Capítulo 1
CIUDAD de Buenos Aires, 1852. El tercer día del mes de febrero, agobiado no solo por el intenso calor del verano, sino, sobre todo, por la derrota en Caseros, Juan Manuel de Rosas presentaba su renuncia luego de dos décadas de gobierno.
Justo José de Urquiza estaba al mando del Ejército Grande, cuya superioridad numérica había permitido derrocar finalmente al tirano. Contaba entre los aliados a las provincias de Corrientes y Entre Ríos, a la República Oriental del Uruguay y a muchos hombres del imperio del Brasil, un enemigo permanente de Rosas.
La caída del autodenominado “Restaurador de las Leyes” parecía augurar el fin de las contiendas civiles y de los continuos enfrentamientos en los que estaban sumidos unitarios y federales.
Todo parecía indicar que Urquiza lograría iniciar el camino hacia la institucionalización del país. Tiempo atrás nadie habría previsto que sería un federal el que derrocaría a Rosas; sin embargo, esa traición tomó forma lentamente y se cristalizó en Caseros y en sus consecuencias.
* * *
Chascomús, estancia La Esperanza. Clara del Carril estaba instalada en el campo con sus tíos maternos, Augusto y Lucrecia Linares. Luego de la venta de la propia estancia, Francisco del Carril abandonó la ciudad de Buenos Aires para exiliarse en Uruguay. Desde entonces, Clara había quedado a cargo de los Linares con quienes dividía el tiempo entre la ciudad y la estancia. Tras la caída de Rosas, aguardaba el regreso definitivo de su padre, cuya ausencia le había provocado un vacío intenso. Desde pequeña debió aceptar el alejamiento paterno, por lo que tuvo que acostumbrarse a recibir noticias de él mediante las cartas que Augusto recibía y que Lucrecia le leía. En ellas, le contaba que había comprado tierras en la zona de Colonia y que se dedicaba al trabajo en el campo.
—Mi niña, levántese.
Como todas las mañanas, Amanda la despertó llevándole el desayuno a la cama.
—Acá le traigo lo que tanto le gusta —le dijo mientras apoyaba sobre las blancas sábanas la bandeja con el tazón de leche tibia y unas rodajas de budín.
—Gracias, Amanda —le respondió somnolienta a ese rostro moreno surcado por profundas arrugas.
—Tiene que alimentarse bien porque parece que hoy es el gran día —agregó al tiempo que los ojos color chocolate se le ampliaban a medida que le daba la gran noticia—. Escuché sin querer que su señor padre había adelantado el viaje, así que quizás hoy lo tenga por acá.
Clara se incorporó de un salto, apenas la frase terminó de salir de los labios de la mujer, y, en un intento por no derramar nada, la abrazó y la besó. Amanda había comenzado como una criada para pasar a convertirse después en una fiel y adorada compañera.
—Shh —le dijo con el dedo índice en los labios—. La señora Lucrecia querrá darle la noticia. No debe enterarse de que ya se la he dado yo.
—No te preocupes, no lo sabrá.
Mientras hablaba, lágrimas de emoción por el pronto reencuentro le nublaron los hermosos ojos verdes.
—Niña, por favor, no llore. Ya ha sufrido demasiado.
Unos golpes en la puerta la hicieron enmudecer. Sin duda la señora quería comunicarle las novedades. Se dirigió hacia la puerta, no sin antes observar la felicidad dibujada en el rostro de la niña por lo que estaba a punto de escuchar.
Lucrecia Linares entró en la habitación y, luego de despedir a Amanda, cerró la puerta tras de sí.
—Veo que has madrugado hoy —dijo mientras se inclinaba para darle un beso. Luego se sentó junto a ella en el borde de la cama y le susurró al oído—: supongo que ya te has enterado de la buena nueva.
Una carcajada surcó el ambiente y contagió a Lucrecia, que rompió en risas también.
—Ahora, a levantarse. Si querés, podés ayudarme en la cocina. Pensaba preparar dulce de tomate, pero a vos te sale más rico.
—Gracias, tía —dijo abriendo los brazos para trabarse con ella en un abrazo. Era la única persona que le recordaba a su madre, no por la semejanza física, sino por el tono de voz.
—Me levanto y voy.
Se vistió en forma sencilla, como para cocinar, y se recogió el pelo con un lazo porque, cuando lo hacía, le gustaba tener el cabello atado, aunque algunos bucles rebeldes se le escaparan por detrás de la nuca.
