CAPÍTULO 10
Desde tierra adentro

Cruzó la calle Del Temple y atravesó la plaza que se encontraba frente a la estación. Aún estaba encendida la farola de gas que alumbraba los últimos vestigios de oscuridad que la noche habí́a derramado. Caminó por Del Parque hasta alcanzar la terminal. El silencio y la ausencia de pasajeros lo estremecieron; no era frecuente que arribase tan temprano. Subió la escalera hasta alcanzar la oficina. Vio algunas carpetas desplegadas sobre la mesa que lo esperaban y, sin más, se dispuso a trabajar. No supo cuánto tiempo habí́a pasado cuando la puerta se abrió.

—Juro que no me quedé dormido —saludó Ramiro y depositó el periódico sobre el escritorio de su hermano.

—Fui yo quien amaneció más temprano que de costumbre; hace un rato largo que ando por acá. Si te parece, podríamos aprovechar la mañana para resolver las cosas pendientes —comentó.

En aquel despacho no volaba una mosca, ambos se entendían bien y les resultaba sencillo armar un equipo eficiente de trabajo. En pocas horas habí́an logrado diligenciar gran parte de las tareas. El sonido de la puerta al abrirse los distrajo.

—¡Parece que Agustín te ha contagiado las ganas de trabajar!

Amadeo Mansilla entró a la oficina, lo que provocó una manifiesta incomodidad en Ramiro no bien lo vio atravesar la puerta.

—Desde que ha comenzado a trabajar, hay muchas tareas que empezaron a estar al día; lo hace muy bien.

—Agustín, si me permitís me voy a completar la diligencia que me encomendaste —dijo, corrió la silla, se levantó y se fue.

El mayor comprendió que Ramiro quería salir de ahí; trámites pendientes no habí́an quedado. En alguna ocasión habí́a hablado con su hermano sobre el modo de comportarse ante la presencia de Mansilla; no lograba entender qué era lo que le pasaba, pero no cabía duda del fastidio que le provocaba don Amadeo.

Luego de que la puerta se cerró, Mansilla se sentó frente a Agustín.

—Creo que aún debe manejar mejor los modales.

—Los tiene, Amadeo, solo que está aprendiendo; es su primer empleo.

Mansilla no le contestó. Se daba cuenta de que no habí́a ocasión en que Agustín no intentase proteger al hermano. Sin embargo, prefirió no hacer más comentarios; no quería discutir con él. Ya tenía suficiente con los altercados y las disputas que soportaba en su casa con Concepción como para que su lugar de trabajo fuera también conflictivo.

—Si vos lo decís... —soltó y cambió el tema de conversación—. No te he comentado la buena impresión que le has causado al Loco Basualdo.

Una vez más, escuchar aquel apodo lo retrotrajo a la visita de unos días atrás.

—Me comentó que se conocen desde hace un tiempo.

—Así es y, de vez en cuando, nos vemos.

—Sí, me lo ha comentado también. Venía en busca de un negocio.

—Por eso te lo envié. Ese tema lo conocés muy bien.

—Mansilla, también usted lo conoce —contestó sin ánimo de amilanarse y agregó—: No es la primera persona que me manda para que lo asesore en áreas que usted domina igual o mejor que yo mismo.

—Tenés razón, pero, como te darás cuenta, de a poco pretendo que te hagas cargo de mis cosas.

Hacía tiempo que Agustín esperaba que así fuese. Los buenos negocios que venía realizando le habí́an permitido posicionarse como uno de los referentes del sector en la incipiente nación. Sentía que habí́a puesto todo de sí para que los emprendimientos comerciales tuviesen éxito.

—Me honra con lo que me dice. Debo decirle que ansío hacerlo y que espero desenvolverme de la mejor manera.

—No lo dudo —contestó con convicción.

