CAPÍTULO 16
Ese pequeño gesto
Luego del acercamiento que habí́a logrado con Agustín, creyó que su suerte al fin habí́a cambiado. No quiso dejar pasar más tiempo y prefirió arremeter. Luego de arreglarse con esmero, de colocarse el vestido verde con flores y de peinarse los cabellos rubios con bucles, decidió irse sin dar demasiadas precisiones en su casa a lo de Agustín Ledesma. Si bien a la familia la conocía desde hacía mucho tiempo, nunca habí́a soportado la mediocridad de Luisa Ledesma y menos aún la de la empleada. Y luego estaba Ramiro, tan distinto a Agustín, y con quien jamás habí́a congeniado: lo veía como a un mísero dependiente del hermano. Sin Agustín, aquella familia no podría haber salido de la pocilga en la que vivían.
Ya estaba a pocos metros de la propiedad cuando vio, por desgracia, que se iba a cruzar con Asunta, que intentaba abrir la puerta de entrada mientras hacía malabares por no soltar los sacos llenos de comestibles.
—Llega justo a tiempo para abrirme la puerta —dijo sin siquiera saludarla.
—Buenos días señorita Concepción, adelante.
Asunta se dirigió enseguida a la cocina para poder liberarse de las pesadas compras.
—Busca a Agustín, ¿verdad?
—Póngase cómoda, hace un rato que me he ido y no sé si hay alguien más en la casa.
—Vaya a llamarlo, lo espero.
La inquietud le impedía estar quieta en el sillón. Abandonó la sala y enfiló rumbo al escritorio. A un costado vio una sala de costura. Se habí́a enterado de que la madre de Agustín desde siempre se dedicaba a esa labor y, según los comentarios, lo hacía de maravillas. Se vio tentada a entrar para husmear un poco. A un costado habí́a algunos géneros colocados de un modo desordenado sobre una mesa. Varios hilos de colores enrollados y entreverados entre las telas completaban la decoración. Hizo una última recorrida con la vista antes de retirarse, pero algo la detuvo. Sobre una mesa auxiliar habí́a un costurero de madera oscura y lustrada con incrustaciones de plata sobre la tapa. No era la primera vez que lo veía, porque en su casa habí́a uno exactamente igual. ¿Hacía cuánto tiempo que no lo veía en su casa? ¿Habría sido capaz aquella mujer de robárselo? No lo creía, no porque no desconfiase de ella, sino porque era un objeto que difícilmente pasaba desapercibido. En medio de tantas cavilaciones, lo tomó entre las manos y lo abrió. Allí dentro, el orden era asombroso: cada elemento de costura ocupaba su lugar. Fisgoneó con detenimiento y, luego, con una mano barrió con la prolijidad para dejarlo como creía que a aquella mujer le gustaba vivir: en un absoluto caos. Algo se movió en su interior. Miró con mayor detenimiento y con los dedos alcanzó el fondo, que se inclinó hacia uno de los lados para quedar desnivelado. Empujó con vehemencia para saber qué habí́a allí dentro. Luego de quitar el doble fondo y de desparramar el contenido del costurero por el piso, encontró una carta amarillenta. La expectación que le generaba leer el contenido de aquella carta hizo que, al tomarla entre las manos para desdoblarla, se le rasgara apenas en un borde, por el doblez que atravesaba el papel. Al posar la vista en las primeras letras con las que comenzaba la carta, unas oleadas de abominable rencor la envolvieron: habí́a sido escrita por su padre y dirigida, sin temor ni equivocación alguna, a Luisa Ledesma.
