CAPITULO IX

La señorita Gilchrist se puso un sombrero de fieltro que recogía sus cabellos grises. La vista de la causa estaba señalada para las doce, y apenas si eran las once y veinte. Su traje de chaqueta gris era muy lindo, pensó. Se había comprado una blusa negra. Hubiera querido vestir enteramente de negro, pero ello estaba más allá de sus posibilidades. Su pequeño dormitorio tenía las paredes cubiertas de reproducciones del puerto de Brixham, la herrería de Cockington, las ensenadas de Anstey y Kyance, el puerto de Polflexan, la bahía de Babbacombe, etc., todas firmadas por Cora Lansquenet. Sus ojos se posaron con particular afecto en el puerto de Polflexan. Sobre la cómoda una fotografía descolorida cuidadosamente enmarcada representaba su antiguo salón de té «El Sauce». La señorita Gilchrist suspiró contemplándolo con arrobo.

El sonido del timbre de la puerta la sacó de su abstracción.

—¡Dios mío!—murmuró—. ¿Quién será ahora?

Salió de su habitación y se dispuso a bajar la escalera. El timbre volvió a sonar y además golpearon la puerta.

Por alguna extraña razón, la señorita Gilchrist se puso nerviosa. Sus pasos se hicieron más lentos, pero al fin se dirigió a la puerta de mala gana, reprendiéndose interiormente por ser tan tonta.

Una joven vestida elegantemente de negro y con un maletín en la mano, estaba en el porche. Al notar la expresión asustada, de la señorita Gilchrist apresuróse a decir:

—¿Es usted la señorita Gilchrist? Soy la sobrina de la señora Lansquenet... Susana Banks.

—Oh, sí, claro. No lo sabía. Entre, señora Banks. Cuidado; aquí el suelo queda un poquito más alto... Sí, pase por aquí. Ignoraba que pensase venir para el juicio. Hubiera tenido algo preparado... un poco de café... o alguna otra cosa.

Susana Banks repuso rápidamente:

—No quiero tomar nada. Lamento haberla asustado.

—Sí que me asustó en cierto modo. Soy muy tonta. No acostumbro a dejarme llevar de los nervios. A decir verdad, le dije al abogado que no era miedosa, y que no me importaba quedarme aquí sola; y la verdad, no lo soy. Sólo que... tal vez sea por el juicio y... por pensar tantas cosas... pero el caso es que he estado saltando toda la mañana. Hará una media hora que llamaron y apenas podía decidirme a abrir... lo cual es una estupidez, porque no es probable que un asesino vuelva al mismo sitio donde cometió el crimen... ¿y para qué iba a volver...? Y era una monja pidiendo limosna para un orfelinato. Me sentí tan aliviada que le di dos chelines, aunque yo no soy muy caritativa. Pero siéntese, por favor, señora..., señora...

—Banks.

—Sí, claro, Banks. ¿Ha venido en tren?

—No, en automóvil. El camino era tan estrecho que dejé el coche en una cantera que encontré. No me atreví a seguir adelante.

—Sí, el camino es muy estrecho. Apenas pasan coches por aquí. Es una carretera bastante solitaria.

La señorita Gilchrist estremecióse un tanto al decir las últimas palabras.

Susana Banks estaba contemplando la habitación.

—¡Pobre tía Cora! —dijo—. ¿Sabe? Me ha dejado todo lo que tenía.

—Sí, ya lo sé. Me lo dijo el señor Entwhistle. Espero que le guste el mobiliario. Tengo entendido que es usted recién casada, y ahora están muy caros los muebles.

—No necesitó ningún mueble —dijo—. Ya tengo los míos. Los llevaré a una subasta... a menos que..., ¿hay alguno que quiera usted? Tendré mucho gusto...

Se detuvo con cierto reparo, pero la señorita Gilchrist estaba radiante.

