CAPÍTULO CUATRO

Aunque una de las cadenas de tiendas hace ya algunos años era dueña de la farmacia Cold Spring Drugs, todavía tenía las estanterías estrechas y sobrecargadas y las luces que parpadeaban que recordaba de mi niñez. Fue aquí en donde me robé delineador de ojos y sombra de ojos de color morado para añadir a los crayones de labio esmerilados que había robado del bolso de maquillaje de mi hermana Eileen. Caminaba sin rumbo en la fila de productos para el pelo mientras que preparaban la medicina de mi madre.

Una mujer rubia, delgada, regañaba a dos preadolescentes con rizos rubios a juego. “Kiera, no, no te voy a comprar la sombra para los ojos. Claire, “¡suelta eso!”

Aunque su voz era un octavo más bajo de cómo lo había sido y la piel se había puesto un poco más áspera, mi antigua empleadora no había cambiado mucho. Me quedé clavada al piso, sin poder quitarle los ojos de encima.

La niña  enroscaba un mechón de pelo blanco-rubio alrededor de un dedo. “Mamá, tú dejaste a Caroline usar maquillaje a los doce años”.

“¿Es eso lo que te dijo? Yo absolutamente no le di tal permiso”. Sus palabras eran de regaño pero se sonreía.  Parecía que los años habían calmado a Katie Mannion.

Katie Mannion llevaba puesto su traje blanco habitual de jugar tenis cuando abrió la puerta, su cara resbalosa y brillante con una capa gruesa de loción para protección contra el sol. “Maura, cariño, has llegado un poco temprano. Brendan está terminando su desayuno. Hice tostadas francesas, ¿tienes hambre?”

Indiqué que no con la cabeza.

Vio la sombra para los ojos que me había robado. “Te ves muy glamorosa, Maura. ¿Alguna cita caliente más tarde?”

Miraba fijamente mis zapatos, las mejillas se me quemaban de vergüenza y algo más que un poco de remordimiento. “No, yo, uh...”

Katie se rio. “Bueno, espero que no lo pierdas todo en la piscina. Ven, pasa, me puedes ayudar a convencer a Caroline a que termine su desayuno por una vez en la vida”.

Katie levantó la cabeza y sus ojos encontraron los míos sobre las estanterías bajas. Hizo una inhalación aguda que se oyó por toda la tienda. La mano de Katie voló a su boca.  Yo di la vuelta  y me dirigí al mostrador del farmacéutico en el fondo de la tienda.  A mis espaldas Katie dijo, “Nos vamos, niñas”.

Sentía como un latido que me golpeaba dentro de la cabeza cuando iba manejando hacia la casa de mi madre, como si mi cuerpo me estuviera castigando una vez más por acercarme mucho a la órbita de los Mannion. Aunque supongo que técnicamente ni Katie ni sus hijas jóvenes eran de los Mannion. Hace años oí decir que Katie se había casado con un tal Mark Reid, viudo rico del pueblo. Katie Reid. Me imagino que fue un alivio para Katie deshacerse del nombre Mannion. Se veía bien, y era obvio que había vuelto a rehacer su vida. Encontró a otro hombre con quien compartir su vida, con quien tener hijos. Ella había prosperado y había encontrado una manera de olvidar el pasado para siempre.

Cuando llegué a la casa de mi madre, encontré a mi hermana, Marybeth, sentada en la desteñida mesa de fórmica en la cocina bebiendo un té frío. Su cabello rubio estaba liso y brillaba, y su maquillaje era fresco, pero sus ojos azules se veían descoloridos. Marybeth siempre ha sido el doble de mi madre con los mismos rasgos delicados y la misma voluntad de hierro. Ella había sido la que más apegada estaba  a mi madre, y yo me imagino que ella era la que iba a sentir más la pérdida de nuestra madre. Seguro más que yo.

Con quince años más que yo, Marybeth y yo nunca habíamos tenido una relación estrecha y desde el escándalo de los Mannion si ella y yo hablábamos más que una vez al año, eso era mucho. No me sorprendió que ella se puso del lado de mis padres—-que por supuesto era el lado de los Mannion. Sin Colleen y Tim, yo hubiera estado completamente sola. Pero desde que a Mamá la diagnosticaron el invierno pasado, Marybeth y yo habíamos hablado por lo menos una vez por semana. No se me había perdonado, pero mis hermanos habían determinado que yo podía servirles para algo y de mala gana me dejaron regresar al rebaño. 

“¿Cómo está?” Pregunté.

Marybeth me miró y por primera vez vi una telaraña de arrugas alrededor de los ojos. “Dormida, por fin. Le di la última pastilla de morfina. ¿Fuiste a buscar sus medicinas?”

Saqué la botellita color café de la bolsa de papel y la puse sobre la mesa de la cocina. “Sí, suficiente para otra semana más”.

“¿Por qué no trajiste más?”

Me senté en frente de ella y en una voz calmada, le dije, “Pude ser que ella no la necesite”.

“No quisiste decir eso, ¿verdad? Mamá tiene mejor color hoy”.

Extendí el brazo sobre la mesa hacia Marybeth y le tomé la mano. “¿Y cómo sería eso algo bueno, Marybeth? Ella no se puede recuperar, tú lo sabes. ¿Cuál es el propósito de prolongar esto?”

Marybeth se encogió y arrebató su mano de la mía. “Ella va a tener más tiempo con nosotros”.

“Ella no sabe quiénes somos. Ella casi no sabe quién es ella”.

“Eso no es verdad. Ella me apretó la mano, ella me sonrió”.

Comencé a hablar en ese tono de voz que calma y que yo usaba con las familias de mis pacientes terminales cuando la hora de la muerte se acercaba. “Ella necesita estar en algún centro de tratamiento, con una orden de no resucitar. Hubiera sido mejor para ella si a Rory no le hubiera dado pánico y no hubiera llamado a los paramédicos ayer, si él la hubiera dejado dormir para siempre”.

“Él hizo lo correcto”.

Mi comportamiento profesional se evaporó. “¿Lo correcto para quién?”

Marybeth dio un puñetazo sobre la mesa. Hielo salto fuera de su vaso. “Eres increíble. Yo sabía que era un error involucrarte. Mira, hermanita, si tú no puedes apoyar a Mamá el cien por ciento, si no podemos confiar en ti el cien por ciento de que no vas...no vas...”.

“¿No voy a qué?” Miré los ojos azules fríos de mi hermana. “¿Que no voy a matarla?”

Marybeth no dijo nada. Su mirada lo decía todo.

Me levanté de la mesa y me puse a caminar por la cocina anticuada, pasado la pared de fotos familiares que no incluían ni un solo imagen de mí. Me apoyé en el mostrador y forcé comunicar calma con la voz. “Soy una profesional con mi licencia y con un expediente impecable. Llama a la agencia y busca información sobre mí si no me crees. De hecho, estaría muy contenta de salir de esto y dejarlos a todos ustedes que cuiden de Mamá. De ninguna manera quiero privarlos del placer de cambiarle los pañales y limpiarle las úlceras de cama”.

Marybeth miró por la ventana, su boca una línea dura.

Henchida de un sentido de confianza poco usual, sonreí. “Sí, eso es lo que pensaba. Voy a chequearla”.

A pesar de los pozuelos de cerámica china llenos de popurrí, la sala aún seguía con ese aire rancio, frío y húmedo de una habitación de enfermo. La respiración de mi madre era regular, y, aunque no quería admitir que Marybeth tenía razón, su color estaba mejor y hasta el pulso se había mejorado. Gracias a la voluntad de hierro de sus otros hijos, mi madre hasta ahora había podido resistir: pero no importaba qué medidas extraordinarias habían tomado, el destino final de mi madre sería el mismo. Levanté su mano. “Lo siento que no estaba aquí ayer contigo. Lo siento que no te pude evitar esto”.

Los párpados le aletearon y yo me dije a mi misma que ella me podía oír,  que de alguna manera ella entendía.

No queriendo regresar a la cocina con Marybeth, subí las escaleras y fingí que tenía que ir al baño. Me eché agua en la cara, me lavé las manos. Después de diez minutos, me sentía que podía ver a mi hermana una vez más, pero antes de salir del baño mi teléfono trinó. Me metí en el antiguo cuarto de Marybeth para contestarlo.

“Hola, ¿Maura?  Habla Diane Slattery del Long Island News. Estamos haciendo una retrospectiva del escándalo Mannion y queremos programar una cita. ¿Estarías disponible mañana?

Se me secó la boca. “¿En dónde consiguió este número?”

“Si no te conviene mañana, ¿lo podríamos hacer el viernes?”

Me temblaba la mano. “¿Cómo me encontró?”

“Entonces, Maura”, continuó ella, “¿qué te parece? ¿Estás lista para contarle al mundo lo que has estado haciendo?”

Con una voz áspera y aguda, dije, “Jamás aceptaré hacer una entrevista. Déjeme en paz.”