A Amadeo le comenzaban a pesar las obligaciones que por tanto tiempo habí́a asumido. Sumado a eso, existían algunos traspiés del pasado que lo abrumaban. Quizá, si pudiese volver el tiempo atrás, sus decisiones habrían sido otras. Entre las pocas cosas de las que no se arrepentía, estaba el haber incorporado a Agustín al emprendimiento. A lo largo de la vida, se habí́a cruzado con muchas personas vinculadas a los negocios; sin embargo, pocas habí́an demostrado tener el olfato del muchacho. Le habí́a costado entender que, con el padre que le habí́a tocado en gracia, pudiera ser tan brillante. Aún recordaba la paupérrima impresión que le habí́a causado Basilio Ledesma.

—Quise venir a verte antes de almorzar para ver cómo funcionaba todo. Veo que sobre rieles.

—Como debe ser en un ferrocarril —replicó risueño.

Entonces Amadeo se incorporó, abrió la puerta y se escabulló entre los pasajeros que esperaban la salida del tren.

Agustín se reclinó sobre el respaldo del sillón. Con la vista hizo un rápido repaso de la oficina para culminar en el periódico que estaba a un costado del escritorio y que aún no habí́a leído. Lo tomó entre las manos, lo extendió sobre algunos papeles que aún conservaba sobre la mesa, y se dispuso a leerlo. Lo primero que le llamó la atención fue una nota escrita por Dávila. En los artículos que publicaba siempre incluía algo que captara con fuerza la atención del lector; en este caso, el título.

Una comisión de paz enviada por Cristo

Aún permanecen los vestigios de la lucha entre indios y militares. Según la crónica de hace unos años atrás, en la zona de 25 de Mayo se produjo un conflicto entre el cacique Cristo y el capitán Valdebenito.

El enfrentamiento fue de tal magnitud, que el militar junto a los soldados atacó por la noche a dicho cacique en sus dominios. Desconocía que el indio se habí́a enterado de sus intenciones, por lo que habí́a escapado antes que anocheciera junto a dos de sus hermanos para pedirle ayuda a Piedra Azul.

Cuando, en mitad de la noche, Piedra Azul los recibió, les prestó colaboración para, junto a ellos, encaminarse de regreso a 25 de Mayo a cobrarse venganza. No lograron el cometido, porque al llegar se encontraron que parte de la familia de Cristo habí́a sido secuestrada, y que el capitán junto a sus hombres habí́a huido.

Luego, los malones asediaron la zona bajo las órdenes de Calfucurá que, secundado por Cristo, asoló estancias, robó ganado y se cobró la vida de varios habitantes. Los actos de violencia dejaron como consecuencia a varios familiares del cacique secuestrados en algún lugar de la provincia de Buenos Aires y una profunda herida en la población. Poco importaron los motivos u orígenes de los conflictos, pues, a lo largo de los años, las acometidas de uno y otro bando han sido una constante en las que primó más el resultado de las luchas que lo que las originaron.

En estos días, arribará a la ciudad una delegación de indios que conforman una comisión de paz. Se reunirán con las autoridades del gobierno para tratar de ubicar a los familiares del cacique Cristo que no han sido encontrados. Manuel Cristo es uno de los integrantes de dicha comisión, hermano del cacique, que vivió en la toldería a orillas de la laguna Cruz de Guerra, comandada por Rondeau.

Es la esperanza de este cronista que esta acción no quede solo en las buenas intenciones de nuestros gobernantes, sino que sea el comienzo de un acercamiento de carácter duradero.

A medida que avanzaba en la lectura del artículo, un frío helado le comenzó a correr por la espalda hasta desplazársele por todo el cuerpo. Tenía fresca la confesión de Ana y le resultó imposible no asociarlo con lo que acababa de leer.

Gracias a su trabajo en la Empresa de Carruajes y Mensajerías, conocía a la perfección la provincia de Buenos Aires. Por supuesto, sabía de la cercanía entre la población de 25 de Mayo y la laguna Cruz de Guerra a la que hacía referencia la nota, y en la que habitaba la tribu del cacique Rondeau. La misma que habí́a encontrado y recogido a Ana años atrás. Estaba claro que, si Ana y Manuel Cristo habí́an vivido en aquella toldería, seguramente habí́an coincidido, aunque fuera por un tiempo. Si eso era así, desconocía qué implicancias podía tener para la muchacha aquel indio que llegaba con la delegación.

