Capítulo 5
EL frío de la madrugada hería los rostros colorados de los viajeros que aguardaban en la puerta a que terminaran de colocar el equipaje en el techo del carruaje. Lucrecia, Augusto, Clara y Amanda subieron y se sentaron. Cubrir el trayecto que los separaba de la capital les llevaría un día, aunque dependían de las condiciones del camino. Que casi no hubiera llovido era un buen augurio, al menos para el trayecto inicial.
A medida que avanzaban por el camino de tierra, una seguidilla de imágenes, con un único protagonista, se proyectaron en la mente de la muchacha. Se mantuvo en silencio, en compañía de la desazón y la angustia que le causaba estar cada vez más lejos de Martín. No probó bocado cuando se detuvieron a almorzar. Cuando reemprendieron el viaje apoyó la cabeza en el hombro de Amanda y se quedó dormida.
De a ratos se despertaba; miraba por la ventanilla y veía polvo y vegetación; no podía conciliar un sueño tranquilo.
De repente, los movimientos dentro del carruaje se hicieron bruscos y notorios. Desconocía cuánto tiempo había transcurrido, ni qué hora era, pero estaba oscureciendo.
—¡Clara, despertate! Ya entramos a la ciudad—anunció Lucrecia.
La joven se incorporó de golpe y vio las construcciones iluminadas con farolas de gas que, de a poco, comenzaron a aparecer. Lucrecia había dispuesto que pasara el resto de la noche en la casa de ellos para que, al día siguiente, pudiera llevar a su nuevo hogar las cosas que estaban en lo de los Linares.
* * *
El día después del viaje había comenzado con un cielo de un color gris ceniciento tan deslucido como el ánimo de Clara. Mientras desayunaba, Guzmán llegó para cargar las pertenencias y llevarlas a lo de don Francisco.
—¡Señorita Clara! Su padre tiene razón, ya es toda una mujer —dijo Guzmán con emoción al ver cuánto había crecido.
—Gracias —le contestó.
—¿Quiere tomar algo? —le ofreció Lucrecia.
—No, está bien. Estoy levantado desde muy temprano y ya he mateado de lo lindo.
—Entonces, Amanda le indicará dónde está el resto de las cosas.
El hombre salió y la cocina quedó en silencio. Al mirar a su sobrina, Lucrecia sintió una nostalgia anticipada por la futura ausencia de la muchacha. Aunque vivirían cerca, y daba por descontado que seguirían viéndose a diario, a partir de ese momento la vida de ambas cambiaría.
—Finalmente llegó el día —suspiró mientras le estrechaba las manos.
—Tía, hemos vivido tantos momentos juntas. Apenas recuerdo mi vida sin estar a tu lado.
—Así es, pero todavía quedan muchos más por compartir. Aunque ya no vivamos juntas, seguiremos viéndonos y disfrutando muchas cosas. —Le acarició la mano.
Ese instante les pertenecía. Ambas se pararon cuando todo estuvo listo, y se fundieron en un abrazo en el que trataron de evitar llorar.
—¿Estás lista? —le preguntó Lucrecia.
—Sí. De todos modos, dejé algunos vestidos por si algún día me quedo aquí —le respondió con una tibia sonrisa.
—Sabés que las puertas están siempre abiertas para vos, siempre que tu padre te autorice. Ahora es él quien se ocupará de vos.
* * *
Su antigua casa estaba ubicada en la zona Catedral Sur, en la vecindad de Monserrat. Era una construcción de una planta con las paredes pintadas de blanco y las ventanas surcadas por rejas negras. ¿Seguiría igual que siempre? ¡Cuántos recuerdos!, pensó.
Francisco del Carril los esperaba en la puerta de entrada. Al verla, se acercó para ayudarla a bajar. Del equipaje se ocuparía Guzmán.
—¡Clara, por fin nuevamente en la ciudad! —exclamó con una dicha impostada.
A ella le faltaba cualquier tipo de alegría.
—Es cierto, padre. Es tan extraño estar de nuevo aquí.
—Nunca debí haberte dejado —dijo con el ceño fruncido—, pero ahora todo volverá a ser como antes. ¡Mejor que antes! —se corrigió—. ¡Pero entremos!