“Maura, esta es tu oportunidad para al fin contar...”.

“¿Mi versión de lo sucedido? No. Absolutamente no. Si me vuelve a llamar, me pondré en contacto con un abogado”. Colgué el teléfono y me desplomé sobre la cama de Marybeth. La adrenalina inundaba mi cuerpo y me sentía como si se me fuera a arrancar el corazón del pecho. No podía dejar que Marybeth me viera así. No podía darle aún más munición para que la usara contra mí.

Me senté en la antigua mesa de tocador de mi hermana, la superficie manchada de pintura de uñas y rímel. Miré fijamente a un espejo en forma de un corazón gigantesco, su pintura blanca y rosada descascarillada y descolorida.  Me toqué la mejilla, su piel pálida y aún sin líneas, el fruto de una vida escondida del sol.

“¿Qué estás haciendo aquí arriba?” Preguntó Marybeth desde la puerta, su bebé varón de doce meses cargado en la cadera.

“Nada”.

Eileen empujó a Marybeth para abrirse paso y se quedó parada detrás de mí, sus ojos azules encontrándose con los míos verdes en el espejo... “¿Es ese mi crayón de labio?”

“No. Es mío. Lo compré”.

Eileen se rio. “¿Ah sí? No me digas. Ese rimel parece ser mío también”.

“De todas maneras, ¿para quién te estás emperifollando? Preguntó Marybeth, su voz repentinamente aguda y bastante parecida a la de nuestra madre.

Me perfilé los labios con mis tesoros robados, queriendo que mis hermanas volvieran a tratarme como si yo fuera invisible, Murmuré, “Nadie”.

“Creo que alguien está enamorada”, cantó Eileen.

“Maura”, mi madre gritó hacia el segundo pis. “Si quieres que te deje en casa de los Mannion date prisa que no tengo todo el día”.

Eileen estaba parada detrás de mí y estaba jugando con mi cabello. “Uy, Marybeth, creo que alguien está enamorada de Brendan Mannion. ¿Recuerdas cuándo cuidábamos los niños de los Sullivan? Tú sabes, esa familia con el padre tan guapo. Oye, ¿no tuviste una cita con uno de los Mannion?”

‘Sí, salí con Tommy Mannion un par de veces”, dijo Marybeth, su voz inusualmente chillona y estresada. “Oye, Maura, quítate esa basura de la cara, no necesitas llegar a casa de los Mannion con esa pinta”.

“Ay, no le hagas caso,” dijo Eileen. “Yo creo que te ves fenomenal. Lástima que no viste la cantidad de sombra para los ojos morada que Marybeth se ponía cada vez que íbamos a cuidar  los niños de los Sullivan. Eileen se volvió a reír y bajó las escaleras.

Mi sobrino se retorcía en los brazos de su madre. “Maura, mírame”.

Miré a Marybeth, y con el apoyo inusual de Eileen, me sentía menos intimidada, casi desafiante.

La cara de Marybeth estaba pálida y demarcada y ella se veía apagada. Antigua. Hasta Mamá había dicho ayer que este último embarazo estaba convirtiendo a Marybeth en una vieja antes de tiempo. Me volví a mirar en el espejo y admiré mi obra de arte. Le puse más capas de sombra morada sobre párpados ya cargados de maquillaje.

“Te estoy hablando en serio, Maura. No vayas allá con ese aspecto que tienes. Con los muchachos Mannion no se debe jugar”.

Me pasé el crayón de labio esmerilado por los labios una vez más, me puse en pie y pasé junto a mi hermana mayor. “Ya escuchaste a Mamá. Voy a llegar tarde”.

Mi celular trinó de Nuevo. Contesté y dije, “¡Ya le dije que no tengo ningún comentario! Déjeme en paz. ¡Basta ya!”

“¿Maura? ¿Estás bien?”

Ay mierda, era Scott. “Es que, bueno...pensé que era otra persona”.

“Bueno, me alegro que no estás enfadada conmigo. No estas enfadada conmigo, ¿verdad? Me desperté solo esta mañana y no estabas. Fui tremendo imbécil ayer. Lo siento”.

“No pasa nada. Estoy teniendo un mal día. Créame, sé cómo se siente eso. Además, yo soy la que le debe de pedir disculpa a usted. Crucé el límite, Sr. Matthews, y lo siento. No va a volver a pasar”.

“¿Sr. Matthews? ¿Así que hemos vuelto a eso? ¿Y si yo quiero que vuelva a pasar, Enfermera Lenihan?”

Miré en el espejo en forma de forma corazón, y tanto para convencerlo a él como para convencerme a mí, le dije, “No, no volverá a pasar”.

“Me ayudaste a pasar un día muy duro para mí. En cualquier caso, estoy agradecido. Y estoy reformado. No habrá más licor... No habrá más olvidarme de comer y darme las inyecciones. Seré el paciente perfecto. Ya verás”.

“Creo que sería mejor para los dos que a usted le asignaran una nueva enfermera”.

“Pero yo no quiero una nueva enfermera”, dijo él, como un niño malhumorado. “Te quiero a ti”. De hecho, estoy llamando porque quiero proponerte algo. Tengo que asistir a una conferencia en Napa este fin de semana. Soy el orador principal sobre los derivativos, y me gustaría que vinieras conmigo”.

“¿Usted quiere que yo vaya con usted para oírle hablar de deriva-qué?’

“Derivativos, sabionda. Y no tienes que escuchar mi charla aburrida. La conferencia se celebrará en un hotel bello y puedes tomar vino y bañarte en el jacuzzi mientras que yo voy a la conferencia”.

“¿Así que lo que usted quiere es que yo vuele de un lado al otro del país para tomar vino y meterme en un jacuzzi?”

Se rio. “¿Siempre eres tan difícil? Quiero que me acompañes en este viaje de negocios como mi enfermera. Esta presentación es importante y no quiero echarla a perder, y mi rodilla está hecha un desastre, y bueno...yo soy un desastre para serte franco, pero no soy un desastre tan grande cuando estás conmigo. Así que, ¿vienes?”

“No puedo”.

“Vino fantástico, hotel de cinco estrellas. Baños de barro, ¿te dije que tienen baños de barro?”

“Ay, mira, un baño de barro. ¿Cómo puedo resistir?”

“Entonces, ¿vienes?”

“No”.

“Dime que por lo menos lo vas a considerar”.

Miré en el espejo y vi que estaba sonriendo. Sacudí un poco la cabeza y forcé mi sonrisa a desaparecer. “No tengo que considerarlo. Tengo muchas responsabilidades aquí”.

“¿Nunca has querido ser ni un poquito mala, Maura?”

“No voy a abandonar a mis otros pacientes para ir a ser un poquito mala con usted, Sr. Matthews”.

“Deja de llamarme Sr. Matthews, de otro modo, empezaré a Enfermera Lenihan-darte. Le diré a mi asistente que te compre un pasaje, por si acaso. Una limusina te puede recoger mañana al medio día”.

“Yo no voy a hacer viaje en avión con usted”.

“Te veo mañana”.

“Yo no...”

Él terminó la conversación. . Alcé la vista para encontrar a Marybeth mirándome de manera penetrante desde la puerta. “¿Con quién estabas hablando?”

“Un paciente”, le dije.

“No parecía que estabas hablando con un paciente”.

Suspiré. “Es lo que estaba haciendo”.

“Y ¿qué es esto de California?”

“Mi paciente me pidió que lo acompañara a California”.

“¿Cómo su qué?”

“Como su enfermera, por supuesto”.

Marybeth sacó el mentón y se pareció mucho a Mamá. “Su enfermera. Cómo no. Ya veo”.

Suspiré. “No voy”.

“Por supuesto que no vas a ir”, dijo, su voz subiendo un octavo. “No puedes abandonar a Mamá e irte a callejear en California”.

“Rory puede hacer un viaje de negocios a China. ¿Por qué no puedo yo hacer un viaje de negocios?”

“¿Viaje de negocios? Maura, por favor, yo puedo ver a través de ti. Lo he podido hacer siempre. Pobrecita la inocente Maura. Nunca me engañaste”.

Me levanté de la mesita de tocador. En una voz débil, dije, “No tengo por qué aguantar esto”.

“Por lo menos ten la decencia de dejar de putear hasta que Mamá ya no esté”.

“Siempre has sido una perra fría, Marybeth. Una perra superior y criticona”.

Marybeth volvió a sacar el mentón y de nuevo, se pareció a mi madre, “Seré una perra, pero siempre he tenido razón en cuanto a ti. Tenía razón cuando pasó aquello y tengo razón ahora”.

Sentí como si tenía un fuego dentro del pecho. Antes de que pudiera controlar, le dije, “Jódete, Marybeth”. Le metí el dedo en su brazo huesudo. “Jódete’. Marybeth se quedó boquiabierta del choque. Antes de que ella pudiera decir algo, hice lo que había hecho hace tantos años, la rocé al pasar y salí corriendo por la puerta.