Mi amada Luisa:
Han pasado unos pocos días y aún a la distancia te extraño más de lo que podés imaginar. Según creo, los negocios me van a mantener, unos cuantos días más, alejado de vos. Lo que más me calma es saber que a mi regreso voy a tenerte cuantas veces lo desee. Al fin nos hemos librado de tu esposo. Ya no soportaba que interfiriera en mis deseos por saberte mía. Pensar que debías compartir el lecho matrimonial con ese inútil me carcomía por dentro. Ya nada de ti le pertenecía. Ni siquiera Ramiro, el crío que me has dado y que él supo, desde el mismo día de su nacimiento, que no era su hijo. Aunque debo confesarte con dolor que habría dado y daría mi vida por que Agustín fuera hijo mío. Con la corta edad que tiene, cuenta con las agallas y el valor con el que cualquiera solo soñaría con tener cuando fuese más grande. Le veo en sus ojos azules, en el deseo por crecer, por ser alguien, y eso me recuerda a mis comienzos cuando debí luchar para abrirme camino y hacerme un nombre. En cambio, el hijo que me has dado se mantiene en todo momento al amparo de Agustín; es débil, le falta todo lo que requiere un hombre para triunfar en la vida. Por eso es que vuelvo a pedirte y a reiterarte que bajo ninguna circunstancia le reveles su origen. Prefiero que piense que es el hijo de un perdedor como Basilio a que confíe que en algún momento comenzará a fluirle por las venas mi sangre para transmitirle algo de mi valor, o que heredará la entereza que le falta y que, sé, nunca tendrá.
También estoy seguro de que aún te preocupás por que salga a la luz el inconveniente en torno a la muerte de tu esposo. No debés pensar más en ello; yo me he encargado de todo. Recuerdo el momento en que nos descubrió en el lecho de tu habitación juntos y su actitud dubitativa, débil, endeble. Me dieron ganas de matarlo ahí mismo. Pero no podía ensuciar mis manos en un granuja como él. Al otro día, cuando se presentó en el negocio de carruajes y mensajerías tras la borrachera que una vez más quiso darse, supe que era el momento. En medio del ajetreo de las carretas y con mi oportuna colaboración, fue el accidente más verosímil que pude imaginar. Por todo esto es que te pido que hagas oídos sordos si escuchas algo inconveniente: nadie pondrá en duda mi honorabilidad frente a la de un pobre desgraciado dedicado a la bebida que nunca dejó de ser un perdedor. Espero ansioso el regreso para volver a tenerte entre mis brazos y amarte una vez más.
Por siempre y para siempre tuyo, Amadeo
Concepción se quedó allí, en el medio de la sala de costura, con la sensación de que las telas desordenadas la envolvían para asfixiarla ante la realidad que acababa de descubrir. Con la carta entre las manos, huyó de aquel lugar sin esperar siquiera el regreso de la criada en busca de explicaciones.
* * *
—¡Concepción, no me gusta que me interrumpan de ese modo! ¿Dónde han quedado tus modales?
Amadeo Mansilla se incorporó al ver el rostro desencajado de su hija y su mirada extraviada. El golpe de la puerta al cerrarse lo terminó de alterar.
—¡Qué está pasando! —clamó.
Concepción mantenía entre las manos la carta, y se acercó hasta el escritorio como en trance para lanzarle todo lo que tenía para decirle.
—¿Cómo ha podido hacernos esto? —hablaba al tiempo que movía la carta por el aire que flameaba como una bandera.
—¿De qué hablás? Dame eso.
—¿No la reconoce, padre? Es una carta enviada a su amante...
—¡Callate la boca!
—Me cuesta creer que haya tirado por la borda el honor de la familia por una mujer que no vale la pena.
Amadeo se levantó y acortó con velocidad la distancia para estrellar la palma de la mano en la mejilla de su hija.
Concepción estalló en un estridente llanto, al tiempo que con una mano se agarraba la mejilla y con la otra escondía la carta.
—Acá nunca estuvo en duda ni la honorabilidad del apellido y, menos aún, la de ustedes. No ocurrió ni va a suceder, así que deberías estar agradecida del lugar que ocupás en esta casa y del círculo social al que pertenecés gracias a mi dinero.
La muchacha escuchó con detenimiento y supo que nada lo haría entrar en razón sobre el grave error que habí́a cometido. Ella jamás le perdonaría lo que habí́a hecho, pero entendía también que no se enfrentaría abiertamente con él porque saldría perdiendo. Decidió sacar provecho de la debilidad que habí́a encontrado en su padre.
