CAPÍTULO CINCO
El olor fuerte a alcohol me asaltó cuando se abrieron las puertas del ascensor en el piso del departamento de cuidados intensivos y me inundó de recuerdos de mi primer año de enfermería. Mi Tía Colleen me había conseguido un trabajo en su hospital, trabajando al lado de ella durante el muy deseado turno de día. Las dos habíamos pensado, y resultó ser tontamente, que después de seis años la gente hubiera perdido el interés por la Niñera Atrevida. Mis primeros días, camuflada en mi uniforme de enfermera y con mis zapatos gruesos blancos, me había sentido normal. Charlaba con los otros de primer año en la sala de descanso y hasta me habían invitado a la hora feliz del viernes por la noche. Los años de secundaria y universidad los había pasado escondida en el apartamento de mi Tía, que estaba en un sótano, apresurándome de aquí para allá a clase con lentes de sol y gorra de béisbol, esperando en vano para que todo “pasara al olvido”. Vi el hospital como mi oportunidad para liberarme.
Mi descanso de la infamia no duró mucho tiempo.
Aguanté un año y sufrí las miradas lascivas sin fin de los camilleros, miradas descaradas y hambrientas de los hombres pacientes, madres de mediana edad pidiendo mi autógrafo. Me movían de departamento en departamento—oncología, maternidad, cuidados urgentes—y cuando eso no funcionó, me sentenciaron al turno de media noche. Mis supervisores admitieron que yo no había hecho nada malo, pero que la situación era “perturbadora”. Si no hubiera sido por Colleen, estoy segura de que el hospital me hubiera despedido. Las cosas se calmaron cuando me asignaron a la unidad de cuidados paliativos, que era una pequeña sección del departamento de cuidados intensivos separada por unas paredes. Ahí la mayoría de mis pacientes estaban ya al punto de morirse, muy enfermos para prestar atención a quién les cambiaba sus vías intravenosas y quién les traía el dulce alivio de la morfina. Las familias igualmente no solían fijarse en la tranquila enfermera pelirroja cuyas manos pálidas y llenas de pecas se habían ocupado de sus madres, tan envueltos estaban en su tristeza y riñas familiares. ¿Quién heredaría el anillo de compromiso de mami? ¿Quién recibiría la casa? ¿A quién quería más papi? Era un mundo donde yo podía ser de ayuda, dónde me podía esconder, dónde podía expiar.
Mi Tía Colleen estaba recostada contra la pared de afuera de la habitación de mi madre. Sus manos pálidas cubiertas de venas agarraban un vaso de papel. Me saludó con un beso. “¿Ella te llamó, verdad?”
“¿Quién? ¿Marybeth? Sí, dio con mi paradero”.
Mi tía arrugó el vaso de papel y lo tiró a la basura. “¿En tu único y solo día de vacaciones en cuánto tiempo? Es vergonzoso, pero bueno, Marybeth siempre ha sido algo viejo y agrio. No resistía que nadie tuviera un momento de paz o de placer. Especialmente tú.”
Colleen podía hablar largo y tendido por horas sobre los fallos de Marybeth así que interrumpí su letanía de los pecados de Marybeth preguntándole, “Mamá no se está muriendo?”
Colleen se pasó los dedos por un permanente malo, nunca habiendo abandonado su peinado favorito de los años ochenta. Se veía cansada debajo de una franja de pintura de labios purpurina. “Ella pasó un rato difícil. Marybeth llamó a los paramédicos que arrastraron a tu madre hasta aquí. Pobre Margaret, su respiración estaba irregular anoche pero mírala cómo está ahora”. Colleen apuntó hacia la habitación. “Durmiendo como un bebé”.
Me asomé por la puerta y podía ver el pecho delgado de mi madre, subiendo y bajando con su respiración normal. “¿Qué le pasó?”
“Creo que Marybeth le dio la medicina equivocada, para serte franca. No que jamás lo admitiría. Pero tú misma sabes, estamos en un punto donde cualquier cosa podría hacerla caer por el precipicio”.
Me sentí mareada por un instante, una mezcla del efecto del cambio de hora y de ansiedad sobrecargó mi cerebro confuso. Me recosté contra la puerta de la habitación de mi madre. En la voz más fuerte que podía lograr, pregunté, “¿Entonces, cuál es el plan?”