* * *
Todo estaba listo para recibir al visitante. Clara había pasado el día en la cocina, había ayudado en los quehaceres a Lucrecia, había supervisado sin imponer, con sugerencias, con una alegre intervención, pero sin que se le escapara nada. Le encantaba cocinar e inventar nuevas recetas.
La llegada de Patricio —su primo, que acaba de recibirse de abogado y había viajado al campo para reunirse con la familia— pocos días atrás, tampoco había pasado desapercibida para la joven. Con él, solía ir a cabalgar. Compartían las tardes en el campo, las corridas con los caballos, lo intenso de la velocidad. Estaba ansiosa por verlo, sabía que le traería de Buenos Aires lo que le había pedido. Sin embargo, el ajetreo que había supuesto el retorno paterno la distrajo de la expectativa de aquello que le había encargado.
—Cuando el tío te vea se va a sorprender —le dijo Patricio.
—Gracias, pero creo que estás exagerando un poco —contestó con una sonrisa.
—Para nada —repuso el joven y, hablándole al oído, agregó—: ya conseguí lo que me pediste. Mañana, si querés, podemos salir a dar un paseo y probás tu silla nueva.
—Gracias. Si la tía nos deja, me encantaría ir.
—No tiene por qué enterarse. Hagamos igual que con tu caída: silencio absoluto —dijo con una sonrisa cómplice. Luego, miró el pequeño reloj que usaba y agregó—: será mejor que vaya a cambiarme para la cena.
En el comedor el movimiento era intenso: los sirvientes, presurosos, cuidaban de que todo estuviera listo. Llevaban y traían platos, fuentes, cubiertos. Un rato después, la mesa ya estaba dispuesta. Servirían las aves adobadas y el picadillo de cerdo con pimienta que habían preparado esa misma tarde.
Unos golpes en la puerta de entrada hicieron que todos se voltearan para ver aparecer a Francisco del Carril con un porte y una seguridad que no tenía la última vez que los había visitado. Conservaba la elegancia de siempre, aunque su cabello dejaba ver algunas canas que marcaban el paso del tiempo.
—¡Bienvenido! —exclamó Augusto. Se acercó para fundirse con él en un abrazo.
—¡Al fin he vuelto! ¿Cómo están? —Recorrió a todos con la mirada.
—Esperándote —respondió Lucrecia con las manos apoyadas en los hombros de su sobrina.
Los saludos se acallaron de golpe para dar paso a la emoción contenida de la muchacha.
—Padre, ¡qué alegría volver a verlo!
Las palabras salían de su boca con cierta dificultad. Caminó unos pasos hasta acercarse a él y extendió los brazos para saludarlo, para regocijarse en un abrazo que se había demorado años.
—Clara —dijo con los ojos puestos en ella—, estás hecha toda una mujer —agregó sin moverse.
Ella, entonces, decidió dar el primer paso. Acortó la distancia para abrazarlo, y su padre la dejó hacer. La inmovilidad había sido la característica del momento: la muchacha había movido los brazos inquieta, como si buscase algo sobre la espalda del padre; Francisco, en cambio, apenas cerró una de sus manos sobre los omóplatos de la muchacha y palmeó escasas dos veces.
Un silencio sostenido acompañó el reencuentro. Para quebrar la incomodidad que reinaba, Lucrecia anunció que la mesa estaba servida y se dirigieron hacia el comedor.
La cena transcurrió sin sobresaltos. Fue el recién llegado quien tuvo la voz cantante: se escucharon algunas historias sobre su estadía en el Uruguay, sobre el campo, sobre los negocios, sobre los festejos de los exiliados al saberse la caída de Rosas, sobre las ansias que el cambio político despertaba en quienes habían permanecido invisibles, ausentes, casi en un sueño alejado.
Más tarde, los hombres se encerraron en el escritorio para beber un poco de licor y conversar.
—¿Cómo andan las cosas por allá? Hace tiempo que has dejado de escribirnos.
—Es que los acontecimientos se precipitaron luego de la intervención de Urquiza ante Oribe. Una vez depuesto, solo restaba organizarse para enfrentar a Rosas aquí.
—¿Y ahora cómo sigue todo?
—Mejor de lo que habría esperado —dijo luego de tomar un sorbo de la copa—. En este último tiempo pude hacer buenas y sólidas relaciones y, con la llegada de Urquiza, mi situación ha vuelto a ser la de antes —agregó, con la mirada encendida.