—Oh, señora Banks, es usted muy amable..., sí, muy amable. No sabe cómo aprecio su delicadeza, pero yo también tengo mis cosas. Las dejé en un guardamuebles por si algún día pudiera necesitarlas. También tengo algunas pinturas que me dejó mi padre. Tuve un saloncito de té, ¿sabe...?, pero cuando vino la guerra... fue una verdadera desgracia. Mas no lo vendí todo, porque esperaba volver a tener algún día mi casita y por eso puse lo mejor en un almacén con los cuadros de mi padre y algunas reliquias de nuestra casa. Pero me gustaría mucho, si de verdad no le importa, tener la mesita de té de la querida señora Lansquenet. ¡Es tan bonita...!

Susana contemplando con un estremecimiento la mesita pintada de verde con grandes crisantemos rojos, dijo que estaba encantada de poder cedérsela.

—Muchísimas gracias, señora Banks. Me siento avergonzada. Me ha dejado todas sus hermosas pinturas y un broche de amatistas; pero creo que debiera devolvérselo a usted.

—No, no; de ninguna manera.

—¿Quiere ver sus cosas? ¿Tal vez después de que se celebre el juicio?

—Creo que me quedaré aquí un par de días. Así podré verlo todo tranquilamente y recogerlo.

—¿Quiere decir que se quedará usted en esta casa a dormir?

—Sí. ¿Hay algún inconveniente?

—Oh, no, señora Banks, desde luego que no. Pondré sábanas limpias en mi cama, y yo puedo dormir muy bien aquí, en el sofá.

—Pero..., ¿y la habitación de tía Cora? ¿No puedo dormir allí?

—¿No... no le importará?

—¿Lo dice porque murió allí? Oh, no, no me importa. Soy muy valiente. ¿Está... quiero decir... la han arreglado?

—Oh, sí, señora Banks. Enviaron todas las mantas a lavar y la señora Panter y yo limpiamos toda la habitación escrupulosamente. Hay mantas de sobra. Pero venga a verla usted misma.

La acompañó al piso de arriba.

El dormitorio donde Cora Lansquenet había muerto asesinada era una habitación clara, alegre y nada siniestra. Al igual que la salita, contenía una mezcla de muebles útiles y modernos, y antiguos y recargados, y era una muestra de la despreocupada personalidad de Cora. Sobre la chimenea había un cuadro al óleo representando una joven en el momento de entrar en el baño.

Susana la contemplaba con gesto de desagrado mientras la señorita Gilchrist decía:

—Lo pintó el esposo dé la señora Lansquenet. Hay muchos más abajo, en el comedor.

—¡Qué horrible!

—Bueno, a mí no me interesa mucho ese estilo de pintura... pero la señora Lansquenet estaba muy orgullosa de su marido como artista y pensaba que no sabían apreciar su trabajo.

—¿Dónde están las pinturas de tía Cora?

—En mi habitación. ¿Le gustaría verlas?

Y la señorita Gilchrist le enseñó sus tesoros con orgullo.

Susana le hizo observar que tía Cora parecía haber sentido predilección por los temas marítimos.

—¡Oh, sí! Vivió muchos años con su esposo en un pueblecito pesquero de Bretaña.

—Evidentemente —murmuró Susana mientras pensaba que de las pinturas de Cora Lansquenet pudiera hacerse tal vez una serie completa de postales, pues eran muy detallistas y de alegre colorido. Y tuvo la sospecha de que pudieran haber sido sacadas de... postales.

Pero cuando expuso esta opinión provocó el enojo de la señorita Gilchrist. ¡La señora Lansquenet siempre pintaba del natural!

Miró su reloj y Susana apresuróse a decir:
—Si, tenemos que ir al Juzgado. ¿Queda lejos...? ¿Quiere que vaya a buscar el coche?

La señorita Gilchrist le aseguró que andando sólo tardarían cinco minutos. Salieron juntas. El señor Entwhistle, que acababa de llegar en tren, las encontró y se dispuso a acompañarlas.

Al parecer había muchos extraños. La vista no fue sensacional. Verificóse la prueba de identificación del cadáver, y fue leído el informe médico sobre la naturaleza de las heridas que causaron la muerte a la señora Lansquenet. No había señales de lucha. Probablemente Cora se hallaba bajo los efectos de un narcótico cuando fue atacada y debieron sorprenderla cuando estaba sin conocimiento. La muerte no debió producirse después de las cuatro y media. La hora más aproximada era entre las dos y las cuatro y media. La señorita Gilchrist declaró haber descubierto el cadáver. Un policía y el inspector Morton declararon a su vez. El Jurado no vaciló en cuanto al veredicto: Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.

