Capítulo 20

MARTÍN llegó a la entrada de El Desquicio. No había movimiento alguno por los alrededores. Tomó la abrazadera de la puerta, la abrió con sigilo y entró. Era una casa simple con pocos muebles todavía tapados con sábanas. La chimenea estaba prendida y había un par de copas sobre una mesa. Escuchó unos ruidos y fue hacia el lugar del que provenían. Vio a Ezequiel Otero en la biblioteca inmerso en unos papeles. Debía de ser algo importante porque estaba tan absorto que ni siquiera notó que había alguien ahí. Dio unos cuantos pasos y, cuando estuvo al lado de él, le tiró los papeles al suelo.

—¿Qué hace acá? ¿Está loco? —preguntó sorprendido. Se levantó de un salto.

—Sos un cínico hijo de puta —le gritó.

Le dio un puñetazo en la cara y, antes de que tuviera tiempo para reaccionar, le pegó en el estómago. Luego le dijo:

—Destruiste la vida de una nena inocente. —Lo arrinconó contra la pared y continuó—: ¿por qué lo hiciste? ¿Qué culpa tenían Clara y su madre?

El rostro de Otero estaba bañado de sudor y unas gotas de sangre le caían por la nariz.

—Contestá, carajo.

—¡Suélteme!

Martín lo largó para ver qué decía y retrocedió unos pasos sin quitarle los ojos de encima.

—Se está metiendo en algo que no le incumbe —dijo el abogado para distraerlo.

Tenía las manos apoyadas sobre el mueble que estaba detrás de él y deslizó la derecha por el borde de la mesa para alcanzar el arma que estaba pegada en la cara interna de la mesa de nogal. La alcanzó con los dedos, pero esperó el momento indicado para sacarla.

—Todo lo referido a Clara del Carril tiene que ver conmigo —respondió Martín y, al ver la posición extraña en la que estaba el otro, añadió—: las manos adelante, Otero.

El abogado sacó el arma, pero Martín fue más rápido y forcejeó con él hasta hacer que la soltara.

—¡Asesino! Sos una rata traidora —le gritó sin soltarlo.

Unos pasos se escucharon detrás de ellos. Martín se colocó en alerta, sin dejar de presionar el brazo de Otero.

—¡Gale, por favor! —dijo la voz ahogada de Francisco del Carril—. Esto me corresponde a mí. —Se acercó a ellos con el arma de Otero en la mano. Al ver que el muchacho no se movía, agregó—: no suelo pedir las cosas, Gale. Esta vez no va a ser la excepción. Así que, présteme atención: afuera hay alguien que creo que le interesa más que este traidor.

Al oír esas palabras, Martín empujó a Otero contra el escritorio y clavó los ojos en el padre de Clara por unos segundos. Se dio cuenta de quién hablaba. En un principio, don Francisco había atinado a no romper relaciones con Lorenzo, pero el trayecto hasta El Desquicio había hecho que no supiera si ese vínculo comercial podía continuar, por lo que no le importó entregárselo a Gale. Que fueran ellos mismos los que decidieran cuál de los dos merecía vivir.

—Tiene razón. Primero terminaré con Achával. Usted es el siguiente en mi lista —le soltó antes de salir.

Cuando estuvieron solos, Francisco exclamó empuñando el arma:

—¿Cómo pudiste?

—Hice lo mismo que habrías hecho vos en mi situación —le respondió Otero mientras trataba de sobreponerse de los golpes de Gale.

—¿Qué decís?

—Lo que escuchás. ¡Mirá en lo que te convertiste! ¡Vendés a tu hija al mejor postor!

—Vos me transformaste en esto. Mataste lo que más amaba en el mundo. Confié en vos. Me vendiste a esos federales. ¡Viva la Santa Federación, mueran los salvajes unitarios! ¡Así gritabas, traidor hijo de puta!

—No tuve elección. Colaborar con ellos era el único modo de sobrevivir. Te lo advertimos, pero no quisiste escuchar. Podría haber sido peor: podríamos haberte matado —dijo con sarcasmo.

—¡Te equivocás! Que ella muriera fue mucho peor. ¡Soy un muerto en vida! Y ahora te toca a vos.

Le apuntó sin vacilación.

Martín, que acababa de salir, se encontró con Lorenzo en la entrada de la casa. Había preferido que, en primer lugar, Del Carril y Otero arreglaran sus diferencias. Luego, él tendría una larga charla con el padre de Clara. Para eso, quería antes ajustar cuentas con Achával.

