CAPÍTULO 14
Un destello de esperanza
Ana se encontraba en la penumbra de la habitación a la espera de poder conciliar el sueño. Apenas unos débiles rayos de luz que salían de la lámpara de gas se entreveraban en la oscuridad para iluminar tan solo el sector del cuarto en el que estaba recostada. No dejaba de pensar en su amor. Aún recordaba cómo la piel se le habí́a erizado con el roce de esos dedos. Cada centímetro de su cuerpo habí́a sido besado. En los días que habí́a estado en la finca habí́a descubierto lo que era es ser amada. Desde el momento en el que habí́a llegado hasta el último minuto que habí́an compartido cuando con la berlina la habí́a llevado de regreso a su casa, no habí́a hecho otra cosa que adorarlo. Habían pasado unas pocas horas desde que la habí́a dejado en su casa y, sin embargo, lo extrañaba con locura. Sentía que su corazón habí́a quedado en aquel lugar en el que habí́a pasado los días más felices de su vida. Mientras, la noche corría sin tregua, las horas avanzaban, y ella se mantenía envuelta en el pensamiento junto a él.
La mañana la habí́a alcanzado y luego de un breve desayuno
partió rumbo a la Casa de Niños Expósitos a reanudar sus tareas.
A pesar de no haber prácticamente dormido y de no haber cesado de
hacer cosas durante el día, se sentía plena y con mucha energía.
Por eso, al caer la tarde, decidió que regresaría a su casa a
pie. Al llegar, escuchó voces desde la sala.
—Querida —la recibió Sara—, acabo de escuchar la puerta. Andá a la sala, que alguien te está esperando.
Inés se acomodaba los pliegues de la falda, sentada en uno de los sillones.
Ana la saludó con afecto y ambas se encaminaron al patio para conversar tranquilas.
—¿Cómo fue que te has decidido a venir?
—Tenía ganas de saber cómo estabas, y además he traído algo.
—¿Qué es?
—Lo busco enseguida, lo dejé al lado del sillón en el que estaba sentada.
Ana aguardó un tanto intrigada.
—Aquí —dijo y le entregó un paquete a medio abrir—. ¿Te gustan? —preguntó al terminar de romper el papel del envoltorio, que descubrió unas delicadas mantitas—. Las he estado haciendo durante mucho tiempo. En fin, pensé que podían tener un mejor destino en la Casa de Niños Expósitos que guardadas como un tesoro en un baúl de mi habitación.
Ana se levantó de la silla y le dio un abrazo. Imaginó lo que le habría costado tomar aquella decisión. Recordaba el dolor que le habí́a transmitido al contarle lo que le habí́a sucedido tras la muerte de su bebé.
—Creo que es una idea magnífica. Esto es de suma necesidad, pero me gustaría pedirte algo más. Me gustaría que me acompañes cuando las lleve.
—Yo...
—Pensalo. Por unos días las voy a guardar en mi habitación y, si después decidís no ir, yo las llevo.
Por el rostro de Inés cruzó un gesto de duda; en algún momento iba a tener que romper la barrera del dolor, afrontarlo y, por qué no, aceptar la invitación de Ana.
—Trato hecho.
Durante un momento se quedaron en silencio, como para dejar que lo que acababan de acordar se asentara en sus espíritus. Al rato, Inés resolvió cambiar de tema.
—¿Cómo lo has pasado en la quinta de Agustín?
—Qué rápido corren las novedades —dijo entre carcajadas—; he pasado unos días maravillosos —culminó casi en un suspiro—. Desde el primer momento en que lo vi, me impactaron su presencia, su desenfado y esos ojos azules.
—Era más que obvio para todos —replicó en un susurro para evitar que alguien escuchara—. Pero lo que quiero que me cuentes es si ha ocurrido algo más, ¿te ha propuesto matrimonio?
—Sucedió lo que ocurre cuando dos personas se aman. Ha sido extraordinario; me he sentido amada como nunca imaginé que me sucedería.
Inés la comprendió con emoción: ella también habí́a tenido el mismo sentimiento una vez por alguien y conocía de esa entrega.
—Agustín es un buen hombre.
—Cuando emprendimos el regreso, en la berlina me dijo que quería conocer a mis padres. Te puedo asegurar que, desde que me lo ha dicho, no paro de soñar con ese momento.
Del interior de la sala llegaban voces y, a los pocos minutos, Sara se acercó hasta las muchachas para invitarlas a unirse a la conversación.
—Aquí está mi nieta —declaró John a su invitado al ver entrar a Ana— y su amiga Inés Mansilla.
—Un gusto saludarlas, señoritas, soy Mariano Dávila. Si mi memoria no falla, creo que las he visto el día del acontecimiento solidario en la quinta de Agustín Ledesma.
—Puede ser.
—Tengo entendido que han tenido muy buena recaudación.