—Disculpe mi reacción, no debí cuestionar sus acciones — dijo y respiró profundo para lanzar, en una bocanada de aire, el resto de las palabras—. En fin... Creo que lo que usted desea es que olvide que, en algún momento, supo escribir en esta carta, ¿verdad?
—Así es, me encantaría que pudieras borrar de tu memoria toda esta conversación y lo que la motivó.
—Cuente con eso. Déjeme decirle que, si esto saliera a la luz, podría perjudicarnos, y creo que ha pasado mucho tiempo oculto como para que se conozca la verdad justo en este momento, ¿no cree?
A Amadeo le costaba creer que, por una vez en la vida, Concepción hubiera dejado de lado su egoísmo para ver más allá de su propio interés.
—Claro que lo creo —dijo y regresó al sillón para sentarse.
No podía demostrar que se sentía abatido. El pasado le pesaba tanto que, a veces, le oprimía el pecho. En ocasiones, se preguntaba quién era realmente. Aquel hombre que se habí́a enamorado de la frescura de una pobre muchacha como Luisa Ledesma habí́a quedado atrás y, mucho más, luego haber cargado con la muerte de un hombre desgraciado. Estaba seguro de que si volviese el tiempo atrás, no lo volvería hacer. ¡Tantas cosas cambiaría! Aunque ya habí́a recorrido gran parte de su vida, una vida rodeada de éxito y de dinero, ahora, como la rueda de una carreta, todo daba vueltas y regresaba al punto de partida. Allí, donde todo parecía resplandecer, se encontraba cansado de los problemas. Nada habí́a sido como en algún momento lo habí́a soñado: tenía una esposa que habí́a huido de sus mentiras y habí́a decidido abandonar la familia para encontrar la felicidad en una vida que la llevaba a viajar por largas temporadas, tenía a Luisa, a quien habí́a amado, pero también destruido. Ni siquiera a ella le habí́a sido fiel. Tenía unas hijas a las que no habí́a logrado encauzar. Y la única persona que en verdad le habí́a traído satisfacciones habí́a sido Agustín Ledesma.
—Concepción, espero que sepas comprender el silencio que amerita este asunto, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Podés retirarte.
Cuando la puerta se cerró, supo que su hija mantendría las reservas del caso hasta que no le conviniese más guardar silencio; en ese momento, tiraría por la borda el compromiso de callar. Sin embargo, conocía a la muchacha, y sabía que habí́a un solo motivo que podía distraerla de cualquier elucubración: Agustín Ledesma.
En aquella cálida mañana, y en medio de los papeles y documentos de trabajo, tomó una pluma, papel y comenzó a escribir con tranquilidad, porque pensaba quedarse bastante tiempo allí dentro.
* * *
El atardecer habí́a caído en la ciudad, y Agustín habí́a dejado las ocupaciones a un costado. Estaba en la habitación de su casa disfrutando de un baño en la tina que acababan de alistarle. Unos golpes fuertes a la puerta irrumpieron el momento plácido en el que estaba. Salió de la bañera, se envolvió en un lienzo y abrió la puerta.
—Ramiro, ¿qué sucede?
—Amadeo Mansilla está muerto.
Fue aquel uno de los pocos momentos de la vida en los que no pudo reaccionar. No podía ser cierto.
Agustín miró fijó a su hermano y notó la seriedad con la que hablaba.
—¿Qué decís?
—Que está muerto, y la familia Mansilla te necesita allá. Nadie sabe qué hacer.
—¿Qué ocurrió?
—Es lo único que sé. Desconozco cómo sucedieron los hechos.
