CAPÍTULO 9
Regresar al pasado
Cuando en mitad de la noche los miedos y los recuerdos asoman como sombras oscuras, generalmente culminan por apoderarse de uno. Por mucho esfuerzo que Ana habí́a hecho para evitar que sucediera, la alcanzaron hasta envolverla en un lienzo repleto de reminiscencias. Aquel pasado que ella siempre habí́a querido olvidar y que creía haber dejado atrás. Se despertó en mitad de la noche con gotas de sudor frío en la frente y una sensación de incertidumbre y angustia en la boca del estómago. Se incorporó en la cama y encendió la lámpara de gas que tenía en la mesa de luz. Necesitaba de algo de claridad para emerger de la oscuridad en la que habí́a estado inmersa durante la madrugada. Deambuló por la habitación con el convencimiento de que no podría conciliar el sueño. Descorrió el cortinado que vestía la ventana y se sentó en un sillón. La luna iluminaba con destellos plata la habitación. Allí, con las piernas recogidas debajo del largo camisón, con los brazos rodeándolas y la cabeza apoyada en las rodillas, se quedó sumida en sus pensamientos. De a poco fue aflorando la imagen de Agustín. Ansiaba volver a verlo, sentir su cariño. Creía que de a poco podría entregarle su confianza.
Los primeros rayos de sol la alcanzaron de lleno en aquel sillón, somnolienta.
—Señorita Ana, se ha despertado temprano —saludó Trinidad cuando la vio aparecer por la cocina.
—No dormí muy bien y preferí venir a desayunar algo caliente.
La criada intentaba, sin lograrlo, ocultar el nerviosismo que la embargaba por lo sucedido la noche anterior. Se sentía responsable, pero no sabía si intentar hablarlo, porque no quería dañarla más.
—Trinidad, ¿qué fue lo que ocurrió?
Casi golpeó la taza en la que iba a servir el té.
—Le aseguro que yo no tuve la culpa, pero me siento responsable.
—Sé que serías incapaz de hacer algo para dañarlo, solo necesito saber qué ocurrió.
Ella se recostó sobre el mueble que guardaba los utensilios de cocina, y algunos frascos de dulce. Desde ahí comenzó a contar lo poco que sabía, aunque sin mencionar lo que intuía que realmente habí́a pasado.
—Usted sabe que no pudimos quitarle la mala costumbre de escaparse no bien veía la puerta abierta.
El pobre Trabuco tenía mañas incorporadas, y a su edad no era fácil quitárselas. Se notaba que, donde habí́a sido criado, andaba con cualquiera. Eso habí́a hecho que fuera un animal dado, acostumbrado a irse con quien lo buscase o con quien le diese de comer.
—Sucedió que debía venir el cochero para luego ir a recogerlos a la casa del señor Ledesma. El hombre llegó antes de tiempo, y lo invité a pasar. —Bajó los ojos hacia el piso y continuó—: En ese momento, aprovechó la ocasión y volvió a escaparse. Salí a buscarlo. Estaba oscuro, salvo por la farola encendida, y, cuando lo vi, estaba tirado con un trozo de comida en la boca.
—¿De dónde lo habí́a sacado?
—No lo sé, pero lo único que le puedo asegurar es que, luego de que lo trajimos, comenzó con espasmos y más tarde estaba echado sin poder moverse.
—¿Estás tratando de decirme que ha sido algo que comió?
La criada se mantuvo en silencio para evitar decirle lo que habí́a escuchado de sus patrones respecto de la causa de la muerte del animal.
—Lo mejor será que hable con su abuela. Ella tiene conocimiento de todo, yo apenas de algo, y no quiero confundirla. Seguramente le podrá decir algo más.
—Voy hablar con ella, aunque supongo que no me dirá mucho más de lo que me has dicho tú, ¿verdad?
—Sí, señorita.
Ana bebió el té y después enfiló rumbo a la Casa de Niños Expósitos.
