CAPITULO X

Susana sacó el automóvil de la cantera donde lo dejara para llevarlo al pueblo. Había un poste de gasolina, pero ningún garaje, y le aconsejaron que fuese a «Las Armas del Rey». Allí tenían sitio para él y lo puso junto a un gran Daimler que estaba a punto de salir conducido por un chófer, y en cuyo ulterior, arrellanado en el asiento posterior, iba un anciano extranjero de grandes bigotes.

El muchacho con quien Susana estaba hablando acerca de su coche la miraba con tal atención que apenas entendía ni la mitad de lo que le decía.

Al fin le preguntó con voz atemorizada:

—Usted es su sobrina, ¿verdad?

—¿Qué?

—Es usted la sobrina de la víctima —repitió el muchacho con embeleso.

—Oh... sí... sí...

—¡Oh! Me preguntaba dónde la había visto antes.

«Es un vampiro», pensó Susana mientras regresaba a la casita.

La señorita Gilchrist la recibió con estas palabras:

—Ya está usted de vuelta, sana y salva —dichas con tal alivio, que todavía la molestaron más. La solterona agregó con ansiedad—: ¿Le gustan los spaguetti? He pensado que para mañana...

—Oh, sí, cualquier cosa. No como mucho.

—La verdad es que me enorgullezco de saber hacer unos macarrones au gratin estupendos.

Su alabanza no era vana. La señorita Gilchrist era una excelente cocinera. Susana se ofreció para lavar los platos, pero la solterona, aunque complacida por su oferta, se negó, alegando que habla poco que hacer.

Al poco rato volvió a entrar en la salita con unas tazas de café. El café era menos bueno que el té, y muy flojo. La señorita Gilchrist le ofreció un pedazo de pastel de boda, que Susana rechazó.

—Es riquísimo —insistió, probándolo después de asegurarse que debía habérselo enviado «la hija de la querida Elena; ya sabía que estaba prometida para casarse, pero no pudo recordar su apellido».

Susana dejó que la señorita Gilchrist se cansase de hablar antes de iniciar el tema que le interesaba.

—Mi tío Ricardo vino aquí antes de morir, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuándo exactamente?

—Déjeme pensar... Debió ser una, dos... casi tres semanas antes de que nos anunciaran su muerte.

—¿Parecía... enfermo?

—Pues no. Yo no diría eso precisamente. Tenía unos ademanes muy enérgicos. La señora Lansquenet se sorprendió mucho al verle. Dijo: «¡Vaya, Ricardo, después de todos estos años!» Y él repuso: «Vine a ver por mí mismo cómo te van las cosas.» La señora respondió: «Estoy muy bien.» ¿Sabe?, yo creo que estaba un poquitín ofendida porque hubiera aparecido tan de repente... después de tanto tiempo. De todas formas, el señor Abernethie le dijo: «De nada sirve el guardar antiguos rencores. Timoteo, tú y yo somos los únicos que quedamos... y con Timoteo no se puede hablar, como no sea sobre su salud. Parece que Pedro te hizo feliz, así es que yo estaba equivocado. Vamos, ¿te satisface esto?» Lo dijo de un modo muy agradable.

—¿Cuánto tiempo permaneció aquí?

—Se quedó a comer. Le hice unas cuantas chuletas de ternera.

—¿Parecían llevarse bien?

—Oh, sí.

—¿Se sorprendió tía Cora cuando... cuando murió tío Ricardo?

—Oh, sí, fue muy de repente, ¿verdad?

—Sí... de repente... Me refería a que si le sorprendió. ¿No le había comunicado lo enfermo que estaba?

—Oh... ya comprendo a lo que se refiere —La señorita Gilchrist hizo una pausa—. No, no; creo que tal vez tenga usted razón. Dijo que estaba muy envejecido... que chocheaba.

—Pero usted no lo cree.

—Bueno, no lo parecía, aunque no hablé mucho con él, naturalmente. Los dejé solos en seguida.

Susana la miró fijamente mientras pensaba: ¿Será de esas mujeres que escuchan detrás de las puertas? Honrada, sí, de eso estaba segura; no sisaría, ni abriría las cartas; pero la curiosidad puede darse aun en las personas más rectas. La señorita Gilchrist pudo considerar necesario el cortar unas flores cerca de una ventana abierta, o barrer el vestíbulo... Eso está permitido... y luego, claro, tal vez le fuera imposible evitar oír algo.

—¿No oiría usted algo de lo que hablaron? —le preguntó Susana.

Demasiada brusquedad. La señorita Gilchrist sintióse ofendida.

—¡Desde luego que no, señora Banks! ¡Nunca tuve la costumbre de escuchar detrás de las puertas!