* * *

Sara apenas si habí́a probado bocado durante el almuerzo. Luego de la comida, salió rumbo a la casa de los Mendizábal. Si bien no era el horario más apropiado, creía que era, sí, el más oportuno para evitar levantar sospechas. Una vez que alcanzó la finca y se hizo anunciar, esperó hasta ser recibida.

El doctor Mendizábal se encontraba aún atendiendo a un paciente en una de las habitaciones de la casa.

—Espero que no tome a mal lo intempestivo de mi visita.

—De ninguna manera, Sara, la invito a la sala.

Le indicó con la mano un pasillo que los llevó a una amplia estancia. La sala estaba dispuesta con absoluta pulcritud. El cortinado que vestía la ventana aún se mantenía desplegado para evitar que la excesiva claridad entrase por allí.

—Imagino que debe de andar con bastante trabajo.

—Como siempre. —Hizo una breve pausa—. Me he enterado de que Ana colabora en la Casa de Niños Expósitos.

—Sí, y eso la tiene muy contenta. Creo que encontró una actividad que le interesa y que la hace sentir útil aquí en la ciudad.

Ya se le agotaba la conversación con tantas banalidades como preludio a lo realmente importante y a lo que habí́a ido a hacer allí.

—Doctor, usted sabe que, de venir a realizar una visita social, la haría con mi marido.

—Claro que sí.

—Mi esposo lo aprecia mucho, supongo que ese afecto es mutuo.

—¡Por supuesto!

—Es justamente en virtud de esa amistad que lo une a marido y a la familia que he venido a hablarle.

—Diga lo que tenga que decir con total confianza —la animó Mendizábal.

—Hace un tiempo que no veo bien a mi esposo. Lo noto distinto, aunque haga esfuerzos por ocultarlo. He notado que en varias ocasiones se ausenta con pretextos banales.

Varias habí́an sido las escapadas sin explicación o con la excusa de realizar alguna diligencia. Lo que le costaba entender era por qué, cuando regresaba, lo notaba diferente; un tanto distraído y nostálgico a la vez. En otras oportunidades, con una expresión de tristeza. Él no era así. Entendía que tenía que haber una causa para semejante comportamiento y habí́a ido allí a averiguarlo.

—Sara —la interrumpió—, creo que debería hablarlo con él, quizá sea solo una percepción suya.

En el rostro de Sara se dibujó una melancólica sonrisa. Lo que acababa de decirle el médico no hacía más que dar cuenta de la amistad y de la fidelidad que le tenía a John.

—Sé que mi marido ha estado viéndolo aquí. Sé también que no lo ha traído un tema social, sino algo más. Mi visita hoy es para saber qué pasa. Sé que no está bien y necesito saber qué le ocurre.

Un silencio se instaló allí en la sala. El doctor Mendizábal habría deseado no tener que transitar por aquel momento. Creyó que no atravesaría la situación en la que debería elegir entre cumplir con el pedido de su paciente o hablar, como habría correspondido desde un principio, con la familia Taylor. Recurriría a su profesionalismo y respetaría el pacto que habí́a hecho con su paciente.

—No le voy a negar que John ha estado aquí en alguna oportunidad; sabe que, cada vez que viene a la ciudad, lo hace. Quizás haya tenido algún dolor, pero nada fuera de lo común.

Sara mantenía la mirada clavada en los ojos del doctor, y comprendió que, si continuaba la conversación por ese camino, no iba a conseguir enterarse de la verdad sobre la salud de su marido.

—No recuerdo con exactitud qué día fue, pero estaba junto a John en la sala. Como siempre hago, le habí́a llevado el té que tanto disfruta tomar. Estuvimos conversando y, en un momento, extrajo de un cajón una invitación que yo le habí́a dado, años atrás, cuando vine a la ciudad con mi hija. ¿Sabe por qué la mantenía guardada? Esa tarde me confesó que creía que habí́a sido el inicio de lo nuestro. En aquel entonces, yo atravesaba un momento de pesar a raíz de una pérdida familiar. Aún no estaba preparada para unirme a él, sin embargo, él supo esperar y brindarme el tiempo que necesité para que al fin tomara la decisión más acertada de mi vida.