***
La hermana Francisca esperaba a Ana con impaciencia en el despacho. Tenía novedades y deseaba compartirlas con ella.
Apenas divisó que se acercaba, la invitó a pasar. Corrió la silla ubicada frente al escritorio, no sin antes quitarse el chal de cachemira que le arropaba el vestido color verde. Luego se acomodó. No siempre tenían tiempo para sentarse y hablar sobre lo que allí ocurría. En algunas oportunidades lo hacían en medio de las convulsionadas actividades que las ocupaban.
En la institución siempre habí́a algo para hacer. La atención y el cuidado de los niños llevaban más tiempo de lo que parecía. En cuanto a los enfermos, la atención médica estaba supervisada por los galenos que debían atender no solo a enfermos, sino también registrar sus malestares. Debían también vigilar la sanidad de las amas de leche y exigir el aislamiento de aquellos que padecieran sarampión, coqueluche o garrotillo. Quien estaba a cargo era el doctor Manuel Blancas, que hacía cinco años habí́a sido nombrado director de la institución. Era un lujo contar con alguien de tamaño prestigio para que mantuviese una colaboración tan directa y eficiente.
—¿Cómo sigue todo, hermana?
—No es muy común que podamos conversar tranquilas, pero hasta ahora todo parece estar sereno.
—Entonces aprovechemos.
—Vamos a poder completar la obra que teníamos pensada. —El rostro se le iluminó—. En principio, terminaremos de construir la sala que tanto necesitábamos y también completaremos las tareas de pintura en los recintos que están más deteriorados.
—¡No se imagina la alegría que me da lo que me dice!
—Lo sé —comentó e inclinó el torso hacia delante para agregar—: Y debo darte las gracias por todo lo que has hecho. —Cubrió con las manos las de la muchacha—. El acto solidario del que formaste parte y al que con tanto afán te abocaste dio sus frutos: se ha podido recaudar mucho dinero, según me han informado, es con esos ingresos que se van a poder hacer las obras que te mencionaba.
—No debe agradecerme, mi colaboración ha sido ínfima en comparación con la labor que hace usted junto al resto de las hermanas. De todos modos, debo confesarle algo: todo lo que hago aquí deseo hacerlo, no solo por los niños y por colaborar con la Iglesia, sino también porque a mí me hace muy feliz. Quizás sea un poco egoísta —comentó con una sonrisa—, pero en definitiva lo importante es estar aquí y ayudar en lo que se pueda.
—Una vez más: gracias, Ana.
Ambas se dieron un apretón en las manos entrelazadas.
La jornada fue transcurriendo con el simple devenir de costumbre que acontecía en un día allí. Sin embargo, Ana deseaba regresar a su casa; necesitaba descansar porque las pocas horas de sueño de la noche anterior comenzaban a hacerse sentir. Se despidió de los niños y de la hermana Francisca, se envolvió en el abrigo, tomó el bolsito de tela, y se encaminó hacia la salida.
Bajó los peldaños del edificio, y dobló la calle. Allí
parado en la esquina vio un carruaje; de manera inmediata lo
asoció a la berlina de Agustín. La portezuela comenzó a abrirse.
Su corazón comenzó a latir más rápido y, de inmediato, detuvo
la marcha al reconocer quién descendía del vehículo.
—¿Me parece a mí o creíste ver a un fantasma?
Una vez más esa voz odiosa retumbó en sus oídos como lo habí́a hecho la vez que se habí́an conocido, el día del acto solidario. Allí de pie se erguía Concepción Mansilla.
—¿Esperabas a otra persona?
—No —mintió evitando que la desilusión se le reflejara en el rostro—, por otro lado, supongo que no es a mí a quien esperás. Tras ese comentario reinició la marcha, aunque tan solo lo hizo unos pocos pasos, porque la joven Mansilla la detuvo.
—¡Ana Gale, te he estado esperando bastante tiempo dentro del carruaje como para que te vayas antes de hablar!
