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Husmeó en la cocina dando consejos a Marjorie, la cocinera, que le replicó de mal talante. Marjorie era joven, sólo contaba veintisiete años, y constituía una constante irritación para Lanscombe por estar tan lejos del concepto que él tenía de las cocineras. Carecía de dignidad y no apreciaba la posición de Lanscombe en la mansión. Con frecuencia hablaba de la casa llamándola «viejo mausoleo» y se quejaba de la gran extensión de la cocina y despensa, diciendo que se «necesitaba caminar todo un día para recorrerla». Llevaba dos años en Enderby y no se había despedido porque, en primer lugar, ganaba un buen sueldo, y en segundo, porque el señor Abernethie apreció siempre sus dotes culinarias. Cocinaba muy bien. Juanita, que estaba de pie junto a la mesa de la cocina tomando una taza de té, era una anciana doncella, que a pesar de que disfrutaba discutiendo agriamente con Lanscombe, siempre estaba de su parte y en contra de la joven generación representada por Marjorie. La cuarta persona que se hallaba en la cocina era la señora Jenks, quien «acudía» a prestar ayuda cuando la necesitaban y que había disfrutado mucho en el funeral.

—Ha resultado precioso —dijo mientras volvía a llenarse la taza—. Noventa coches, la iglesia estaba completamente llena, y el rector ha leído muy bien el oficio. Además ha hecho un tiempo magnífico. Ah, pobre señor Abernethie, no quedan muchas personas como él en el mundo. Todos le respetaban.

Se oyó sonar una bocina y el ruido de un coche que avanzaba por la avenida. La señora Jenks, dejando su taza, exclamó:

—Ya están aquí.

Marjorie encendió el mechero de gas bajo la gran olla llena de caldo de pollo. El gran horno de los días de grandeza victoriana permanecía frío e inútil como un yerto símbolo del pasado.

Los automóviles se fueron deteniendo uno tras otro, y las personas vestidas de negro que se apeaban iban entrando en el vestíbulo y en el salón verde. En la chimenea ardía un buen fuego, como tributo a los primeros fríos otoñales y al que proporciona el permanecer inmóvil largo rato en una iglesia.

Lanscombe entró en la estancia con una bandeja de plata con copas de jerez, que fue ofrecido a los allí reunidos.

El señor Entwhistle, el socio más antiguo de la renombrada firma Bollard, Entwhistle, Entwhistle y Bollard, estaba calentándose de espaldas a la chimenea. Aceptó la copa de jerez y contempló a la asamblea con su astuta mirada de abogado. No los conocía a todos, y viose en la necesidad de ir clasificándolos, por así decir. Las presentaciones hechas antes de salir para la iglesia, fueron superficiales y apresuradas.

Fijándose primero en Lanscombe, el señor Entwhistle díjose para sus adentros:

«¡Cómo le tiembla el pulso, pobre viejo! No me extrañaría que estuviera cerca de los noventa. Bueno, ahora entrará en posesión de esa pequeña renta. No tendrá que preocuparse de nada. Es un alma sencilla. Hoy en día no hay nada como el servicio antiguo. ¡Interinas y niñeras por horas, Dios nos ayude! ¡Qué mundo éste! Tal vez el pobre Ricardo no haya perdido gran cosa. No tenía muchas cosas por las que vivir.»

El señor Entwhistle, con sus setenta y dos años, consideraba que Ricardo Abernethie, al morir a los sesenta y ocho, lo hizo antes de tiempo. Se había retirado de los negocios hacía dos años, pero como ejecutor de la última voluntad de Ricardo Abernethie y en atención a uno de sus más antiguos clientes, que a su vez era amigo personal, hizo el viaje al Norte para asistir a los funerales.

Considerando en su mente las disposiciones del testamento, fue haciendo un repaso de los miembros de la familia.

A Elena, la viuda de Leo, la conocía muy bien, claro está. Una mujer encantadora, por la que sentía aprecio y respeto. Sus ojos la contemplaban aprobadoramente. Se hallaba de pie junto a una de las ventanas. El luto le sentaba muy bien y hacía resaltar su bonita figura. Le agradaban su impecable corte de cara, sus cabellos plateados en las sienes y sus ojos, que en otros tiempos tuvieron el color de las azulinas y que todavía seguían siendo muy azules.

¿Cuántos años tendría Elena? Unos cincuenta y uno o cincuenta y dos. Era extraño que no hubiera vuelto a casarse después de la muerte de Leo. Era un mujer atractiva. Ah, pero habían estado muy enamorados.

Sus ojos pasaron a contemplar a la esposa de Timoteo. No la conocía muy bien. El negro no la favorecía... Era una mujer muy sensata y capaz. Siempre fue una buena esposa para Timoteo. Preocupándose por su salud, probablemente algo más de lo debido. ¿Es que en realidad le ocurría algo a Timoteo? Sólo era un hipocondríaco, según sospechaba el señor Entwhistle. También lo sospechó Ricardo Abernethie.