—¡Pero miren a quién tenemos acá! —exclamó Lorenzo con sorna con los brazos cruzados.

El rostro de Martín estaba pétreo. Tenía los músculos contraídos y la dureza que reflejaba su mirada helaba la sangre.

—¿Cómo te atreviste a tocar a mi mujer? —bramó.

—¿Tu mujer? Ahora es mía. No te imaginás cómo la hice gozar.

—Para poder acercarte a ella, tuviste que forzarla, hijo de puta —dijo mientras se acercaba hacia él.

—Ya te advertí que no te metieras.

—Y yo te avisé que tu consejo había llegado tarde. Ahora sabés lo que quise decir.

Martín desenvainó el facón que había heredado de su padre. Achával lo imitó, aunque le tenía preparada una sorpresa: empuñó el cuchillo del propio Martín, que aún tenía la sangre de Lorenzo impresa.

Se midieron con la mirada atentos a cualquier movimiento que pudiera hacer el otro. Gale reconoció el arma de inmediato como propia.

—Primero Clara, después tu facón —dijo Achával mientras le mostró las iniciales—, ¿qué más te puedo quitar?

—Todavía no me sacaste nada, y no lo vas a hacer.

Martín deslizó el poncho que le colgaba del hombro y lo enrolló en el brazo opuesto al que sostenía el puñal; Lorenzo lo imitó. Gale adelantó la pierna derecha y se inclinó hacia adelante, balanceando el peso de su cuerpo. Al ver que Achával le lanzaba una cuchillada, hizo un quite y logró esquivarlo. Luego le lanzó un planazo en la cabeza con el lateral de la hoja, no para cortarlos, sino para aturdirlo y humillarlo.

Achával retrocedió enceguecido por la ira y dispuesto a todo. Ya no soportaba ni la sombra de Gale: que le arrebatara lo que quería. No había lugar para los dos en la Tierra; entonces, debería ir a fondo y matarlo. Darle la estocada final con su propio facón sería un placer del que no quería privarse. Intentó descargarle una puñalada baja en las tripas. Sabía que era peligroso porque ese movimiento lo obligaba a bajar la guardia, pero si conseguía que la estocada fuera certera, acabaría con Gale.

Martín no desaprovechó la ventaja que le daba y le cubrió la cara con el poncho. Ante el desconcierto de Lorenzo, atravesó la tela con el cuchillo y le dibujó un benteveo en el rostro: esa cicatriz le recordaría por siempre la afrenta que acababa de recibir.

Para Martín, al igual que para todos los que eran dignos de participar de ese tipo de contienda, los duelos terminaban cuando se marcaba el cuerpo del rival. No tenía intención de matarlo.

Achával, por su parte, se estaba limpiando con la manga de la camisa la sangre que le brotaba de la cara. Los ojos le destilaban un odio tan grande como la cicatriz que le atravesaba el rostro.

—¡No vuelvas a acercarte a los míos, porque, la próxima vez, te mato! —le dijo Gale mientras volvía a enfundar el facón y daba el duelo por terminado.

De repente, se oyó el estruendo de un disparo. Martín giró sobre los talones. Vio que la puerta de entrada se abría. Francisco del Carril salió con el arma en la mano y la satisfacción pintada en el rostro. A unos pocos pasos de él estaba Guzmán, que observaba la situación.

Del Carril le había propuesto que lo acompañara, no porque necesitara ayuda, sino porque creyó que era lo que correspondía. De no haber sido por el capataz, nunca habría sabido la verdad ni habría podido ajusticiar al verdugo de su esposa. Además, si Otero negaba algo, podía hacer un careo entre ambos. Ante la mirada inquisitiva de los dos jóvenes, anunció:

—Acabo de hacer algo que debería haber hecho hace mucho tiempo —dijo mientras se fijaba de soslayo en Guzmán con complicidad.

—No me interesan sus asuntos —replicó Martín con dureza—. Le advierto que no voy a tolerar que siga interfiriendo en mi relación con Clara. Y hablo en serio.

—Yo también hablo en serio. Ese tema está cerrado, Gale: mi hija no es para vos —contestó con tono cansino.

