CAPÍTULO VI

—Ha sido muy amable al venir —dijo Maude al saludar al señor Entwhistle en la estación de Bayahm Compton—. Le aseguro que Timoteo y yo se lo agradecemos mucho. La verdad es que la muerte de Ricardo ha sido lo peor para Timoteo.

El abogado todavía no había considerado la muerte de su amigo desde aquel ángulo.

Mientras se dirigían a la salita, Maude fue desarrollando el tema,

—Ha sido un golpe... Timoteo estaba muy unido a Ricardo. Y luego, le ha hecho meter la idea de la muerte en la cabeza. El estar inválido hace que se preocupe mucho de sí mismo. Se da cuenta que es el único de los hermanos que quedaba con vida... y ha empezado a decir que él le seguirá... que no ha de tardar mucho... En fin, de lo más macabro, que yo digo.

Salieron de la estación y Maude le condujo hasta un coche destartalado, casi antidiluviano.

—Perdone que le lleve en nuestra «caja de truenos» —le dijo—. Hace años que suspiramos por un automóvil nuevo; pero la verdad, no hemos podido permitirnos aún ese lujo. A éste le hemos cambiado el motor dos veces... y estos viejos coches pueden soportar un duro trote... Espero que quiera ponerse en marcha... —agregó—. Algunas veces tengo que dar a la manivela.

Apretó el arranque varias veces, pero sin resultado. El señor Entwhistle, que nunca había puesto en marcha un coche por el procedimiento de darle a la manivela, se puso algo nervioso, pero fue la propia Maude quien apeándose le dio un par de enérgicas vueltas que consiguieron hacerle arrancar. Era una suerte que Maude fuese una mujer de constitución tan robusta.
—Ya está —dijo—. Este trasto se ha estado burlando de mí últimamente. El día que regresaba de los funerales tuve que andar un par de millas hasta el garaje más cercano... donde no entendían gran cosa. Tuve que quedarme en la posada mientras lo reparaban. Claro que eso también enfureció a Timoteo. Le telefoneé para decirle que no me era posible regresar hasta el día siguiente. Se enfadó muchísimo. Una trata de ocultarle muchas cosas, pero hay algunas que es imposible disimularlas; por ejemplo, la muerte de Cora. El doctor Barton tuvo que venir a darle un calmante. Un asesinato es algo demasiado emocional para un hombre de su estado. Me figuro que Cora fue siempre una tonta.

El señor Entwhistle escuchó en silencio el comentario. No acababa de comprender aquella indiferencia.

—No recuerdo haber visto a Cora desde que nos casamos —dijo Maude—. No me gusta referirme a ella diciendo a Timoteo: «Tu hermana pequeña, la tonta», pero es lo que pensaba. ¡Decía cosas tan extraordinarias! Uno no sabía si enfadarse con ella o echarse a reír. Lo cierto es que vivía en un mundo de fantasías... lleno de melodramas y de ideas absurdas acerca de las demás personas. Bien, la pobre ya lo ha pagado. ¿No tenía algún protegido?

—¿Protegido? ¿Qué quiere usted decir?

—Sólo estoy haciendo cabalas. Algún artista... o músico... alguien a quien dejara entrar en la casa y que la matase para robarla. Tal vez algún adolescente... son tan extraños a veces a esas edades... sobre todo los que pertenecen al tipo neurótico de los que se creen artistas. Quiero decir que parece muy extraño asaltar una casa y asesinar a una persona en plena tarde. Si yo pensara asaltar una casa lo haría por la noche.

—Entonces hubieran estado presentes las dos mujeres.

—¡Oh, sí!, esa compañera suya. La verdad, no puedo creer que deliberadamente esperaran a verla salir para entrar y matar a Cora. ¿Para qué? No podían esperar que tuvieran dinero o joyas, y debió haber muchas ocasiones en que salieran las dos mujeres dejando la casa sola. Eso hubiera sido mucho más seguro. Parece una estupidez cometer un crimen a menos que sea absolutamente necesario.

—Y usted cree que el asesinar a Cora era innecesario.

—Al parecer, todo carece de sentido.

