Capítulo 16

UN sol brillante prometía una mañana cálida en lugar de la destemplada temperatura que reinaba por aquellos días. Una leve brisa se levantaba sin fuerza suficiente como para mover las hojas secas que el viento había colocado alrededor de los árboles. Nada hacía esperar la tormenta que estaba a punto de desatarse sobre la estancia La Esperanza.Cuando llegaron a la estancia, Augusto y Lucrecia, que habían salido de Buenos Aires un día antes que ellos, ya que no debían hacer demasiados preparativos y contaban con la ropa suficiente para instalarse una nueva temporada en el campo, los estaban esperando.

Unos golpes a la puerta de madera resonaron en la entrada del casco de la estancia, y Lucrecia fue a abrir la puerta.

—Buenos días —la saludó Francisco del Carril—. Vengo a buscar a mi hija.

—Si querés saludarlo, Augusto está en el escritorio —dijo para ganar tiempo.

—Claro, claro —respondió él y la siguió.

—¡Francisco, no te esperaba! Vení, sentate.

—No quiero ser descortés, pero quiero irme cuanto antes. Lorenzo está ansioso por ver a Clara.

El silencio se apoderó del despacho.

—No está. Ella se fue con Patricio a pasar el día a lo de unos vecinos.

—Te acabo de decir que no tengo tiempo que perder. ¿Dónde está? —preguntó con cara de pocos amigos.

—En el campo de los Gale.

El rostro de Francisco se transfiguró. Con el cuerpo tenso colocó las manos sobre la mesa e, inclinándose hacia Augusto, le gritó:

—¿Qué dijiste? ¿A dónde fue?

—Ya me escuchaste: al campo de los Gale —repitió desafiante.

—¿Cómo pudieron dejar que fuera allá? ¿Están locos?

—¡No voy a permitir que me levantes la voz, y menos en mi propia casa! —exclamó. Se puso de pie de golpe y lo enfrentó.

—¡Me importa muy poco lo que me permitas o dejes de permitirme! —gritó rojo de ira—. ¿No te das cuenta de que todo lo que hace Gale es para perjudicarme? ¡Te está usando!

—Con Martín vengo haciendo negocios desde hace tiempo y te aseguro que, si hay algo que no le importa, sos vos.

Francisco fue hacia Augusto y lo agarró del cuello.

—Rogá que no le haya hecho nada, porque no respondo de mí —lo amenazó.

No entendía cómo era posible que Gale estuviera al tanto de que habían abandonado la ciudad. Habían mantenido el viaje en el más absoluto secreto. Por otro lado, Lorenzo le había contado que Gale tenía intención de quedarse en la ciudad. De golpe, su mirada volvió a encontrarse con la de Linares. ¿Habría sido él el que contó todo?

—¡Te vas ya mismo de mi casa! —le gritó Augusto desbordado por la situación.

No esperó a que volviera a repetírselo y salió de allí con un portazo. Antes de subir al caballo verificó que el trabuco estuviera cargado. Lo había comprado en Uruguay y, lo llevaba siempre consigo. Hasta el momento, no lo había usado, pero ya era tiempo de probarlo. Lo colocó en la montura, subió al caballo y salió disparado rumbo a la estancia de los Gale.

* * *

—Tiene potencial —opinó Ignacio al ver a Clara cabalgando con una silla muy liviana.

Estaban tratando de que aprendiera a montar a pelo.

—Lo sé —dijo Martín con una sonrisa de costado, orgulloso de ella.

Ambos conversaban apoyados en los postes de madera que sostenían el alambrado que cercaba el corral. Los ojos de Martín recorrían cada maniobra de Clara. Ignacio hizo un leve movimiento de cabeza que lo hizo desviar la mirada hacia un jinete que se acercaba como si fuera el mismo diablo. Miró con atención y, aunque no podía ver quién era, no dudó ni un instante de que el que cruzaba la amplia arboleda que bordeaba el camino de entrada a la estancia era Francisco del Carril.

—Llevalas a la casa y que no salgan —dijo con el cuerpo tenso.

“Más temprano que tarde”, se recordó y se insultó por no haberse anticipado a una situación que sabía de por sí inevitable. Ahora, le tocaba enfrentar la contingencia. No le preocupaba su bienestar, pero no quería que ella sufriera las consecuencias de haber dejado pasar el tiempo, de haberse perdido en la felicidad que se daban, olvidados de que el mundo estaba allá afuera esperándolos, esperando una respuesta de ellos.

El color negro de sus ojos se intensificó aun más. Mecánicamente se llevó la mano a la cintura y tocó el puñal que llevaba ahí. Luego caminó hacia la parte delantera de la casa y esperó en la galería. Cuando vio que ataba el caballo en uno de los palenques, le salió al encuentro.

