CAPÍTULO 25
Por ella
Ana creyó que, una vez dentro de la casa, se sentiría a salvo. Tras cerrar la puerta, no sintió el cobijo que habí́a experimentado hasta hacía unos minutos cuando habí́a estado en los brazos de Agustín. Necesitaba quedarse en su habitación para aquietar las emociones. Atravesó la sala y, al alcanzar la puerta para atravesar uno de los patios que la llevaría a su cuarto, escuchó que la llamaban.
—Hija, ¿dónde estuviste? —le preguntó María.
—En la Casa de Niños Expósitos, como quedamos. Luego, acompañé a Inés a hacer algunas diligencias.
—Ana, querida, ¿qué sucede?
—Nada, solo estoy cansada.
—¿Has estado llorando?
No podía decirle que lo único que habí́a hecho en las últimas horas habí́a sido llorar sin consuelo.
—Un poco.
—¿Por qué?
—Ha sido un día plagado de emociones; te lo puedo asegurar.
—¿Te referís a los niños?
—Por supuesto, aunque sé que volveré.
—Claro qué sí. ¿Dónde ha ido Inés?
Suponía que ambas muchachas estarían juntas y que la
más joven de las Mansilla cenaría con ellos.
—Fue a su casa.
—Creí que se quedaría a cenar con nosotros.
—Estaba muy cansada, y yo también lo estoy.
—Quería mostrarte algunas prendas que he comprado, aun- que mañana saldremos nosotras dos solas —comentó para alegrar un poco el ánimo de su hija.
—Estoy muy cansada, de verdad. Quisiera recostarme y descansar.
—Está bien. Le diré a Josefa que disponga de la tina para que te des un baño y duermas mejor.
—Gracias —dijo al tiempo que se abrazaba a ella.
Ana necesitaba más que nunca el afecto de quienes la querían. También necesitaba a Agustín, aunque fuera imposible tenerlo. Se habí́a comprometido con Manuel. Pero por otro lado, no quería estar en la ciudad, no con el monstruo de Basualdo cerca. Debía apurar el regreso a la estancia. Solo que, si volvía, no podría hacer más que casarse con Manuel Cristo: debería olvidarse de Agustín. Estaba decidida, de todos modos: iba a volver cuanto antes a Chascomús como lo habí́a planeado para enterrar de una vez el cruel recuerdo del Loco Basualdo.
María acababa de acomodar otro bulto al lado del que habí́a dejado antes. Aunque seguía con sus actividades, le habí́a preocupado cómo la habí́a visto a su hija. En eso pensaba, cuando llegó Ignacio.
—¿Qué sucede? —preguntó él que la reconoció inquieta.
—Estoy preocupada por Ana.
—¿Qué sucedió?
—No te asustes. Quizás es una impresión mía. Pero la noté distinta apenas llegó aquí. Estaba conmocionada; no sé: me dio la impresión de verla triste.
—¿Cuál creés que es el motivo?
—Me dijo que la despedida en la institución de los niños la habí́a afectado.
—¿Solo eso?
—Sé en quién estás pensando. Quedate tranquilo que ni lo mencionó. Supongo que debe ser que se aproxima nuestra partida y que debe retornar a la estancia.
—Quiero irme lo antes posible. Si pudiera ser mañana mismo, sería perfecto.
—Mañana no, porque lo he dispuesto con Ana para salir y realizar algunas compras. Pero ya estoy disponiendo todo para irnos cuanto antes.
—Entonces, está todo arreglado.
* * *
Ana se habí́a dado un baño. Se encontraba envuelta en un largo camisón, sentada en el sillón del cuarto, mirando a través del cristal de la ventana. La luna iluminaba en todo su esplendor, con destellos plateados, la inmensidad de esa noche. No habí́a podido descansar como habí́a deseado, pero, al menos, estar en soledad le habí́a permitido liberar parte de las emociones que habí́a vivido ese día. Creía que, una vez que pudiese dormir, los confusos pensamientos que la asaltaban se esfumarían. Ella se mantuvo en silencio, a la luz de la luna, hasta que el sueño poco a poco la venció.