Casi había llegado al auto cuando una camioneta de corresponsales de News 47 paró en frente de la casa. De una ventana abierta, un hombre gritó, “Srta. Lenihan, ¿tiene tiempo para algunas preguntas?”

Me monté rápidamente en mi auto y salí como una fiera por la calle, casi teniendo un accidente con un minivan. En el primer semáforo, agarré mi teléfono, y le di al botón para llamar de nuevo.

“Habla Maura. Cuente conmigo.”

**************

Dentro de la pequeña maleta que había sacado del almacén en el sótano de Laurel Gardens había guardado dos pares de pantalones kakis, cuatro camisetas sencillas, dos pares de pantalones cortos, un traje de baño y un vestido negro ceñido que había comprado hace dos años y que aún tenía sus etiquetas. No había ido de vacaciones desde que mi último novio me había forzado a tomar un crucero a la nada hace cuatro años. Esa relación, igual que la mayoría de mis relaciones, se fue al mismo lugar que el crucero.

Pero esto no era vacaciones. Era trabajo, me dije a mi misma mientras que empacaba mi maleta médica más grande con todo lo que pensé que iba a necesitar para la rodilla de Scott. Por precaución, también guardé jeringuillas adicionales, equipo para chequear la glucosa, y un frasco pequeño de insulina.

Como no estaba acostumbrada a que una limusina apareciera y me llevara a alguna parte, no sabía si esperar adentro o afuera de mi apartamento, Las paredes beige y el arbolito ficus moribundo se veían más opresivos que lo normal así que arrastré la maleta con su rueda jorobada y mi maletín médico afuera para esperar el auto.

El parqueadero estaba vacío igual que la piscina. El único sonido era el incesante zumbido del tráfico del Jericho Turnpike y el ruido de las tijeras de jardinería eléctricas del jardinero. Me senté en el banco que separaba mi entrada de la de Bob.

El clic de la cerradura de la puerta de Bob me sorprendió. Bob salió en un traje gris claro, notablemente bien entallado y que acentuaba sus anchos hombros. Llevabas lentes de sol y se veía un poco peligroso, como un asesino de una película de suspenso en vez de mi vecino el lava-autos.

Bob me vio y se quitó los lentes de sol. “Hola Maura, ¿a dónde vas?”

“Viaje de negocios. ¿Y tú?”

“Ah, voy a un trabajo”.

“¿Un trabajo? ¿Qué tipo de trabajo?”

Él sonrió. “Nada interesante. ¿Y tú? Pensé que todos tus pacientes estaban en una coma”.

Me reí. “No todos. Mis pacientes de verano tienden a ser esa clase de persona de Wall Street, y este necesita que lo acompañe en un viaje de negocios”.

“¿Él? ¿Supongo que es viejo y débil y te necesita para que le cargues el bastón?”

Bob se había convertido en tremendo cómico hoy. Me reí de nuevo. “No exactamente”.

“Bueno, me voy a hacer creer que te vas volando por ahí con algún abuelito y no con un as de Wall Street. De ese modo me siento mejor”.

No sabía cómo responderle así que comencé a juguetear con la maleta.

“Ay, siempre estoy metiendo la pata, ¿verdad? Bueno, Maura, disfruta de tu tiempo lejos de aquí. Me sospecho que lo necesitas. Esos imbéciles del periódico no han seguido molestándote, ¿no? No he visto a ninguno por aquí, pero he estado trabajando mucho últimamente”.

“Uno me encontró en casa de mi madre ayer”.

“Ay, mierda, ¿de verdad? Bueno, no estoy sorprendido. Todavía tienes mi número, ¿no?”

Asentí con la cabeza. “Sí”.

“Estoy hablando en serio. Llámame si necesitas cualquier cosa. Yo te puedo ayudar más que ese cerebrito de Wall Street.

“Creo que puedo resolver las cosas a mi manera”. Gracias de todas maneras”.

Bob se volvió a ponerse los lentes de sol. “Muy bien, corazón, cuídate”.

El sudor corría por mi espalda y yo chequeaba mi reloj cada cinco minutos. Siempre me he sentido inquieta cuando he tenido que esperar

Probablemente porque había pasado mi niñez esperando que mi madre me viniera a buscar, y nueve de cada diez veces ella o había llegado tarde o se había olvidado de mí por completo, las demandas del consejo de la parroquia y Cold Spring Harbor Historical Society tomando prioridad sobre mis prácticas de hockey sobre césped.

“Maura, cariño, ¿necesitas que te lleve a alguna parte?” preguntó mi entrenador.

Avergonzada por ser una vez más la última en ser recogida,  dije, con toda la convicción que podía reunir, “Oh, no, mi madre me dijo que se demoraría unos minutos en llegar. Pero seguro que estará aquí.

Aunque estaba dudoso, él dijo, “Muy bien, si estás segura”.

Le di una sonrisa brillante. “Yo estaré bien. No se preocupe por mí”.

Claro que después de media hora ella todavía no había llegado, y los campos de deportes estaban vacíos, y estaba oscureciendo. Un auto se acercaba en la distancia y al principio pensé que era el auto azul oscuro de mi madre. Mientras más se acercaba, más podía ver que el auto no era azul, sino verde. Un verde esmeralda oscuro.

Él bajó la ventana. Traía el collar de la camisa abierto y había desaparecido su corbata. “Entra”.

Yo ni sabía que el Sr. Mannion sabía a dónde iba a la escuela y mientras verlo aparecer debería de sorprenderme, no fue así. Ya nada de lo que hacía me sorprendía. . Empezaba a sentir que estábamos conectados de alguna manera. Era casi como si el tuviera superpoderes y podía leer mis pensamientos y saber exactamente en dónde estaba y lo que pensaba. Como si él supiera lo que yo necesitaba antes de yo  misma saberlo.

No había duda que él no me iba a llevar directamente para mi casa. El Sr. Mannion manejó rumbo al este por la ruta 25A, pasado Cold Spring Harbor y Huntington atravesando Northport hasta que llegó al parque estatal Sunken Meadows State Park. Manejó hacia un campo lejano de softbol, lejos del parqueadero central. Paró el auto y sacó una frazada vieja del maletero del auto y la tendió en la hierba junto a unas gradas de metal oxidadas. El Sr. Mannion no había dicho ni una palabra desde que me recogió, y todavía seguía sin decir nada. Miraba por la ventana del auto mientras él se quitaba los calcetines y los zapatos y se sentaba en la frazada, sus ojos casi brillando en el sol del atardecer. Pensé, “No tengo que hacer esto otra vez. Puedo correr a la entrada principal y llamar a una de mis hermanas”. Pero entonces esa voz interna que recientemente con tanta frecuencia se burlaba de mí, me preguntó, “¿Y qué le vas a decir? ¿Qué te montaste en un auto con un hombre casado? ¿Qué esta no había sido la primera vez?”

Salí del auto y me senté en la frazada con el Sr. Mannion. El sol poniente de otoño era brillante pero débil y yo temblaba mientras que él me quitaba el jersey de hockey y exponía pechos que la tela fina de algodón del sostén deportivo casi no podía contener. Pronto hasta esta pequeña capa de protección desapareció, cuando me quitó mis pantalones cortos y mis pantalones interiores. Estaba desnuda, completamente expuesta a él.

Él se quedó con la ropa puesta y solo sus pies estaban desnudos.

Sentí un gran peso caerme sobre el pecho y casi no podía respirar.  Cerré los ojos y me puse en la posición habitual y me acosté bocarriba, las manos hacia arriba de la cabeza, las piernas abiertas bien a lo ancho.

Los dedos del Sr. Mannion se sentían levemente calientes contra mi piel fría al acariciarme los senos. Pasaron sobre el vientre y entonces me tocó suavemente entre las piernas. Ya había aprendido a no dejarme sentir mucho muy pronto. Si me permitía tener un orgasmo con solo un toque tan suave, entonces lo que  él me haría más tarde con sus dedos y lengua sería una tortura. Abrí los ojos y los enfoqué en las nubes allá encima de mi cabeza, rosadas por el sol que se ponía.

Sus dientes rozaron mis pezones. Estiré la mano hacia abajo y le acaricié el cabello. Normalmente  el toque se permitía en solo una dirección, así que le acaricié el cabello suavemente. Me permitió este contacto pequeño mientras que me besaba el vientre. A pesar de la voz en la cabeza que gritaba, “”Eres una puta. ¿Qué diría tu padre si te pudiera ver ahora?” Temblaba de anticipación. El Sr. Mannion dejó lo que estaba haciendo y me miró. “¿Estás lista para mí?”

Sin poder hablar, gemí mi consentimiento mientras que su endemoniada lengua exploraba cada centímetro de mi cuerpo. Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Violé las reglas y permití que mi cuerpo se sacudiera con orgasmos sin fin. Pero su toque no era suficiente. Estas semanas de reuniones clandestinas al aire libre solo me habían servido para despertar el apetito y quería, necesitaba más.