Francisco del Carril se adelantó con el trabuco en la mano y, cuando estaba a unos pocos metros de distancia de él, le apuntó.

—Le advertí que se alejara de mi hija.

—Si dispara, un segundo después caerá conmigo. Supongo que no querrá morirse ahora que tiene tantos negocios con Achával.

Martín dio en la tecla porque lo que más le importaba a Del Carril era volver a pertenecer a ese ambiente que le estuvo vedado tanto tiempo. Vio que una oleada de duda le atravesaba el rostro.

—¡Mire qué fácil es!: impulso mi dedo hacia atrás, y es hombre muerto como su padre —gritó para destilar el rencor y el desprecio acumulados por años.

—¡Para matar a un Gale hay que tener agallas, Del Carril, no cuenta solo con tener un arma de gran calibre! —rugió Martín.

Ninguno de los dos se movía y, aunque los segundos pasaban, el tiempo parecía haberse detenido en aquel instante en el que ambos se medían con la mirada.

A Francisco, le llevó tan solo unos segundos darse cuenta de cuál era su conveniencia: matar a Gale en ese lugar solo le ocasionaría problemas; en el mejor de los casos podía escapar con vida esa vez. Pero temía una venganza. Si quería herir de verdad y profundamente al muchacho, lo haría llevándose a Clara junto a Achával, que la estaba esperando ansioso. De esa forma obtendría por siempre el beneplácito de Lorenzo. Además, harían negocios de por vida. Así doblegaría a quien tenía enfrente sin ensuciarse las manos.

—¡Quiero llevarme a Clara ahora mismo!

—Está adentro.

—Traela.

—Si quiere verla, primero baje el arma.

—Vos no vas a darme órdenes.

—Es mi casa, y aquí soy yo el que manda. Si quiere verla, primero baje el arma.

Muy a su pesar, don Francisco hizo lo que le decía. Podía ganarle esa batalla, pero la guerra continuaba, así que enfundó.

Sin decir nada se dirigieron hacia la casa. Martín lo condujo al escritorio. Solo se oía el retumbar de las botas contra el piso. Cuando entraron, Gale cerró la puerta y se sentó.

—No vine a hablar, sino a llevarme a mi hija.

El muchacho abrió el cajón sin que le importara lo que el otro había dicho. Buscó los papeles que había encontrado.

—Este es el motivo por el cual condena a mi padre. Lea esto y verá que está equivocado.

—¡Te exijo que traigas a Clara! No me interesan tus papeles viejos.

—Esos “papeles viejos”, como usted los llama, demuestran que no fue mi padre quien le denegó el préstamo, sino sus socios. ¡Léalos!

—No me interesa lo que puedan decir. Tu padre era la cara visible de esa sociedad, con eso me basta.

—¡Está enfermo de resentimiento!

—No te lo permito. Estás tratando de tergiversar las cosas. ¿Acaso también vas a tratar de hacerme creer que esos salvajes amigos de tu padre no tuvieron nada que ver con el incendio de mi campo? No me subestimes.

En ese momento, Martín salió de atrás del escritorio y lo arrinconó contra la biblioteca.

—Aunque por mis venas no corra sangre india, no le voy a permitir que hable así —dijo presionándole el cuello.

Gale, sin dejar de trabarlo por el cuello, bajó el otro brazo y extrajo de la cintura un puñal. Francisco hizo lo mismo con una daga de doble filo. Ambos y de manera simultánea apoyaron los filos de sus armas blancas a centímetros de la garganta del otro, sin dejar de mirarse. Un solo movimiento, y ninguno analizaría las consecuencias. Un ruido los distrajo. La puerta se abrió de par en par. Clara entró. Se quedó estupefacta al ver aquella imagen. Martín lo soltó empujándolo sobre los estantes colmados de libros de la biblioteca.

—¿Me buscaba? —le preguntó ella a su padre en tono neutro—. Acá estoy —agregó sin quitarle los ojos de encima.

—Te venís conmigo ahora mismo —le ordenó.

Clara sintió un temblor que se le extendió por todo el cuerpo.

—Antes quiero decirle que...

Martín, que se había percatado de lo que estaba por contar, la interrumpió. No iba a permitir que Del Carril tomara alguna represalia contra ella.

—Clara, por favor, esperá afuera a tu padre —dijo con suavidad al ver la cara de asombro de ella.

En ese instante apareció Ignacio.

—¿Le preparo el caballo? —le preguntó a don Francisco. Parecía cortés; había dicho una amenaza.

—Sí.

Los dos amigos intercambiaron algunas miradas. Luego, Ignacio salió.