Eso quiere decir que lo hace, pensó la joven, de otro modo se hubiera limitado a contestar: «No».

—Lo siento, señorita Gilchrist. No quise decir eso. Pero algunas veces, en estas casas tan pequeñas es inevitable oír todo lo que se habla, y ahora que ambos han muerto, es de suma importancia para la familia conocer lo que hablaron en aquella entrevista.

—Claro que lo que usted dice es bien cierto, señora Banks; esta casa es muy pequeña, y yo comprendo que usted desee saber lo que pasó entre ellos, pero la verdad, temo no poder ayudarla mucho. Creo que estuvieron hablando de la salud del señor Abernethie y de ciertas... bueno, imaginaciones. No lo aparentaba, pero debía ser un hombre enfermizo, como sucede muy a menudo, y su dolencia de esas que no trascienden a los órganos exteriores. Creo que es un síntoma muy corriente. Mi tía...

La señorita Gilchrist le describió a su tía, y Susana, lo mismo que el señor Entwhistle, desvió políticamente la cuestión.

—Sí —le dijo—. Es lo que hemos pensado. Los criados de mi tío le apreciaban mucho y, naturalmente, están dolidos de su modo de pensar... —Hizo una pausa.

—¡Oh, claro! Los criados son muy susceptibles para esa clase de cosas... Recuerdo que mi tía... —empezó a decir la señorita Gilchrist.

Susana la interrumpió de nuevo en sus evocaciones.

—¿Es que era de los criados de quienes sospechaba? Que le estaban envenenando, quiero decir.

—No lo sé... yo... la verdad...

—No era de los criados. ¿De alguna persona en particular?

—No lo sé, señora Banks. La verdad, no lo sé...

Pero evitaba el mirarla a los ojos, cosa que le hizo pensar que sabría más de lo que quería admitir.

Era posible que la señorita Gilchrist supiera muchas cosas...

Resuelta a no insistir por el momento, Susana le dijo;

—¿Cuáles son sus planes para el futuro, señorita Gilchrist?

—Pues, la verdad, iba a hablar de ello con usted, señora Banks. Le dije al señor Entwhistle que me quedaría gustosa hasta que todo esté arreglado.

—Lo sé, y se lo agradezco mucho.

—Y quisiera preguntarle cuánto tiempo va a ser, porque, claro, debo comenzar a buscarme otro acomodo.

—No hay mucho que hacer aquí. En un par de días puedo ordenar las cosas para que sean vendidas en pública subasta.

—Entonces, ¿está decidida a venderlo todo?

—Sí. No creo que haya dificultad en alquilar la casa.

—¡Oh, no! Estoy segura de que habrá cola. Hay tan pocas casas por alquilar, que uno casi siempre tiene que comprarlas.

—Entonces, ya ve usted, es muy sencillo —Susana vaciló unos momentos—. Quería decirle... que espero que acepte el sueldo de tres meses.

—Es usted muy generosa, señora Banks. Se lo agradezco mucho. ¿Y estaría usted dispuesta a... quiero decir, si podría pedirle... en caso necesario... que... que me recomendara? A decir que he estado con una pariente suya y que mi comportamiento ha sido... satisfactorio.

—Oh, desde luego.

—No sé si debiera decirlo. —La señorita Gilchrist comenzó a temblar y trató de asegurar su voz—. Pero, ¿sería posible no mencionar las circunstancias... ni tan siquiera el nombre.

—No la comprendo.

—Es porque no lo ha pensado, señora Banks. Se trata de un asesinato. Un crimen que ha aparecido en los periódicos y que todo el mundo ha leído. ¿No lo comprende? La gente podría pensar: «Dos mujeres viviendo juntas, y una de las dos muere asesinada... tal vez la mató su compañera.» ¿No lo ve usted, señora Banks? Estoy segura de que si buscara a alguien... pues lo pensaría dos veces antes de comprometerme. No sé si me comprende. ¡Porque nunca se sabe! Esto me ha estado preocupando mucho, señora Banks. Me he pasado la noche sin dormir pensando que quizá no podría volver a encontrar otro empleo... de esta clase. ¿Y qué otra cosa hay que yo pueda hacer?.

—Pero si encuentran al culpable... —dijo Susana.

—Oh, entonces, claro, no habrá dificultad. Pero ¿le encontrarán? No creo que la policía tenga la menor idea de quién ha sido. Y si no le cogieran... bueno, eso me colocaría en una posición difícil... no sería la más sospechosa, pero sí alguien que pudo hacerlo.

Susana asentía pensativa. Era cierto que la señorita Gilchrist no se había beneficiado con la muerte de Cora Lansquenet... Pero ¿quién iba a saberlo? Y además, se dicen tantas cosas... desagradables... sobre las enemistades que surgen entre mujeres que viven juntas... y que llegan a la violencia. Alguien que no las hubiera conocido podría imaginar que Cora Lansquenet y la señorita Gilchrist vivieron en esos términos.