Colleen cruzó los brazos sobre sus pechos abundantes. “Marybeth anda con mucho miedo ahora, puede ser que la puedas convencer a poner a tu madre en un hospicio.
“O tú también podrías hablarle. Dios sabe que ella no escucha ni una sola palabra que yo digo”.
Colleen se rio. “¿Crees que a mí me iría mejor? Marybeth no me ha dicho una sola palabra civilizada en décadas”.
“Dos para ser exacto”. Miré en los ojos de azul ártico que Colleen compartía con Mamá y mis hermanas. Colleen era la madrina de Marybeth y habían tenido una relación estrecha hace tiempo. No por primera vez recordé lo mucho que había perdido Colleen por haber escogido un lado sobre el otro hace tanto tiempo.
“Tú tomas todo el peso del mundo sobre los hombros, ¿lo sabías, cariño? Siempre lo has hecho. No todo es tu culpa. Y para que conste, yo no haría nada de una manera diferente”.
Colleen me echó el brazo por la cintura. “Ahora, pasa para que tú misma puedas comprobar cómo está tu madre”.
Las manos huesudas de Mamá estaban encogidas como dos garras. Pero su respiración estaba normal, su color, bueno. Podía durar bastante tiempo todavía. Le acaricié el brazo, la piel fina como papel.
“Pobre Mamá”.
“Sí, pobre Margaret. Cómo hubiera odiado terminar así. Pero nadie escoge cómo entramos en el mundo y cómo nos vamos de él.
Me senté hacia un lado de la cama de mi madre. “Por lo menos, está rodeada de familia”.
Colleen se recostó contra la pared. “Eso es parte de su problema. Esas mal informadas hermanas tuyas han hecho más mal que bien.
La cara de mi madre estaba tan delgada que su nariz, anteriormente tan real, se había transformado en un pico estrecho que empequeñecía el resto de su cara esquelética. Le acaricié la mejilla hundida. “Lo sé”.
“Margaret lo sabe también, de alguna forma. Yo creo que es por eso que ella sigue preguntando por ti”.
Quité la mano y miré a mi tía. “¿Yo? Tú sabes que hace años que no tenemos una buena relación. Nunca hemos sido muy unidas, de verdad que no.”
Colleen tiró de un hilo de su cárdigan viejo. A Mamá la volvía loca la manera desaliñada de vestirse que tenía Colleen, y cómo siempre andaba jugueteando con sus cosas. Casi podía oírle decir, “Colleen, ¿no puedes arreglarte mejor? Ten un poco de orgullo en tu apariencia, por Dios”. Colleen nunca les hizo caso a las críticas de su hermana y simplemente se reía de sus insultos casi constantes.
Colleen se acercó a la cama de Mamá y con un movimiento practicado le arregló la cama. “Tú misma sabes, Maura, que la muerte y la casi muerte son algo extraño. En sus últimos días, he visto cómo los pacientes de enfermedades terminales cambian. Hay personas que pueden ver mejor en el crepúsculo que bajo el sol de mediodía”.
¿Y qué piensas que ve Mamá?”
‘Lo buena que eres. Tú corazón bondadoso. A lo mejor se está dando cuenta de su parte en todo este desastre. Ella no es inocente, a pesar de su afán por representarse como madre martirizada.
“Todo eso pasó hace tanto tiempo. Es ya asunto olvidado.”
“¿Lo es, Maura?” Los ojos árticos de Colleen capturaron los míos y recuerdo como había adivinado mi secreto sucio hace tanto tiempo. Nunca pude mentirle a mi tía. Su mirada no cambió. “¿Es asunto olvidado para ti?”
Como siempre, yo fui la primera en desviar la mirada. “No necesito nada de mi madre a estas alturas. De verdad que no. Solo quiero que tenga una muerte tranquila”, dije, casi creyéndolo.
“Quizás no se merece ninguna paz. Por lo menos hasta que reconozca lo que ha hecho. Sospecho que esa es la razón por la cual no se ha muerto todavía”.
“Espero que no sea eso, Colleen. Es una cosa más que no necesito en mi consciencia negra.
Su voz más fuerte, los ecos de Flatbush Avenue más pronunciados, Colleen dijo, “¡Qué consciencia negra ni consciencia negra! Jamás ha habido una niña con tantos méritos. Sabes que mi grupo siempre te adorabas y nunca podías hacer nada malo ante los ojos de Tim. Si alguien tiene remordimientos es mi querida hermana”. Colleen se inclinó sobre mi madre. “Despierta y di que lo sientes, Peggy. Pídele perdón a Maura por no haberla apoyado, por haber escogido a esa perra arrogante en vez de a su propia carne y hueso. Entonces pídele a Dios Santo que te perdone y quizás estarás chupando naranjas en el cielo en un dos por tres.