—Por suerte ha sido así, y nos ha permitido hacer frente a las
obras que tanto se necesitaban.
—Debo decir que para mí esa institución tiene un significado especial —confesó el periodista.
Sara observaba en silencio la escena. La alegraba ver a su marido de tan buen ánimo; recibir invitados parecía borrarle la fatiga, la angustia y la tristeza que, en ocasiones, traslucían sus ojos.
Unos golpes se escucharon en la puerta de entrada, luego, unos pasos y, finalmente, en medio de las conversaciones cruzadas, alguien más se asomó a la sala.
—Agustín Ledesma, ¡qué oportuna visita! —exclamó John.
Ana giró hacia la puerta y lo vio de pie apoyado contra la jamba. No lo pensó mucho: se levantó, caminó los pasos que la separaban de él y se echó a sus brazos. Él la envolvió con los suyos, le apoyó el mentón en la cabeza, y le dio un beso en la coronilla. Ninguno de los presentes se atrevió a decir algo.
—Buenas noches —dijo al resto.
—Parece que vamos a contar con su presencia bastante seguido —soltó John.
—Dávila, qué sorpresa verlo por aquí. Buenas noches, Inés.
—Disculpe que vuelva al tema, señor —retomó Inés—, me quedó la intriga de por qué era especial para usted la Casa de Niños Expósitos.
—Es verdad, gracias por recordarlo. —Se empujó los anteojos sobre el puente de la nariz—. Les contaba —dijo a los presentes— que esa institución tiene un significado especial para mí, y creería que también para todos los periodistas. En la ciudad, las primeras impresiones fueron hechas en la Real Imprenta de Niños Expósitos. El nombre del establecimiento se debía a que la mayor parte de los ingresos iban a parar a aquella institución, que se dedicaba al cuidado y la protección de los niños huérfanos. En un inicio, estaban abocados a la impresión de cartones, catecismos y cartillas para todo el Virreinato; fue un comienzo muy promisorio. —Miró a su alrededor. La muchacha Mansilla lo observaba con esmerada atención.
—Qué interesante —dijo Inés.
—Para todos lo ha sido —agregó John—. Sabe usted que soy un respetuoso admirador de sus columnas de La Tribuna, aun cuando tenga diferencias con algún punto de vista.
—Gracias, es un orgullo que le gusten mis artículos.
—A veces un poco ácidos, pero a mí también me gustan —refirió Agustín.
—Lo sé, me lo ha comentado en alguna ocasión.
—¿Ha venido a hacerle alguna entrevista al señor Taylor? —No; a mí ya no me buscan para entrevistas.
—Lo que ocurre es que necesitaba más información sobre un personaje que está ligado a la familia, y no me resulta fácil hallarlo. El silencio que ocupó el recinto anticipó la respuesta del periodista.
—Se trata de Manuel Cristo.
Una vez más, el silencio.
—¿De qué forma está ligado ese personaje a la familia?
—El señor Dávila debe de referirse al conocimiento familiar proveniente de Ignacio, el padre de Ana. Ellos han tenido algún contacto hace unos años atrás.
Taylor no pensaba revelar los orígenes ni cualquier otra historia que expusiera a su nieta.
—Supongo que Ana debe de conocerlo entonces —dijo en busca de alguna información.
—Ya le dijo Taylor que quien lo conoce es el padre de Ana.
—Ledesma, lo acabo de escuchar, sucede que sé que ha estado aquí.
—¿Cuándo? —preguntó Agustín.
—El sábado —concluyó John.
—¿Usted cómo sabe que anduvo por acá?
—Ando tras él, aunque no me está resultando fácil ubicarlo.
Parece que tiene recelo por aparecer, salvo cuando él quiere.
Sara intentó que su marido no continuase hablando. Las miradas se cruzaban, los interrogantes surgían sin respuesta y la conversación comenzaba a teñirse de cierto malestar.
—Supongo que la importancia que tiene para usted saber algo más de Cristo es debido al artículo que sacó —agregó John.
—Así es, creo que es importante que se haya enviado una misión de paz para intentar poner coto a tantos conflictos entre militares e indios; ojalá sea el comienzo de un entendimiento.
La conversación comenzó a fraccionarse cuando Dávila comprendió que no le dirían nada más. El periodista se dedicó a conversar con Inés, mientras John se habí́a recostado en el respaldo de la silla con una taza de té entre las manos. Ana estaba tan absorta en Agustín, que parecía no darse cuenta de quién conversaba con quién.
—Sabrán disculparme, pero he tenido un día agitado, me retiro —soltó de pronto John que comprendió que ya no lo necesitaban allí.
—Ha sido un gusto, señor Taylor —se despidió Dávila.
—Si me disculpan —dijo Sara al tomar del brazo a su marido—, regreso en un rato para despedirlos.
