Poirot pudo darse cuenta del atractivo que emanaba de su persona. Le estudió unos minutos en silencio con la sensación de que era el habitante de aquella casa que menos conocía, ya que Miguel sólo mostraba un lado de su personalidad.
—Su esposa —le dijo Poirot para inclinar la conversación— es una mujer poco corriente.
Miguel alzó las cejas.
—¿Usted cree? Es encantadora, de acuerdo, pero no la considero, o por lo menos no se lo he notado, en posesión de una inteligencia extraordinaria.
—Nunca intentará ser demasiado lista —convino Poirot—, pero sabe lo que quiere. —Suspiró—. Cosa que bien pocas personas saben.
—¡Ah! —Miguel volvió a exhibir su sonrisa—. ¿Se refiere a la mesa de malaquita?
—Tal vez —Poirot hizo una pausa y agregó—: Y a lo que había encima.
—¿Se refiere a las flores de cera?
—Sí.
—Algunas veces no le comprendo, señor Poirot. No obstante, le estoy más que agradecido por habernos sacado ya de dudas. Es muy desagradable, por no decir otra cosa, vivir con la sospecha de que alguno de nosotros hubiera asesinado al pobre Ricardo.
—¿Es ésa la impresión que le dio al verle por última vez? —quiso saber el detective—. ¿«Pobre Ricardo»?
—Claro que estaba muy bien conservado y...
—¿Y en plena posesión de sus facultades...?
—¡Oh, sí!
—Y de hecho, ¿muy perspicaz?
—Yo diría que sí.
—Un buen conocedor del carácter y defectos de las personas.
La sonrisa de Miguel persistió inalterable.
—No esperará que esté de acuerdo con usted. Él no me aprobaba.
—Tal vez lo considerase del tipo infiel —sugirió Poirot.
Miguel se echó a reír.
—¡Qué idea tan ridícula!
—Pero es cierto, ¿verdad?
—Quisiera saber lo que quiere usted decir.
Poirot juntó sus manos por las puntas de los dedos.
—Ya sabe que se han hecho ciertas averiguaciones —murmuró.
—¿Las hizo usted?
—No sólo yo.
Miguel Shane le dirigió una rápida mirada inquisitiva. Sus reacciones eran rápidas. Miguel no era tonto.
—¿Quiere usted decir... que se interesó la policía?
—No se dieron por satisfechos del todo para considerar el asesinato de Cora Lansquenet como un crimen casual.
—¿Y estuvieron haciendo averiguaciones sobre mi persona?
—Estaban interesados en conocer los movimientos de los parientes de la señora Lansquenet durante el día en que fue asesinada.
—Eso es muy embarazoso —Miguel habló en tono confidencial.
—¿De veras, señor Shane?
—¡Más de lo que usted puede imaginarse! Ya sabe que le dije a Rosamunda que aquel día iba a comer con un tal Oscar Lewis.
—¿Lo cual no era cierto?
—No. Fui a ver a una mujer llamada Sorrel Dainton... una actriz muy conocida. Trabajé con ella en mi última obra. Es bastante violento, comprenda... porque aunque sea una explicación satisfactoria por lo que se refiere a la policía, no lo sería tanto en cuanto a Rosamunda.
—¡Ah! —Poirot parecía discreto—. ¿Tuvo alguna complicación por causa de su amistad con esa mujer?
—¡Oh, es una de esas...! No es que me importe esa mujer.
—Pero ¿a ella sí le importa usted?
—Bueno, se puso bastante pesada... Las mujeres son pegajosas. No obstante, como ya le dije, confío en que la policía se dará por satisfecha.
—¿Usted cree?
—Pues... es difícil que pudiera matar a Cora con un hacha si estaba con Sorrel a varias millas de distancia. Tiene una casa en Kent.
—Ya... ya... esa miss Dainton, ¿podría atestiguarlo?
—No le hará mucha gracia..., pero como se trata de un asesinato me imagino que tendrá que hacerlo.
—¿Y lo haría, tal vez, aunque usted no hubiera estado con ella?
—¿Qué quiere decir?
—Esa mujer está enamorada de usted, y las mujeres son capaces, cuando se enamoran, de jurar lo que es cierto... y también lo que no lo es.
—¿Quiere usted decir que no me cree?
—Da lo mismo que yo le crea o no. No es a mí a quien tiene que dar explicaciones y convencer.
—¿A quién entonces?
—Al inspector Morton... que acaba de salir a la terraza de la puerta lateral.
Miguel Shane, asustado,
giró en redondo.