Mientras se vestía para salir de allí, miles de imágenes se le agolpaban en la mente. No podía creer que fuera verdad. Para él Amadeo habí́a representado mucho más en su vida de lo que cualquiera pudiera imaginar. No solo habí́a sido su mentor, sino que habí́a sido quien lo habí́a apoyado en cada idea que le habí́a propuesto. Gracias a la oportunidad que le habí́a dado, habí́a logrado ser la persona era. Mientras la cabeza le daba vueltas sin sentido alcanzó la sala, y allí vio la primera imagen que lo desgarró: su madre estaba tirada sobre uno de los sillones abrazada a Asunta, que trataba de consolarla. Agustín se acercó para tratar de calmarla.
Luisa necesitaba verlo por última vez, quería despedirse en silencio de él: habí́a sido el único hombre que habí́a amado en la vida. Pero no iría a la casa de los Mansilla; le traía un inmenso dolor saber que, una vez más, estaría relegada. Sin embargo, habí́a un hecho que habí́a precipitado la decisión de no ir: haber descubierto que Concepción habí́a estado en la sala de costura, que habí́a hurgado dentro de sus cosas y que habí́a robado la carta. Él no habí́a tenido grandes gestos de amor, pero ella atesoraría por siempre en su corazón lo que le habí́a confesado en esas líneas. En aquel momento, de todos modos, carecía de fuerzas para tener un enfrentamiento con Concepción Mansilla. Una vez más, como desde que lo habí́a conocido, guardaría el profundo sentimiento que tenía por él dentro de los muros de su casa.
—Ramiro, vamos, te voy a necesitar.
La criada los recibió en la residencia de los Mansilla y los guio hasta la sala en la que se encontraban las hijas. Al ver a Agustín, Concepción se levantó y se le arrojó entre los brazos, abrazándolo como si de él dependiera su vida.
—Tranquila —le dijo mientras le acariciaba el cabello, tratando de calmarla—. Todo va a estar bien. ¿Qué es lo que ocurrió? Concepción apenas se separó de él, y lo guio hasta el escritorio sin dejar de estar abrazarlo. Al entrar, Ledesma se conmocionó con la escena: el torso de Amadeo se encontraba volcado hacia adelante sobre el escritorio, un charco de sangre lo rodeaba, y un arma era su única compañía. ¿Por qué? ¿Cómo no se habí́a dado cuenta de que algo le ocurría? De haber estado más atento, ¿podría haber hecho algo para que no sucediera? Cada interrogante que se hacía sumaba más incertidumbre, pues ninguno tenía respuesta.
—Andá afuera, no quiero que estés aquí —le susurró a la muchacha.
Ella se alejó, pero, antes de irse, agregó:
—Ha dejado algo para ti. Ahí, junto a sus papeles, hay una carta.
Concepción lo dejó allí dentro, y lo esperó afuera con la tranquilidad de saber con qué se encontraría Agustín al leer la carta. Ella habí́a tomado la suya no bien entró luego de escuchar el sordo sonido del arma al dispararse. Las lágrimas que le rodaban por el rostro eran producto del agradecimiento que sentía por lo que su padre habí́a hecho por ella.
Agustín se tomó un tiempo para intentar asimilar el contenido de la carta.
6 de noviembre de 1860.