Agustín no esperó ni dos segundos para tomar de la mano a Ana y arrastrarla hacia el patio. Inés y Dávila ni se dieron cuenta.
—¿Qué sucede? ¿Por qué esa cara?
—Me molesta que ese indio haya estado por acá.
Ana no dio crédito; le costó creer que hablase en serio y largó una carcajada.
—¿Qué es lo que te causa tanta gracia?
Era la primera vez que le hablaba de ese modo.
—Disculpa si algo te ha molestado. —El rostro de él se mantenía imperturbable. De repente a Ana se le cruzó que tanto enojo podía deberse a otra causa más simple—. ¿Estás celoso?
—¿Debería?
Ella le rodeó con los brazos la cintura. Él apenas si se separó de ella y con una de las manos le rodeó la nuca.
—Te hice una pregunta —reiteró él en un susurro.
—Deberías saber que desde ayer no duermo pensando en cuándo te vería y si vendrías a casa. Y que jamás soñé con vivir algo tan profundo e intenso como lo que estamos compartiendo juntos.
Para Agustín escuchar esas palabras fueron un cachetazo a su estupidez. Buscó entonces la boca de ella con fiereza y desesperación. Ahogó con aquel beso los deseos de amarla, sentirla, acariciarla. Devoró esa boca sin lograr saciarse, continuó por el borde de la mandíbula, y descendió por el cuello dejando un reguero de besos. Regresó a la boca para entregarle otro beso que no dejara dudas sobre la vehemencia y el arrebato que lo envolvía. Con el poco resto de voluntad que aún tenía, logró separarse de ella unos centímetros. Con una mano le acarició la mejilla.
—No soporto que ese tipo ande merodeando.
—Pero...
—Sh, está bien, sé que no es asunto tuyo. Me encargaré de que no vuelva a suceder.
Ana se entregó al último abrazo antes de volver a entrar a la casa y reunirse con los otros que continuaban en una animada conversación.
—Me gustaría volver a verla, Inés —dijo Dávila.
Lo habí́a cautivado de ella la actitud diferente que habí́a tenido al hablarle; habí́a notado un genuino interés en las preguntas que le hacía. No existía en ella un ápice de doble intención cuando le hablaba, y eso lo atrajo más aún. Para él, que era un hombre que le daba gran importancia a la palabra, saberse escuchado y haber logrado atrapar la atención de una mujer a la que le importaba su trabajo lo habí́a seducido. A eso debía sumarle que Inés Mansilla era una bella dama: la cabellera rubia, los ojos castaños y los labios finos irradiaban elegancia. Había dedicado gran parte de su vida al trabajo; habí́a pasado los días, los años defendiendo lo que creía justo, dándolo a conocer en la tinta impresa sobre el papel de un periódico. La pasión por lo que hacía le habí́a restado tiempo, o quizás le habí́a servido como excusa para no tener tiempo para una mujer. Si bien no se habí́a privado de alguna que otra compañía femenina, no habí́a conocido a ninguna dama que en verdad le interesase la profesión que él tanto amaba.
A ella le resultó inesperado aquel pedido.
—Inés, toda mi ansiedad la vuelco en las noticias que escribo para el periódico; para lo demás tengo paciencia, y estoy convencido de que el tiempo obra milagros.
Aquellas palabras le llegaron al corazón. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por ella, salvo para regañarla o poner evidencia los errores que habí́a cometido en la vida.
—Me gustaría, claro, verlo en otra oportunidad —dijo casi en un susurro.
Entre saludos y promesas, cada uno tomó el camino para regresar a su casa. A Inés la llevó Agustín en la berlina, parte del trayecto lo hizo en silencio: no podía dejar de evocar la conversación con Dávila y la promesa de volver a verse. Un destello de esperanza le iluminó el corazón. Inmersa en esos pensamientos arribó a su casa.
—Adelante —le dijo Agustín, que acababa de descender del carruaje para ayudarla a bajar—. Te acompaño.
—No es necesario.
Él no le hizo caso y se acercó a la puerta; luego de algunos golpes, se abrió para dejar al descubierto el rostro de Concepción, que dejó traslucir el asombro que le causaba la visita.
—Adelante —lanzó de modo almibarado.
—Gracias, pero solo quería acompañar a tu hermana para asegurarme de que llegara a salvo.
—Inés, pasá —dijo—. Agradezco tu preocupación por mi hermana, y espero que próximamente te hagas un lugar para cenar juntos.
—En cualquier momento me doy una vuelta por aquí. —Se acercó para saludarla—. Que descanses bien.
La puerta no se habí́a cerrado cuando Concepción lanzó un alarido.
—¿Adónde creés que vas?
Inés se detuvo a medio camino de su habitación.
—Basta, deseo ir a descansar.
—¿De dónde venís?
No tardó un segundo en apearse junto a ella y resoplarle en el rostro.