Ana giró sobre sus talones y en silencio acortó la distancia entre ellas.
—Nosotras no tenemos nada de qué hablar.
—Yo creo que sí.
—Si te tomaste el trabajo de venir y esperar, te concedo solo unos pocos minutos para decir a qué viniste, porque deseo regresar a mi casa.
—Parece que los modales que exhibías el otro día los has dejado de lado.
—Concepción, quizás a vos te sobre el tiempo, pero a mí no, y te reitero que estoy cansada.
—Está bien, no quiero retrasarte. Solo he venido hasta aquí porque quería saber cómo estabas.
La sorpresa en el rostro de Ana se hizo visible. Si existía una persona que no se preocuparía por saber cómo estaba el prójimo, era quien estaba parada frente a ella.
—Seré curiosa, ¿desde cuándo te importa saber cómo estoy? —Desde que me enteré que tu pobre perro ha muerto.
Un frío helado atravesó la espalda de Ana, que la irguió aún más, como si de ese modo pudiera calmar el incipiente temblor que comenzaba a propagársele por el cuerpo.
—¿Qué sabés vos que yo no sepa?
—Que lamentablemente se murió. Una verdadera lástima. Ana se
mantenía allí petrificada sin pronunciar palabra.
—Deberías saber que hay que enseñarle a un animal a que no coma de manos ajenas.
Aún recordaba el encargo que le habí́a hecho a Dominga para que le consiguiera el veneno. Luego fue solo cuestión de paciencia ver al animal salir de la casa: habí́a tenido la oportunidad cuando el cochero ingresó en la finca de los Taylor. De todos modos, si no se hubiera dado esa posibilidad, habría encontrado el modo de lograr su cometido. Allí habí́a estado aguardando hasta que pudo darle ese trozo de comida.
Ana temblaba aferrada al bolsito de tela que estrujaba entre las manos.
—¡Sos un monstruo!
—Te advertí que no te metieras conmigo, y no has hecho otra cosa que hacerlo desde que has llegado.
Ana acortó más la distancia para hablare bien cerca.
—Te aclaro que no sabés de lo que soy capaz. No soy como Inés, a quien tratás de manipular cuando querés. Y tampoco voy a permitir que me rondes y menos en las cercanías de mi casa.
Concepción dibujó una sarcástica sonrisa.
—Me imagino que ahora vas a irle con este cuentito a Agustín. Pero desde ya te aclaro que no tenés cómo probarlo.
—Te equivocás una vez más. Seguramente vos actuarías de ese modo, contándole a él lo que sucedió. Te arrastrarías hasta que te escuchara y te creyera, pero yo no actúo así. Esto es entre nosotras dos. —La distancia entre ambos rostros era mínima, y le dio un leve golpe con el bolsito en el pecho—. Agustín es lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de la basura que sos.
—¡Callate, no lo conocés!
—Más de lo que imaginás. —Antes de hablar inspiró para lanzar las últimas palabras—. Y lo que has hecho ha logrado unirme más a él.
—¿Qué decís?
—Que me cuidó y consoló por lo que habí́a sucedido; ha acompañado mi tristeza. Así que te recomiendo que el próximo paso que desees dar en mi contra lo pienses mejor.
Ana vio la furia en el rostro de Concepción. No le dio tiempo ni a pensar qué decir, y menos aún a contestar. Giró sobre los talones y continuó la marcha hacia su casa. Mientras lo hacía, unas lágrimas comenzaron a surcarle las mejillas. Acababa de darse cuenta de que, del mismo modo que un día se habí́a cruzado con su perro y lo habí́a salvado, ella también era la responsable de que estuviera muerto.
Durante el trayecto no hizo otra cosa que darle vueltas al encuentro con Concepción, y supo que ella no pararía hasta lograr lo que deseaba. Agustín sería quien definiría la situación. No tenía calculado el tiempo que tardaba en llegar a su casa, pero tuvo la sensación de que le habí́a llevado menos del habitual. El ímpetu que tenía le habí́a acelerado el paso. Con el mismo impulso abrió y cerró la puerta de entrada.