—¿Adónde quiere llegar?

—Todos los años que hemos estado juntos han estado plagados de una felicidad absoluta —continuó Sara con la vista brillosa—. Cada mañana que despierto doy gracias a Dios por el hombre que está a mi lado. Como a veces le digo, a esta altura de mi vida irrumpió de un modo inesperado para brindarme todo su amor y comprensión. Cada tanto, él me dice que agradece a la vida que le haya otorgado una segunda oportunidad para vivir esta felicidad que compartimos.

—Eso último me lo ha dicho también en reiteradas oportunidades —agregó casi en un susurro.

—Comprenda que no quiero estar al margen de lo que le sucede a mi marido. Él es todo para mí. Le prometo que él no va a saber que he estado aquí.

—¿Me creería si le dijese que su marido utilizó los mismos argumentos que usted? Me contó cuánto la ama y por eso me pidió reserva.

—Estoy convencida de que, si yo supiera lo que ocurre, podría ayudarlo más que si me mantengo a la sombra de la realidad. Le aseguro que en mi vida siempre he tratado de afrontar las situaciones que me han tocado vivir. Por todo eso es que le pido por última vez que me diga qué es lo que tiene.

Al lanzar las últimas palabras Sara supo que habí́a conseguido quebrar el compromiso que el médico habí́a asumido con John. Lo vio en su mirada. Enderezó la espalda en un intento por aparentar una fortaleza de la que en ese momento carecía, pero que se juró sostener, al menos, hasta salir de la casa del doctor Mendizábal.

—La salud de John está muy debilitada. Las secuelas de aquella afección pulmonar que tuvo hace tanto tiempo, y que lamentablemente no fue curada como correspondía, trajeron consecuencias. A eso se le agregó que el corazón no le está respondiendo de la mejor manera. Por eso es que usted lo encuentra más débil y nota que se cansa con más facilidad. Yo le he suministrado algún remedio, pero...

—¿Me quiere decir que no hay un remedio apropiado para la dolencia que tiene?

—Sara. —Cada vez que llegaba el momento de hablar con un familiar prefería recurrir a algún ejemplo práctico a deletrear la fría letra del diagnóstico—. Observe. —La miró—. Así está John.

El doctor dirigió la mirada hacia una lámpara que estaba ubicada en una mesa de arrimo. Con los dedos tomó la perilla y la giró. Poco a poco, observó cómo la intensidad de la luz disminuía hasta apagarse totalmente. Luego volvió a mirarla y notó algunas lágrimas que le caían por una mejilla.

—¿Cuánto tiempo es el que estima?

—Eso nunca lo sabré. Quien aventure algo así, no dice la verdad. Le pido por favor que...

El doctor no quería que John sospechara siquiera que le habí́a contado algo a Sara porque no deseaba causarle más angustia de la que padecía.

—Él no va a saber que he estado aquí. Si ese ha sido su deseo, lo respetaré. —Se levantó de inmediato, porque sabía que si flaqueaba se caería en el sillón y le costaría levantarse—. Le agradezco la sinceridad.

—Cualquier cosa que necesite, ya sabe.

Una vez que se cerró la puerta se fue caminando a paso lento con la vista borrosa por la cantidad de lágrimas que le rodaban por las mejillas sin poder siquiera detenerlas. Supo que el trayecto hasta su casa sería el más largo que hubiera hecho jamás, pues necesitaba pensar, estar a solas para procesar el dolor que le habí́a invadido el cuerpo. Cuando llegase a su casa y viese a su marido iba a tener que mostrarse como siempre; así lo habí́a deseado John y de ese modo sería.