Para mi hijo Agustín:
Supongo que en el momento en que leas estas líneas te preguntarás una y mil veces qué me ha llevado a cometer este último acto. Debería comenzar a decirte que no todo en esta vida ha sido fácil para mí. El último tiempo me han acuciado ciertos errores que cometí, y que ni siquiera el paso del tiempo me ha permitido subsanar. A pesar de todo esto, la única persona a la que he apostado desde un comienzo, sin temor a equivocarme, has sido tú. Con cada paso que has dado has sabido ganar mi confianza e ir haciéndote un lugar en este mundo y en el negocio. Quizá no he encontrado la ocasión para decirte el orgullo que he sentido al ver cómo ibas creciendo a la par que ibas ganado un reconocimiento que, sin duda, merecías. Por todo lo que acabo de decirte, no pongo en duda que sabrás y tendrás un perfecto dominio de las responsabilidades que deberás asumir en el mismo momento en que hayas abierto el sobre y hayas leído estas disposiciones de última voluntad. Hijo querido, es así como te he considerado desde el mismo momento en que entraste a mi despacho cuando aún eras un crío vestido con tus ropas raídas, pero con la mirada desafiante, pues querías llevarte la vida por delante y ser alguien. Lo has logrado, pero sé que has esperado desde siempre tener el dominio absoluto del negocio para, así, cubrir la ambición que te ha llevado a alcanzar el lugar que ocupás. Por ese motivo es que, en perfecto uso de mis facultades, te lego mi participación accionaria de la Sociedad de Camino Ferrocarril al Oeste y la administración del resto de mis negocios y propiedades para que dispongas y cubras las necesidades de mi familia. Sé que bajo tu mando nada les faltará. Eso sí, mi querido, solo tengo un pedido para hacerte que sabrás entender: nada de lo que ofrezco podrá ser concedido si no te unís en matrimonio con mi hija Concepción. Sé que la conocés desde pequeña y que guardás por ella una gran estima. Deseo que, de ese modo, encauces su vida junto a la tuya para, así, concederme la paz que tanto anhelé tener.
Amadeo Mansilla
Agustín no podía salir del estupor que le habí́a causado lo que acababa de leer. Allí, mientras se esperaba de él que solucionase y dispusiera, la conmoción le habí́a ganado a la lucidez con la que debía contar en aquel momento. De a poco comenzó a hacer lo que se suponía debía realizar. La llegada del padre Miguel trajo a Agustín un poco de sosiego a su alborotado corazón. La criada no daba abasto para atender los llamados de curiosos a la puerta e informar que se retiraran.
—Señorita Inés, hay en la puerta un tal Dávila, que dice que no se va a ir hasta que no la vea.
La muchacha sintió en medio del momento una extraña alegría por saber que alguien se preocupaba por ella. Minutos más tarde, los Taylor llegaron al lugar. De inmediato, Concepción buscó consuelo en los brazos de Agustín.
Cuando Ana entró a la sala, la primera imagen que vio le sacudió el alma. Allí, en medio de la sala, los vio abrazados: la cabeza de él apoyada sobre la de Concepción, como tantas otras veces lo habí́a hecho con ella. Agustín apenas levantó la mirada y la vio, vestida de negro como el resto de los presentes, en compañía de su abuela. Se mantuvo así, porque no puso en duda que quien más lo necesitaba era aquella muchacha que acaba de perder al padre. Luego, y después de darle un suave beso en la coronilla, fue a saludarla, pero bajo la permanente compañía de Concepción, que no se separaba ni un minuto de su lado.
Por más que Ana entendiera que no era momento para cuestionar ciertas actitudes, supo ver las intenciones de la mayor de las Mansilla, aunque sabía que Agustín jamás las admitiría.
—Si me disculpan, desearía hablar unos minutos con el padre Miguel —declaró Sara.
El silencio que sobrevoló entre los tres fue implacable. Cada uno se mantuvo de ese modo, por distintos motivos. Ana, se sentía dolida ante el afectuoso comportamiento de Agustín, aunque debía entender que era el modo correcto de comportarse. Concepción lucía radiante, como si, al fin, hubiera triunfado de algún modo.
—¿Deseás algo para beber?
Por fin, Agustín le habí́a dirigido la palabra y le habí́a acariciado la mano con los dedos.
—Gracias —le contestó Ana.
—Ya vengo —replicó y se fue. Eso es lo que deseaba hacer: irse, pensar, entender qué sucedía. Tenía tantos pensamientos en la mente que daban vueltas en cualquier sentido sin detenerse ni dejar de girar.
Al llegar a la cocina, apoyó las manos sobre la mesa y dejó caer la cabeza hacia abajo. Se sentía aturdido, confundido, y no tendría demasiado tiempo para resolver todo lo que se avecinaría. Con una copa de naranjada salió para la sala en busca de Ana.
—Querida, supongo que entenderás que aquí estás de más. Agustín no ha hecho otra cosa que estar a mi lado, y por lo que creo es lo que sucederá más adelante.
