gafas, pero ¡qué demonios! Entonces oí el timbre doble de la entrada delantera y volé escaleras abajo.
La gente siempre llamaba a la puerta trasera, pero Arthur había aparcado en la calle en vez de en la zona reservada detrás de los apartamentos. Vestido con un traje nuevo, afeitado y con el pelo claro aún húmedo de la ducha, presentaba un aspecto cansado.
—¿Te encuentras bien esta mañana? —preguntó.
—Mucho mejor. Adelante.
Miró a su alrededor, sin disimulo, cuando atravesó el salón sin perderse un solo detalle. Se detuvo un momento en la salita donde suelo hacer vida.
—Es bonito —dijo, impresionado. La soleada estancia con la gran ventana dominando el patio con sus rosales era muy atractiva. Las paredes de ladrillo visto y los libros suelen dar esa impresión de habitación intelectual, pensé mientras le indicaba que tomase asiento en el sofá de dos plazas marrón y le preguntaba si quería un café.
—Sí, solo —aceptó fervientemente—. No he dormido en casi toda la noche.
Al inclinarme para posar la taza sobre la mesa baja que tenía ante sí, me di cuenta, no sin cierto bochorno, de que no estaba mirándola.
Me senté frente a él, en mi sillón favorito, lo suficientemente bajo para que los pies toquen el suelo, lo bastante ancho como para hacerme un ovillo dentro, con una mesita al lado lo suficientemente grande como para albergar un libro o una taza de café.
Arthur sorbió de la suya, me echó otra mirada y me dijo que estaba muy bueno, antes de ir al grano.
—Tenías razón. Movieron el cadáver después de asesinarla para que apareciera en esa postura cuando la encontraste —explicó sin rodeos—. La mataron en la cocina. A Jack Burns le está costando asimilar la teoría de que la mataron para imitar el asesinato Wallace, pero voy a intentar convencerlo. Sin embargo, él está al mando y yo le estoy asesorando solo porque conozco a todos los implicados, pero la verdad es que mi especialidad son los allanamientos con robo.
Algunas preguntas afloraron en mi mente, pero decidí que no sería educado formularlas. Sería como preguntarle a un médico por tus síntomas durante una fiesta.
—¿Qué asusta tanto a Jack Burns? —pregunté abruptamente—. ¿Por qué se esfuerza en intimidarte? ¿Adónde quiere llegar?
Al menos Arthur no tenía que preguntarme qué quería decir. Sabía perfectamente cómo era Jack Burns.
—A Jack no le importa caer bien a la gente o no —dijo Arthur sencillamente—. Es una gran ventaja, especialmente para un poli. Ni siquiera le importa caer bien a sus compañeros. Solo quiere que los casos se resuelvan lo antes posible, que los testigos le digan todo lo que saben y que se castigue a los culpables. Quiere que el mundo baile a su ritmo y le da igual lo que tenga que hacer para que eso pase.
Daba miedo.
—Al menos lo tienes enfilado —afirmé sin mucha convicción. Arthur admitió dándolo por sentado.
—Cuéntame todo lo que sepas sobre el caso Wallace —me pidió.
—Bueno, la verdad es que estoy bastante informada, ya que debía tratar el tema anoche —expliqué—. Me pregunto si, quienquiera que matase a Mamie, lo imitó por eso mismo.
En cierto modo me alegraba de poder, al fin, realizar el discurso que tanto me había preparado. Y no solo a un compañero de afición, sino a un profesional del medio.
—Es el misterio del asesinato definitivo, según varios investigadores criminales eminentes —empecé—. William Herbert Wallace, un vendedor de seguros de Liverpool —levanté un dedo para señalar la primera similitud—, casado y sin hijos. —Alcé otro dedo. Entonces pensé que Arthur podría sobrevivir sin que le dijera cómo hacer su trabajo—. Wallace y su esposa, Julia, eran de mediana edad y no tenían mucho dinero, pero sí disfrutaban de un capital intelectual. Interpretaban duetos juntos por las noches. No se distraían demasiado ni tenían demasiados amigos. Tampoco eran conocidos por pelearse.
»Wallace tenía un programa regular para cobrar los pagos al seguro de los clientes suscritos a su empresa particular y llevaba el dinero a casa siempre la misma noche, los martes. También jugaba al ajedrez y participó en un torneo de un club local. Había una tabla eliminatoria que indicaba cuándo le tocaría jugar colgada de una de las paredes del club. Todos los que iban podían verla. —Arqueé las cejas para asegurarme de que Arthur tuviese claro que era un punto importante. Asintió—. Vale. Wallace no tenía teléfono en casa. Un día recibió una llamada en el club de ajedrez antes de llegar. Otro miembro cogió el mensaje. El que llamaba se identificó como Qualtrough. Dijo que quería contratar una póliza a nombre de su hija y solicitó que pidieran a Wallace que pasara por su casa la noche siguiente, que caía en martes.