Si bien, unos minutos atrás, no le habría importado que Martín matara a Achával en un duelo, si bien prácticamente lo había alentado a que saliera a pelear con Lorenzo, lo había hecho porque era lo que le resultaba más conveniente en el momento: tenía una afrenta que vengar; quería hacerle pagar a Otero lo que le debía. Con el abogado muerto, volvía a renacer en él el deseo de posicionarse en la sociedad. Sabía que la familia Achával era el camino para hacerlo. Además, el orgullo le impedía ceder a los deseos de Clara o de Gale. Martín se interponía en sus planes y, aunque ahora supiera que Charles Gale nada había tenido que ver en la muerte de Elena, eso no cambiaba nada en lo concerniente a sus intereses económicos.

—Entonces tendremos que arreglarlo de otra manera —replicó Martín y lo enfrentó.

—¡Cuidado! —gritó Guzmán.

Gale no tuvo tiempo de reaccionar. Un punzante dolor en la espalda lo paralizó mientras que un calor intenso se propagó hasta sus piernas.

Lorenzo Achával acababa de darle una puñalada por la espalda y contemplaba orgulloso el facón ensangrentado, como si fuese un trofeo, ante la mirada atónita de los presentes. Luego levantó la mirada hacia don Francisco y afirmó:

—Yo también acabo de cerrar una cuenta pendiente.

Guzmán fue corriendo hacia donde estaba Martín. Empujó a Lorenzo y empezó a anudarle la faja en torno a la herida para contener, aunque más no fuera en parte, la hemorragia. Tomó a Gale de la cintura para ayudarlo a caminar hasta su caballo y, una vez que lo acomodó, montó de inmediato en el propio ante la inmovilidad absoluta de los otros dos.

—¡Después nos vemos, patrón! —le gritó a Del Carril—. Te voy a llevar a tu estancia —le dijo a Martín, aunque dudaba de que pudiera resistir el viaje en ese estado.

Gale estaba perfectamente consciente, pero no sabía cuán grave era la herida. Solo notaba que el dolor era cada vez más intenso. Comenzó a sentirse mareado y tomó una decisión.

—Será mejor ir a la estancia La Peregrina. Queda más cerca, y los dueños son amigos míos —le indicó a Guzmán con mucho esfuerzo.

—¿Dónde queda? —preguntó Guzmán.

—Acortemos por aquí —dijo señalando el camino que se abría a la derecha—. Lautaro Cáceres es médico. Él sabrá qué hacer.

Sin más demora se dirigieron hacia la estancia indicada. Martín no lograba enfocar el camino. Tenía la vista borrosa y el cuerpo comenzó a aflojársele hasta que la mente se le nubló y se desmayó.

* * *

—¡Patrón! —gritaba el capataz de La Peregrina— ¡Venga rápido que se nos va! —decía mientras llevaba a Martín hasta adentro.

Guzmán se detuvo para esperar al dueño. Después de hablarle, podría retirarse. Al poco tiempo vio que un hombre canoso avanzaba a paso firme hacia él.

—¿Qué pasó?

—Le dieron una cuchillada en la espalda.

—Gracias por traerlo.

Guzmán se fue: ya nada tenía que hacer allí. Cáceres, el médico de confianza de los Gale, sabría qué hacer.

Cuando estuvo con Martín, no le gustó nada lo que vio. Estaba sumamente pálido porque había perdido muchísima sangre, a pesar de la venda improvisada. El lugar en el que estaba la herida era complicado y aún desconocía si el corte había comprometido algún órgano vital.

—Juan, andá a avisar a La Plegaria —le indicó al capataz—. Hablá solo con Igna o con Luisito —dijo sin dejar de revisar a Martín—. Esperá; antes alcanzame eso —le dijo para que le diera algo con qué escribir.

Anotó los nombres de algunos medicamentos y le indicó que fuera a buscarlos a lo de don Fernando Arenaza.

—Me llevo a uno de los muchachos por cualquier cosa —dijo el capataz.

—Me parece bien. Apurate, no tenemos tiempo que perder.

* * *

Francisco del Carril y Lorenzo Achával cabalgaron hacia El Consuelo en el más profundo de los silencios, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Lorenzo parecía orgulloso de lo que acababa de hacer mientras que don Francisco tenía sus reservas. Se sentía aliviado por haber matado a Otero, pero, a la vez, lo que había hecho Lorenzo le parecía digno de reproche. Del Carril acababa de vengarse de una traición y lo que había hecho Achával no era más que eso: un acto cobarde y rastrero. Un hombre de verdad no mataba por la espalda. También estaba preocupado por lo que pasaría cuando encontraran el cadáver de Otero, pero no había demasiado por hacer. Solo restaba esperar.