—No ha sido fácil para nadie —dijo Augusto, mientras daba cuenta del contenido de la copa de un trago—. Yo he tenido que hacer malabares para mantenerme al margen entre ambos bandos. Digamos que la prudencia fue mi fiel compañera y, al mantenerme en las sombras, ocupándome solo de mis negocios, he podido salvarme.
—Sabés que no coincidimos en eso —agregó Del Carril con convicción—. Somos muchos los que, desde allá, hemos luchado para deponer al tirano.
—¿De verdad creés que ahora, con Urquiza, todo será distinto o, simplemente, te mueve tu ferviente oposición al rosismo?
—¿Importa? Además, no creo que una cosa invalide la otra.
—Me permito dudar de que Urquiza sea tan distinto a Rosas.
El silencio sobrevoló el estudio. Augusto supo que Francisco estaba demasiado envalentonado con sus ideas políticas como para hacerle cualquier sugerencia en contrario.
—Supongo que haber estado allá —comenzó a decir para darle un giro a la conversación— debe de haber sido bastante difícil.
—El exilio te endurece, es cierto, pero también te da fuerza porque, en un punto, sabés que en algún momento vas a regresar y que esa vez será la definitiva, como lo es esta para mí —agregó sin un ápice de emoción—. Te aseguro que es en lo único en lo que pensás: en volver al lugar del que tuviste que irte a la fuerza.
—Supongo que poco habrá quedado de aquel que se fue hace tanto tiempo.
—Es probable. Lo único que sé es que ahora voy a sacar provecho de la situación en la que me encuentro.
—¿Qué vas a hacer con las tierras que compraste en Colonia?
—En unos días vuelve Guzmán. Allá dejé otro capataz bastante competente. Eso, sumado a mis proyectos aquí, me dan una perspectiva alentadora.
—Me imagino que tuviste mucho tiempo para meditar.
—Así es. Sobre todo, he resuelto varias cosas sobre Clara.
—¿A qué te referís? —preguntó con un dejo de inquietud: todos se habían encariñado con ella y, en particular, Lucrecia la adoraba.
—Ya es una mujer, y creo que es el momento de que se case. Candidatos no me faltan.
—¿No te parece demasiado pronto? ¿No deberías darle algo de tiempo para que pueda pasarlo con vos?
—No lo creo. Ya está en edad de desposarse y, como acabo de decirte, ya tengo alguien en mente.
—Es tu hija, vos sabrás —dijo para dar por finalizado el tema.
La charla se extendió un poco más con el relato de Augusto de los logros económicos que se producían en el campo. En los últimos años, la situación había mejorado y, gracias a la intervención de ingleses y escoceses, que traían grandes avances, se había incorporado la cría del ganado ovino, lo que había redundado en amplios beneficios. Los Linares aún no lo habían incorporado, pero les parecía que era un buen momento para hacerlo.
* * *
Clara no pasó una buena noche a causa de las pesadillas de su niñez, que ahora regresaban junto con Francisco. Sin embargo, se levantó con la esperanza de encontrar a su padre despierto y poder estar con él. El viaje y la dilatada charla con Augusto, sin embargo, lo retuvieron en la cama.
—Te estaba esperando —saludó a su prima Patricio, sentado a la mesa de la gran cocina tomando mate y comiendo unas rodajas de pan recién horneado.
—¿Le preguntaste a tu mamá?
—Dijimos que iba a ser un secreto.
—¿Qué me tiene que preguntar? ¿Cuál es el secreto? —quiso saber Lucrecia, que llegaba para sumarse al desayuno.
—Le prometí ir a dar una vuelta por la zona con su nueva adquisición —admitió de mala gana.
Se refería a Jade, el caballo que le habían regalado a Clara hacía tiempo y que todavía la joven no lograba controlar. Por más que le explicaran una y otra vez cómo hacerlo, la última caída que había tenido la había desanimado casi por completo. Por eso Patricio, a pedido de Clara, le había traído otra silla, para ver si mejoraba.
—Quizá deberías ver a tu padre primero —opinó Lucrecia.
—Me parece que es ahora o nunca —dijo el muchacho con una sonrisa—. Te prometo que va a ser una salida corta.
Lucrecia vio el cansancio en la cara de su sobrina y supuso que le debía de haber costado dormir luego de tantas emociones. Un poco de aire fresco le sentará bien, pensó.
—Si salen de inmediato y no tardan demasiado, no veo inconveniente. Cuando se levante tu padre, de seguro querrá hablarte —agregó para ella.