A mitad de la noche se despertó sobresaltada, luego de tener una terrible pesadilla. Lo primero que hizo fue encender la lámpara de gas, que estaba en la mesa adosada a su cama. Sus manos temblaban, tenía la respiración agitada, y le corrían gotas de sudor por la frente. La veracidad de las imágenes que habí́a soñado la sobrecogían. En el sueño, los gritos desgarradores y los llamados incesantes eran de Agustín. No habí́a podido verle el rostro, solo corría tras él sin lograr alcanzarlo. En aquella frenética carrera en la que ella lo seguía, él la guio por el medio del campo en el que debió sortear y atravesar algunos pajonales que luego se transformaron en una zona boscosa plagada de árboles con ramas largas que la rozaban lastimándola. Corría y corría sin tregua, aunque sintiese que la agitación que tenía le oprimía el pecho. De repente, el paisaje se abrió antes sus ojos, y el terreno se despejó para dejar al descubierto una construcción que le era familiar: se trataba de la propiedad que él tenía en las afueras de la ciudad. Allí, donde habí́an pasado los mejores momentos de su amor. Ella atravesó el parque, porque en esa dirección la conducía él. En el momento de subir la escalinata de la entrada, él se dio vuelta y le dejó ver su rostro bañado en sangre. Quiso acercarse, pero no podía mover los pies para dar los pasos necesarios hasta alcanzarlo. Una vez que logró aproximarse a él vio cómo se desplomó y cómo se golpeó contra el suelo. Allí yació quieto, sin lograr moverse, tampoco levantarse. El grito que ella misma profirió fue lo que la despertó. Tuvieron que pasar unos largos minutos hasta que logró ubicarse que estaba en su habitación y calmar la angustia que le habí́a dejado esa última imagen.
No pudo volver a dormirse. Se quedó allí sentada en la cama viendo cómo el tiempo transcurría, sin poder quitarse la sensación de inquietud. No podía continuar así. Se vistió y salió de su habitación.
—Señorita, qué temprano se ha levantado —dijo la criada al verla—, ya le traigo algo para que desayune.
—Gracias, Josefa.
A poco de comenzar el desayuno, apareció su madre para sentarse con ella a la mesa.
—¿Has dormido bien?
—Sí, mamá.
—Entonces, estás preparada para salir conmigo de compras hoy.
—Por supuesto.
—Cuando termines de desayunar, quiero mostrarte el caballo que tu padre trajo ayer para llevarlo a la estancia. Es unos de los nuevos que recibió la quinta de John. Ignacio fue hasta allí para, en nombre de la abuela Sara, tomar el control del negocio.
—¿Es lindo el caballo?
—Es de la clase de animal que nos gusta a nosotras; lo tenemos a pocos metros de aquí —dijo con una mirada cómplice al señalar donde se encontraba.
El deleite por los caballos las habí́a unido desde que se habí́an conocido. Con ese simple comentario, María habí́a logrado robarle la primera sonrisa de esa mañana.
—Señora —interrumpió la criada en la sala—, ¿el señor está en el escritorio? Tengo el periódico para él.