Una vez en la casa, vio que los muebles de madera maciza eran exactamente los mismos que recordaba al evocar ese lugar. Aunque solo hubiera vivido los primeros cuatro años de su vida allí, los recordaba a la perfección. El resto de la casa se conservaba en buen estado. Todas las habitaciones daban a un patio central que tenía un aljibe en el medio cubierto por una enredadera que daba sombra. Su cuarto estaba en el lado opuesto al paterno, a cuyo costado nacía una escalera, que conducía a la terraza. Tenía una ventana que daba al patio posterior, que tenía un tamaño menor que el primero. A su vez, ese patio lindaba con una calle lateral.
Guzmán llevó las pertenencias de la muchacha al dormitorio; más tarde, Amanda se encargaría de acomodarlas.
* * *
Desde que había regresado a la ciudad, Francisco del Carril no había parado de tener reuniones y cenas. Había procurado poner la casa en orden; como en los últimos años de exilio había logrado alquilársela a los tíos de un conocido, unos españoles, las instalaciones estaban bien conservadas. Al regresar, don Francisco sintió que, por fin, cada pieza de su vida comenzaba a acomodarse. Solo una le faltaba, Clara, pero ahora que ella iba a estar bajo su control, todo se ajustaría a sus deseos.
Los primeros días no fueron nada fáciles para ella. Le costaba adaptarse a un nuevo hogar y sufría la ausencia de aquellos a quienes había considerado una verdadera familia.
Don Francisco entró de improviso a la cocina.
—Clara, tengo que salir y no creo que vuelva a cenar. En cuanto a la comida, espero que Amanda te dé una mano, porque la estás necesitando. —Dio media vuelta e, instantes después, salió con un portazo.
Una oleada de ira envolvió a la muchacha, pero los brazos cálidos de la criada lograron contenerla una vez más.
—No lo tome en serio. Usted sabe que cocina muy bien.
—¿De qué sirve lo sepa si para él todo lo que hago está mal?
—Niña, niña...
—Sé lo que intentás hacer, y te lo agradezco, pero no te molestes en tratar de calmarme, no creo que puedas conseguirlo.
La tarde transcurrió perezosa, y la joven trató de concentrarse en la cocina. Luego, de noche, cuando todos estaban ya acostados, se escuchó el inconfundible portazo que delataba que don Francisco había regresado.
No volvió a escucharlo hasta el día siguiente, cuando pidió el desayuno y se encerró en el escritorio.
Don Francisco analizaba unos documentos. Hacía poco se había reencontrado de casualidad con Ezequiel Otero, su antiguo abogado, y lo había invitado a la casa. Aunque al principio el letrado había puesto excusas, esa mañana por fin se verían.
—Señor Francisco, acaba de llegar el doctor Otero —le informó Amanda—. Otra cosa: Guzmán me pidió que le avisara que volverá hoy a primera hora de la tarde.
—Perfecto. Haga pasar al doctor.
Cuando levantó la vista, unos minutos después, lo vio entrar.
—¡Otero, amigo, tanto tiempo! —exclamó mientras se levantaba del sillón para darle un abrazo.
—Es verdad —le dijo palmeándole la espalda—. El otro día, cuando te vi, no di crédito a mis ojos.
—Por desgracia no pudimos hablar. Yo estaba con unas personas y no me pareció de buena educación interrumpir. ¿Querés tomar algo?
—No, gracias; todavía es muy temprano.
—Contame, ¿cómo anduvieron las cosas por acá? O, mejor dicho, ¿cómo te estuvo yendo?
—Bien. La verdad es que no me puedo quejar.
—¡Qué afortunado fuiste de haber podido subsistir con ese dictador!
—No fue fácil, pero un buen abogado tiene que saber acomodarse —agregó con una sonrisa—. Por suerte sobreviví, pero hasta aquí llegué.
—¿A qué te referís?
—Estoy por irme a vivir al campo. Ya estoy cansado del ritmo de la ciudad. Necesito un poco de tranquilidad.
—Pero si este es el momento ideal para estar acá. Con Rosas depuesto y Urquiza al mando, las cosas comienzan a enderezarse.
—Lo sé, pero estoy cansado. Ya he trabajado mucho y es momento de dar un paso al costado.
—Bueno, entonces espero que, al menos, nos veamos cuando yo también esté en el campo.
—Cuando gustes. Justamente el otro día no pude venir porque estaba resolviendo algunos asuntos del traslado.