Tiré del brazo de mi tía. “Colleen, no, déjalo”.
“Es verdad’, espetó ella con veneno desacostumbrado. “Ella sabe que es verdad”.
Se me formó un nudo en la garganta. “No necesito nada de Mamá,” pude decir. “Ya no”.
“Sé que te gusta pensar eso”. Colleen abrió la boca para decir algo más, pero la cerró de repente. Se acercó y me dio palmaditas en la espalda. “Debes de estar cansada y estoy segura que ese hombre mío está sentado en el sofá, preguntándose en dónde está la comida. No dejes que la espantosa pareja te esté mandando, ¿me oyes? Y si necesitas un descanso, pásate por casa. Hace años que no vas. Timmy por fin abrió su billetera y me dejó pintar la sala. No vas a reconocer el lugar”.
Forcé una sonrisa. “Muy bien, prometo pasarme por allá un día de esta semana.
Colleen le apretó el pie a mi madre. “Peggy, recuerda lo que dije. Por una vez en tu vida admite que estabas equivocada. La verdad te hará libre. Me besó la mejilla. “Buenas noches, corazón”.
“Buenas noches”.
La respiración de mi madre seguía normal, su color estaba bueno, así que no vi motivo para quedarme cuando mi hermano Rory llegó a relevarme. No me preocupé de mencionar el asunto del hospicio con Rory—siempre había sido el buen soldadito de Marybeth. Haría lo que le dijeran.
En el parqueadero del hotel, mi teléfono me avisó que tenía un mensaje de texto.
“Penelope manda saludos y quiere confirmar el almuerzo de la próxima semana. Todos te extrañan”.
Como una niña pasando notas durante la hora de estudio en la escuela, con una sonrisa grande, le escribí mi respuesta. “¿Y tú?”
Un minuto más tarde, llegó su mensaje: Especialmente yo. No puedo esperar hasta el miércoles.”
Claro que le contesté, “Ni yo tampoco”.
Cuando entré con el Honda en el parqueadero de Loser Gardens me sentía como una persona completamente distinta, y a pesar del efecto del cambio de hora brutal, una corriente de energía me corría por las venas. ¿Qué era esta extraña sensación? ¿Sería el optimismo, la esperanza, la alegría? ¿Sería el amor?
Unos cuantos niños chapoteaban en la piscina, pero aparte de eso, había tranquilidad en Loser Gardens. Tiré de mi maleta para cruzar la gravilla ya que, cargada de todos los regalos de Scott, estaba muy pesada para cargar.
Una mujer, bueno, una chica mejor dicho, apareció por detrás de la camioneta de Bob. “A ver, permítame ayudarla”.
“Lo tengo controlado”.
“No, de verdad, permítame ayudar, Srta. Lenihan”.
Aún sin mirarle bien la cara, dije, “No tengo comentario”. Y entonces, imitando las palabras duras que Bob había dicho la semana pasada, añadí, “Esta es propiedad privada. Si no se marcha, voy a llamar a la policía”.
Me tocó el brazo. “¿Usted piensa que soy de la prensa? No, no, no ha entendido bien, Srta. Lenihan. ¿Usted es Maura Lenihan, no?
Me viré para mirarla. No tendría más de veinte años. Falda azul marino, cardigán azul claro, pelo rojo espeso amarrado en un moño, ojos de color verde de botella escondidos detrás de lentes caros de montura metálica. Se veía como si estuviera buscando una pasantía de verano, y no como alguien intentando parar a una extraña en un parqueadero. Un pequeño hoyo me ardía en el estómago. Se veía que ella se había vestido con cuidado y quería hacer una impresión favorable. No le contesté.
“Yo, bueno, yo, ah...” Sus mejillas pálidas le ardían mientras que trataba de hablar.
El hoyo se me movió al pecho y casi no podía respirar. “No tengo ningún comentario”, dije en voz estrangulada, y di media vuelta y continué halando la maleta hacia la puerta de mi apartamento.
Hubo silencia a mis espaldas, entonces oí una pisada sobre la gravilla.
