15

Puede ser —especuló Robin entre bocados de galleta salada— que haya más de un asesino.

Si íbamos a pasar una noche juntos, no sería esa. El momento había pasado.

—¡Oh, Robin! Eso no me lo puedo creer. ¡Es imposible que haya dos personas tan horribles a la vez en Lawrenceton haciendo lo mismo! —Con una bastaba. Dos nos incluirían en los libros de historia, eso seguro.

Me señaló con la galleta salada enfáticamente.

—¿Por qué no, Roe? Un asesino imitador. Por ejemplo, quizá alguien quería a los Buckley fuera de la circulación por algún motivo, y cuando ocurrió lo de Mamie, vio su oportunidad. O a lo mejor alguien quería deshacerse de Pettigrue, y mató a Mamie y a los Buckley para ocultarlo.

Había bastantes precedentes de eso, pero más en las novelas de misterio que en la vida real, pensé.

—Supongo que es posible —concedí—. Pero, Robin, es que me niego a creerlo.

—Entonces quizá haya más de un asesino. Quiero decir, un equipo de asesinos.

—Jane Engle dijo lo mismo —recordé tardíamente—. ¿Dos personas? ¿Cómo podrías mirar a nadie que supiera que has hecho algo así, Robin? —Me costaba imaginarme diciéndole a nadie: «Eh, colega, ¿has visto cómo me he cepillado a Mamie?». Casi sentí náuseas. Me espantaba que dos personas fuesen capaces de idear un plan así y llevarlo a cabo…

—Los estranguladores de Hillside —me recordó Robin—. Burke y Hare.

—Pero los estranguladores de Hillside eran asesinos sexuales —objeté—. Y Burke y Hare querían vender los cuerpos a facultades de Medicina.

—Bueno, es verdad. Estos asesinatos probablemente no sean más que una diversión. Una broma pesada.

Pensé en Gifford y su hachuela. El asesino se reía de nosotros de más de una manera.

—¡Espera a oír esto! —exclamé.

Robin se sintió mejor cuando le dije que él, Melanie y Arthur podían incluir a alguien más en la categoría de inocente implicado.

—Aunque sería inteligente por parte de ese Gifford —alertó Robin— usar su propia hachuela y luego declarar que se la habían robado para reivindicar su inocencia.

—Me pregunto si Gifford tiene tantas luces —dudé—. Es un tipo artero, pero creo que tiene una imaginación bastante limitada.

—¿Hasta qué punto lo conoces? —me preguntó Robin con un leve retintín en la voz.

—No demasiado —admití—. Solo de verlo en Real Murders. Hace un año que viene, creo. Y siempre se trae a su amigo Reynaldo, quien, al parecer, no tiene apellido.

Sonó el teléfono y fui a cogerlo, sorprendida por recibir una llamada tan tarde. La gente de Lawrenceton no suele hacer llamadas pasadas las diez de la noche. Al menos no la gente que yo conozco. Robin tuvo el tacto de aprovechar la ocasión para ir al cuarto de baño.

—Oh, Dios, acabo de mirar el reloj. ¿Estabas acostada? —preguntó Arthur.

—No —respondí, sintiéndome extrañamente rara al tener a Robin en casa mientras hablaba con él. ¿Por qué debería estarlo?, me pregunté. Podía verme con dos hombres alternamente si era mi deseo.

—Termino de trabajar y me voy para casa. ¿Te apetecería pasarte?

La idea me provocó un leve calambre en la columna, pero todas las condiciones que había aplicado con Robin seguían siendo válidas. Además, Robin no daba ninguna señal de querer irse. De hecho, había ido a la nevera para servirse otra bebida.

—Mañana tengo que trabajar —dije con neutralidad.

—Oh, vale. Pillo la indirecta. Solo patinar.

Dios. Casi se me había olvidado. Bueno, tenía bastante buenas razones para no pensar en una cita para el sábado por la noche.

—¿Estás bien? —pregunté cautelosamente.

—Sobreviviré. Tengo noticias increíbles que contarte. ¿Estás sentada?

Arthur sonaba extraño. Era como si intentase estar emocionado y contento pero no acabase de conseguirlo. Y no había mencionado el descubrimiento del maletín y el hacha.