Apenas terminó la frase, los dos primos ya estaban yendo a buscar los caballos al establo. Era una mañana gris y las nubes cubrían el cielo. Clara intentó disfrutar la cabalgata, pero sentía una inexplicable opresión en el pecho que aumentaba a medida que el paseo iba llegando a su fin, como si el caballo, que tantos problemas le había dado antes, que no conseguía domar del todo, fuera el lugar más acogedor donde podía estar.
Una vez que volvieron fue directamente al cuarto para terminar de envolver con papel de seda el regalo que con tanto esmero había preparado para su padre.
Francisco la esperaba en el escritorio. Sabía que se debían varias charlas, pero, por suerte, pensó, no les faltaría tiempo para ponerse al día.
—¿Ha descansado bien? —preguntó titubeante al verlo sentado en el sillón de cuero negro. Su ancha espalda ocupaba casi todo el respaldo.
—¡Ah, llegaste! ¿A dónde has ido con un clima tan feo?
—Salí con Patricio a hacer una pequeña cabalgata —respondió con un hilo de voz.
—No me gusta que andes por ahí mostrándote. No es adecuado para una dama, como espero que vos lo seas.
—Padre, le aseguro...
—Clara, quiero que sepas que a partir de ahora varias cosas van a cambiar —sentenció con el ceño fruncido—. Tengo grandes planes para vos, y en ninguno de ellos entra Patricio.
Ella lo miró desconcertada sin entender a qué se estaba refiriendo. Tampoco podía inferir hacia dónde iba la conversación, ni por qué, de repente, los Linares debían resultarle hostiles.
—Como te imaginarás, he venido para instalarme de manera definitiva y pienso recuperar lo que me han sacado. En pocos días iré a Buenos Aires para terminar de arreglar unos cuantos asuntos pendientes.
—Pensé que se quedaría más tiempo —dijo con tristeza.
—No. Cuando esté todo listo vendrás conmigo. Clara, has crecido mucho y, por lo que veo, bastante a los tumbos, pero ahora estoy aquí para encauzarte.
—Padre, yo...
—Estás en edad de casarte, y ya he decidido quién será tu futuro esposo.
El ambiente se tiñó de pesadumbre. No estaba en sus planes tener que volver a la ciudad, tener que comprometerse con alguien, tener que empezar de cero como si esos años no hubieran existido para ella, como si el paréntesis que suponía la ausencia paterna implicara, ahora que él estaba allí, que ella tuviera que ocultar lo que había vivido en una especie de exilio, de olvido.
—Supongo que hace tiempo que lo esperás, ¿no es así?
—Creía que sucedería como con usted y mamá: que me casaría con alguien de quien estuviera enamorada —dijo para no perder el hilo de la conversación.
La mirada de don Francisco se fijó en el rostro de ella y le hizo evocar la imagen de Elena. Los recuerdos se encadenaron en su mente hasta nublarla. Había demasiado en Clara que le recordaba a su esposa cuando estaba viva y había demasiado que le gritaba cuándo y cómo había muerto.
—No traigas a tu madre a esta conversación. Las cosas se harán como yo diga.
Las palabras que había acumulado tantos años quedaron allí, buscando un refugio dentro de ella que las contuviera para siempre.
—Cualquiera en tu lugar estaría más contenta.
—Le traje un regalo —dijo sin atender demasiado a lo que él le decía—, espero que lo pueda usar —agregó con poco entusiasmo.
El ruido del papel al rasgarse fue el único sonido que el regalo produjo.
—Son pañuelos, uno para cada día de la semana —dijo señalando el bordado que tenían en la parte inferior. Los colores iban del azul intenso, pasaban por el celeste claro, hasta el blanco—. Les puse sus iniciales y supongo que son los colores que le gustan.
—Gracias, Clara —dijo mientras hundía la vaporosa seda entre los dedos.
—Me alegro de que le hayan gustado —musitó con una tibia sonrisa.
—Ahora debo ocuparme de algunos asuntos. Hasta luego —dijo en tono cortante.
Sin demora, Clara fue hacia el dormitorio, se tiró en la cama y lloró desconsolada. ¿Dónde estaba el hombre al que había añorado por años? La imposibilidad de haber compartido más tiempo juntos había hecho que ella se hubiera ilusionado con algo que no era. Sintió que se sumía en la más profunda soledad. Lo último que esperaba era tener que lidiar con un matrimonio impuesto. No podía imaginar por qué su padre tenía esa actitud para con ella. Nada de lo que recordaba de él la había preparado para esa conducta. Había pensado que, con el regreso de Francisco, por fin sería feliz y lo habría recuperado para sí. Sin embargo, las cosas estaban dando un vuelco inesperado.