—¡Epa! —exclamó Sara desde la sala donde tomaba un té.
A Ana se la veía agitada, con las mejillas arreboladas por la caminata y con unas gotas de sudor que le surcaban la frente.
—El sol no ha tenido piedad —comentó con una simulada sonrisa—, por eso estoy un poco enmarañada.
—Vení a tomar un té conmigo, así te tranquilizás un poco.
Se dirigió hacia la sala, se sentó en uno de los sillones, y esperó a que Trinidad le alcanzase la infusión.
—¿Mejor?
—Sí.
Lo estaba, pero no por estar allí, sino porque, a medida que el tiempo pasaba, la rabia se aquietaba.
—¿Deseás hablar sobre lo ocurrido ayer?
Ana sorbió de la taza y la depositó en el plato de porcelana.
—No es necesario. Al menos una vez logré salvarlo.
No pensaba compartir con nadie lo sucedido con Concepción Mansilla.
—Sí quiero recostarme un poco; estoy cansada.
—Andá a dormir la siesta.
***
Se despertó en el agradable ambiente que creaban los rayos rojizos del atardecer que entraban a través del cristal de la ventana y teñían a la habitación.
La siesta le habí́a sentado bien; se arregló un poco y se lavó la cara con agua fresca de la jofaina. Se sentía mejor.
Salió del cuarto y, al pasar por la sala, notó un silencio poco habitual a esa hora. Se dirigió a la cocina para saber qué novedades habí́a y allí estaba, como siempre, Trinidad.
—¿Dónde está el resto de la familia?
—Han debido salir, pero dijeron que regresarán no bien se desocupen. ¿Toma algo?
—Sí, unos mates.
—Ya se los llevo.
—Voy a estar afuera: la tarde está hermosa.
Enfiló hacia uno de los patios. Se sentó en uno de los sillones de hierro forjado que miraba hacia las plantas que comenzaban a revivir luego del intenso invierno. Aquella imagen le rememoró los atardeceres en la estancia; el preciso momento en el que el cielo rojizo se instalaba con todo su esplendor a la espera de que la noche lo cubriera con una inmensa oscuridad.
Unos pasos la distrajeron; Trinidad irrumpió con el mate, la pava y un platito con cosas ricas. La rodeaba una absoluta quietud. Entre mate y mate escuchó, una vez más, los pasos de la criada que se acercaban.
—Espero no desilusionarte.
Al girar lo vio parado al lado de la puerta. Claramente, no era Trinidad.
—Qué sorpresa verte.
Agustín se le acercó y le dio un beso en la mejilla.
—Quería saber cómo estabas —dijo mientras se ubicaba en un sillón enfrentado al de ella.
—¿Dulce o amargo?
—Como lo tomes vos está bien.
Ana levantó la vista y le lanzó una sonrisa; de todos modos, evitó que el agua se derramara por fuera del mate.
—Desde la puerta te observé; parecías estar en otro lado.
—Es que los atardeceres tienen algo especial. Desde que llegué a la ciudad no los he podido disfrutar, porque el mal tiempo ha sido casi constante, pero hoy es una espléndida tarde.
—¿Siempre viviste en la estancia?
—No siempre. Más o menos desde los siete años.
Agustín se inclinó para entregarle el mate; intuía que habí́a mucho más, pero quería que fuese ella la que le contase su historia. Vio cómo, de manera pausada, ella vertía agua sobre la yerba y bebía con lentitud. Intuía que podía confiar en él, que podía contarle su historia, esa que guardaba con recelo.
—Habrás notado mis rasgos indios. No son herencia de la familia Gale, sino que pertenecen a la familia en la que nací.
Una pausa se instaló ente ellos, que Ana pensaba salvar de inmediato. Sabía que él esperaba que ella le contase más.