Había terminado. Volvieron a salir a la luz del sol. Varias cámaras fotográficas hicieron funcionar su flash. El señor Entwhistle acompañó a Susana y a la señorita Gilchrist a «Las Armas del Rey», donde había tenido la precaución de encargar que les preparasen una comida, que fue servida en un reservado que dicho establecimiento tenía detrás del bar.

—Me temo que no sea una gran cosa —dijo disculpándose.

Pero resultó excelente. La señorita Gilchrist lloriqueó un poco, murmurando: «¡Fue tan horrible!», pero luego se animó y se dispuso a despachar con gran apetito su plato de estofado a la irlandesa, después de que el señor Entwhistle le hizo ingerir una copa de jerez.

—No sabia que pensaba venir hoy, Susana —dijo el abogado a la joven—. Hubiéramos podido venir juntos.

—Ya sé que le dije que no, pero me pareció mal que no estuviera presente alguien de la familia. Telefoneé a Jorge y me dijo que estaba muy ocupado y que no le era posible venir. Rosamunda tenía que ensayar y tío Timoteo está inválido; así que no tuve más remedio que venir yo.

—¿No la ha acompañado su esposo?

—Greg fue a la tienda.

Y al ver la sorpresa reflejada en los ojos de la señorita Gilchrist, Susana explicó:

—Mi esposo trabaja en una droguería.

Un esposo que se dedicara a la venta al por menor no cuadraba, según opinión de la solterona, con la elegancia de Susana, pero dijo valientemente:

—¡Oh, sí!, como Keats.

—Greg no es poeta —replicó Susana—. Hemos hecho grandes planes para el futuro... Pensamos poner un doble establecimiento. Salón de belleza y perfumería, y un laboratorio para los preparados especiales.

—Eso será mucho mejor—dijo la señorita Gilchrist—, Algo como lo de Elizabeth Arden, que en realidad es una condesa, según me han dicho... o ¿es Elena Rubinstein? De todos modos —agregó con amabilidad—, un laboratorio no es una tienda vulgar..., como por ejemplo un colmado o una pescadería.

—Usted tuvo un salón de té, ¿verdad que fue eso lo que me dijo?

—Sí, desde luego.

El rostro de la solterona se iluminó. Nunca había pensado que «El Sauce» también era un comercio. Para ella el tener un salón de té era la esencia de la distinción, y comenzó a contarle a Susana cosas de «El Sauce».

El señor Entwhistle, que ya había oído aquello en otra ocasión, dejó que sus pensamientos siguieran otro curso. Cuando Susana le hubo interpelado dos veces sin obtener respuesta se apresuró a disculparse.

—Perdóneme, querida. A decir verdad, estaba pensando en su tío Timoteo. Estoy algo preocupado.

—¿Por tío Timoteo? Yo, de usted, no lo estaría. No creo que le ocurra nada de cuidado. Sólo es un hipocondríaco.

—Sí..., sí, es posible que tenga usted razón. Pero confieso que no es su salud lo que me preocupa. Es su esposa. Al parecer se cayó por la escalera y se ha torcido un tobillo. Tiene que permanecer echada y su tío está de un humor terrible.

—¿Porque ahora tendrá que cuidarla? Esto le hará bien —dijo la joven.

—Sí..., sí. Pero, y su pobre tía, ¿conseguirá que la cuiden? Esa es la cuestión. Y como no tiene servicio...

—La vida es un verdadero infierno para las personas mayores —dijo Susana—. Viven en una especie de casa solariega estilo georgiano, ¿verdad?

El señor Entwhistle asintió con la cabeza.

Salieron con algo de temor de «Las Armas del Rey», pero los fotógrafos ya se habían ido.