»Lo malo de la llamada, desde el punto de vista de Wallace —expliqué, imprimiendo un poco de emoción al tema—, era que se produjo cuando él no estaba en el club. Y había una cabina telefónica cerca de su casa que podría haber utilizado en caso de que él mismo hubiese hecho la llamada a Qualtrough.
Arthur tomaba notas en un cuadernillo de cuero que se había sacado de alguna parte.
—Bien. Wallace llega poco después de que Qualtrough llamase al club. Habla del mensaje con otros jugadores de ajedrez. ¿Será que quiere imprimirlo en su memoria? O es el asesino y está preparando su coartada o el verdadero asesino se está asegurando de que Wallace no esté en casa la noche del martes. Y es esta doble posibilidad, que casi da con Wallace en la horca, la que nunca ha dejado de sobrevolar el caso. —¿Era algún escritor capaz de imaginarse algo tan interesante como eso? Sentía ganas de formular esa pregunta. Pero, en vez de ello, seguí con mi exposición—. Así pues, en la noche acordada, Wallace sale a buscar a ese hombre que se hace llamar Qualtrough y desea contratar una póliza de seguros. Vale, era un hombre que necesitaba cerrar todos los negocios potenciales que se le presentasen, y vale, sabemos cómo son los vendedores de seguros incluso hoy en día, pero aun así Wallace se desplazó una enorme distancia para entrevistarse con un cliente potencial. La dirección que Qualtrough dejó en el club de ajedrez estaba en Menlove Gardens Este. Hay Menlove Gardens Norte, Sur y Oeste, pero no Este; así que era una dirección falsa plausible. Wallace pregunta a todo el que se cruza con él, ¡incluso a un policía!, si le pueden ayudar a encontrar la dirección. Puede que sea testarudez o determinación para imprimir el recuerdo de su presencia en el mayor número de personas posible. Como esa dirección simplemente no existe, volvió a casa.
Hice una pausa para tomar un sorbo de mi café tibio.
—¿Ella ya estaba muerta? —preguntó Arthur sagazmente.
—Eso es, ese es el quid de la cuestión. Si Wallace la mató, debió de hacerlo antes de salir a esa búsqueda inútil, y, de ser así, todo lo que te voy a contar ahora fue puro teatro.
»Llega a casa e intenta abrir la puerta delantera, según declara más tarde. La llave no funciona. Piensa que Julia ha echado el cerrojo por alguna razón y no le oye llamar a la puerta. En cualquier caso, una pareja que vive al lado sale de casa y ve a Wallace en su puerta, aparentemente angustiado. O su actitud es genuina o ha estado esperando en la oscuridad a que alguien pueda ser testigo de su entrada.
La cabellera rubia de Arthur se agitaba de un lado a otro lentamente a medida que asimilaba los giros y los quiebros de ese clásico. Me imaginé a los policías de Liverpool en 1931 actuando exactamente de la misma manera. O quizá no; desde el principio estuvieron convencidos de que habían arrestado al culpable.
—¿Se llevaba Wallace bien con los vecinos? —preguntó.
—No especialmente. Tenían buena relación, aunque impersonal.
—Así que podía contar con ellos como testigos imparciales —observó Arthur.
—Así lo hizo. Casualmente, la consecuencia del incidente de la puerta, que Wallace se empeñaba en que se resistía a su llave, resultó ser un aspecto capital del juicio, aunque el testimonio resultó un tanto turbio. Igual de dudoso resultó el testimonio de un muchacho que llamó a la puerta para dejar la leche del día, un periódico o algo por lo que la señora Wallace había abierto la puerta, viva y sana; y si se hubiera podido demostrar que en ese momento su marido ya había salido, el asunto se habría acabado. Pero no pudo ser. —Tomé una bocanada de aire. Llegábamos a la escena crucial—. Sea como sea, Wallace y la pareja entran en la casa, ven algo de desorden en la cocina y otra habitación, creo, pero ningún indicio de saqueo concienzudo. Alguien había desvalijado la caja donde Wallace guardaba el dinero de las pólizas. Por supuesto, todo ocurrió el martes, momento en el que debía de estar llena.