¿Es que un asesinato puede tener algún sentido?, se preguntaba el señor Entwhistle. Académicamente, la respuesta era sí; pero la historia registra muchos crímenes inexplicables. Eso dependía de la mentalidad del asesino, pensó el abogado. ¿Qué sabía él de los criminales y sus procesos mentales? Muy poco. La firma de abogados a que pertenecía no se dedicó nunca a lo criminal. Tampoco era un estudiante de criminología. Por lo que podía juzgar, los asesinos eran de todas clases: vanidosos, faltos de poder, unos, como Seddon; mezquinos y avariciosos, otros, como Smith y Rowse, sintiendo una increíble afición hacia las mujeres; algunos como Armstrong, individuos muy agradables. Edith Thompson había vivido en un mundo de violencia, y la enfermera Waddington se había deshecho de sus pacientes ancianos con un celo digno de mejor causa.

La voz de Maude, llegando hasta él, le sacó de sus meditaciones.

—¡Si pudiera evitar que Timoteo viera los periódicos! Pero se empeña en leerlos... y, claro, luego se trastorna. ¿Verdad que comprende que no existe la menor posibilidad de que Timoteo asista al juicio? Si es necesario, el doctor Barton extenderá un certificado o lo que haga falta.

—Puede usted estar tranquila a este respecto.

—¡Gracias a Dios!

Atravesaron las verjas de Standfield Grange y enfilaron la descuidada avenida. En un tiempo fue una propiedad pequeña, pero bonita, mas ahora tenía un aspecto triste y abandonado. Maude dijo suspirando:

—Durante la guerra tuvimos que dejar de cuidar el parque. Llamaron a los dos jardineros, y ahora sólo tenemos a un viejo... que no vale mucho. Los sueldos han subido mucho. Debo confesar que es una bendición poder disponer de un poco de dinero para gastarlo en la casa. La queremos tanto... Yo estaba realmente asustada al pensar que tuviéramos que llegar a venderla. No es que haya hablado de ello con Timoteo... Se hubiera disgustado terriblemente...

Llegaron al pórtico de una preciosa casa georgiana que necesitaba con urgencia una capa de pintura.

—No tenemos servicio —dijo Maude amargamente, mientras indicaba el camino. Y agregó—: Sólo un par de mujeres, que vienen a limpiar. Hace un mes tuvimos una doncella para todo, algo jorobada, y en ciertos aspectos no muy lista, pero estaba aquí y eso era un consuelo. Cocinaba muy bien... cosas sencillas. Y ¿quiere usted creerlo?, se marchó para ir con una señora que tiene seis perros pequineses y una casa mucho mayor que ésta y donde hay mucho más trabajo, porque dijo que le «encantaban los perritos». ¡Perros! Valiente cosa. Siempre lo están ensuciando todo. La verdad es que esas chicas son casos mentales. Conque ya ve usted. Si tengo que salir alguna tarde, Timoteo tiene que quedarse solo en la casa y si le ocurriera algo, ¿cómo podría pedir ayuda? Aunque le dejo el teléfono junto a su silla, para que si se encontrase mal pudiera llamar en seguida al doctor Barton.

Maude le condujo a la sala, donde el servicio para el té estaba dispuesto junto a la chimenea, e instalado allí el señor Entwhistle, desapareció, seguramente en dirección a las habitaciones posteriores, para regresar a los pocos minutos con una tetera y una jarrita de plata, disponiéndose a servir al anciano abogado. Era un té excelente, acompañado de pasteles caseros y bollitos.

—¿Y Timoteo? —preguntó el señor Entwhistle.

Y Maude le explicó atropelladamente que ya le había dejado preparada una bandeja antes de salir para la estación.

—Y ahora habrá hecho su siestecita y será el momento más oportuno para que le vea usted. Procure no excitarle demasiado.

El abogado le prometió emplear toda suerte de precauciones. Al estudiarla bajo la luz de las llamas oscilantes se sintió invadido por un sentimiento de compasión. Aquella mujer robusta, llena de salud y sentido común, era vulnerable en un punto. Su amor por su marido era un cariño maternal. Maude Abernethie no había tenido hijos y era una mujer nacida para ser madre. Su esposo, inválido, se había convertido en un niño, un niño que necesitaba protección y vigilancia. Y quién sabe, si al ser el carácter más fuerte de los dos, inconscientemente le impuso un grado de invalidez mayor que el que de otro modo pudo tener. «¡Pobre señora!», suspiró para sí el señor Entwhistle.