—¿De dónde venís con Agustín? ¡Buscona! ¡Traicionera! —Dejá de ofenderme. —Retrocedió unos pasos mientras su hermana avanzaba sobre ella—. He ido a la casa de mi amiga Ana Gale.
Un puntazo se le clavó en el pecho al confirmar lo que intuía. Otra vez esa Gale avanzaba no solo sobre Agustín sino también sobre Inés, sobre todo lo que le pertenecía. Sin pensarlo dos veces, manoteó el peinado de su hermana, lo desarmó y la zamarreó sin soltarla.
—¡Basta! —gritó.
—¡Contame todo lo que sucedió!
—Estuve junto a Ana y su familia en su casa. Luego llegó
Agustín y me dijo que me traía hasta aquí para evitar algún problema.
—¿Qué hay entre Agustín y esa Gale? —La voz tronó en medio de la habitación.
—Que te lo cuenten ellos.
—¿Desde cuándo me contestás de esa manera?
—Desde que me he dado cuenta de que lo único que te interesa es que mi vida sea más miserable de lo que en verdad es.
Ante aquella revelación, Concepción le estampó una bofetada con toda la furia.
—¡Basta! —clamó en un grito desgarrador.
—¿Qué sucede aquí? ¡Compórtense!
Amadeo habí́a escuchado los gritos desde la sala. Fue solo con aquella intervención que Concepción dejó de hostigar a su hermana. Amadeo Mansilla no habí́a dejado de advertir el color púrpura y los dedos marcados que surcaban el rostro de Inés.
—Padre, quiero hablar con usted en privado.
—Primero quiero saber por qué los gritos. ¡Estoy cansado de ambas, de la falta de comportamiento! ¡Dan vergüenza! Inés, ¿dónde has estado?
—En la casa de los Taylor; Agustín también estaba allí y se ofreció a traerme.
El rostro de Amadeo estaba atravesado por la tensión.
—Inés, andá a tu cuarto. Concepción, a mi escritorio. Amadeo enfiló hacia el despacho y cerró la puerta una vez que su hija estuvo dentro. Se ubicó en el sillón detrás de la mesa y cruzó las manos sobre la mesa. En ese ambiente apenas iluminado por una lámpara se respiraba tensión.
—¡Es intolerable e inadmisible tu comportamiento!
—Sabe que es ella la que siempre ha tenido un comportamiento inadecuado. Sabe bien por qué lo digo.
—He visto que le has dado una cachetada. No lo toleraré más. ¡Aquí la única persona que imparte la autoridad soy yo!
De repente, a Concepción le sobrevino un ataque de llanto. Lo único que le faltaba soportar.
—Tenga un poco de piedad de mí. No he hecho otra cosa que cumplir con el comportamiento que se me ha enseñado. Mientras usted trabajaba y mi madre permanecía ausente he intentado suplirla del mejor modo y he cuidado de mi hermana con mi mayor esmero. Ahora me encuentro con que me traiciona.
—¿Cómo?
—Esto es difícil de decir, pero guardo un sentimiento profundo por... por...
—¿Por quién?
—Agustín Ledesma. Sé lo que significa para usted. Yo no pierdo las esperanzas de que algún día vea en mí a la mujer para desposarse.
Amadeo escuchaba absorto. No se habría imaginado que su hija tuviese esos sentimientos para con su discípulo. Pensar en una unión entre Agustín y una de sus hijas le aquietó súbitamente los sinsabores que en el último tiempo lo venían aquejando. Sin embargo, conocía lo suficiente al muchacho como para suponer que si él guardase algún sentimiento por Concepción, ya se lo habría hecho saber. Tuvo que reconocer que la idea lo habí́a cautivado.
—¿Cuál es la traición de Inés?
—Ella no me entiende, y anda de amiga con otra mujer que persigue y hostiga a Agustín.
A Mansilla le pareció un argumento demasiado endeble para hablar de traición. A pesar de eso, era la primera vez que habí́a logrado conmoverlo con sus dichos.
—Ve a tu cuarto, descansa; espero que en unas cuantas horas los ánimos estén más calmados. Ve, por favor.
La muchacha se levantó de la silla, alcanzó la puerta y, antes de abrirla, giró y agregó:
—Le agradezco su comprensión.
Cerró con suavidad y, a medida que sus pasos avanzaban, la sonrisa del rostro se le hacía más amplia. Creía haber calado profundo en el corazón de su padre. Si en verdad era así, quizá lo que tanto anhelaba podía convertirse en realidad. Una vida junto a Agustín Ledesma era un sueño que habí́a atesorado por años, sin embargo en el último tiempo se habí́a dado cuenta de que sin la ayuda de su padre no iba a poder concretarlo. Era el momento de buscar un verdadero aliado en la cruzada por Agustín Ledesma.