La llegada de Amanda le indicó que había pasado mucho tiempo encerrada y que ya era la hora de la cena. Trató de juntar fuerzas y, con la ayuda de la mujer, se arregló lo mejor que pudo: no quería que nadie notara que había estado llorando; tampoco tenía ganas de explicar lo que ella misma no podía. Le costaba comprender que la fantasía que había alimentado año tras año se resquebrajara de golpe.
Los días se sucedían uno tras otro. Clara comenzó, no sin cierta reticencia, a acostumbrarse a la sensación de vacío que le provocaba estar cerca de su padre. Una tarde que Francisco y Augusto estuvieron reunidos por horas, supo que debía de tratarse de algo importante.
—Augusto, debo irme a Buenos Aires. Quiero resolver mis asuntos lo antes posible para que Clara viaje para allá.
—Tomate el tiempo que necesites. Aquí está en buenas manos —le dijo en un intento por dilatar lo más posible la partida de la joven.
—¿Ustedes cuándo piensan volver a la ciudad?
—Nosotros solemos regresar antes de las primeras heladas, lo que será, calculo, en pocas semanas.
—Entonces va a ser mejor que nos mantengamos en contacto. Tal vez para cuando tenga todo dispuesto para volver, ustedes ya estén yendo para allá.
—Me parece bien. Por lo pronto, he dado las directivas sobre lo que resta hacer en el campo, así que es probable que estemos por la ciudad antes de lo previsto.
—Espero que pueda ser así.
—Ojalá —agregó, aunque no muy convencido.
Una nueva despedida había llegado para Clara y, con ella, la certeza de que en poco tiempo estaría junto a un desconocido al que se uniría para siempre. Un escalofrío le recorrió la espalda y le atravesó todo el cuerpo.
Los golpes a la puerta del cuarto no lograron hacerla salir del estado de ensoñación constante en el que caía últimamente. Los pensamientos se le enredaban cada vez más, y no lograba encontrar ninguna salida a la situación en la que se encontraba.
Lucrecia era quien llamaba. Entró al dormitorio y vio que Clara permanecía sentada de espaldas en un butacón con los codos apoyados sobre el tocador de madera, con un cepillo en una mano, mirando sin ver la imagen que le devolvía el espejo. Se sentó en unos de los dos silloncitos que estaban al costado de la cama y, al ver los almohadones, recordó el tiempo que habían dedicado a bordarlos.
—Veo que tu cabello está bonito como siempre —dijo para hacerla salir del ensimismamiento.
La muchacha se dio vuelta para mirarla y le agradeció el comentario con una triste sonrisa.
—Clara, te noto muy apagada. ¿Qué es lo que te sucede?
—Pensé que el regreso de mi padre sería distinto. Pensé que se mostraría más afectuoso conmigo.
—Para él también es difícil estar aquí. Tiene que adaptarse a una nueva vida, dejar atrás lo que construyó estos años. Es lógico que quiera aferrarse a sus convicciones. Dale tiempo y no saques conclusiones precipitadas. Tal vez en Buenos Aires todo cambie.
—¿De verdad lo creés?
—Al menos así lo espero.
—Quiere casarme con alguien.
—Lo sé. Desconozco de quién se trata.
—Tía, no es así como pensé que sería.
—Entonces, hasta que llegue ese día, tenés que disfrutar al máximo estos momentos en el campo —dijo y, con el dedo índice en alto, agregó—: es una orden.
Ambas se levantaron y se unieron en un cálido abrazo.
—La comida está lista, así que será mejor que vayamos —dijo y antes de salir añadió—: casi me olvido. Nos han invitado a la yerra del campo vecino. Hace tanto que no vamos a una. Con esto de que a tu tío no le interesan y con Patricio en Buenos Aires por los estudios, las últimas veces no tuvimos quién nos acompañara. Ahora, van a ir los dos, más que nada por temas de negocios. De todos modos, creo que nos va a venir bien conversar con gente que hace tanto que no vemos.
—Es cierto; hace tanto que no vamos. Yo también pienso que la vamos a pasar bien —replicó con la única intención de contentar a Lucrecia.