—De pequeño tuvo el pecho delicado —había dicho—. Pero apuesto a que ahora está perfectamente. Oh, claro que todos tenemos nuestras aficiones, y Timoteo se absorbe y se preocupa sólo por su salud. ¿Lo habrá comprendido su esposa? Es probable que sí, pero las mujeres nunca admiten esta clase de cosas. Timoteo debe sentirse muy a gusto. Nunca ha sido un derrochador. No obstante, lo que tenga de más no le irá mal en estos días de restricciones. Es probable que haya tenido que reducir bastante su tren de vida después de la guerra.

El señor Entwhistle dedicó seguidamente su atención a Jorge Crossfield, el hijo de Laura. Laura se había casado con un sujeto de quien nadie sabía gran cosa. Un corredor de Bolsa, según él mismo se llamaba. El joven Jorge estaba empleado en la oficina de un procurador... de no muy buena fama. Era bien parecido... pero había cierto artificio en su persona. No debía contar con mucho para vivir. Laura había sido muy tonta al hacer sus inversiones, y casi no dejó nada a su muerte, acaecida cinco años atrás. Fue una joven bonita y romántica, pero sin ningún sentido práctico.

Los ojos del señor Entwhistle dejaron de mirar a Jorge Crossfield. ¿Cuál de las dos muchachas era aquélla? Ah, sí, Rosamunda, la hija de Geraldina, contemplando las flores de cera que estaban sobre la mesa de malaquita. Una joven bonita, más aún, hermosa... pero con un rostro bastante insulso. Se dedicaba a la escena, y estaba casada con un actor. Un muchacho de buen aspecto.

»Y lo sabe —pensó el señor Entwhistle, que no aprobaba la profesión de artista teatral—. Quisiera saber de dónde procede y cuál es su pasado.»

Y miró desaprobadoramente a Miguel Shane, de cabellos rubios y con un atractivo un tanto trasnochado.

En cambio, Susana, la hija de Gordon, hubiera tenido más éxito en la escena que Rosamunda. Tenía más personalidad. Hallábase bastante cerca de él, y pudo observarla a su gusto. Cabellos oscuros, ojos castaños, casi dorados, y una boca joven y atractiva. Junto a ella estaba su esposo, con quien acababa de casarse, ¡ayudante de laboratorio! El señor Entwhistle opinaba que las chicas no debían casarse con jóvenes que despachaban detrás de un mostrador. Pero ahora, naturalmente, se casaban con cualquiera. El químico tenía el rostro pálido y el pelo rubio, y parecía enfermo, de tan nervioso. El señor Entwhistle lo achacó a la tensión producida por tener que enfrentarse con tantos parientes de su esposa.

Siguiendo su examen le tocó por último el turno a Cora Lansquenet. Lo cual le correspondía en justicia, pues ésta fue la última hermana de Ricardo. Nació cuando su madre contaba los cincuenta y aquella débil mujer no sobrevivió a su décimo embarazo (tres niños murieron a poco de nacer). ¡Pobrecilla Cora! Durante toda su vida fue un estorbo. Se hizo alta y desgarbada, y siempre tuvo la virtud de formular observaciones que mejor hubiera hecho en reservarse. Todos sus hermanos y hermanas mayores fueron amables con ella, procurando disimular sus defectos y errores. A nadie se le ocurrió que pudiera casarse. No fue una muchacha muy atractiva, y su tendencia a dirigirse a los jóvenes, siempre daba como resultado que éstos se retirasen alarmados. Y entonces, el señor Entwhistle lo recordó con regocijo, apareció Pedro Lansquenet, medio francés, a quien conoció en una academia de Arte donde iba a aprender a pintar flores a la acuarela, cosa que hacía con bastante corrección, y anunció a su familia su intención de casarse con él. Ricardo Abernethie se opuso. No le agradó el aspecto de Pedro Lansquenet, sospechando que el joven buscaba una mujer rica. Pero mientras hacía las oportunas averiguaciones para conocer sus antecedentes, Cora se escapó con él, casándose inmediatamente. Pasaron la mayor parte de su vida matrimonial en Bretaña, Cornwall y otros lugares concurridos por los pintores. Lansquenet fue un mal pintor, y un hombre poco agradable en todos los aspectos; pero Cora le fue siempre fiel y nunca perdonó a sus familiares su actitud hacia él. Ricardo le había señalado una renta generosa, y de eso habían vivido, según opinión del señor Entwhistle. Dudaba de que Lansquenet hubiera ganado algún dinero en toda su vida. Ya hacía unos doce años o más que había fallecido. Y ahora Cora, convertida en una viuda, vestida de negro con adornos de abalorios, había regresado a la casa donde transcurrió su niñez, e iba de un lado a otro tocándolo todo y lanzando exclamaciones de placer cada vez que algún objeto le recordaba su infancia. No había dado muestras de sentir mucha pena por la muerte de su hermano, aunque no era de extrañar: Cora nunca supo fingir.

Volviendo a entrar en la habitación, Lanscombe anunció en tono apagado propio de la ocasión:

—La comida está servida.