»Para entonces, los vecinos están atemorizados. Wallace los llama desde el salón delantero, una estancia raramente utilizada.
»Allí está Julia Wallace, tumbada frente a la estufa de gas, sobre una gabardina. La gabardina, parcialmente quemada, no es suya. La han apaleado hasta matarla, con extrema brutalidad y fuerza innecesaria. No la han violado. —Me detuve de repente—. Doy por sentado que Mamie tampoco fue violada —dije débilmente, temiendo la respuesta.
—Hasta donde sabemos, parece que no —contestó Arthur, ausente, sin dejar de tomar apuntes.
Resoplé.
—Bueno, Wallace teoriza que Qualtrough, quien ha de ser el asesino si Wallace es inocente, llamó a la casa cuando él se marchó. Era alguien que evidentemente Julia no conocía bien, o puede que fuese un desconocido total, porque lo llevó al salón de los invitados. —Lo mismo que haría yo con un vendedor de seguros, pensé—. La gabardina, una vieja prenda de Wallace, quizá la utilizó ella para echársela sobre los hombros, ya que en el impoluto salón hacía frío hasta que la estufa, que aparentemente encendió, pudo paliarlo. El dinero robado no fue demasiado, ya que Wallace había estado enfermo esa semana y no había podido recaudar la cantidad habitual. Pero es de presumir que nadie más lo sabía.
»Lo que es seguro es que Julia no estaba teniendo ninguna aventura y jamás había ofendido personalmente a nadie, que la policía pudiera averiguar.
—Y ese es el caso Wallace.
Arthur se perdió en sus pensamientos, sus ojos azules fijados en alguno de sus flecos.
—Flojo, en todo caso —dijo finalmente.
—Así es —convine—. No hay ninguna prueba sólida contra Wallace, salvo que era su marido y la única persona que parecía conocerla lo suficiente como para matarla. Todo lo que dijo podría ser verdad…, en cuyo caso fue juzgado por la muerte de la persona a quien más quería en el mundo mientras que el asesino de verdad disfrutaba de la libertad.
—¿Wallace fue arrestado?
—Y condenado. Pero tras una temporada en la cárcel fue liberado por un fallo único en la justicia británica. Creo que un tribunal superior determinó que no había pruebas suficientes para que un jurado condenara a Wallace, fuese cual fuese la opinión del jurado que sí lo condenó. Pero la prisión y toda la experiencia habían mermado a Wallace notablemente y murió dos o tres años después, aferrado aún a su inocencia. Decía que tenía sospechas de quién era Qualtrough, pero no tenía prueba alguna.
—Yo también habría apostado por Wallace, a tenor de las pruebas —dijo Arthur sin dudarlo—. La probabilidad apunta a Wallace, porque suele ser el marido quien tiene más motivos para eliminar a la esposa…, pero, como no hay pruebas determinantes en uno u otro sentido, casi me sorprende que el Estado decidiera siquiera procesarlo.
—Puede que —añadí sin pensar— la policía tuviese muchas presiones para arrestar a alguien.
Arthur parecía tan cansado y sombrío que intenté cambiar de tema.
—¿Por qué te uniste a Real Murders? —pregunté—. ¿No es un poco raro para un policía?
—No para este —dijo tajantemente. Me hundí en mi sillón—. Mira, Roe, quería ir a la facultad de Derecho, pero no había dinero. —La familia de Arthur era bastante humilde, pensé. Creía recordar que fui al instituto con una de sus hermanas. Arthur debía de tener dos o tres años más que yo—. Pasé dos años en la universidad antes de darme cuenta de que no podría acabar de pagar toda la carrera, ya que no era capaz de trabajar y llevar los estudios. Para entonces, estudiar me había aburrido también, así que decidí abordar el Derecho desde otra perspectiva. No todos los policías son iguales, ¿sabes? —No era la primera vez que pronunciaba ese discurso—. Algunos polis parecen salidos de un libro de Joseph Wambaugh[8], ya que él lo era también y escribe buenos libros. Ruidosos, bebedores, machos, en su mayoría sin educación y en ocasiones brutales. Algunos están mal de la cabeza, como en cualquier oficio, y a otros les gusta pegar. No hay muchos Liberales, con L mayúscula, y muchos menos licenciados universitarios. Pero entre esas líneas generales puedes encontrar a todo tipo de personas. Algunos de mis amigos, algunos policías, se tragan todos los programas sobre la policía que pueden ver en la televisión, así que sabrán cómo actuar. Algunos de ellos —no muchos— leen a Dostoyevski. —La sonrisa casi resultaba extraña en su cara—. A mí me gusta estudiar viejos crímenes, ver cómo los enfocó la policía y analizar su procedimiento. ¿Alguna vez has leído algo sobre el caso de June Anne Devaney, de Balckburn, Inglaterra, eh…, a finales de los años treinta?