Un par de periodistas aguardaban a Susana junto a la puerta de la casita. Con ayuda del señor Entwhistle les dijo algunas palabras que no la comprometían, y luego entró en la casa con la señorita Gilchrist, mientras el abogado regresaba a «Las Armas del Rey», donde había reservado una habitación. Los funerales iban a tener lugar al día siguiente.

—Mi coche todavía está en la cantera —dijo Susana—. Lo había olvidado. Más tarde lo llevaré al pueblo.

La señorita Gilchrist comentó con ansiedad.

—No demasiado tarde. No irá a salir después de anochecido, ¿verdad?

Susana se echó a reír.

—¿No creerá que todavía anda por aquí el asesino?

—No... no, me figuro que no —la solterona pareció avergonzada.

«Pero eso es exactamente lo que cree», pensó Susana.

La señorita Gilchrist había desaparecido en dirección a la cocina.

—Estoy segura de que querrá tomar el té. ¿Le parece bien dentro de media, hora, señora Banks?

—Cuando usted quiera, señorita Gilchrist.

Comenzó a dejarse oír el tintinear de los útiles de cocina y Susana se dirigió a la salita. Sólo habían transcurrido unos pocos minutos cuando sonó el timbre de la puerta, seguido de unos golpecitos sobre la madera.

Susana salió al vestíbulo y la señorita Gilchrist hizo aparición en la puerta de la cocina, secándose las manos en el delantal.

—¡Oh, Dios mío! ¿Quién cree usted que puede ser?

—Me figuro que más periodistas —replicó Susana.

—|0h, válgame Dios! Qué molesto para usted, señora Banks.

—Bueno, no importa. Los atenderé.

—Estaba haciendo unos bollitos para el té.

Susana dirigióse a la puerta principal, y la señorita Gilchrist quedó sin saber que hacer. Susana se preguntaba si no creería que iba a encontrar a un hombre armado con un hacha al otro lado de la, puerta.

El visitante resultó ser un anciano que se quitó el sombrero cuando vio a Susana, a la que saludó mirándola con aire paternal.

—¿La señora Banks?

—Sí, soy yo.

—Mi nombre es Guthrie... Alejandro Guthrie. Era amigo... un viejo amigo de la señora Lansquenet. Usted, según creo, es su sobrina, de soltera la señorita Susana Abernethie.

—Exacto.

—Entonces, puesto que ya sabemos quiénes somos, ¿puedo pasar?

—Claro que sí.

El señor Guthrie restregó las suelas de sus zapatos en el felpudo, y una vez en el vestíbulo, se quitó el abrigo, que dejó con el sombrero sobre un arcón de madera de roble y siguió a Susana a la salita.

—Esta es una ocasión triste —dijo aquel caballero, que más bien parecía predispuesto a la risa—. Sí, muy triste. Me encontraba casualmente viajando por esta parte del país, y pensé que lo menos que podía hacer era asistir a la vista... y al funeral, naturalmente. Pobre Cora... la pobre y tonta Cora. Yo la conocía, mi querida señora Banks, desde los primeros días de su matrimonio. Una muchacha muy alegre... que tomaba el arte muy en serio... y también a Pedro Lansquenet..., quiero decir, como artista. Considerando todas las cosas, no fue tan mal marido. Era un pobre perdido, no sé si me comprende usted, un perdido... Pero por fortuna, Cora lo tomaba como parte de su temperamento artístico. ¡Era un artista y además un inmoral! En resumen, no estoy seguro de que ella averiguara más: era un inmoral y por eso tenía que ser un artista. La pobre Cora carecía de sentido artístico... aunque en otros aspectos, puedo asegurarles que tenía mucho sentido común... Sí... era muy inteligente.

—Eso es lo que dice todo el mundo —expresó Susana—. Yo no la conocía.

—¿No? Se separó de su familia porque no apreciaban a su precioso Pedro. Nunca fue bonita..., pero tenía algo. ¡Era una buena compañera! Nunca se sabía lo que iba a decir ni si su ingenuidad era auténtica o fingida. Nos hacía reír de lo lindo. La niña eterna... Y la verdad, la última vez que la vi, pues seguía viéndola de vez en cuando desde la muerte de Pedro, me sorprendió que todavía se comportara como una chiquilla con sus genialidades y travesuras.