—No se preocupe, señorita Gilchrist. Estoy segura de que podré encontrarle una colocación entre mis amistades. No será nada difícil. —Me temo —repuso la solterona recobrando algo de su tono normal— que no podría soportar cualquier trabajo realmente rudo. Sólo hacer comidas sencillas y cuidar del arreglo de la casa...

Sonó, el teléfono y la señorita Gilchrist pegó un salto.

—¡Válgame Dios! ¿Quién será?

—Supongo que mi esposo —dijo Susana poniéndose en pie—. Dijo que me llamaría esta noche.

Se dirigió al teléfono.

—¿Sí...? Sí, es la señora Banks quien habla... —Hubo una pausa y su voz cambió, se hizo dulce y cálida—. Hola, querido... sí, soy yo... Oh, muy bien... Asesinato por alguien desconocido... Lo de costumbre... Sólo el señor Entwhistle... ¿Qué?... Es difícil de decir, pero creo que sí... Sí, como habíamos pensado... según el plan trazado... Venderé el mobiliario. No hay nada que pueda servirnos... Un día o dos... Absolutamente espantoso... No te preocupes. Sé lo que hago... Greg, no habrás... ¿Tuviste cuidado de...? No, nada. Nada en absoluto. Buenas noches, querido.

Y colgó. La proximidad de la señorita Gilchrist la detuvo. Desde la cocina, donde se había retirado discretamente, era posible que oyera todo lo que hablaba. Había algunas cosas que hubiera querido preguntar a Greg, pero prefirió no hacerlo.

Quedó inmóvil junto al teléfono con el ceño fruncido.

—Claro —murmuró—. Es precisamente lo que necesitan; eso es.

Y volviendo a descolgar el auricular pidió un numero a Informaciones.

Un cuarto de hora más tarde una voz le decía:

—No contestan.

—Por favor, siga llamando.

Escuchó el lejano sonar de un timbre telefónico. Luego, de pronto, una voz de hombre ligeramente indignada dijo:

—Sí, sí. ¿Quién es?

—¿Tío Timoteo?

—¿Qué es esto? No oigo bien.

—¿Tío Timoteo? Soy Susana Banks.

—¿Susana qué?

—Banks. De soltera Abernethie. Tu sobrina Susana.

—¡Oh!, eres Susana. ¿Qué ocurre? ¿Para qué me llamas a estas horas de la noche?

—Todavía es temprano.

—No lo sé. Estaba en la cama.

—Debes acostarte muy pronto. ¿Cómo está tía Maude?

—¿Para esto has llamado? Tu tía tiene mucho dolor y no puede hacer nada. Nada en absoluto. Puedo asegurarte que estamos en un bonito apuro. El tonto del médico dice que no ha podido encontrar ni siquiera una enfermera. Quería llevar a Maude al hospital. Yo me opuse. Está tratando de encontrar a alguien que nos ayude. Yo no puedo hacer nada, ni siquiera me atrevo a intentarlo. Hay una tonta del pueblo que ha venido para pasar la noche aquí, pero ya está murmurando que quiere marcharse con su marido. No sé lo que vamos a hacer.

—Por eso te he llamado. ¿No querrías que fuese la señorita Gilchrist?

—¿Quién es? Nunca oí hablar de ella.

—La compañera de tía Cora. Es muy agradable y capaz.

—¿Sabe guisar?

—Sí, guisa muy bien, y podría cuidar de tía Maude.

—Todo eso está muy bien, pero ¿cuándo podría venir? Aquí estoy, solo con estas mujeres estúpidas del pueblo, que van y vienen a horas extrañas, y esto no me hace ningún bien. Mi corazón no lo resiste.

—Lo arreglaré para que pueda ir lo más pronto posible. Tal vez pasado mañana.

—Bien, muchísimas gracias —dijo la voz, de mala gana.

Susana colgó el teléfono y fue a la cocina.

—¿Le gustaría ir a Yorkshire y cuidar de mi tía? Se cayó y se ha roto un tobillo. Mi tío es completamente inútil. Tiene bastante mal genio, pero tía Maude es de muy buena pasta. Van a ayudarlos algunas mujeres del pueblo, pero usted podría guisar y cuidar de tía Maude.

La señorita Gilchrist dejó caer la cafetera.

—¡Oh, gracias, gracias!; eso sí que es ser amable. Puedo asegurarle que sirvo para cuidar enfermos. Estoy segura de que sabré manejar a su tío y hacerle buenas comidas. Es usted muy buena, señora Banks, y crea que la aprecio.