—¿La asesina de niños?
—Sí. ¿Sabías que la policía convenció a cada adulto de Blackburn para que se dejaran tomar las huellas dactilares? —El rostro de Arthur casi se iluminó por el entusiasmo—. Así es como cogieron a Peter Griffiths. Comparando cientos de huellas con las que él dejó en el escenario. —Se perdió en la admiración por un instante—. Por esa razón me uní a Real Murders —dijo—. Pero ¿qué sacaba una mujer como Mamie Wright estudiando el caso Wallace?
—¡Oh, vigilar a su marido! —dije con una sonrisa, pero luego sentí una punzada de abatimiento cuando Arthur volvió a abrir su cuadernillo.
Casi con dulzura, Arthur señaló:
—Bueno, este asesinato es de verdad. Un asesinato nuevo.
—Lo sé —dije, y volví a ver a Mamie.
—¿Gerald y Mamie se peleaban mucho?
—Nunca, que yo sepa —indiqué rotundamente. Siempre creí que Wallace era inocente—. Solo parecía que ella lo vigilaba frente a otras mujeres.
—¿Crees que sus sospechas eran fundadas?
—Nunca se me pasó por la cabeza. Gerald es muy tedioso y… Arthur, ¿crees que Gerald pudo hacerlo? —No me refería al aspecto emocional, sino al práctico, y Arthur me entendió.
—¿Sabes por qué dijo Gerald que llegó tarde a la reunión y por qué Mamie fue sola por su cuenta? Gerald recibió la llamada de un desconocido, pidiendo información para un seguro para su hija.
Sabía que me había quedado con la boca abierta. La cerré lentamente, pero temía que no fuese a parecer más inteligente.
—Alguien nos está dando un bofetón en la cara, Arthur —remarqué lentamente—. Quizá te esté desafiando especialmente a ti. Mamie no fue asesinada siquiera por ser quien era. —Aquello era especialmente horrible—. Lo fue simplemente por ser la mujer de un vendedor de seguros.
—Pero te percataste de ello anoche. Lo sabes.
—Pero ¿y si hay más? ¿Y si copia el asesinato de June Anne Devaney y mata a un crío de tres años? ¿Y si copia los asesinatos del Destripador? ¿Y si mata a gente para comérsela, como hizo Ed Gein?
—No imagines tantas pesadillas —respondió Arthur bruscamente. Fue tan directo que seguramente ya lo había pensado por su cuenta anteriormente—. Bien, ahora tengo que anotar todo lo que hiciste ayer, empezando por cuando saliste del trabajo.
Si lo que pretendía era arrancarme de los horrores, lo consiguió. Aunque solo fuese sobre el papel, era una de las personas que debía dar cuenta de sus movimientos; no exactamente una sospechosa, pero sí una posibilidad. Además, mi llegada al club ayudaría a establecer el momento de la muerte. Si bien le había dado todas las vueltas posibles la noche anterior, volví a relatar mis quehaceres más triviales.
—¿Tienes información sobre el caso Wallace que pudieras prestarme? —me pidió, levantándose del sofá a desgana. Parecía más cansado que antes, como si relajarse un momento no hubiese servido de nada más que para recordarle lo agotado que estaba—. También necesitaría una lista de los socios del club.
—Puedo ayudar con el asunto Wallace —dije—, pero la lista se la tendrás que pedir a Jane Engle. Ella es la secretaria del club.
Tenía a mano el libro que había utilizado para preparar la presentación. Hice una comprobación para asegurarme de que tenía mi nombre escrito y le dije a Arthur que lo haría arrestar si no me lo devolvía. Luego salió por la puerta delantera.
Para mi sorpresa, me puso las manos sobre los hombros sin intención de apretarlos.
—No estés tan deprimida —me consoló. Sus grandes ojos azules engulleron los míos. Sentí un escalofrío recorrer mi columna—. Anoche te quedaste con un detalle que a la mayoría le habría pasado desapercibido. Fuiste dura, inteligente y sagaz. —Tomó un mechón suelto de mi pelo y lo enrolló en uno de sus dedos—. Te llamaré —dijo—. Puede que mañana.
Resultó que sí que hablamos, pero antes de lo esperado.