Volví a violar las reglas estirando las manos hacia donde él estaba y halándolo hacia mí. Lo sorprendí y traté de alcanzar su cinturón. Me agarró firmemente mientras que me hacía dejar de hacer lo que estaba haciendo.

“No, no, no. Así es cómo las niñas pequeñas cómo tú se meten en problemas”. El Sr. Mannion me tomó la cara entre las manos y me haló hacia él, besándome dura y profundamente. Cuando se separó, dijo en una voz ronca de la emoción, “Que sepas—en donde quiera que esté, no importa lo que esté haciendo, estaré pensando solo en ti”. Me agarró los senos y los apretó con tanta fuerza que yo di un grito. “Tú y tu bello y delicioso cuerpo”.

Después que me sacó lo que me pareció una docena más de orgasmos, me llevó a casa dejándome con piernas débiles y pezones irritados y adoloridos. El Sr. Mannion paró delante de mi casa y me entregó mi mochila. “¿Esto es todo?”

“¿Esto es todo?”

¿Qué?”

El chofer de la limusina apuntó a mis dos maletas.  “¿Es esto todo lo que tiene?”

“Sí”, contesté al pararme del banco. “Eso es”.

Cuarenta minutos más tarde, una mujer en un traje de pantalones negro abrió la puerta de la limusina y me ayudó a atravesar la muchedumbre de turistas desaliñados con sus bolsas de cintura y ropa cómoda para entrar el salón del aeropuerto para los de primera clase en donde Scott estaba sentado en una silla, su pierna levantada y apoyada sobre otra silla.

Scott sonrió. “Viniste. Tenía miedo que fueras a cancelar”.

Me senté en una silla al frente de él. “Casi lo hice”.

“Me alegro que no lo hicieras. ¿Necesitas un trago?” Chasqueó los dedos. “Anna”, le dijo a la mujer vestida de negro, un vaso de champán para la Srta. Lenihan”.

“Yo no quiero nada”.

“Champán, Anna, y fruta. Y para mí un agua mineral con gas”. Hizo una mueca con la parte izquierda de la cara y me guiñó el ojo. “Ves, me estoy portando  como un buen chico”.

Anna me trajo el champán. De repente, molesta por su buen humor empalagoso, le descargué, “No me puedo pasar todo este viaje alabándote por comportamiento normal, Scott. Y por favor, no actúes como si me estás haciendo un favor en no beber. Es tu vida, tu cuerpo. Al final es tu responsabilidad cuidarlo, no mía”. Puse el vaso de champán sobre la mesa. Era todo lo que podía hacer para mantener los ojos sobre los de él. Por alguna razón el eco de la voz de mi padre dentro de la cabeza: “Nunca dejes que un perro vea que tienes miedo, de otro modo, él va a morder”.

Scott soltó la respiración y su rostro se suavizó. “Tienes razón, claro. Lo siento. Estaba tratando de que estuvieras cómoda”.

Agradecida que el momento tenso había pasado, dije en un tono más conciliatorio, “Me estás pagando, ¿recuerdas? Yo soy tu empleada. No hace falta que te esfuerces tanto”.

Se puso la cabeza en las manos por un momento, como para ordenar sus pensamientos. Entonces me miró. “No sé lo que me pasa. Ha pasado solo un mes de mi accidente, y juro que pienso que he perdido todo sentido de mí mismo. Es como si me hubiera olvidado de como tener conversaciones normales. Y olvídate del trabajo. Ayer participé en una conferencia telefónica y casi no podía mantener el ritmo de la conversación.”

Me incliné hacia él.  “A lo mejor es muy pronto para ti. ¿Pudieras cancelar esta conferencia?”

“Si cancelo esta conferencia, estoy muerto”.

Sonreí. “Eso me parece un poco dramático”.

“Estoy en serio. He luchado con uñas y dientes para que se me tome en serio en esta industria, no montándome en las faldas de mi familia. Si ahora doy marcha atrás y cancelo por mi rodilla, entonces solo estaré confirmando lo que todos decían de mí cuando me uní al bufete”.

“¿Y qué es eso?”

Una sombra cruzó su cara y por un momento se veía vulnerable. Joven. “Soy un chiquillo consentido.  Un diletante que no tiene nada que hacer en la mesa de compras.

“Scott, mi padre trabajó en Wall Street y mis dos hermanos son corredores de bolsa. Las conexiones familiares pueden abrirte la puerta pero en fin, tú necesitas cumplir con el trabajo. Tú. No tu familia. Si te han invitado a esta conferencia entonces estás obviamente desempeñando tu trabajo como debes.

Scott se pasó los dedos por su cabello espeso y oscuro y de repente me recordó mucho a él. Casi podía ver al Sr. Mannion en su cocina hablando con Kate, pasándose los dedos por su cabello de color de tinta negra.  “Por Dios, Kate, ¿qué quieres que yo haga?” 

Con la piel de repente fría por el sudor, la boca de Scott se movía pero así y todo yo no tenía ninguna idea de lo que estaba diciendo.  Tengo que enfocarme en el ahora, en el presente, me dije regañándome. Vamos, componte, Maura. Forcé una sonrisa. “Lo siento, ¿puedes repetir eso? Hay mucho ruido aquí”.

Scott aparentemente no había notado mi falta de atención. “Dije que había estado desempeñando es más acertado. Hace un mes que he estado ausente pero aún antes de eso había tenido algunas malas negociaciones en bolsa. La verdad es que necesito sacar la cabeza del culo. Por eso estás aquí”.

Antes de poder frenarme le solté, “La última vez que me fijé, era enfermera y no proctóloga”.

Él estiró el brazo y me tomó la mano. “Maura, me siento en calma cuando estoy contigo, y necesito eso ahora. Te necesito”.

“Como tu enfermera”.

Me apretó la mano antes de soltarla. “Te necesito. Punto”.

Lo miré en los ojos y asentí con la cabeza. Había mil razones por las cuáles debí de haberme levantado y salido del salón de primera clase. Sus hombros anchos, pelo negro, ojos azules, y semejanza asombrosa a él eran razón suficiente para que me fuera. Scott Matthews era un tipo rico y buen mozo que, una vez que lograra vencer este ataque temporal de necesidad emocional, volvería a ser el mismo macho alfa engreído. Volverá a sus rubias gráciles con reputaciones inmaculadas.  Entonces, ¿por qué le ofrecí mi brazo para que se apoyara mientras seguíamos a la eficiente Anna a la puerta de embarque?

Mientras que el avión volaba sobre esa estrecha lengua de tierra que me vio nacer, y se alejaba de los corresponsales y mis hermanas y Cold Spring, cerré los ojos. Claro que estarían allí a mi regreso. Pero durante los próximos días, estaría libre de ellos.  Si solamente pudiera controlar la parte del cerebro que desempeñaba la función de mi alcaide de prisión permanente, si solo pudiera olvidarme de todo aunque fuera por un poquito de tiempo.

El avión llegó a su altitud de crucero y se me destaparon los oídos. Mantuve los ojos cerrados. Mi vida, mi pasado, todo estaba allá lejos debajo de mí.  Estaba con un hombre bello que por alguna razón solo me quería a mí. Era soltera y ni yo podía ignorar las miradas que los hombres todavía me daban. Con treinta y cinco ¿cuántos años más me quedaban? Unos pocos días. Sin duda me merecía poder escaparme de mi vida por unos pocos días.

“Señorita, ¿le apetece una copa de champán?”

Abrí los ojos y estiré la mano.

“Sí. Si me gustaría”.

*************

Scott no había mentido cuando había dicho que el hotel era de cinco estrellas. Enclavado en un valle, rodeado de viñedos, los edificios de poca altura se mezclaban con el paisaje pero aún eran sutilmente lujosos. Hasta opulentos, se pudiera decir. Las pocas veces que mi padre nos había llevado en un viaje de negocios, los centros de conferencia insípidos no ofrecían nada más impresionante que una piscina interior. Este hotel era pequeño, íntimo, y como me había dicho Scott en el viaje del aeropuerto, la conferencia era solo para la creme de la creme. No estaba muy segura de cómo se recibirían mis kakis y camiseta aquí. Al mismo tiempo, no era más que una humilde enfermera. Seguro que no se esperaba que yo me codeara con los dueños del universo y sus bien preservadas esposas.

Tal y como me lo había prometido, Scott me había reservado mi propia habitación. Claro que lo que no me había dicho es que las habitaciones nuestras estaban una al lado de la otra con nada más que una puerta  y una cerradura poco sólida separándonos. Lo que también había fallado en decirme hasta que estábamos a diez minutos del hotel era que él no quería que nadie supiera que yo era su enfermera.

“Si yo no soy tu enfermera, ¿quién se supone que yo sea exactamente?”

“Una amiga”.

“Querrás decir una novia, ¿no? Ellos saben que te heriste la rodilla, ¿por qué no puedes decir que trajiste a una enfermera contigo?”