—Dejalo aquí. Voy a buscarlo al escritorio, quiero que, como es nuestro último día aquí, compartamos todos juntos el desayuno. De inmediato, María se levantó. Ana vio alejarse a su madre; creía que debería contagiarse de la buena predisposición con que llevaba la vida adelante. Con una leve sonrisa, tomó el periódico para leerlo. Le gustaba más hacerlo desde que sabía que uno de los periodistas de ese diario se transformaría en el marido de su mejor amiga. En la primera página habí́a un artículo de Mariano. El título la sorprendió:
Venganza a otro salvaje
En medio de la noche, fue hallado muerto un sujeto que cobró cierta notoriedad el último tiempo en nuestra ciudad, su apellido era Basualdo, lo apodaban “Loco”. Aún se desconocen los motivos por los que fue asesinado en el día de ayer. Por lo que he podido inferir, se ha tratado a todas luces de una venganza. El cuerpo fue hallado en las cercanías de una pulpería. Son bien conocidas las reyertas ocasionadas con motivo de alguna deuda de dinero o por alguna mujer; en ambos casos, estaríamos frente a un ajuste de cuentas. No se debe descartar el pasado militar del fallecido. A los fines de ilustrar y brindar una semblanza de este hombre que acaba de morir, les informo que ha pertenecido a la milicia, y que durante varios años ha luchado en las crueles fronteras. Allá, en la delgada línea de fortines donde se defiende el territorio, estuvo junto a sus compañeros de armas. Según han sabido informarme, el apelativo con el que se lo conocía se debía al modo despiadado en que obraba al momento de dar muerte al indio. Quienes lo han conocido tanto en la zona de 25 de Mayo como en los fortines Cruz de Guerra y Mulitas han dado cuenta de eso. El modo en que le dieron muerte lo asevera. Son notorias las marcas en su abdomen, proferidas con un facón. Según mi parecer, la venganza persistirá en la medida en que a la crueldad en la lucha se la aprecie, considerándola un atributo del valor en vez del acto vejatorio que en verdad es.
Mariano Dávila, periodista.
El alarido de Ana acalló cualquier otro sonido circundante en la casa de los Gale. Arrojó con desesperación el periódico al piso y pensó en buscar a Agustín.
Él habí́a visto sus heridas, estaba al tanto de lo que le habí́a sucedido y habí́a compartido su dolor. Conocía el calvario que ella tuvo que atravesar. Solo él supo de la congoja y el desconsuelo que la habí́an embargado cuando le confesó lo sucedido. Únicamente Agustín, podría haber vengado el ataque que habí́a padecido cuando era una niña. La desesperación por verlo y saber cómo estaba la convulsionó. Ya nada existía a su alrededor, solo saber de él. Lo único que le importaba era encontrarlo. Corrió a través de los distintos patios que poseía la propiedad. Al fin, alcanzó llegar al fondo. Allí vio un caballo y con prisa lo montó en una afiebrada carrera por saber de Ledesma.
—¿Qué pasa aquí? —gritó Ignacio que se habí́a apersonado en la sala al escuchar semejante grito
—Josefa —llamó María que llegó en el mismo momento que su marido.
La criada permanecía agazapada en un recodo de la sala sin saber qué hacer ni qué explicar.
—La señorita estaba desayunando; leía el periódico que traje.
—¿Dónde está? —la interrumpió Ignacio.
—Vine enseguida cuando la escuché gritar, pero salió a las disparadas hacia el fondo —señaló con el dedo.
Ignacio no escuchó lo que continuaba relatando la criada, porque habí́a ido a buscar a su hija.
—¡Mirá esto! —lo conminó María con el diario en la mano.
—No me vengas con eso ahora.
—Leelo —gritó con la desesperación en la garganta y el llanto a punto de estallar.
Ignacio se lo arrancó de las manos temblorosas y comenzó a leer. Todo, de repente, cuadró para él también. Él habí́a buscado al agresor de Ana, pero no habí́a dado nunca con él. Ahora, comprendía, estaba muerto. Y su hija lo sabía. Pero, entonces, adónde habría ido ella.
—Salgo a buscarla.