—A quien considero mi padre se llama Ignacio, y lo conocí en la tribu del cacique Rondeau. Allí ambos llegamos por distintos motivos. Él, en busca de sus raíces, porque pertenece a los boroganos. En aquel momento, Ignacio supo ganarse mi confianza. Antes, el capitanejo Calguneo, que fue la primera persona que se me acercó, supo comprenderme sin pedir nada a cambio. Yo no hablaba con nadie y a él no le importó si no le contestaba o no le hablaba. Quizás hasta llegó a pensar que yo era muda.
Recordó cómo la habí́a cuidado para sanarle las heridas que tenía en el cuerpo con los ungüentos preparados por la machi. Pero aún no estaba preparada para contarle a Agustín lo que habí́a sucedido y qué lo habí́a provocado.
—Pasó un tiempo hasta que Ignacio llegó a la tribu, pero, cuando lo hizo, el capitanejo estaba muy grave de salud. —Hizo una pausa y continuó—: Entonces hice lo mismo que Calguneo habí́a hecho conmigo: lo cuidé todo el tiempo que pude, acompañada por Ignacio. A ellos los unía un antiguo vínculo de amistad con Alún, padre de Ignacio. Estuvimos allí hasta los últimos minutos de vida del capitanejo. Ahí me encontraba yo, en un rincón del toldo, sentada, envuelta en una manta, asustada por lo que ocurría, hasta que Calguneo se fue en paz. En aquel instante no supe cómo seguirían mis días, estaba completamente sola. Pero sucedió que Ignacio me tomó de la mano, anunció a la tribu la muerte del capitanejo, y no me dejó sola. De a poco, comencé a participar con el resto de todo lo que allí se hacía. También empecé a relacionarme un poco más con algunos de mi edad. Luego de un tiempo se avecinó otra despedida —dijo y una tenue sonrisa nostálgica se le dibujó en el rostro—: Ignacio regresó a la estancia. Una vez más, la sensación de abandono comenzó a rondarme hasta apoderarse de mí. Él tuvo importantes motivos para hacerlo, aunque, en aquel momento, no los entendí. Me prometió que iba a regresar y que, cuando lo hiciera, si yo aún estaba allí, se haría cargo de mí. Yo le creí. Fue así como, después de un tiempo, regresó, pero con María, con quien se habí́a casado. Cuando me dijeron que venían a buscarme, estallé de felicidad. A los pocos días, emprendimos la partida de la tribu, y me llevé a mi perro de aquel entonces. Los indios de la tribu de Rondeau me habí́an encontrado con aquel animal tras unos pajonales en las cercanías de la toldería. Allí estábamos juntos, refugiándonos de otro posible ataque. Tanto Mary como Ignacio se transformaron en mis padres; los amo con todo mi corazón. De a poco, la familia se amplió, con mis hermanitos y con John, que se integró como esposo de mi abuela —comentó con una sonrisa—. Jamás me habría imaginado que mi vida podía dar un vuelco de esa manera. Pero aprendí que podía suceder y que, aquella vez, me habí́a tocado a mí.
Agustín se mantenía al otro lado de la mesa, atento al relato. No habí́a lugar para el sentimiento de lástima o pena por lo que ella habí́a vivido, sino tan solo una profunda admiración por lo que habí́a pasado y por el modo en que lo habí́a transitado.
—Ana. —Su voz sonó dulce y melodiosa—. Cuando comenzaste a hablar, dijiste que vos e Ignacio habí́an llegado a la tribu por distintos motivos. El de él lo contaste, pero el tuyo ¿cuál fue?
Ella era consciente de lo que habí́a dicho y de lo que se habí́a guardado. Quizás habí́a llegado el momento de completar el relato.
—La estirpe a la que pertenecí emigró desde el norte para afincarse en las cercanías de alguna tribu de indios amigos. Ya cansados de tantas luchas, y asolados por una epidemia que se habí́a cobrado la muerte de varios de los nuestros —suspiró antes de seguir—, mi padre fue uno de ellos, decidimos trasladarnos y emprendimos el viaje. No éramos muchos, porque nuestra gente habí́a quedado diezmada. Logramos por fin establecernos de modo provisorio en un paraje hasta que los mayores pudieran negociar nuestra incorporación a otro clan. Pero no hubo tiempo para eso.