“¿Y qué me vean como más debilucho de lo que ya piensan que soy? Uno de los hombres mayores que tiene su habitación cerca de la mía tuvo un ataque al corazón un lunes y para el viernes había regresado a su escritorio. ¿Si los otros piensan que yo necesito traer a una niñera? Olvídate. Nunca me van a ascender a director gerente”.

“¿Entonces, por qué me trajiste?”

Sus ojos azules intensos me miraron en los míos. “Tú sabes por qué. Mi diabetes está fuera de control, mi rodilla es un desastre. Yo soy un desastre. Necesito que me cuides. Mira, lo único que tienes que hacer es hablar algunas tonterías en unos pocos cocteles, cenar con los socios, y el resto del tiempo es tuyo”.

Miré por la ventana del auto. “Esto es una locura. No tengo nada que ponerme, sabes. ¿Quién va a creer que tu novia se viste de kakis con zapatos blancos de enfermera?”

“No trajiste los zapatos de enfermera, ¿no?”

“No, los dejé en casa, pero así y todo, no tengo nada que ponerme menos un vestido negro y no puedo usarlo todas las noches para ir a cenar”.

“No te preocupes. Me he encargado de todo”.

Viré la cabeza para mirarlo. “Pero...”

Me tomó la mano y me la apretó. “Confía en mí”.

Cuando entramos en el vestíbulo del hotel, Scott recibió el tratamiento reservado para los guerrilleros heridos que regresan a su casa de la guerra. Cinco hombres en camisas de golf acompañados de una mujer lo rodearon.

“Mira quién está aquí”.

“¡Scottie, mi socio, pudiste venir!”

“Supongo que no puedes echar un juego con nosotros, ¿no? ¿Cómo está la rodilla?”

“¿Cuándo vas a regresar a la oficina?”

Hubo mucho darse la mano y conversaciones chistosas típicas de las oficinas y mi empleador ansioso de hacía solo unos minutos había desaparecido, solo para ser remplazado por un impostor robusto que le daba palmadas en la espalda a cualquiera que se le acercara. Su voz era más profunda, con más confianza,  sus hombros más derechos, viéndose casi más anchos. Scott llenaba la habitación.

Yo me detuve un poco atrás, ignorada al principio por todos menos la mujer. Ella tenía pelo gris corto y dedos sin anillos y sospeché que era una de las trabajadoras en vez de una de las esposas. Sus ojos negros nunca dejaron de mirarme.  Fue ella quién le preguntó a Scott, “¿Y quién es ella?”

Él me echó el brazo y me trajo hacia el grupo. “Ella es mi amiga, Maura”.

Los hombres más jóvenes del grupo me saludaron insípidamente como si estuvieran acostumbrados a conocer la puerta giratoria de mujeres que servían de bomboncito para el brazo de Scott. El hombre mayor del grupo me dio la mano y me la tuvo presa un poco más de lo necesario y nunca hizo contacto con los ojos, sino que se pasó todo el tiempo mirando fijamente mi camiseta.

La mujer también me dio la mano. “Me parece que te conozco. ¿Acaso nos hemos visto antes?”

“No, no creo”.

“Yo creo que sí. Nunca me olvido de una cara. ¿Trabajas en finanzas?”

Scott contestó por mí. “Maura trabaja en cuidado de salud”.

Se sonrió. “Bueno, ha sido un placer conocerte, Maura. ¿Cuál es tu apellido?”

Le devolví su mirada penetrante. “Lenihan. Maura Lenihan”.

“Oh, pero ¿no eres...?”

Tragué en seco y le contesté, “Sí, soy yo”.

Los hombres no parecían haber escuchado nuestra conversación, estaban hablando de hacer par o algo así y tratando de convencer a Scott a montar con ellos en el carrito de golf. Scott logró excusarse.

El botones llevó nuestras maletas a las habitaciones. Scott se detuvo en el pasillo mientras que el botones abrió la puerta de mi habitación y trajo las maletas a mi cuarto. Había flores, una enorme cesta de frutas y una botella de champán en hielo en la habitación. Tres vestidos aún con sus etiquetas adornaban la cama.

Miré a Scott. ¿Qué es esto?”

Le entregó un billete de veinte dólares al botones. “Le pedí a mi asistente que te escogiera algunos vestidos. Espero que acerté bien en la talla”.

“Yo no puedo aceptar estos vestidos”.

“Y mira”, dijo él apuntando a cajas en la mesita de noche, “zapatos y carteras que hacen juego”.

“Scott, yo soy enfermera, no una...”

Me puso el dedo en los labios. “Ni se te ocurra decirlo. Tú eres una mujer bella y maravillosa que me está haciendo un gran favor. Comprarte un par de vestidos es lo menos que puedo hacer”.

Le moví la mano. “Tú ya estás pagándome”.

Se restregó los ojos y suspiró, y una vez más tuve recuerdos de él. “Por Dios, Kate, ¿qué quieres que yo haga? “Hasta su tono de voz era igual cuando dijo, “Mira, yo sé. ¿Podemos dejar ya de hablar de esto? Estoy cansado del vuelo y me duele la rodilla. Y tengo una cita más tarde con tu admirador para tomarnos una copa.

Pestañeé y me forcé a enfocarme en el presente, en el hombre delante de mí que se había gastado cientos, posiblemente miles, de dólares en mi ropa nueva. “¿Mi admirador?”

“Vamos, Maura. No me puedes decir que no te diste cuenta de cómo se le caían los ojos de la cabeza a Bill Reynolds. Los otros también, lo único es que no son tan obvios. Pero me imagino que estás acostumbrada a ese tipo de reacción de los hombres”.

“No diría eso. Tengo 35, sabes”.

Se sonrío. “Y excepcionalmente bella, no importa cuánto trates de esconderte detrás de tu ropa de enfermera. Me voy a echar una siesta. ¿Por qué no te vas al spa? Solo le tienes que dar el número de la habitación. Ya todo está pagado.”

“Scott...”

Suspiró de nuevo, y un agudo trasfondo de molestia se volvió a asomar. “Maura, relájate y disfruta. ¿Puedes hacer eso por mí? ¿Por favor?”

“Sí. Está bien”.

Colgué los vestidos, que eran de marca y de mi talla y que tenían que causarle vergüenza a mi pobre vestido negro ceñido. Los zapatos también me quedaban perfectos y probablemente costaron más que un mes del alquiler que pago.

Le di unos pequeños mordiscos a una manzana y traté de acostarme, pero estaba tan tensa que después de diez minutos me di por vencida. Nunca había sido persona de siesta. Traté de leer pero no podía concentrarme así que decidí seguir el consejo de Scott y fui al spa.

El spa estaba en un edificio separado. A diferencia del hotel, que estaba repleto de paneles oscuros de caoba y muebles robustos,  el spa era luminoso y aireado. Con su piso de madera blanqueada, paredes de suaves colores y velas con olor a vainilla, servía de santuario para las mujeres.

La recepcionista en la mesa de recepción casi se mezclaba con su alrededor con su pelo rubio pálido y piel de porcelana. “¿La puedo ayudar?”

“Solo quería sentarme en la sauna”.

“¿Número de habitación?”

“510”.

Hizo unos clics eficientes en su teclado y dijo, “Ah sí, Señorita Lenihan, ha llegado justo para su masaje.

“¿Masaje? Pero no he hecho ninguna cita”.

“Bueno, alguien la quería mimar hoy. Le han programado un día de belleza. Masaje, tratamiento facial, manicura, pedicura, champú y aplicación de maquillaje”.

“No sé...” El pensar que alguien desconocido me iba a tocar mientras que yo tenía que quedarme quieta acostada en una cama, me provocaba un poco de nausea.

“Créame, Srta. Lenihan. Le va a encantar”.

sus palabras como un eco en la cabeza: “Te va a encantar”. ¿Es que no me podía dejar en paz aunque fuera  un día? Estaba harta de todo eso, harta de él. Este era mi escape, mi cuasi-vacaciones, y por una vez no iba a permitir que él viniera como huésped inesperado sin invitación. Asentí con la cabeza a la recepcionista. “Me parece maravilloso. Estoy segura de que me va a encantar”.

Cuatro horas después, con todos los músculos masajeados, todos los poros limpios, me sentí renovada. La peluquera pudo arreglar mis rizos en un peinado suelto hacia arriba y la experta en maquillaje me borró por lo menos cinco años. Cuando regresé a mi habitación me puse un vestido de un azul marino profundo con zapatos color plateado que le hacían juego al vestido. El vestido se ajustaba bien a todas las curvas y al mismo tiempo se veía sofisticado. “Elegante”, como diría mi Tía Colleen. Yo estaba aquí. Tenía la ropa apropiada. Era hora, para variar, de que yo disfrutara.

Había oído hablar a otras mujeres sobre el cóctel y mencionar que la fiesta comenzaba a las cinco, así que decidí sorprender a Scott tocando en la puerta entre las dos habitaciones y ofreciendo ir con él.