Ana montaba como alma que lleva el diablo. De no haber sido por la pericia con que lo hacía, habría terminado en alguna zanja lastimada y bañada en lodo. Tenía que pensar adónde ir. Se decidió por dirigirse hacia la propiedad que Agustín tenía en las afueras de la ciudad. Ese era su refugio según le habí́a confesado cuando habí́a estado allí con él. Si él habí́a ultimado a Basualdo, no podía haber regresado a su casa de la ciudad así como así. Lo único que deseaba era que pudiera haber decidido hacia dónde ir, en vez de estar en cualquier otro lugar herido, desangrándose como en la pesadilla que habí́a tenido y que no dejaba de recordar tranco a tranco. A medida que avanzaba en el camino, la desesperación crecía. El trayecto se le hizo interminable. De a poco, comenzó a notar cierta familiaridad con el paisaje. Espoleó al caballo para lanzarse a mayor velocidad. No podía quitar de su mente las imágenes pesadillescas que, una y otra vez, se proyectaban en su mente. En medio de la espesura, vio la casona de la propiedad. Buscó con la mirada algún indicio de la presencia de Agustín, pero nada vio. Se lanzó del caballo y subió corriendo la escalinata hasta llegar a la puerta. Un escalofrío le recorría el cuerpo. Abrió la puerta.
—Agustín —gritaba—. Agustín —reiteraba a medida que avanzaba en los distintos ambientes y no encontraba rastros de su presencia.
Cruzó la sala. No estaba la criada, ni el capataz. Enfiló hacia la habitación de él, creía que debía estar ahí. Abrió la puerta con la ilusión de encontrarlo, pero tampoco estaba, aunque la notó un poco desordenada, con algunos objetos tirados en el piso. Por el rabillo del ojo, observó uno de los escalones que comunicaba el recinto con el mirador que ella tan bien conocía. Ese era el último rincón que le faltaba buscar. Rogaba que estuviera allí. Se dirigió hacia ahí. Al llegar al último escalón, tomó el picaporte de la puerta y empujó para saber si se abría. La puerta cedió. Una oleada de aire fresco la envolvió. Sus ojos no descansaron desesperados por encontrarlo. Allí, a un costado, sentado sobre el piso, con una botella de alcohol en la mano, se encontraba Agustín.
—Mi amor —dijo Ana al acuclillarse junto a él—. Acá estoy —susurró al acariciarle el rostro.
—No tenés que estar aquí —contestó con la voz pastosa.
—Vamos, debemos irnos de acá.
Ella habí́a observado las manchas de sangre que él tenía en la camisa. Nunca lo habí́a visto en ese estado.
—Ana, andate, estoy acabado —susurró.
Jamás habría imaginado que lo vería de ese modo: tirado, de- vastado, rodeado de alcohol y con una muerte a cuestas.
—No insistas; no me pienso ir si no es con vos. Ayudame — pidió mientras intentaba que se levantara.
Ella observó cómo él soltó la botella. En la otra mano, man- tenía el puño cerrado. Rodeó con su mano la de él que, de a poco, cedió. Ella palpó el objeto que él atesoraba en esa mano: el broche de cabello que él le habí́a quitado aquella primera vez aún lo conservaba con él. Agustín la miró, molesto porque ella hubiese hurgado en su mano y descubierto lo que escondía. Ana le devolvió una sonrisa que él supo apreciar.
—Es lo único que me quedaba de vos —murmuró al clavar la mirada en la mano.
—No es así; me tenés en cuerpo y alma.
—No sabés qué decís.
—Vamos.
Una vez que logró que se levantara, lo condujo hasta la esca- lera. Sabía que se le iba a complicar descender por ahí si Agustín no cooperaba. Como si le hubiese leído la mente, bajaron sin demasiadas dificultades hasta llegar a la habitación. Allí lo condujo hasta el borde de la cama. Él se quedó sentado sin saber qué pensaba hacer Ana, mientras la veía moverse por la habitación. De inmediato, ella buscó en uno de los cajones de uno de los muebles y sacó una camisa limpia. Antes de alcanzársela, mojó un paño en la jofaina que se ubicaba sobre uno de los muebles y se dirigió hacia él.
—¿Podés hacerlo? —dijo al darle la camisa para que se la cambiara.
—Dejame solo —contestó enojado.
Ana hizo oídos sordos a lo que le decía. Al ver que Agustín arrojó la camisa vieja al piso, le observó algunas leves heridas en el pecho. Limpió con el paño embebido en agua la sangre seca. Él se quedó quieto en silencio para que ella continuara.