* * *

Ana regresaba luego de un día lleno de actividad en la Casa de Niños Expósitos. Aún se sorprendía de cuánto la llegada a la ciudad le habí́a cambiado la vida. Antes del viaje creía que solo iba a ocupar el tiempo en compromisos sociales; sin embargo, habí́a encontrado un lugar en el que podía brindar su colaboración y estar cerca de los niños que, al igual que ella, habí́an vivido en carne propia el abandono. Entendía que aquellos pequeños aún no habí́an tenido la experiencia de estar en un hogar con una familia que los cobijara; lo único que conocían era el cariño que se les brindaba en la institución. Aquel era el lugar que reconocían como propio. Ana sabía que era muy difícil añorar lo que no se habí́a tenido, pero la ilusión que ellos ponían en irse en algún momento de allí los mantenía alertas y con ganas de que el final de un día fuera el comienzo de otro mejor y, así, hasta que llegara el momento en que pudiesen marcharse de allí.

Durante la caminata se mantuvo abstraída con pensamientos sin darse cuenta de que tan solo estaba a una cuadra de arribar a destino. Apuró los pasos hasta alcanzar la puerta de entrada.

—Aiwe...

Ana apenas si pudo girar para enfrentarse a la persona que la llamaba como hacía tantísimo tiempo que no lo hacían. Recordaba que habí́a sido Calguneo quien la habí́a bautizado con ese nombre al llegar a la tribu de Rondeau. Según el capitanejo, su elección se debía al momento en que la habí́an encontrado: el amanecer.

Al partir de la toldería junto a Ignacio y María, le habí́an prometido que todo sería distinto y que, si en verdad deseaba algo mejor, debía dejar atrás lo que habí́a vivido. Junto con eso vino la nueva familia y el nombre con el que saldría al mundo. No hacía mucho se habí́a enterado, por boca de su padre, de que también habí́a sido un modo de protegerla.

Cuando quedaron frente a frente, Ana observó el rostro anguloso del hombre que enmarcaba los ojos almendrados y oscuros de la misma tonalidad del cabello que llevaba atado con un tiento de cuero, en una cola que le llegaba más allá de los hombros. Había pasado el tiempo, pero ahí estaba el primer indio con quien se habí́a vinculado cuando se quedó sola después de la partida de Ignacio. Ella era una niña, él le llevaba unos años más, pero de a poco se fueron relacionando. Ese mismo indio que, en aquel momento, la miraba a la expectativa de que lo reconociera, de que le contara cómo habí́a estado durante esos años. Al haberse acercado a él entonces habí́a permitido que el resto de la pequeña indiada se vinculase con ella, no porque ellos no lo desearan desde un principio, sino porque ella se habí́a mantenido distante.

—Manuel.

Manuel Cristo. Recordaba que lo habí́a vuelto a ver en alguna que otra oportunidad en compañía de su familia cuando habí́a pasado por la estancia. No era de extrañar que supiese dónde se encontraba, porque Ignacio habí́a mantenido contacto con el cacique Rondeau, no solo por el aprecio que se tenían, sino porque siempre habí́a querido estar al tanto de si en verdad la familia de origen de la muchacha habí́a desaparecido por completo. Ignacio habí́a querido estar seguro de que nadie pudiera regresar y buscarla.

—Aiwe —reiteró.

Ella rompió la distancia que se habí́a formado desde el instante en que lo habí́a visto y lo saludó.

—Manuel... Vamos adentro, así me contás qué andás haciendo por aquí.

Él se mantuvo en silencio mientras observaba los movimientos y el comportamiento de la joven. Luego de traspasar la puerta de entrada, se dirigieron hacia la sala. Trinidad, desde la cocina, escuchó voces y se acercó.

—Manuel, ¿deseás tomar algo?

—Nada por ahora.

—Trinidad, para mí un té.

—Si quiere, le aviso a la señora Sara que hay visitas.

—Sí, avisale; así saluda al invitado.

—Llegué ayer por la noche.

—Imagino que no te debe de gustar mucho la ciudad, ¿verdad?

—No es lo que más disfruto, pero he venido con una misión y hasta que no logre algún resultado, no voy a irme.

El tiempo habí́a transcurrido, y Manuel poco habí́a cambiado. Su aspecto físico se mantenía a través de los años, y el modo en el que se movía también. Recordaba que miraba con desconfianza antes de relacionarse con alguien y que, una vez que lo hacía, era de pocas palabras.

