Capítulo 21

CLARA estuvo limpiando y ordenando para tratar de distraerse y no pensar en la ausencia de Martín, pero cada rincón de la casa le hacía recordar lo que habían vivido juntos allí y, pese a los esfuerzos que hacía, no pudo contener las lágrimas.

—Tranquilizate, todo va a salir bien.

Ignacio no podía soportar ver llorar a una mujer.

—Perdón —dijo hipando.

—Vayamos a dar una vuelta —sugirió.

Suponía que tomar un poco de aire tal vez la ayudaría a calmarse. Ella se envolvió con un poncho y se secó las lágrimas con las manos.

—Estoy lista —dijo con una sonrisa que quedó a mitad de camino.

Notaba la tensión que la situación le producía y no quería incomodarlo todavía más.

—Vamos, entonces —dijo él, devolviéndole la sonrisa.

Fueron hacia la laguna. Mientras bordeaban la orilla, conversaron.

—¿Hace mucho que tenés esta casa?

—Bastante. Cuando la compré estaba en ruinas, pero igual me gustó.

—Es tu remanso, ¿verdad?

—Sí, me hace bien venir. Todavía me cuesta afincarme en un lugar.

—Y ahora estoy yo aquí, molestándote.

—De ningún modo. Soy yo el que te hace compañía. Y lo hago también por él: nunca antes vi a Martín así. Le hacés bien.

—Y él a mí.

El silencio que siguió a esa confesión los unió en el afecto que tenían por Gale; un afecto inquebrantable para ambos. Los dos lo evocaron a su manera, con las cosas que habían compartido con él, tan diferentes entre sí. Ella se sentía protegida, querida, deseada. Él, por su parte, sabía que tenía a un hermano en Martín.

—A veces, no basta solo con querer a alguien. También hay tener la valentía de actuar en consecuencia —dijo Ignacio en una velada alusión a lo que pasaba con Mary.

—No es tan difícil actuar cuando uno está convencido de lo que desea —le respondió ella, que notó la tensión en el rostro de él.

—Puede que tengas razón. Supongo que Martín te contó que yo perdí todo lo que amaba cuando era chico. De un día para otro me quedé sin mi familia, me arrancaron de cuajo a los míos, aunque no pudieron con mis raíces. Si no hubiese sido por Charles, Sara y Martín no sé qué habría pasado. No me fue fácil incorporarme a ellos. En aquel momento, me sentía en carne viva. Estaba dolido, pero ellos me ayudaron a volver a confiar plenamente en alguien. Me acuerdo de que Sara se desesperaba por acercarse a mí, pero yo no la dejaba, no porque no quisiese, sino por temor a perderla. Desconocía si, después de un tiempo, iba a tener que volver a las tolderías, aunque Charles me había asegurado que estaba todo arreglado, que me quedaría con ellos. También me dijo que, cuando quisiese, podía irme y regresar. El paso del tiempo me demostró que lo me había dicho era así, eso me devolvió la confianza perdida. La muerte de Charles fue un golpe muy duro para mí. Otra vez la pérdida. Pero era el momento de apoyar a las mujeres: en especial María. Sufrió mucho por la muerte del padre. Todo eso me marcó, ¿sabés? No sé si estoy preparado para volver a perder a alguien a quien ame.

—Yo también perdí mucho siendo pequeña: mi madre murió abrasada por el fuego para salvarme y mi padre se fue del país por cuestiones políticas.

—Sí, lo sé.

—Creo que es peor perder a la persona que uno ama sin siquiera haberlo intentado. Seguramente, Mary coincidirá conmigo —sugirió como una forma de poner en evidencia lo que él se negaba a sí mismo.

Ignacio giró la cabeza y fijó la mirada en ella con una sonrisa.

—¿Tan obvio es?

Clara le respondió con otra sonrisa. Asintió.

Aunque el tiempo parecía detenido, la tarde, lenta, morosa, apareció. Ella estaba en la cocina preparando mate, mientras Ignacio descansaba en una silla. De repente se levantó en forma abrupta y fue hacia la puerta.

—Clara, andá afuera y esperame al lado de Black.

—¿Qué pasa?

—Por ahora nada, pero alguien se acerca y no quiero sorpresas.

Clara hizo lo que le decía y fue hacia los árboles en los que estaba escondido el caballo. Ignacio se quedó parado en la puerta, esperando. Una imagen difusa apareció en el horizonte y fue cobrando vida a medida que se acercaba. La velocidad que traía lo preocupó. Vio que el caballo era de la estancia y, luego, la figura de Luisito comenzó a hacerse más nítida. Algo grave debía de haber ocurrido. Se fue acercando a él y, sin darle tiempo a desmontar, le preguntó qué pasaba.