—Ahora sí podés vestirte —susurró y le acarició la mejilla con los dedos.
Ana buscó la camisa raída que él acababa de sacarse. La recogió y la puso sobre su falda.
—¿Qué hacés? Dejala ahí.
—No voy hacerlo, porque no quiero que quede algo en esta casa que pueda involucrarte —afirmó con naturalidad.
—No tenés idea por qué estoy así. Andate.
Acuclillada frente a él, le habló:
—Sé que mataste al monstruo que participó en la matanza de mi familia, el que me ocasionó las heridas. —Le dio un cálido beso—. Jamás creí que pudiera amarte más de lo que te he amado hasta ahora; sin embargo, es lo que siento. Me liberaste de mi pasado; incluso si eso implicaba ponerte en riesgo, matar a un hombre —confesó con lágrimas en los ojos—. Espero que me alcance la vida para amarte y demostrarte lo que significás para mí.
Ana rodeó con las manos el cuello de él y se entregó a un beso desesperado. Él comprendió que la necesitaba de un modo alarmante. No quería ni podía perderla. Ansiaba tenerla como en ese momento: entregada y rendida solo a él.
—Te amo —ahogó Agustín esas únicas dos palabras en la boca de ella.
—No podemos quedarnos aquí, debemos irnos —dijo Ana al rodearle con las manos la cintura y quitar de la parte de atrás el facón que llevaba calzado allí.
—¿Qué hacés? —inquirió al tomarle la muñeca para que dejara caer el arma que tenía en la mano.
—No podés llevarlo; no en las condiciones en que está. —Le señaló las manchas de sangre impresas en el filo y la empuñadura.
Él aguzó los sentidos y entendió el motivo por el que ella buscaba cada elemento que pudiera incriminarlo. Ana lo envolvió dentro de la camisa. Ambos se incorporaron. Él tambaleó un momento. Caminaron juntos hasta alcanzar la puerta.
—Esta es mi casa, no debo esconderme de nadie —susurró en el oído a ella.
Ana, sin hacer caso a lo que le decía, apuró el paso hasta buscar al caballo con el que él habí́a llegado a la quinta. Le palmeó las ancas. Ana le devolvió una sonrisa. Todavía habí́a mucho por solucionar.
Subieron al caballo de Ana. Él se dejó conducir a regañadientes. A medida que el viento le daba en el rostro, Agustín se despabilaba de la somnolencia que lo habí́a acompañado. Aún no entendía cómo ella se habí́a enterado de lo sucedido y lo habí́a encontrado sin vacilar. Acababan de entrar en la ciudad. Ya con Agustín despabilado, invirtieron los roles para no levantar sospechas. Restaba un corto trecho hasta llegar a la propiedad de los Gale.
—Ya casi estamos en tu casa.
Ambos se apearon del caballo. Él la notó tensa.
—No estés nerviosa.
—No me fui del mejor modo de aquí. Hui sin dar ninguna explicación luego de enterarme en el periódico de la muerte de ese monstruo.
—No te preocupes, yo hablaré con ellos.
—No, por favor. Nadie debe saber qué ha ocurrido. Ni siquiera mis padres. Esto es de los dos y queda para nosotros.
Él le acarició con el pulgar el contorno de los labios y se acercó para sellar con un beso lo que sentía. Quería brindarle la certeza de que nada iba a ocurrir. Dejaron al caballo en el cobertizo.
—¿Ana, dónde has estado? ¿Qué hace este hombre con vos? —soltó Ignacio con el rostro surcado por la ira.
—Padre, puedo explicarte.
—Debo hacerlo yo.
—¿Usted tiene la osadía de acompañar a mi hija en ese estado lamentable?
Cuando Ana vio que su padre distrajo la atención en Agus- tín, dio unos pasos hacia atrás hasta dar con un tablón que se usaba para apoyar algunos trastos viejos. Dejó el bulto que habí́a armado en la habitación de Agustín a la espera de poder deshacerse de ello. Con Ignacio allí, no podría tenerlo por mucho tiempo más oculto entre las manos.