—¿A qué te referís?
—Ya solita te vas a enterar —susurró con una mueca. Enseguida llegó Inés, junto a Dávila al que habí́a ido a recibir.
Al ver a Ana, ambas se fundieron en un abrazo.
En el más absoluto silencio, Agustín se acercó con una copa en la mano. Antes de entregársela, y sin dejar de mirarla, tomó un sorbo, y se la dio con apenas un roce en sus dedos. Él deseaba besarla, y asegurarle que la amaría por siempre.
Ana de inmediato bebió un pequeño trago, por el mismo lugar en que lo habí́a hecho él, sin quitar sus ojos sobre los azules de él. Al hacerlo, ella tuvo la sensación de rozarle los labios, y cierta calidez se extendió por su cuerpo como si ese calor lograra apartarla de la apatía inicial que percibió no bien entró a la sala. Él le habí́a brindado una caricia, la que ella deseó desde que habí́a ingresado a ese lugar.
Desde el otro lado de la sala, se acercaron Sara y el padre Miguel e intercambiaron algunos comentarios con el resto de los presentes.
—Anita debemos retirarnos. No queremos importunarlos en esta situación.
La muchacha asintió y se despidió de cada a uno, hasta llegar a Agustín.
—Las acompaño.
Al llegar a la puerta Sara saludó y se dirigió de inmediato hacia el carruaje.
—Me encantaría acompañarte hasta tu casa, pero debo quedarme —dijo mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar.
—Lo sé. Mi amor, me preocupa no verte bien.
—Es todo muy reciente; supongo que pasará.
En ese instante la envolvió entre sus brazos y la abrazó con tal intensidad como si temiese perderla.
—Te amo —le susurró en su oído—, nunca lo olvides.
Ana se separó de él, volvió a mirarlo y entendió que habí́a algo más, pero que no era el momento ni la ocasión para descubrirlo.
—Agustín, podrías venir —lo llamó Concepción en tono de lamento—, por favor.
Ana no hizo esperar a su abuela que aguardaba en la berlina y se despidió una vez más para irse.
Otra voz y otro murmullo asomaban a la puerta para el momento de la despedida. En este caso, era Dávila el que hablaba:
—Inés quisiera que me permita regresar para saber de usted. Es un momento difícil el que debe atravesar, pero me gustaría acompañarla y estar a su lado.
—Le agradezco enormemente que haya estado conmigo. No creo que yo sea una buena compañía, pero, si en verdad lo desea, estaría encantada de recibirlo en mi casa.
Dávila, decidido a acompañarla en el difícil momento que le tocaría vivir, se despidió de ella, convencido de que volvería a verla.
—Agustín —le dijo el padre Miguel—, debés retirarte también. Más allá del momento y de lo que ha significado don Amadeo en tu vida, estás diferente. Creo que, si lográs dormir, mañana verás todo de otro modo.
—Gracias —le respondió seguido de un abrazo
—Me gustaría tener una charla con mi amigo, no en mi carácter de cura.
—Prometido, uno de estos días paso a verte.
El mayor de los Ledesma necesitaba un momento de soledad, un instante para poder pensar. Luego de haber impartido las instrucciones necesarias para las exequias, quería retirarse de allí.
—Agustín —lo llamó Concepción—, aún no me las dicho, pero me interesa saber cuál era el contenido de la carta que te ha dejado mi padre —le consultó con un fingido desconocimiento: sabía de memoria, podía citar cada palabra de la carta, en especial cuando hablaba de la condición que habí́a impuesto Amadeo a Agustín para dejarle una parte de sus bienes.
—Concepción, no es el momento para hablar, más adelante lo haremos.
—Gracias —susurró y le rodeó con los brazos la cintura—, no sé qué haría sin ti.
—Hermano —lo llamó Ramiro—, creo que es momento que nos vayamos —concluyó, ante la desafiante mirada de Concepción. En silencio y en medio la noche, iniciaron el camino de regreso.