—¿Seguís conservando aquellas tierras que estaban cerca del campo que me vi obligado a malvender?
—Ahí es adonde me voy.
Continuaron la conversación un buen rato. Se contaron cosas del tiempo en que no se habían visto, recordaron sucesos que habían vivido juntos. Del Carril se sentía a sus anchas, como si recuperar el vínculo con Otero fuera también un modo de encontrar el tiempo perdido. El abogado, en cambio, parecía un tanto impaciente; las respuestas que daba solían ser breves; las reflexiones, taxativas. No quería ser descortés, pero tampoco tenía planes de quedarse mucho más allí: sus asuntos le reclamaban el poco tiempo que quería continuar en la ciudad.
—Bueno —dijo no bien lo consideró prudente—, no te interrumpo más. Sabés que, cuando quieras, podés contar conmigo, aunque ahora voy a estar un poco lejos.
—Gracias. Te acompaño a la puerta. —Le estrechó la mano.
—No es necesario, conozco la salida.
Cuando Otero estaba dispuesto a salir, Clara entró con ímpetu cargando una bolsa.
—Disculpe —dijo ella.
—No se preocupe. Perdón, ¿usted es...?
—Clara del Carril, ¿nos conocemos?
—Alguna vez nos cruzamos aquí cuando visitaba a su padre, pero no creo que me recuerde: era muy pequeña. ¡Qué alegría volver a verla! Espero que volvamos a encontrarnos alguna vez —dijo a modo de saludo.
Los días pasaban lentos. Además de la visita de Otero, no había ocurrido nada demasiado notable en la casa de Monserrat. Clara intentaba ocupar el tiempo haciendo lo que más le gustaba hacer, cocinar, a pesar de las críticas de don Francisco; o bordar algún género, aunque no contara con las instrucciones de Lucrecia. Sin embargo, esa actividad de nada le servía para borrar lo que en su corazón latía una y otra vez: Martín Gale.
Una de esas noches, se sintió muy cansada y se fue acostar apenas terminó de cenar. Cayó en un sueño profundo en el que la pesadilla del incendio volvió a cobrar vida. Podía sentir el calor en la piel y veía a Jacinta ardiendo. Trataba de huir, pero las llamas la alcanzaban. Vio a su madre entrar al cuarto para rescatarla y la mueca de horror que tenía dibujada en el rostro. Esa imagen era el recuerdo que Clara tenía de la última vez que había visto a su mamá con vida. Vio aparecer esa cara sin rostro asomando entre los arbustos, aquellas facciones que se desdibujaban y se borraban de inmediato. De golpe, soltó un grito y se despertó sobresaltada. Las gotas de sudor le caían por la frente y le costaba respirar.
¿Es que estas pesadillas nunca se van a acabar?, pensó. Sin duda, estar de nuevo en esa casa con su padre había removido esos recuerdos. Desconsolada, se sentó en el borde de la cama y comenzó a llorar.
* * *
Don Francisco tenía una reunión que había estado esperando desde hacía tiempo. Llegó a lo de su anfitrión y, de inmediato, lo hicieron pasar al despacho.
—¡Francisco del Carril! ¿Cómo estás? —dijo el dueño de casa, que se levantó para estrecharlo en un abrazo.
—Muy bien —contestó mientras se sentaba.
—¡Por fin me pude desocupar un poco!
—Te entiendo. Estoy igual.
—Supongo que esta visita no es solo de negocios, ¿verdad?
—Así es. Aunque estoy seguro de que vamos armar una excelente sociedad —dijo con una sonrisa satisfecha.
—Sin duda. ¿Y para cuándo tenés pensada la presentación? Mi hijo está ansioso por conocer a Clara.
—En unos días. ¿Te parece bien en el Club del Progreso?
El nuevo lugar de encuentro, fundado hacía menos de un mes, había causado conmoción en la sociedad porteña. Don Francisco había sido invitado por su nuevo amigo, quien además lo había ayudado a asociarse, un privilegio reservado para pocos.
—Excelente elección. Elegí el día y allí estaremos.
Continuaron enfrascados hablando de negocios sin notar el paso del tiempo. Francisco se sentía relajado con el idioma de las finanzas. Así había sido la charla anterior, en la que había fijado el anuncio del compromiso de su hija. Así seguía hablando de campos, de producción, de distintos tipos de ganado.