Volvieron a quedarse solos Martín y Del Carril. El más joven acortó la distancia que los separaba y dijo lo último que le quedaba por decir:

—Amo a su hija y no pienso permitir que Achával la roce ni siquiera con el pensamiento. Aunque sea su hija, si llega a tocarla considérese muerto. Sepa que no es una advertencia ni una amenaza, es un hecho.

Como no había actuado antes de que lo que sabía que llegaría ocurriese —y cuánto se había insultado a sí mismo por eso—, tenía que dejar que las cosas, entonces, siguieran su curso. Había llegado el momento en que Francisco reclamaba a su hija. Era mejor dejar que pensara que se salía con la suya. No había otra solución de momento. Ahora no le quedaba más que actuar cuando Del Carril bajara la guardia y creyera que todo estaba bajo control. Odiaba tener que verla partir; odiaba dejar que la alejara de él. Solo le quedaba esperar un poco más. La sorpresa le permitiría dar el zarpazo sobre la alianza de Francisco y Achával, le permitiría hacer de Clara su mujer.

—¿Qué tonterías estás diciendo? Achával es el futuro esposo de mi hija.

—Ya me escuchó. ¡Ahora, váyase!

Cuando salieron del escritorio, vieron a Clara en la sala esperando con el rostro contraído por la angustia. Martín le hizo un gesto para animarla y, con una mirada, le dijo cuánto la amaba y que todo se arreglaría. Ella captó perfectamente el mensaje y supo que él compondría las cosas. Solo rogaba que fuera lo más pronto posible.

—Vamos —le dijo su padre más calmado.

Martín los acompañó hasta la puerta y los vio montar. Ella se subió con destreza y giró hacia él para mirarlo por última vez. Martín hizo un leve movimiento de cabeza que quería darle a entender que tenía todo bajo control y se quedó allí parado viéndolos alejarse.

Clara se apartó lo más que pudo de su padre y comenzó a cabalgar dejando como estela los bucles que, desobedientes, se movían al compás del caballo. Cuando no fueron más que un punto en el horizonte, Martín se sentó en la galería a pensar.

* * *

La Esperanza era un hervidero de nervios. Los gritos de la discusión de Francisco y Augusto se dejaban oír por toda la casa. Lucrecia estaba inmersa en una gran angustia. Cuando Francisco se retiró, ella fue hacia el escritorio para hablar con su marido. Se sentó en el sillón que acababa de ocupar Del Carril. Antes, le pidió a Amanda que preparara algo fuerte para beber. Sabía lo que quería su esposo cuando algo lo alteraba.

—Se ha vuelto loco —le dijo Augusto.

—Lo sé —dijo Lucrecia apesadumbrada—. ¿Y ahora qué va a pasar?

—Es difícil saberlo. Lo único que tengo por cierto es que hará lo que a él le convenga, como siempre.

Amanda entró con la bebida.

—Aquí tienen —dijo mientras depositaba la bandeja en una mesa que estaba al lado de Lucrecia.

—Gracias, Amanda.

—Disculpen que me meta —comenzó a decir bastante nerviosa, estrujando el delantal que tenía atado sobre la falda—, pero ¿qué va a pasar con la niña? No quiero ni pensar lo que debe de estar ocurriendo en la estancia de los Gale —agregó con un suspiro.

—No lo sé —contestó Augusto—, pero Martín no se va a rendir tan fácilmente.

—Quizá se la lleve a la ciudad —sugirió Lucrecia.

Amanda seguía parada en el mismo lugar sin moverse. Sus ojos chocolate se agrandaban mientras los escuchaba.

—O quizá regrese aquí —dijo Lucrecia—. Lo único concreto es que, otra vez, Francisco toma todas las decisiones sin importarle lo que los demás sintamos o podamos querer.

—Quedate tranquila. Mal que le pese, somos la única familia que tiene y, en cuanto vuelva a necesitarnos, depondrá su ira. Es solo cuestión de tiempo —intentó calmarla Augusto.

Patricio entró al escritorio. Amanda y Lucrecia se retiraron para que los hombres pudieran conversar a solas.

—Acabo de ver salir al tío hecho una furia —le dijo a su padre mientras se sentaba—. ¿Qué pasó?

—Se fue a buscar a Clara.

—¿A lo de Gale?

—Sí. Es un tema que tienen que arreglar entre ellos. Lo mejor será que nos mantengamos al margen.

—Justo tenía pensado ir para allá —deslizó.

—No creo que sea un buen momento. Quizá tengamos noticias más pronto de lo que nos imaginamos, pero te recomiendo que evites ir hasta que no tengamos novedades.

Patricio estaba molesto, pero sabía que era lo más acertado, al menos por el momento. Sin embargo, no iba a dejar pasar demasiado tiempo, no cuando sentía que por fin se estaba acercando a Mary.