“¡Espere! Quiero hablar con usted”.
Había casi llegado a mi puerta, cuando la chica extendió la mano y me tiró del brazo. “Por favor, Srta. Linehan, solo necesito pocos minutos de su tiempo”.
No la miré, no podía mirarla, mientras buscaba mis llaves a tientas.
La puerta de Bob se abrió. “¿Maura? ¿Alguien te está molestando?”
La voz de la chica subió un octavo. “No estoy molestando a nadie. Solo necesito hacerle unas pocas preguntas”.
Bob agarró a la chica por el brazo, levantándola como la muñeca de trapo de una niña. “Escucha bien, corazón, a ustedes ya se les ha advertido. Esto es propiedad privada. No me hagas llamar a la policía. Vete a buscar tu exclusiva en otro lugar”.
¡Quíteme las manos de encima!” gritó ella. “Me voy, ¿está bien?” Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando me miró. “No volveré a molestarla más”.
Bob le soltó el brazo. “Mira a ver que no se repita”.
La chica dio unos tropezones mientras corría a su SUV rojo con una calcomanía del equipo de hockey sobre el césped de St. Catherine’s Academy en la defensa. Las yantas del SUV tiraron gravilla cuando el auto nos pasó rugiendo y salió del parqueadero. Aunque la chica nos pasó en una borrosidad, podía ver que ríos de lágrimas corrían por sus mejillas manchadas.
Bob se puso a mi lado en la puerta. “Bastante joven para ser corresponsal, ¿no crees?” Sus ojos agudos me miraron la cara detalladamente. “No la conocías, ¿verdad?”
Desvié la mirada. “No”.
Pero claro que sí la conocía.
Le di mis excusas a Bob. No, no tenía hambre y no quería reunirme con él en la casa club para una barbacoa. No, no me apetecía ir a una cata de vinos. No, no estaba disgustada, solamente cansada del viaje. Al final, él me apretó el brazo y se fue. Bob Connors era un hombre agradable y algún día sería un buen novio para una persona. Bueno, para otra persona.
Cerré la puerta. El olor agrio de leche me alcanzó desde la cocina. Había dejado medio galón sobre el mostrador. Una vez más. Regué el ficus que aún se agarraba a la vida, y arrastré la maleta a mi cuarto, rayando el piso de imitación madera. Miré mi closet y, aunque sabía que no debía, me sumergí en capas de zapatos deportivos y dispositivos ortopédicos blancos, desgastados, para encontrarlo. La caja.
La caja blanca de zapatos se había desteñido a un color gris claro. La mano me temblaba como siempre lo hacía cuando le quitaba la tapa. Adentro había una gorrita blanca, bordada de paticos de amarillo pálido, el tipo que usan los hospitales cuando los padres no han traído los suyos. Una banda diminuta de plástico que decía “Niña Lenihan” en letras descoloridas y una foto que Colleen había tomado cuando mi madre había salido de la habitación.
La niña era muy pequeñita, envuelta en una frazada blanca, tan pálida, el único toque de color era el vello rosado y fino que le cubrían el cuero cabelludo. El cabello y los ojos eran mi única contribución. El resto de la bebé era él. Todo él.
La niña en su cunita, yo en la cama, mi camisa desabrochada. Se había tomado la foto después que me había bombeado los pechos, el líquido precioso entregado en una botella de plástico. Estaba en contra del protocolo dejar que los niños que iban a ser dados en adopción pasaran tiempo con la madre biológica, pero aparentemente la madre adoptiva era un poco exagerada en cuanto a la salud y había insistido en que yo le diera el pecho a la niña varias veces para que ella recibiera una buena dosis de calostro. Colleen le dijo a mi madre que no debía de darle el pecho a la niña, que sería más difícil para mí entregarla a la adopción, pero mi madre no se dejó persuadir.
“Es buena gente. De calidad”, dijo mi madre. “Y nos están quitando este problema de encima, así que si quieren que Maura le dé el pecho a la niña, es lo que hará. Es lo menos que puede hacer”.
“Por Dios, Peggy, ten un corazón, mujer. ¿Hubieras podido darle el pecho a un niño y entonces regalarlo?” preguntó Colleen.
Las dos estaban afuera de mi habitación y pensaban que estaba dormida. Seguí con los ojos cerrados.
“Entonces debió de haber mantenido las piernas cerradas”, espetó mi madre.