Cuando abrió la puerta, ya estaba vestido en un traje de color gris suave. Sus rizos negros, sumisos, se habían cepillado hacia atrás. La enfermera en mí observó que su color se veía mucho mejor.

Él chifló. “Maura, te ves fenomenal”.

“Gracias, y tú también. ¿Estás listo para ir?”

“¿No te importa venir al cóctel? Sé que va a haber muchas conversaciones sobre el trabajo”.

“Eso no me importa”. Di la vuelta. “Me da excusa para ponerme mi vestido nuevo”.

“Bueno, no te acerques al pobre Bill Reynolds. En ese vestido es posible que le des otro infarto”.

Dándome cuenta de repente que el vestido era bastante escotado, miré hacia abajo. “Ay no, ¿piensas que es mucho?”

Él me tocó la barbilla y me levantó la cara. “Enfermera Lenihan, todo está perfecto”.

La fiesta se celebraba en un patio al aire libre con vista de los viñedos. El sol de California estaba fuerte. Estábamos entre los que llegaron primero. Me dirigí hacia una mesa desocupada.

Debes de sentarte Scott, y descansar la rodilla”.

Un pequeño músculo de su mejilla hizo un tic, y esto era lo que ya reconocía como la señal de que él estaba enfadado. “No. Me quedaré de pie hasta que lleguen todos”.

“¿Y tu rodilla...?” El tic continuaba así que le pregunté, “Por lo menos, ¿podemos apoyarnos contra el bar?”

El tic dejó de manifestarse y él me agració con una pequeña sonrisa. “Claro que sí”.

El barman nos sirvió dos copas de vino chardonnay  de estos viñedos. El aire estaba fragante con uvas, y mientras que el sol estaba fuerte todavía, la brisa suave tenía un toque de otoño inminente. El aire pesado y húmedo de la casa claustrofóbica de mi madre me parecía un recuerdo remoto. Un mal sueño.

Miré a Scott, con sus mejillas cinceladas y ojos tristes. “Gracias por traerme. Yo sé que batallé contigo y para serte verdaderamente honesta, no entiendo por qué fuiste tan persistente, pero de verdad que necesitaba este descanso. No me había dado cuenta de cuánto lo necesitaba hasta ahora”.

Scott sonrió. “¿De veras que no sabes por qué yo fui tan persistente? ¿Te has visto en un espejo recientemente?

“Ay, por favor...”

No es solamente tu apariencia física, Maura, eres tú. Durante las últimas cuatro semanas has sido el único punto brillante en lo que ha sido una época horrible. Entre la rodilla y toda la mierda en el trabajo...”

“Y tu hermano”, dije suavemente.

Cerró los ojos e inhaló y, por un momento, temí que había cruzado aún otra línea. Abrió los ojos. “Si, mi hermano. Yo solo tenía diez años cuando murió. Me pasé años sin pensar en él. Tú sabes cómo son los niños, la verdad es que solo piensan de sí mismos. Pero, por Dios, veinte años”. Se frotó los ojos. “Ahora tengo casi la misma edad que él tenía cuando murió. A veces, cuando miro en el espejo, veo la cara de él y no la mía”.

“Scott, es muy fácil convertirse en prisionero de tu pasado. Odiaría que te volvieras como yo”.

“¿Cómo tú?”

“Sí. Yo he...Bueno, digamos que he tenido cosas bastante fuertes que me han pasado. Cosas que no he podido superar. Pero estando aquí contigo en este bello sitio, creo que a lo mejor no quería superarlas. Era más cómodo quedarme trabada en el pasado. Más seguro, de alguna manera, esconderme con mis recuerdos en vez de arriesgarme y verdaderamente vivir mi vida”.

Scott me tocó el brazo. “A lo mejor ya es hora que los dos dejemos atrás el pasado”.

En la luz del sol del atardecer, sus ojos de color aguamarina casi brillaban y por un momento estaban tan bellos que yo casi no podía mirarlos. Así y todo, me parecían conocidos, reconfortantes, y por alguna razón me hacían sentir segura. Me sonreí. “A lo mejor”.

Un señor de pelo plateado vino hacia nosotros y le dio varias palmadas a Scott en la espalda. “Scottie, hombre, cuánto me alegro que viniste. Con permiso, querida, ¿te importaría si te lo robo por un momento? Quiero que Scottie salude a Jack Winton de Breston Brothers”.

El tic apareció de nuevo. “Paul, ¿nos puedes dar un minuto?”

Le toqué el brazo a Scott. “Scott, yo estaré bien. Ve con él”.

Y yo estaba bien. Un sinfín de mujeres refinadas y amables de distintas edades pasaron por donde estaba. La mayoría de ellas eran esposas, otras entre las más jóvenes solo querían  serlo. Con su sencilla elegancia y acentos adquiridos en colegios secundarios privilegiados, todas parecían ser parte del mismo club. Con mis ropas finas prestadas, ellas pensaban que yo era parte del mismo club también. Después de dos copas de vino pude relajarme. De las esquinas más oscuras y profundas de la mente tuve acceso a hechos de las vidas de mis hermanas—escuelas privadas para los niños, los almuerzos para beneficiar grupos caritativos—y por esto sabía hablar el idioma de estas mujeres.  Hasta pude oír como la letra erre “perezosa” y otros patrones del habla que había adoptado durante todos los años que viví con mi Tía Colleen en Levitton se evaporaban para ser reemplazados por el habla estilo entre dientes de North Shore de mis hermanas y mi juventud.

Scott me guiñó el ojo del otro lado de la habitación y yo sonreí sobre la cabeza de una rubia con rayitos en el pelo. A pesar de que se veía que Scott estaba cojeando con su pierna herida, su color era bueno, y se veía contento, más como si mismo entre sus compañeros guerrilleros de Wall Street. Y cuando lo pillé mirándome del otro lado de la habitación,  creo que estaba impresionado de ver como yo estaba haciendo progresos con las esposas. Por lo menos, esperaba que estuviera impresionado.

Era ya casi la hora de cenar y Penélope Qué-sé-yo-quién, la esposa joven de uno de los socios menores, me pidió que almorzáramos juntas la semana entrante. Me sonreí y le dije que me deleitaría hacerlo. ¿Deleitaría? ¿Cuándo había yo usado la palabra ‘deleitaría’?

Mi nueva amiga me dejó y busqué a Scott ya que los invitados estaban entrando para la cena. Él se encontraba profundamente involucrado en una conversación con Bill Reynolds. La mujer de pelo gris y ojos negros se me acercó.

“Se ve que estás disfrutando de todo esto, Maura”.

No había manera de que me acordara de su nombre y sus ojos brillantes y  pequeños me hacían pensar en el hurón de mi sobrino. Por dicha que en ese momento mi sonrisa educada era algo casi instintivo. Unas fiestas más como esta y ya estaría lista para presentarme como candidata para algún puesto. “Así es. ¿Y usted?”

Ella sonrió, enseñando una fila de dientes pequeños. “He estado viniendo a estas cosas hace años. Las mismas caras, la misma conversación. Menos tú, claro”.

Sentí que mi sonrisa se tensaba. “¿Yo?”

“Me da vergüenza admitir que soy adicta a los tabloides sensacionalistas. Sigo todas las historias”.

Las tres copas de vino me afectaron al mismo tiempo. Agarré la baranda de madera de la  cubierta para apoyarme, y la lengua de repente la sentía gruesa. “Yo casi no leo esos tabloides”.

Su sonrisa se evaporó. “Me imagino que no los leerás. Lo que no puedo imaginarme es cómo has terminado con Scott”.

“¿Quién dice que estoy con él? Me pidió que viniera a esta función con él y yo estuve de acuerdo. No es nada que a usted le deba importar”.

“Claro que no es asunto mío, pero dadas las circunstancias. Lo que quiero decir es ¿qué piensa su familia?”

Sentí como la voz se evaporaba a un susurro como lo hacía siempre que estaba nerviosa. “¿Por qué su familia ha de pensar algo? Somos adultos y mi pasado...bueno, mi pasado es asunto mío”.

“Lo siento, no quiero ser maleducada, pero es más que asunto tuyo. Llevo años trabajando con Scott y sus hermanos. Tengo una relación estrecha con sus padres también”.

Habíamos llegado al punto en donde yo normalmente bajaría la cabeza  para escapar. Hacer cualquier cosa para mezclarme con lo que me rodea y desvanecerme. Pero ¿a dónde me había llevado eso? A una cadena de relaciones quebrantadas y cadena perpetua en   Loser Gardens. Nunca podré distanciarme lo suficiente del escándalo, nunca esconder quién soy. De hecho, los últimos veinte años me habían enseñado eso. . Miré sobre la cabeza de la hurona y vi a Scott, la tensión de su mandíbula era la única indicación del dolor que ya le mordía. Probablemente necesitaba su inyección. Me necesitaba para que lo cuidara. Por lo menos, este fin de semana él me necesitaba, y esta pequeña roedora no me iba a ahuyentar. En una voz más fuerte dije, “Solo porque mi nombre vendió algunos periódicos hace veinte años, ¿se supone que yo qué? ¿Me meta en un convento? ¿Me esconda en una cueva? Estoy viviendo mi vida. Tengo tanto derecho para tratar y encontrar la felicidad como cualquier otra persona “.