—Sí, estoy sentada. ¿De qué se trata?

—Benjamin Greer ha confesado ser el autor de todos los asesinatos.

—¿Qué? ¿Que ha hecho qué?

—Ha confesado haber matado a Mamie Wright, a Morrison Pettigrue y a los Buckley.

—Pero ¿qué hay de la caja de bombones? ¿Por qué hizo eso? Mi madre no lo conoce en absoluto.

—Dice que eso lo hizo Morrison porque pensaba que tu madre era un exponente de lo peor del capitalismo.

—Mi madre, ¿Morrison Pettigrue? No me lo creo —farfullé de forma inconexa.

—¿Es que no quieres que esto acabe?

—¡Claro que sí! Pero no me creo que lo haya hecho él. Ojalá fuese cierto, pero no lo creo.

—Pues ha convencido a mucha gente de por aquí.

—¿Sabía dónde estaba escondida la hachuela?

—Eso ya lo sabe toda la ciudad.

—¿Sabía que estaba en un maletín?

—Eso también lo sabe todo el mundo a estas alturas.

—Vale, ¿a quién le robó el hacha para matar a los Buckley?

—Eso no lo ha dicho todavía.

—Gifford Doakes me ha dicho esta noche que se la robaron a él.

—¿Eso ha hecho? —Por primera vez, la voz de Arthur mostraba algo de entusiasmo—. Gifford no ha llegado todavía a la comisaría. Al menos por lo que yo sé.

—Bueno, esta noche, en la biblioteca, me dijo que le habían robado el hacha y me preguntó si la que encontramos tenía el mango envuelto en cinta aislante. Yo no saqué el tema. De hecho, lo había olvidado.

—Pasaré la información a los compañeros que están interrogando a Greer —prometió Arthur—. Puede ser una de las preguntas de control. Pero por alguna razón, Roe, el tipo es convincente. Pienso que se cree su propia historia. Y tenemos un testigo.

Robin había dejado de lado la cortesía y estaba a mi lado escuchando lo que decía. Sus cejas se extendían sobre la frente en gesto interrogador. Agité la mano para que guardara silencio.

—¿Un testigo del asesinato?

—No, un testigo que le vio dejar el hacha en el callejón.

Recordé la excitación de Lynn cuando interrogó a la joven madre en los apartamentos. Apostaba a que ella era el testigo.

—¿Y qué vio la mujer? —pregunté sin ambages.

—Escucha, esto es un asunto policial del que no puedo darte detalles —cortó Arthur.

—Lamento si me estoy entrometiendo, pero estoy metida en esto hasta el cuello, según la propia Lynn Liggett y tu jefe, Jack Burns.

—Pues ya estás libre de sospecha.

—Me parece demasiado fácil. No creo que haya acabado.

—Me voy a casa a dormir —dijo Arthur, y el cansancio hizo que se le escapase un gallo—. Dormiré hasta que las ranas críen pelo. Y cuando me levante, hablaremos de ir a patinar.

—Está bien —contesté lentamente—. Escucha, acabo de recordar que mi hermano pequeño, Phillip, vendrá mañana a pasar el fin de semana.

—Pues que se venga con nosotros —respondió Arthur suavemente apenas sin perder el ritmo de la conversación.

—Vale. Hasta luego entonces. —Colgué con una sonrisa; no lo podía evitar—. Puede que todo haya terminado, Robin —dije, casi llorando.

Se quedó boquiabierto.

—¿Estás diciendo que ya no debemos seguir preocupándonos? —preguntó.

—Eso parece. Un testigo sitúa a Benjamin Greer, uno de los socios de Real Muders que no estuvo en la reunión la noche que mataron a Mamie, dejando el maletín en la boca de alcantarilla. Lo ha confesado todo, salvo el envío de los bombones, atribuyéndoselo a Morrison Pettigrue, quien lo habría hecho antes de que lo matara. Tendré que llamar a mi madre. Pettigrue la consideraba una capitalista terrible.

Discutimos ese desconcertante giro de los acontecimientos desde todas las perspectivas posibles, hasta que empecé a bostezar y a sentirme adormilada.