—Nunca imaginé que podía encontrarte en la puerta de mi casa.

—Yo tampoco imaginé verte con semejante aspecto: toda una mujer de ciudad.

—El tiempo ha pasado y las circunstancias han cambiado, pero...

Sara y John ingresaron a la sala.

—Creo haberte visto en la estancia en alguna oportunidad —dijo John a modo de saludo.

—Alguna vez he estado por allá.

La criada acababa de traer el té para Ana, y regresaba con otro pedido de sus patrones.

—Me contaba que ha llegado ayer a la noche —intervino la muchacha.

—Tengo una costumbre que con el tiempo he incrementado: la lectura del periódico. Creería que, si no lo hago, no podría comenzar el día —dijo John casi con nostalgia—, y he leído que venías junto a una comisión para tratar el tema de tu familia.

Ni siquiera habí́a compartido con su nieta la noticia que habí́a leído recientemente. No habí́a querido inquietarla con la nueva de la presencia de alguien de su pasado. No se habría imaginado que Manuel Cristo fuera a presentarse a la casa a saludarla.

—Ese es el motivo por el que vine. No estoy solo; me han acompañado otros emisarios nombrados por Calfucurá para atender estas gestiones. Hay otros temas que se tratarán, pero no quiero irme sin respuestas respecto del lugar en el que se encuentran los nuestros.

—¿Todavía nada se sabe de aquel hecho?

Ana habí́a estado al tanto de aquel suceso por lo brutal que habí́a sido, no solo por el secuestro de algunos de los integrantes de la familia de Manuel, sino por lo que sucedió después. Los malones que asolaron la zona provocaron mucho desconcierto en los pobladores, y Ana habí́a estado al tanto de todo aquello, porque habí́a sido un hecho tan notorio como repudiable. La gente de la zona nada tenía que ver con lo que en verdad habí́a sucedido.

—Pasa el tiempo y la búsqueda, que nunca hemos dejado de hacer, no ha servido de mucho. Mi hermano, el cacique Cristo, no dejará de buscar hasta que demos con alguien de la familia —informó Manuel.

—Parece que las noticias que hemos recibido de aquella zona no han sido muy halagüeñas. He leído también que el fortín Cruz de Guerra se ha quemado.

La criada entró con una bandeja con tés, y luego se retiró: el aspecto de ese indio la intimidaba. Apenas lo habí́a visto parado y notó que era alto; se lo notaba un hombre fuerte, aunque no corpulento. Eso sí, la expresión de su rostro era irrefutable. Mantenía un gesto adusto y una mirada dura que le provocaron temor.

—Sí, lo poco que quedaba se incendió luego de otro ataque.

John lo escuchó con atención, y prefirió omitir preguntar si él junto a la indiada tenía algo que ver con ese hecho.

—Una lástima —concluyó John sin tener mucho que agregar.

—Algunos fortines de la zona cobrarán más importancia ante la ausencia de Cruz de Guerra. Eso ocurrirá hasta que alguno no pueda sostenerse por falta de suministros o por ser atacado.

Ninguno de los presentes preguntó a qué se refería. No querían ahondar demasiado en un tema álgido como los ataques y los malones.

—Manuel, ¿has pasado por la estancia? —se interesó Sara.

—Sí, y hablé con Ignacio; yo quería saber si habí́a oído de alguien de la zona o de boca de algunos de los políticos que conoce algo de nuestros familiares desaparecidos. —Hizo una pausa para clavar la mirada en Ana y agregó—: También creía que podía verte.

La sala se cubrió de silencio, y nadie quiso romperlo con algún comentario inconveniente. Manuel se dio cuenta de la situación; no quería importunarlos, menos en la primera visita: la primera de varias que pensaba hacerles.