Sentí que las mejillas me ardían de coraje. ¿Por qué no con Scott? ¿Acaso él es mucho mejor que yo?”

“No mejor, pero tienes que admitir que dadas las circunstancias...”

La hurona no era nada si no calmada y le gustaba provocarme. Era exactamente el tipo de barriobajera que vivía para los titulares de los tabloides sensacionalistas. Probablemente vivía sola con su gato, su única fuente de entusiasmo siendo las historias de la sangre y miseria de otros. “Yo no creo que sea raro”, le espeté. “Mire, siento que usted tenga un problema conmigo, pero estoy tratando de tener una noche agradable. Necesito retocarme el maquillaje así que con su permiso”. Sin esperar su respuesta di una media vuelta y fui hacia Scott.

En los pocos pasos cortos para llegar a Scott y a Bill Reynolds, impuse mi voluntad sobre la respiración para calmarla. Esta era la noche de Scott y nada iba a arruinarla. Por lo menos, no si yo tenía algo que ver con esto.

Sus ojos de águila habrán visto mis mejillas enrojecidas. “¿Todo bien, Maura?”

Tomé su mano extendida y sonreí. “Todo está perfecto”.

Scott y yo estábamos sentados en la mesa de Bill Reynolds con mi nueva amiga, Penelope, y su esposo. Como era la primera noche de la conferencia, cada uno de los oradores principales estaba programado a dar un corto discurso de cinco minutos. La sonrisa de Scott se veía algo forzada pero esa era la única indicación externa de que estaba nervioso por su charla. Lo que me preocupaba más era su palidez repentina y la línea delgada de sudor en el labio superior. En voz baja le dije a Scott, “¿Te sientes bien?

“Estoy bien”, me contestó.

“Bueno, déjame saber si necesitas...”

“Dije que estoy bien”, me espetó.

Penelope nos estaba mirando, así que me sonreí mientras que el camarero llenaba mi copa de vino. Debajo de la mesa, Scott me dio unas palmaditas en la rodilla como para disculparse.

Durante el plato de la ensalada, los primeros dos oradores hablaron bastante más de los cinco minutos asignados y noté que los ojos de Penelope  se habían puesto algo vacíos.  La mente también me había empezado a divagar durante el plato de la sopa cuando Scott me secreteó en el oído, “Necesito una pastilla”.

“¿Estás seguro? Ya casi vas a—-“.

“No voy a poder ir. El dolor es muy fuerte. Por favor, Maura, ¿tienes algunas contigo?”

La pequeña carterita de mano bordada que la asistente de Scott había escogido para mí no tenía mucho más que una pintura de labios y la llave de la habitación. “No traje ninguna”.

“¿Puedes regresar a la habitación y traerlas?”

Asentí con la cabeza y lo más discretamente que pude salí del salón de baile y regresé a la habitación. Los ascensores andaban lentamente y yo no podía caminar muy rápido con los tacones altos que eran desacostumbrados para mí. A Scott se le había olvidado decirme en dónde exactamente tenía las pastillas, así que me tardé unos diez minutos buscándolas. Para cuando regresé a mi asiento,  Scott  estaba caminando de un lado al otro del podio y todo el mundo en el salón de baile se estaba riendo y aplaudiendo.

Aparte de una leve cojera, Scott tenía buen color y su sonrisa era grande, hasta triunfante.

“Maura”, dijo Penelope, “no puedo creer que te perdiste la presentación de Scott. Qué cómico estuvo.”

Scott había regresado a la mesa. “Sí, cariño, no puedo creer que te la perdiste, pero supongo que cuando la naturaleza llama...”

Todos en la mesa me miraban y me ardían las mejillas. “Lo siento”.

“No te preocupes, Maura”, dijo Bill Reynolds. “Mañana habrá suficientes presentaciones”.

Los camareros trajeron el plato siguiente y comenzó la próxima presentación. Cuando llegamos al postre, mi desaparición durante la presentación de Scott había sido olvidada bajo la avalancha de presentaciones, charlas, y copas de vino sin fin.  Penelope tenía la mirada vidriosa y Bill Reynolds ya ni trataba de esconder su apreciación de mi escote. Yo también me sentía inusualmente suelta.

Bill Reynolds nos invitó a una fiesta en su suite pero Scott rechazó la invitación. Uno de los negociantes más joven, alegre por el vino, hizo un silbido cuando Scott me tomó la mano. Los ojos de la hurona eran puñales pero me sonreí y me acurruqué entre los brazos de Scott. Vieja metida. Que piense lo que quiera.

Solté su mano una vez que nos alejamos de la gente y ninguno de los dos dijo nada mientras que regresábamos a  nuestras habitaciones. Cuando llegamos a mi puerta, busqué mis llaves a tientas. “Bueno, buenas noches”.

“Hay luna llena esta noche”.

Miré a Scott y encontré una cara pálida, el hombre de negocios bullicioso de esta noche había desaparecido. Sus ojos azules se veían casi negros y él parecía ser  de algún modo más joven. Vulnerable. “Scott, yo no...”

“Una copa en el balcón”.

Estaba tan cerca de mí que la especia de su colonia me hizo cosquillas en la nariz.  Las cuatro—-o a lo mejor eran cinco copas-—de vino me hacía el cerebro borroso. Él olía bien. Ay, qué demonios. “Muy bien. Pero solo uno”.

Un cubo con champán ya estaba en mi habitación, puesto sobre hielo, y la puerta que unía las dos habitaciones estaba entreabierta. Las cortinas que daban al balcón estaban abiertas y una luna luminiscente iluminaba los viñedos a nuestro alrededor. Parte del cerebro me gritaba, “Seguro de sí mismo, ¿verdad?”

“¿A quién le importa?”, le dije a ese regaño interno incesante. “Por una vez, ¿no podría dejar que alguien me enamore?

Apoyándose sobre la pierna sana, Scott se recostó contra la pared y abrió el champán. El “pop” del corcho causó un eco que pasó por las puertas abiertas hasta llegar a los viñedos allá abajo. Yo tenía las copas delicadas de champán y las burbujitas se derramaron  sobre mis sandalias plateadas.

“Lo siento”, dijo Scott, “soy tan torpe desde...Bueno, tú sabes”.

No sé lo que se apodero de mí. Le pasé la lengua a los dedos para limpiar el champán derramado. Lentamente. Deliberadamente. “Delicioso”, dije ronroneando.

Llevé los vasos de champán al balcón. Casi podía sentir los ojos de Scott, que se me enterraban en la espalda cuando me pavoneaba de un lado al otro de la habitación,  la tela apretada de mi nuevo vestido abrazando cada una de mis curvas. No sé si fue el vino, el vestido, los años de celibato o el estar en la presencia de un hombre espléndido que me quería, pero lo único que sabía es que sentía el poder de mi propia sexualidad, mi propio calor, corriéndome por las venas de una manera que hacía mucho tiempo que no sentía.

Me quité las sandalias, poniendo en libertad los dedos de los pies pintados del color de caracoles rosados. Scott salió al balcón, tomando el asiento frente a mí. Le di una copa de champán. No dijo nada, pero sus ojos azules hipnóticos lo decían todo. Ya no reflejaban dolor o tristeza, ahora solo reflejaban el deseo.

La luna y las estrellas y el champán eran románticos, pero de repente no tenía esa necesidad de ser cortejada. No quería la ilusión de amor o de un compromiso amoroso, ni necesitaba las mentiras de una relación o un futuro. Todo lo que quería, todo lo que necesitaba, todo lo que quería, era el olvido que encontraría en su piel sobre la mía. Tragué lo que quedaba del champán. Las burbujitas me quemaron la garganta.  Me puse en pie y entonces me incliné sobre él, dejándole ver muy bien lo que tanto había fascinado a Bill Reynolds la noche entera. Entonces lo besé. Sus labios se rindieron a los míos, su lengua fría y dulce del champán.

Separé mis labios de los de él. “¿Has visto ya suficiente de la luna?”

Asintió con la cabeza. Le ofrecí la mano y lo llevé para adentro.

Lo empujé sobre la cama, le quité los calcetines y los zapatos, y suavemente le pasé los pantalones sobre su rodilla herida. Scott estaba callado, dócil, y me permitió hacer lo que yo quería hacerle. Después de quitarle la chaqueta del traje, la corbata, la camisa, y ya cuando él estaba completamente desnudo, ligeramente le toqué la cara, los hombros, el pecho, las piernas. Dejé que la lengua le recorriera el cuello, el torso, hasta le besé la rodilla herida. Le toqué y le pasé la lengua a todas las partes de su cuerpo, menos a esa parte que él más quería que se tocara.