—Hija, al fin has venido. ¿Dónde has estado? No sabíamos dónde estabas —dijo María. Se abrazó con Ana.
Entraron a la casa. Las mujeres comprendieron que Ignacio estaba furioso. En especial cuando conminó a Ledesma a conversar en privado.
—Padre, me gustaría decir que... —quiso intervenir Ana.
—He dicho que hablaremos a solas.
Ante tal inflexibilidad, madre e hija se dirigieron a la sala para tomar algo y esperar.
—Creo haber sido claro la última vez que lo vi en mi estancia.
No quiero que se acerque a mi hija.
—Tendrá entonces que acostumbrarse a mi presencia, porque quiero estar con su hija.
—Ledesma, ella se va a casar con otro hombre.
—Estoy enamorado de Ana, no me importa ese compromiso, menos el tal Manuel Cristo. Lo único que quiero es estar con ella. Haré lo que sea para conseguirlo.
—Aún no me ha explicado qué hacía con mi hija. Esta mañana ella ha huido de aquí, desesperada.
Unos golpes interrumpieron la conversación. Se sorprendieron los dos cuando María anunció que Dávila, que habí́a llegado con Inés a visitar a Ana, quería verlos. Agustín se removió incómodo en la silla. Recordaba la conversación que habí́a tenido con el periodista y lo sabía lo suficientemente inteligente como para atar los cabos. Debía ser cauto.
—Buenos días, soy Mariano Dávila —se presentó ante el dueño de casa.
—Un gusto, siéntese.
—Sepa disculpar mi intromisión.
—No hay inconveniente.
—Es una suerte que lo encuentre, Ledesma; quería hablarle.
Cuando me enteré de que estaba acá, no pude evitar pedir por usted. Por otro lado, entre tantas mujeres me sentía incómodo.
—Supongo que de lo que iba a hablar se puede decir acá — lanzó Ignacio.
—Por supuesto —contestó el periodista.
—Ledesma, imagino que habrá leído el periódico y que sabrá quién está sin vida.
—Basualdo.
—Le aseguro que no he dejado de pensar en lo que hemos hablado ayer —dijo Dávila.
—¿A qué se refiere? —agregó Ignacio.
—En el día de ayer me entrevisté con el caballero porque necesitaba tener alguna información sobre el hombre que ha muerto; la requería para un tema de negocios.
—Así es; y como no soy muy afecto a las casualidades, es que sigo sorprendido ante las implicancias de lo que hemos hablado. En verdad, ha sido revelador —deslizó el periodista.
—Dávila, concuerdo con lo que dice, aunque supongo que ha sido producto del azar que haya venido aquí y me haya encontrado. Una casualidad es tan válida como la otra —postuló Agustín.
—Por supuesto. Sin embargo, me cuesta creerlo. ¿Dónde ha estado anoche, Ledesma?
—¿Me está interrogando, Dávila?
—Es solo una inquietud que no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.
—He tenido una noche larga.
En ese instante las palabras pronunciadas por Agustín fueron cobrando sentido para los que estaban en el escritorio.
—Explíquese —pidió el periodista.
—Mire, Dávila...
—Ledesma —interrumpió Ignacio la contestación de Agus- tín—, que haya sido invitado a esta casa y que se haya quedado hasta últimas horas de la madrugada no significa que a nuestra compañía la considere tediosa como para juzgar que la noche se le hizo larga. Y, si así lo cree, no me lo diga en la cara. Es de pésimo gusto.
Agustín lo miró para entender el motivo por el que Ignacio habí́a dicho eso. Solo encontró un rostro imperturbable en el dueño de casa.
—No sabía que habí́a estado aquí.
—Era lo que iba a decirle, Dávila —concluyó.
—Sepa disculparme, entonces.
—No se preocupe, usted es un buen periodista —dijo Agus- tín—. Le aseguro que yo tampoco creo en las casualidades.