—El patrón está grave. Le dieron una puñalada. Está en lo de los Cáceres.

—¿Quién más lo sabe?

—Solo yo.

—Bien. Volvé a la estancia, hablá con Sara y prepará todo para llevarlas mañana a primera hora a ella y a María para allá. Yo iré de inmediato.

—Sara va a querer ir en cuanto se entere.

—Lo sé, pero decile que yo lo dispuse así. No le digas que está grave.

—Dos de los peones te esperan a la salida del pueblo. Supongo que ese es el camino que vas a agarrar.

—Perfecto, gracias.

—Nos vemos mañana —dijo Luisito con los ojos húmedos. Para él, Martín era como un hijo, lo conocía desde chico. Trabajaba con los Gale desde la época en que estaban afincados más al Sur. Él también había sido de la partida cuando decidieron mudarse para instalarse en la zona de Chascomús.

Ignacio lo saludó y enfiló hacia donde estaba Clara que lo esperaba con las riendas de Black en la mano.

—¿Quién era?

—Luisito. Vino a avisarme que Martín tuvo un accidente, así que vamos a ir a verlo. Está en la estancia de una familia amiga —dijo. Le dio un abrazo corto e intenso.

Con una rapidez inusitada, ella montó detrás de Ignacio, se aferró a él y se largaron a la carrera. Clara sabía que no debía de tratarse de un simple accidente. Si no, no estarían yendo como si los persiguiera el mismísimo diablo. Lo único que quería era estar con Martín. De golpe, él dobló y aminoró el paso. Hizo señas a dos peones, que ella reconoció de inmediato y que le dieron un bulto.

—Son remedios —le dijo y, sin más preámbulos, volvieron a salir a toda velocidad.

Clara se aferró al paquete con todas sus fuerzas para asegurarse de que llegara a destino. Las luces del atardecer se iban apagando para dar paso al anochecer. El paisaje que atravesaban se tornaba cada vez más sombrío. Solo se oía el sonido de los cascos del caballo contra la tierra. De repente, Ignacio aminoró la marcha hasta que se detuvieron.

—¿Ya llegamos? —le preguntó Clara mientras la ayudaba a desmontar.

—No, pero no quiero agotarlos ni a Black, ni a vos —contestó. Acomodó el poncho en el suelo para que la muchacha pudiera sentarse.

—Si fueras solo no pararías. No quiero retrasar el viaje.

—Son solo unos minutos de descanso —dijo. Le señaló el poncho para que se sentara.

—¿Cuánto falta?

—No mucho, pero de noche hay que tener más cuidado.

—¿Cómo fue el accidente?

—Una puñalada, es todo lo que sé.

El rostro de Clara se desfiguró.

—El facón de Martín quedó en el campo de Achával —murmuró.

—No es el único que tiene. Nunca sale desarmado.

Clara se quedó rígida y en silencio, mientras la ira comenzaba a fluirle por el cuerpo.

—Vamos —dijo Ignacio unos minutos después.

Quería evitar que ella siguiera pensando, que la mente de ella bullera a toda velocidad, que inventara historias en la cabeza. La idea de parar no había sido del todo buena, se dijo, pero era lo que el caballo necesitaba. Ahora, lo mejor sería seguir, llegar lo antes posible.

Iluminados únicamente por la luz de la luna, cabalgaron a toda prisa rumbo a La Peregrina.

* * *

—Por acá —les indicó un hombre.

Cuando la puerta se abrió, los recibió la cara cansada del dueño de la estancia.

—Clara, este es Lautaro Cáceres, amigo y médico de la familia —los presentó Ignacio.

Ver a Lautaro hizo que el muchacho reviviera las circunstancias de los últimos días de Charles; sin embargo, ahora era su hermano por elección quien estaba postrado en la cama.

Clara le entregó el paquete, y Cáceres no pudo más que notar cómo le temblaban las manos.

—¿Podemos hablar? —le preguntó Ignacio.

El doctor asintió y dio unos pasos hacia la puerta.

—¿Cómo sigue? —le preguntó el recién llegado una vez que estuvieron afuera de la pieza.

—La situación es delicada. Perdió mucha sangre y tiene convulsiones por la fiebre. Temo que la herida se infecte. Por eso pedí que trajeran esto: quina en polvo y láudano en la formulación de Sydenham —dijo mientras levantaba el paquete que no había soltado—. Después de que se lo aplique, solo resta esperar.