Susana le ofreció un cigarrillo, pero el anciano movió la cabeza.

—No, gracias, querida. No fumo. Debe usted preguntarse a qué habré venido. A decir verdad, sentí remordimientos. Prometí a Cora venir a verla semanas atrás. Solía visitarla una vez al año, y últimamente había tomado la costumbre de comprar cuadros en las subastas, quería que yo los viera. Soy crítico de arte. Claro que la mayoría de sus adquisiciones eran horribles, pero en conjunto no es mal negocio. Las pinturas apenas cuestan nada en las subastas de los pueblos y los marcos ya valen más de lo que se paga por el cuadro completo. Claro que toda compra importante la hacen los expertos, y no es probable adquirir obras maestras, pero el otro día un pequeño Cuyp fue adjudicado por unas pocas libras en una subasta de una aldea. La historia es muy interesante. Fue entregado a una anciana niñera por la familia a quien sirviera fielmente muchos años... y que no tenía ni idea de su valor. La niñera se lo dio al sobrino de un granjero, a quien le gustaba el caballo allí representado. Sí, sí, algunas veces suceden estas cosas. Cora estaba convencida de que tenía ojo para la pintura. Y claro, no era verdad. Quiso que viniera a ver ¡un Rembrandt! que había adquirido el año pasado. ¡Un Rembrandt! ¡Ni siquiera era una copia aceptable! Pero pudo conseguir un grabado de Bartolozzi..., desgraciadamente manchado por la humedad: Lo vendí por treinta libras y eso la animó. Me escribió con gran entusiasmo sobre un cuadro de la Escuela Primitiva Italiana, que había comprado en alguna subasta, y prometí venir a verlo.

—Me figuro que debe estar ahí —dijo Susana, señalando con un gesto la pared que había a su espalda.

El señor Guthrie se levantó, se puso los lentes y fue a estudiar la pintura.

—¡Pobrecilla Cora! —dijo al fin.

—Hay muchos más —informó la joven.

El señor Guthrie procedió al lento examen de los tesoros artísticos adquiridos por la ilusionada señora Lansquenet. De vez en cuando hacía chasquear la lengua y suspiraba. Finalmente se quitó los lentes.

—El polvo es algo maravilloso, señora Banks. Da cierta pátina de romanticismo a las más horribles muestras del arte pictórico. Me temo que aquel Bartolozzi fue adquirido gracias a la suerte que acompañaba a los novatos. ¡Pobre Cora! No obstante, esto le daba un interés por la vida. Me alegra no haber tenido que desilusionarla,

—Hay algunos cuadros más en el comedor —dijo Susana—, pero creo que son todos obras de su esposo.

El señor Guthrie, estremecióse ligeramente, y alzó una mano en señal de protesta.

—No me obligue a verlos otra vez. Siempre procuré que Cora no sufriera. Era una esposa fiel... y muy enamorada. Bien, querida señora Banks, no debo entretenerla más.

—Oh, quédese a tomar el té. Creo que debe estar casi a punto.

—Es usted muy amable —El señor Guthrie volvió a sentarse en seguida.

—Iré a ver.

En la cocina, la señorita Gilchrist estaba sacando del horno la bandeja de bollitos. La tetera dejaba escapar un chorro de vapor.

—Está aquí un tal señor Guthrie y le he invitado a tomar el té.

—¿El señor Guthrie? Oh, sí, era un gran amigo de la querida señora Lansquenet. Es un celebrado crítico de arte. Qué suerte. He hecho bastantes bollitos y hay también mermelada de fresa y unos pasteles. Ahora haré el té... ya he calentado el agua. Oh, por favor, señora Banks, no lleve esa bandeja, que pesa mucho. Yo puedo llevarlo todo.

No obstante, Susana llevó la bandeja y la señorita Gilchrist la siguió con la tetera y el agua caliente, saludó al señor Guthrie y todos se sentaron.

—Bollitos calientes —dijo el señor Guthrie—. ¡Qué estupendos y qué mermelada tan deliciosa! ¡Qué diferencia hay con lo que uno compra por ahí hoy día!