“Ella es una niña y fue violada. ¿Y ahora para que le pase esto? Pobrecita”.
“Baja la voz, Colleen. Ella no fue violada. Pasó en la fiesta que dio Rory cuando no estábamos aquí. Uno de los muchachos de fraternidad.”
“Sí, claro, uno de los misteriosos hermanos de fraternidad. No soy parte de la prensa, no tienes que escupirme tus mentiras. Por Dios, Peg, ¿le has mirado la cara a la bebé? No hay duda de quién es el padre”.
“Estoy haciendo por ella lo que es mi obligación hacer. Encontré unos padres agradables. Se la llevarán a Albany mañana y entonces se habrá terminado esta pesadilla.
“¿Le llamas a esto ‘hacer tu obligación? Hace meses que no ves a Maura. Ella no puede vivir en mi sótano para siempre”.
“¿Por qué no? Estás recibiendo tu cheque”. La voz de Mamá, pequeña e infame, añadió, “Sé que tú y Tim lo necesitan”.
Colleen no mordió el anzuelo. “No tiene que ver con dinero. Tiene que ver con que Maura reciba el apoyo de su familia, su familia cercana. En rechazarla estás empeorando las cosas. Esta vergüenza que ella siente se va a convertir en algo arraigado. Si no tienes cuidado, ella va a llevar esto el resto de su vida. Maura es una chica joven, una chica bella. Tú y Bill se la tienen que llevar a su casa y terminar de criarla”.
“Ella está mejor contigo”.
“Peggy, no quieres decir eso”.
Las lágrimas salían de mis ojos cerrados cuando mi madre repitió, “Ella está mejor contigo”.
Mi padre vino al hospital esa noche sin mi madre. Acababa de bombearme los pechos, y fue la última vez que lo hice dado a como resultaron las cosas. No podía darle leche a la niña directamente. Sabía que si la tenía en mis brazos, yo estaría perdida. Mi padre sacó a la niña de la cunita y ella se veía mucho más pequeña en sus manos grandes. Se sentó en la silla a mi lado y con el dedo índice le acarició su pelo rojo suave.
“Tiene el pelo rojo de mi madre. Como tú”.
Asentí con la cabeza.
“Es preciosa, Maura”, dijo él en su acento suave irlandés. “Quisiera que nos pudiéramos quedar con ella. Pero es mejor para ti, y para ella, que sea adoptada. ¿Sabes eso, no?”
La piel de mi padre era un matiz raro de gris que no había notado anteriormente, su barriga más pronunciada. Debí de haberme portado mejor con él. Debí de haberme dado cuenta que regalar a la bebé también había sido duro para él. Pero solo tenía quince años. Toda la ira que había acumulado en los últimos seis meses salió como un escupitajo. “Tim dice que pudiste quedarte con tu trabajo. Que hasta te ascendieron”.
No desvió los ojos de la niña. “No debes de preocuparte por las cosas de adultos ahora, corazón”.
“¿Por qué no? Tú y tu precioso trabajo son la razón por la cual no puedo quedarme con mi bebé. Ay, sí, yo sé. Yo sé con qué te amenazaron los Mannion, con qué amenazaron a Tim. Tim les dijo que se jodieran”. Esperé su advertencia de ‘cuidado con ese lenguaje, señorita,’ pero se calló la advertencia. Mi padre solo me miró. Envalentonada, lo miré fijamente a su cara pálida, y aunque ya sabía la respuesta, le pregunté, “¿Qué les dijiste a los Mannion, Papá?”
Algo dentro de mi padre se destruyó. Con los ojos llenos de lágrimas me dijo, “Algo con lo que tendré que vivir para el resto de la vida”. Si yo hubiera sabido entonces que mi padre estaría muerto dentro de ese año, le hubiera tomado la mano. Le hubiera pedido perdón. Le hubiera besado la mejilla. Pero no hice ninguna de esas cosas. Les di la espalda a él y a mi hija. Cerré los ojos. Y eso fue algo con lo que tendré que vivir para el resto de la vida.
Agotada, tiré la caja en el closet de nuevo y me acurruqué en la cama. Antes de escaparme en una ola de sueño, una palabra me entró en la mente: Albany. Mi madre le había dicho a Colleen que los padres adoptivos vivían en Albany. Entonces, ¿por qué era que la chica del pelo rojo asistía a St. Catherine’s Academy en Cold Spring Harbor?