Con ese mismo lenguaje, pensaba dirigirse a Clara cuando llegó a su casa. La citó en el escritorio.
—Querida, sentate —le ordenó. Con el dedo, le indicó también dónde debía hacerlo.
—¿Pasa algo? Se lo ve muy contento.
—Así es, y asumo que vos también vas a compartir mi alegría.
Nunca lo había visto así: desconocía por completo que él pudiese estar alegre. Quizá la situación cambiara para ella a partir de ese momento, se ilusionó.
—¿De qué se trata? —preguntó ansiosa.
—Acabo de tener una charla con tu futuro suegro para que conozcas a tu prometido. Iremos al salón más exclusivo de la ciudad. Una unión como esta lo amerita.
Mientras Francisco hablaba, ella solo había alcanzado a escuchar las primeras palabras. Luego la seguidilla de frases que brotaron de los labios paternos fue mímica para sus ojos y un silencio sordo para sus oídos. Nada podía oír. Era evidente que el motivo por el cual había regresado a la ciudad se hacía realidad. No había pasado una semana completa del regreso y ya todo parecía encaminarse hacia un lugar del que le habría gustado escapar.
—¡Cambiá esa cara! Tenés que estar radiante para la presentación.
—¿Cuándo es?
—En unos días. Quiero que vayas a la mejor casa de modas para que te hagan un vestido acorde a la ocasión. Supongo que tu tía no tendrá problema en acompañarte, aunque —dijo para sí con cara de duda— de todos modos le haré algunas sugerencias. No confío del todo en el gusto de Lucrecia.
Clara no emitió sonido alguno, en tanto que don Francisco no paraba de hablar ni de hacer planes sobre la vida de la muchacha que, al salir, fue directamente a la cocina para hablar con Amanda.
—Mi niña, ¿qué ocurre? ¿Por qué tiene esa cara?
—Mi padre quiere que me preparare para conocer a mi pretendiente —dijo en tono monocorde.
—Eso no es tan malo como parece. Ya está en edad de casarse, y su padre sin duda va a elegir lo mejor para usted.
—¿Lo mejor para mí o para sus negocios?
—No sea tan dura con él. Debe olvidarse del señor Gale. No vale la pena sufrir por algo que ni siquiera ha comenzado.
* * *
Lucrecia se dirigió a la casa de Francisco del Carril para acompañar a su sobrina a la modista.
—¡Clara! ¡Qué alegría verte! ¿Lista para salir de compras?
—No te imaginás cuánto —respondió con pesar.
Luego de saludarse, intercambiaron unas palabras y decidieron no perder más tiempo. Antes de que se fueran, la voz de don Francisco las detuvo.
—Lucrecia, cuento con tu discreción y buen gusto —dijo luego de hacerle varias recomendaciones—. ¡Que se diviertan!
Fueron caminando hasta la tienda, que quedaba solo a unas pocas cuadras.
—Me habría encantado hacerte el vestido, pero hay poco tiempo —dijo Lucrecia ante la total indiferencia de su sobrina—. Por eso es mejor que se lo encargues a una profesional.
La palabra “tiempo” se clavó como un puñal en el corazón de Clara.
—Madame Rose es una verdadera artista. Le ha hecho vestidos a lo más granado de la sociedad —monologó Lucrecia, sin recibir respuesta.
Los preparativos para la presentación del candidato continuaban; sin embargo, Clara sentía que todo ocurría por fuera de ella, y que nada de aquello le pertenecía. En su retina, las cosas se veían de un gris profundo y de allí no podía ni quería salir. Apenas podía dar cuenta de los días y de los preparativos. El tiempo pasaba para ella como una larga visita a la modista; una eterna tarde que no acababa más, pero, a pesar del tedio y de la angustia que le provocaba estar allí, tenía la certeza de que, cuando terminase, nada mejor sucedería. Era una espera terrible porque lo que se anunciaba iba a ser peor. Apenas dormía. Cuando lo hacía, despertaba empapada de sudor después de algún que otro grito quedo, de sueños que implicaban revivir aquel incendio en que había perdido a su madre.
Los preparativos se asemejaban a ese sueño que la perseguía desde niña, pero, en ese caso, no deseaba despertarse ni corroborar que ya había pasado aquello. Prefería demorar por siempre el momento de conocer a un prometido al que no la unía nada. A veces, quería creer que esa dilación infinita podía ser posible.