—¿Sabés qué pasó?

—No demasiado. Lo trajo un tal Guzmán. Se lo veía afligido. Cuando llegó aquí ya estaba inconsciente.

Ignacio vio el rostro fatigado de Cáceres; la aureola grisácea que tenía debajo de los ojos delataba su agotamiento.

—¿Por qué no va a descansar? Denos las indicaciones. Clara y yo nos encargaremos.

—Está bien. Ahora vamos para allá y te explico en detalle. Cualquier cosa que esté por fuera de lo que te indico, me llamás.

—Sí, quédese tranquilo.

—En la cocina hay comida. Supongo que están con hambre.

—Gracias, ella tendría que comer algo.

—Y vos también. ¿Ella es...?

—La mujer de Martín.

* * *

Clara estaba sentada al lado de la cama de Gale poniéndole paños fríos en la frente y en las axilas porque tenía el cuerpo caliente como una brasa. La palidez del joven se confundía con la blancura de las sábanas que lo arropaban. Esos ojos negros que ella tanto amaba estaban sellados en la más inmensa oscuridad. Los besó con ternura y siguió tratando de bajarle la fiebre.

Cuando Ignacio entró, se conmovió con la imagen que vio. Clara levantó la vista hacia él y le dijo, alarmada, que tenía mucha temperatura.

—Sí, el doctor me dijo que está así desde que llegó —dijo. Apoyó la bandeja que traía—. Comé, te hace falta.

—No puedo tragar bocado.

—Hacé un esfuerzo. Necesita que estés fuerte.

—Lo sé. En un rato intento, ahora no puedo.

—Acá traje el medicamento. Hay que dárselo en una hora.

—¿Con eso le va a bajar la temperatura?

—Primero hay que parar la infección. Después le irá bajando la fiebre.

Ignacio no dejaba de mirarlo. Le dolía profundamente verlo así.

—Yo me quedo, vos andá a descansar —propuso ella al ver que el miedo lo invadía.

—No, prefiero quedarme acá. Además, no voy a poder dormir —dijo y arrimó una silla al otro lado de la cama.

Las horas pasaban y el estado de Martín seguía siendo el mismo. Clara no durmió en toda la noche. Una fuerza desconocida la impulsaba a estar alerta a cualquier movimiento que él hiciera, aunque, hasta el momento, permanecía en un estado de quietud escalofriante, interrumpido solo por los movimientos convulsivos que le provocaba la alta temperatura.

Lautaro Cáceres lo revisó sin hacer el menor comentario. Acababa de salir con Ignacio, de seguro para hablar sobre el estado del paciente.

—Por favor, despertate —le susurraba Clara al oído—. Te estoy esperando —agregó.

Después lo besó con toda la intensidad que le fue posible besar a un convaleciente, que no podía responder a ese beso. La intensidad, sin embargo, no era pasional: se trataba del deseo de verlo bien, del profundo anhelo de que mejorara. Ahí, en ese beso y en los cuidados que le prodigaba, concentró toda la energía que tenía.

Le arregló el cabello negro, le acarició las puntas que, extrañamente, estaban prolijas y acomodadas. Se acomodó hecha un ovillo al lado de él y tomó una de sus manos entre las suyas. De a poco, el cansancio fue venciéndola hasta hacerla caer en un profundo sueño.

* * *

Un griterío familiar interrumpió la charla entre Ignacio y Lautaro.

—Ya llegaron.

Ambos fueron al encuentro de Sara y Mary. Luisito no logró convencerlas de que fueran en carruaje y tuvo que acompañarlas a caballo. Ambas sabían que de esa forma llegarían mucho antes. Sara envolvió en un abrazo a Ignacio, saludó a Cáceres y pidió ver a su hijo de inmediato.

—Te acompaño —dijo el doctor.

Ignacio esperó a Mary, que se había quedado a un costado. En cuanto su madre desapareció, se lanzó hacia él para abrazarlo.

—¿Clara está ahí dentro?

—Sí —respondió. Le acarició la mejilla con un dedo. Notó los ojos vidriosos y enrojecidos de ella—. María...

—No te esfuerces por consolarme. Sé que las cosas no están bien, pero me basta con que me abraces —dijo con los ojos azules clavados en los de él.

Ignacio la abrazó con fuerza y la condujo hacia uno de los sillones que estaban en la galería.

Cuando Sara entró en la habitación, vio a su hijo que yacía inmóvil envuelto en paños, con el rostro pálido y a Clara al costado de él, adorándolo dormida. Se sentó junto a ellos a la espera de que los ojos negros de Martín se abrieran.