Un nuevo silencio se acomodó entre los dos. A ella le costaba continuar, porque no quería regresar a aquel instante, en el que el dolor se intensificaba de solo recordar. Clavó los ojos en los de él, y vio la intensidad de aquella mirada. Notó que se mantenía callado, más allá del ansia por conocer el resto de la historia. Lo único que lo delataba era aquella mirada azulina que buscaba en silencio todas las respuestas.
—Una tarde habí́amos quedado allí, las mujeres solas, a la espera de que los nuestros regresaran de una expedición de caza. Aquellas excursiones tierra adentro se hacían también con el objetivo de hacer contacto con otras tribus y de encontrar el lugar para afincarnos de manera definitiva. Recuerdo haber escuchado en varias oportunidades que los mayores decían que, al ser nosotros tan pocos, no podríamos sobrevivir sin incorporarnos a otros indios. —Hizo una profunda inspiración y continuó—: Y fue así como sucedió. El sol estaba por caer, y aún no habí́an regresado. Mi madre propuso dejar por un momento el lugar en el que estábamos e ir hacia un paraje próximo para ver si lográbamos ver alguna huella o indicio de que estaban cerca. No era común que tardasen tanto. Al llegar al paraje, aguardamos. Éramos muy pocas, pero manteníamos la esperanza de ver si lográbamos obtener alguna noticia. La espera duró más de lo previsto, y cuando se decidió partir para regresar a nuestro toldo, sentimos en la tierra la vibración del galope de caballos que se acercaban. No necesitamos verlos aparecer para saber que no eran de los nuestros. No logramos escapar, nos alcanzaron antes de huir. No eran tantos, pero sí fuertes. —Ana clavó los ojos en él—. Muy fuertes. Lo que vino después fue atroz. —Ella movió la cabeza como si de ese modo pudiera expulsar las imágenes de lo vivido—. Todo sucedió muy rápido. Cuando creyeron que habí́an acabado con nosotras, huyeron a los gritos, del mismo modo que habí́an llegado. Yo logré sobrevivir gracias a mi perro, que me arrastró hasta unos pajonales para protegerme. Es así como me encontraron los indios de la tribu de Rondeau.
No pudo continuar, los brazos de Agustín la rodearon y la abrazaron con tanta fuerza, que casi no pudo respirar.
—Está bien, ya está.
Esa voz era un murmullo de ternura, y esas manos un manojo de caricias que intentaban paliar el dolor que él sentía como propio.
—¿Estás mejor?
Ella se separó apenas de él, y le brindó una tenue sonrisa.
—Hace tiempo que lo estoy.
Él se acercó y le besó las comisuras de los labios. Luego le dio un beso suave, y se separó de inmediato. Ana lo miró extasiada. Su primer beso. Luego sintió que la mano de él le envolvía el cuello y la atraía hacia sí para culminar en un nuevo abrazo.
Unas voces se hicieron cada vez más cercanas. Los Taylor acababan de arribar. Agustín se quedó allí parado.
—¡Qué sorpresa encontrarlo acá! —dijo John.
—Quería saber cómo seguía Ana.
—Ya está oscureciendo, será mejor que pasemos adentro si desea compartir nuestra cena —invitó Sara.
—Les agradezco, pero ya me iba.
Ana se adelantó para acompañarlo hasta la puerta.
—Agustín, sos la primera persona a quien le conté lo sucedido, además de mi familia.
—Ana —le acarició con el pulgar una de sus mejillas—, me honra tu confesión. Debo irme, aunque no quiera. Voy a regresar a buscarte. —Se acercó y le murmuró—: Te necesito.
Luego, la miró por última vez y se fue.