—Gracias por todo. Si me disculpan —dijo al levantarse—, debo continuar con mi trabajo.
—Un gusto conocerlo —saludó Ignacio.
—Lo mismo digo.
—Ledesma —saludó y le estrechó la mano.
—Nos veremos pronto.
Cuando Dávila cerró la puerta, el silencio que cubrió el des- pacho fue elocuente. Agustín volvió a mirar a Ignacio que se habí́a reclinado sobre el sillón.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó.
—Yo le podría hacer la misma pregunta a usted. Aunque supongo que la respuesta es por mi hija.
—Así es.
—Entonces sepa que yo también lo hice por mi hija.
—¿Cómo lo supo?
—Esto confirmó una de las suposiciones que tuve no bien leí el periódico. Eso sumado a la fuga repentina de mi hija y a que encontré esto en mi propiedad —dijo al quitar de su cintura el facón de Agustín—. Todo eso me terminó de confirmar lo que sospechaba. Quédese tranquilo: vamos a hacer desaparecer el arma y a quemar la camisa.
Agustín no salía de su asombro. A falta de un comentario del otro, el dueño de casa siguió hablando:
—Ledesma, usted nunca me gustó, pero sepa que lo que ha hecho con ese hijo de puta me merece un agradecimiento de por vida.
—Si es así, por qué cuestionó lo que siento por Ana.
—Quería asegurarme de que, en verdad, el sentimiento que lo une sea como el que ella se merece.
—Supongo que ya no lo pondrá en duda.
—No, para nada. Ahora, dígame: si yo no intervengo, qué pensaba contarle a Dávila.
—Alguna otra cosa que impidiese vincularme con lo sucedido. Así se lo prometí a Ana.
—Aún no me dijo dónde estuvo con ella esta mañana.
—Me refugié en mi quinta. Hasta allá fue a buscarme. Aún no sé cómo supo que estaba allá.
—Mi hija es especial —dijo al esbozar una cálida sonrisa.
—Lo sé; por eso la quiero.
* * *
Ana se encontraba junto a Inés, nerviosa porque desconocía lo que sucedía en el despacho. La presencia de Mariano Dávila la habí́a inquietado un poco. Solo podía hacer conjeturas que no la ayudaban a estar tranquila. Inés esperaba que ella le contara algo, pero no podía decirle nada. No se trataba de falta de confianza. Simplemente, cuantas menos personas supieran la verdad, mejor sería para todos.
—Ana, no estés nerviosa. Si bien la relación de Agustín con tu padre no ha sido de lo mejor, no existe un motivo para que estés de ese modo.
—Hay varias asuntos por resolver. Es más complicado de lo que parece.
—Si te referís al compromiso con Cristo, están a tiempo de cancelarlo.
En ese momento, Ana recordó que, entre todos los asuntos que debería resolver, ese sería el menos complejo. Tan solo debería hablar con Manuel y, del mejor modo, hacerle entender lo que la unía a Agustín.
—Aún no me has dicho cómo conseguiste que estén reunidos en el escritorio —dijo con una sonrisa.
—Yo tampoco sé cómo lo he logrado —completó sin contar demasiado.
En el momento en que Ana escuchó unos pasos provenientes del despacho, su espalda de envaró, y sus ojos miraron hacia la puerta de la sala. Al ver a Agustín asomar por allí, fijó de inmediato su mirada en él para saber qué habí́a ocurrido. Se levantó y se arrojó a los brazos de él.
—Mi amor —le dijo él en el oído—, todo está bien.
Ana comenzó a sollozar en silencio. Hacía varias horas que habí́a vivido una desesperante vigilia tratando de encontrar el mejor modo de salir de esa situación. Saber que al fin todo habí́a llegado a un buen puerto le permitió aflorar todas las emociones que habí́a guardado dentro. Estar abrazada a él en su casa era lo que habí́a soñado desde que habí́a salido esa misma mañana. Ansiaba que al fin pudiesen estar juntos sin que nada se interpusiera entre los dos.