Desde que la habí́a conocido, habí́a sentido algo especial por ella. El tiempo, las circunstancias, y los caminos diferentes que ambos habí́an tomado los habí́an alejado. Pero, para él, el tiempo no habí́a sido un pretexto para olvidarla. Cuando se enteró de que se encontraba en la ciudad y de que se quedaría un tiempo allí, supo que sería la ocasión perfecta para verla, saber de ella, y acercarse. Por todo eso, cuando percibió cierta incomodidad entre los Taylor por sus comentarios, decidió que era el momento de retirarse.

—Debo irme; tengo que hacer varias cosas todavía.

La criada se acercó para avisar que alguien más golpeaba la puerta.

—Gracias, Trinidad, Ana se encarga de abrir, porque va a despedir a Manuel.

La muchacha se dirigió a la puerta y la abrió; al hacerlo se topó con el rostro que ella tanto deseaba, y con aquella mirada azulina insondable. Ambos hombres quedaron uno frente al otro. El aire desapareció, lo que los circundaba también. Se miraron como si uno intuyera lo que hacía el otro allí, y viceversa. Duró tan solo unos instantes que permitieron que ambos cambiaran la actitud que tenían hasta que se vieron cara a cara.

—Agustín... —logró articular Ana para cortar aquel diálogo de miradas—. Te presento a Manuel.

Él supo de inmediato quién era ese indio.

Ambos inclinaron las cabezas como único saludo.

—Aiwe —dijo mientras le rozó con una mano la larga y negra cabellera—, uno de estos días paso para hablar más tranquilos. —Dejó de mirarla, se entretuvo unos pocos segundos en el hombre que esperaba en la puerta, y agregó—: Adiós.

Con solo verlo, Agustín supo qué buscaba aquel hombre en la casa de los Taylor. Desconocía cuál era la excusa con la que habí́a ido hasta allí, lo que sí sabía era que iba por Ana.

Sabía que debía moverse con cuidado, pero quiso que quedase claro cuáles eran sus intenciones: con una mano le rodeó el cuello, la acercó de golpe y le dio un beso en la boca. Luego se separó apenas y con el pulgar le delineó el contorno de la boca. Ana lo observó petrificada.

—Solo mía —le susurró al oído al acercarse aún más.

La muchacha sintió una oleada de emociones que la envolvieron hasta provocarle un escalofrío que se le expandió por todo el cuerpo.

—Ahora que nos hemos saludado, entremos.

Ambos enfilaron hacia la misma sala que minutos antes habí́a sido el lugar que los habí́a congregado con el anterior invitado. Los Taylor aún estaban sentados en los sillones.

Sara fijó la mirada en la de su marido, y él comprendió de inmediato que era momento para hablar sin sutilezas. Estaba claro que Ledesma tenía interés en su nieta. Creía también ver en la aparición de Manuel Cristo algo más que una mera visita de cortesía.

—Hemos tomado recién un té, ¿nos acompaña con otro? —Le agradezco, doña Sara.

Agustín no buscaba entablar una conversación con los Taylor, lo único que quería saber era qué le habí́a dicho ese indio a Ana y por qué la habí́a llamado del modo en que lo habí́a hecho. Descontaba que ese mote provenía del tiempo que habí́a permanecido en la tribu, pero necesitaba saberlo de su boca.

Lamentablemente para él, la conversación discurrió por los últimos acontecimientos políticos, sin embargo, no se mencionó el artículo del diario que daba cuenta de la aparición de Cristo en la ciudad, aunque estaba seguro de que John lo habí́a leído también. A medida que los minutos pasaban, flotaba la sensación de que ninguno parecía en realidad concentrado en lo que decía el otro. Los motivos de Sara eran comprensibles luego de la entrevista que habí́a tenido con el doctor Mendizábal. John trataba de estar mejor de lo que en verdad se sentía. Por más que habí́a descansado, aún el cansancio le pesaba por todo el cuerpo. Ana, aunque que lo intentara, todavía estaba extasiada luego del beso que le habí́a dado Agustín en la puerta.

—Me encantaría quedarme, pero debo pasar antes por otro lugar —dijo Ledesma y se levantó.

—Lo acompaño —agregó Sara de comedida.

Él se acercó, saludó a John y a Ana. Se fue de la casa de los Taylor con el convencimiento de que regresaría pronto.