—¿Has dicho que tu hermano va a venir? —preguntó Robin discretamente.

—Sí, se llama Phillip y tiene seis años. Es hijo de la segunda esposa de mi padre. Mi padre y su mujer van a una convención en Chattanooga este fin de semana, y me toca pasar unos cuantos días cuidando de mi hermanastro. Las cosas se estaban poniendo tan feas por aquí que pensé en llamar a mi padre y cancelar el plan o ir yo a su casa para cuidar de Phillip, pero supongo que ahora no pasa nada con que se quede aquí.

—¿Os lleváis bien? ¿Qué soléis hacer cuando viene a visitarte?

—Oh, jugamos a alguna cosa. Vamos al cine. Ve la tele. Le leo cuentos que aún no puede leer por sí mismo. Una vez fuimos a los bolos. Fue todo un desastre, pero divertido también. A veces se trae su guante y jugamos a coger la pelota en el aparcamiento. Admito que no se me da muy bien. Phillip es un loco del béisbol. Siempre se trae sus cromos y los ojeamos mientras me esfuerzo por no bostezar.

—Me gustan los críos —dijo Robin, y supe que era sincero—. Quizá podamos ir todos el sábado al parque estatal para hacer un picnic y dar un paseo.

Eso sería una hora de ida y otra de vuelta, más otras tres para el picnic y el paseo, pensé rápidamente. Podría estar de vuelta a tiempo para la cita del patinaje, pero lo más probable es que Phillip estuviese agotado del viaje y yo también.

—Quizá sería mejor jugar al minigolf. El lunes vi que han abierto uno nuevo cerca de la autopista que lleva a la capital. —Era como si hubiesen pasado años desde entonces.

—Yo también lo he visto —señaló Robin—. ¿El sábado por la tarde?

—Vale. Le va a encantar. Ven a conocerlo mañana por la noche —le ofrecí—. Le he prometido que le haría una tarta de nueces. Es su favorita. ¿Qué tal a las siete?

—Genial —dijo Robin alegremente. Se acercó para darme un beso casual—. Nos veremos entonces, pues. —Parecía preocupado al marcharse.

Eché el pestillo cuando salió y comprobé la puerta delantera, a pesar de que no la usaba casi nunca. Si todo este embrollo había tenido un efecto, era que me había vuelto consciente de la seguridad para siempre.

Había sido una jornada muy ocupada, a pesar incluso de la constante sombra de vivir cerca de un asesino. Hoy habíamos encontrado la hachuela en el maletín de Robin, había tenido una extraña confrontación con Gifford Doakes y sufrido una escalofriante escena con Perry. Me preguntaba si Sally tendría razón en su optimista creencia de que nadie en el trabajo, aparte de mí, se había dado cuenta de lo desatado que estaba Perry. No estaba precisamente en la onda de los cotilleos del trabajo, siendo precisamente objeto de los mismos, estaba segura.

Luego llamó Arthur para soltar el bombazo de Benjamin.

Benjamin, el fracasado. ¿Benjamin, el asesino?

Mientras hacía la cama en el cuarto de invitados para Phillip (a pesar de que se le hacía muy difícil pasar la noche en un lugar extraño y siempre acababa en la mía), me di plena cuenta de lo anormal que había sido la semana. Normalmente, cuando sabía que Phillip iba a hacer una de sus cuatro o cinco visitas anuales de fin de semana, me preparaba durante varios días. Compraba todo lo que le gustaba comer, planeaba un montón de actividades, sacaba muchos libros infantiles y consultaba la cartelera de cine local. Me pasaba.

Estos eran probablemente los preparativos más adecuados para la visita de un crío de seis años: le hice la cama, comprobé que tenía los ingredientes para hacerle su postre favorito y decidí llevarlo a su establecimiento de comida rápida favorito para comer el sábado. Y la verdad es que tenía ganas de ver a ese inesperado hermano que me había surgido en mi vida adulta. En medio de los horrores que había vivido últimamente y la ansiedad sufrida en tantas situaciones sin precedentes, la visita de Phillip se antojaba como un agradable regreso a la normalidad.

Benjamin Greer.

Intenté creérmelo.