La señorita Gilchrist enrojeció de placer. Los pastelillos eran excelentes, lo mismo que los bollitos, y todos hicieron honor a la merienda. El espectro de «El Sauce» los acompañó. Era evidente que la señorita Gilchrist se hallaba en su elemento.

—Bueno, muchas gracias —dijo Guthrie, aceptando el último pastel que le ofrecía la solterona—. Aunque me siento algo culpable... disfrutando de un té tan excelente donde la pobre Cora fue tan brutalmente asesinada.

—¡Oh!, pero la señora Lansquenet también hubiera querido que tomara usted un buen té —replicó la señorita Gilchrist—. Hay que conservar las fuerzas.

—Sí, sí, tal vez tenga razón. El caso es que, ya saben, uno no puede hacerse a la idea de que una de sus amigas pueda haber sido asesinada.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Susana—. Parece... fantástico.

—Y menos todavía por un maleante cualquiera que entra de improviso para atacarla. Yo puedo imaginar ciertas razones por las que la pobre Cora pudo haber sido asesinada...

Susana intervino rápidamente.

—¿Es posible? ¿Qué razones?

—Pues Cora no era discreta. Nunca lo fue, y disfrutaba... ¿cómo diría yo...? demostrando lo aguda que era. Como una niña que conoce un secreto. Si Cora lograba enterarse de un secreto deseaba hablar de él, aunque hubiera prometido no hacerlo. No era capaz de contenerse.

Susana no dijo nada, ni tampoco la señorita Gilchrist, que parecía más preocupada. El crítico de arte continuó:

—Sí, un poco de arsénico en uña taza de té... eso no me hubiera sorprendido, o una caja de bombones recibida por correo... Pero un crimen tan brutal... me resulta altamente incongruente. Puede que esté equivocado, pero yo hubiera dicho que tenía bien poco para robarle. No tenía mucho dinero en la casa, ¿verdad?

—Muy poco —repuso la solterona.

—¡Ah! Andan sueltos muchos malhechores. Desde la guerra los tiempos han cambiado.

Y dándoles las más efusivas gracias por el té, se Despidió cortésmente de las dos mujeres. La señorita Gilchrist le acompañó hasta la puerta y le ayudó a ponerse el abrigo. Desde la ventana de la salita, Susana contemplaba cómo se iba alejando por el jardincillo hasta la verja.

La señorita Gilchrist volvió a entrar en la habitación con un cartelito en la mano.

—El cartero debió dejarlo mientras estábamos en el Juzgado. Lo ha echado en el buzón y había caído detrás de la puerta. Y me extraña esto..., porque, claro, esto debe ser un trozo de pastel de boda.

Y alegremente desenvolvió el paquete, apareciendo una cajita blanca atada con una cinta plateada.

—¡Y lo es! —Desató el lazo y en el interior de la caja apareció un pedazo de rico pastel con pasta de almendras y azúcar cande—. ¡Qué bueno! pero ¿quién? —Consultó la tarjeta adjunta—. Juan y María. ¿Quiénes pueden ser? ¡Qué tontería no poner los apellidos!

Susana, saliendo de su abstracción, dijo:

—A veces resulta difícil identificar a las personas que sólo utilizan su nombre de pila. El otro día recibí una postal que firmaba una tal Juana. Conozco a más de ocho Juanas... y ahora que casi siempre se utiliza el teléfono, a menudo se desconoce la letra de nuestras amistades.

La solterona iba repasando todas las Marías y Juanes que contaba entre sus amigas.

—Podría ser la hija de Dorotea... se llama María, pero no he oído decir que tuviera novio, y menos que se casara. Tal vez sea Juanita Banfield... Supongo que ya estará en edad de casarse... O la niña de Enfield... No, se llama Margarita. Ni siquiera viene la dirección. ¡Oh!, ya me acordaré...

Cogió la bandeja y se dirigió a la cocina.

Susana se puso en pie y dijo:

—Bueno, será mejor que vaya a meter el coche en alguna parte.

Y, tras decir eso, salió de la casa.