Su respiración se puso fuerte. “¿Cuándo te puedo mirar?”

Lo besé de nuevo, tragándome sus preguntas. Le di pequeñas mordidas en el cuello, le mordí el muslo, tocando muy suavemente en dónde necesitaba desesperadamente que le tocara.

“Por favor, Maura. Déjame mirarte”.

Me bajé de la cama. “¿Qué tanto?” “¿Qué tanto quieres mirarme?”

Su voz estaba áspera. “Ahora, Maura”.

“Supongo que te has portado bien”.

“He sido muy paciente”.

“Eso es cierto”. Abrí el zipper del vestido azul y lo despegué de mi piel ardiente. El encaje delgado de mi sostén era casi transparente. “¿Te gusta lo que ves?”

“Ven aquí. Ahora”.

Me quité el sostén y salí de las bragas. “Tengo sed. Creo que voy a beber un poco más de champán. ¿Te apetece algo, corazón?”

“¡Puedes regresar a esta cama!”

Vertí lo que sobraba del champán en una copa y entonces, muy despacito me lo bebí. Mi mirada nunca se desvió de sus ojos hambrientos.

Regresé a la cama. Me subí encima de él  y lo monté a horcajadas. Le aguanté las manos a su lado, no permitiéndole que me tocara. Y entonces abrí bien las piernas y lo tomé dentro de mí.

Cerré los ojos mientras me mecía arriba de él, mientras me llenaba. Me sentí tan poderosa, tan libre, mientras me restregaba contra él, mientras nos movíamos juntos silenciosamente.

Él siguió mi ritmo, uniéndose a mí empuje tras empuje, hasta llegar profundamente dentro de mí. Abrí los ojos y lo encontré con la mirada fija, su respiración rasposa y áspera.

“Ay Maura, ¿qué me estás haciendo? No puedes, no puedes hacer eso”. Ojos azules profundos mirándome sin cesar mientras que sus manos grandes y toscas desgarraban mis pezones, apretándolos como si fuera un tornillo de banco.

“Ay, pero Sr. Mannion, yo puedo, y lo haré”.

Cerré los ojos de nuevo mientras que él corcoveaba debajo de mí, y los mantuve cerrados hasta que él estuvo quieto.

Más tarde, cuando estaba al dormirme, sentí sus manos explorando cada pulgada que les había negado anteriormente. Intenté de mantenerme suelta y relajada pero con cada minuto que pasaba las extremidades se me ponían más rígidas hasta que él se dio cuenta. “¿No te gusta cuándo te toco?”

Forcé un tono apasionado y sensual a la voz y lo empujé hacia atrás en la cama. “Me gusta más cuando yo te toco a ti”. Me agaché sobre él y lo tomé en la boca.

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Me desperté sola. Las cortinas estaban cerradas, la habitación estaba como una tumba y aparte de los martillos neumáticos en la cabeza, no había ni un sonido. Por un momento me olvidé de en dónde estaba.  Entonces, todo me vino de un viaje: el vino, el champán. Mi striptease patético.

Fui al baño tambaleando. La boca llena de algodón, bebí dos vasos de agua tibia. Miré en el espejo y me saludaron una cara pálida, ojos rojos. Si solo pudiera echarle la culpa al alcohol por lo de anoche. Desafortunadamente yo no me había acostado inerte  y permitido que mi empleador hiciera lo que quería conmigo y que se hubiera aprovechado de mis inhibiciones emborrachadas. Había sido participante activa, completamente en control de mis movimientos. Sentí arcadas en el estómago mientras recordaba cómo le había sujetado las manos a Scott debajo de las mías.

Abrí la ducha y ya desnuda, entré. Como castigo, puse el agua lo más caliente que pude. Si solo el agua pudiera quemar mis pecados y hacerlos desaparecer.

Envolví mi piel rosada en la lujosa toalla del hotel y salí al balcón. El sol ya estaba alto—tenía que ser cerca del mediodía. Una brisa suave acarició las hojas de las viñas allá abajo. Era un lugar bello.  Hubiera podido disfrutar un fin de semana relajante y maravilloso fuera de mi casa. Pero claro, tenía que arruinarlo. Marybeth y mi madre tenían razón. Yo destrozaba todo en mi camino.

Me acosté en el sillón de mimbre. Las sienes me latían, y cerré los ojos. Diez minutos. Solo necesitaba diez minutos para descansar y recuperar las fuerzas y entonces empacaría mis cosas y me iría. Cobardía, lo reconocía, pero de esta manera no tendría que ver la mirada. La mirada que decía yo sé que estás enferma, dañada. No sabía qué tipo de hombre era peor—los que venían corriendo después de una demostración tan repugnante o los que huían.

Scott con sus hombros anchos y rizos negros de seda y esos infinitos ojos azules. No podría soportar averiguar a qué categoría pertenecía.

Con mis párpados pesados, me dije, “Diez minutos, eso es todo lo que necesitaba Diez minutos y entonces me voy”.

“Maura, corazón, ¿podrías buscar el pan de hamburguesa de la despensa? Le dije a Brendan que los trajera pero no sé en dónde se habrá metido”.

“Por supuesto, Sra. Mannion”.

La Sra. Mannion se había acostumbrado a tener un par adicional de manos y ya no solo me empleaba cuando jugaba tenis, sino también cuando estaba en la casa. Era domingo y los Mannion habían invitado a otras dos familias a una barbacoa. Con seis niños de menos de diez años, había tenido mucho trajín. Las puntas de los dedos parecían ser ciruelas pasas de todo el tiempo que había pasado en la piscina. Dos de los padres se apiadaron de mí y me relevaron.

Una de las madres era agradable. La otra me miraba como si yo fuera algo pegado en la suela de su zapato. Me dio una mirada fulminante mientras que me ponía una toalla alrededor de los hombros. Cuando caminaba hacia la casa la oí decirle a la Sra. Mannion, “De ninguna manera permitiría que una como esa entrara en mi casa”.

La Sra. Mannion se rio. “¿Maura? Ay, si es muy dulce y los niños la quieren”.

Caminé lo más rápido que pude hacia la casa. Los pies se me enfriaron contra las losetas del piso. La puerta pesada de roble de la despensa se había hinchado en el calor  y se necesitó cierto esfuerzo para abrirla.

El pan de hamburguesa estaba en un estante alto y me tuve que parar en la punta de los dedos del pie  y estirar los brazos sobre la cabeza. La puerta de la despensa chilló. Era él.

Di la vuelta, le indiqué que no con la cabeza y le susurré, “No. Están esperando que regrese”.

Él sonrió y cerró la puerta a sus espaldas.

“No”, le dije. “No lo hagas”.

El Sr. Mannion sabía que no hablaba en serio. Nunca hablaba en serio. Me besó, suavemente al principio, entonces más fuerte y bruscamente, sus dientes rozándome los labios. Tiró hacia abajo un lado del sostén de mi bikini. Sus labios se fueron a posar en un nuevo sitio, mamando y mordiendo mi pezón de color rosado pálido. 

Me bajó el traje de baño hasta los tobillos. Nunca había sido tan atrevido—tenía que haber sabido que no teníamos mucho tiempo. Uno de los niños, creo que fue Caroline, pasó corriendo delante de la puerta, balbuceándole a su amiguita mientras entraban en el cuarto de baño al lado de la despensa. La risa y el charlar de las pequeñas no impidieron que el Sr. Mannion me abriera más ancho las piernas.

Me apoyé contra las estanterías y tumbé una lata de guisantes mientras que el me lamía. Las piernas me temblaban a medidas que él empujaba un dedo profundamente. SU cara estaba ahora frente a la mía. Sus ojos de color aguamarina no me dejaron mientras que yo me estremecía. Su lengua abrió mis labios...

Con los ojos aún cerrados, su lengua sabía a café. Gemí cuando abrió mi bata, exhibiendo mis senos pálidos al sol brillante de California. Cuando me tocó y vio que estaba mojada y lista abrí los ojos. “No. No podemos”.

Se rio. “Sí. Podemos”.

Scott se quitó su bata y a pesar de su rodilla lastimada, estaba encima de mí, sus ojos nunca dejando los míos, al mismo tiempo que me entró. Lo envolví con las piernas, atrapándolo en contra de mí mientras que me movía en contra de él. Yo era una ramera, una puta, una asesina, pero cuando me sujetó debajo de él y gruñó encima de mí y tomó su placer, nada de eso me importaba.  

**********

Después Scott fue -—cortés, supongo que esa es la palabra correcta. “Tengo que reunirme con Bill para un café. Ve a buscarme al vestíbulo del hotel a las dos. Te tengo una sorpresa”.

¿Una sorpresa? ¿No habíamos tenido ya bastantes sorpresas?

Chequeé mi teléfono y vi que tenía dos mensajes de Eileen y uno de Marybeth que borré sin abrirlos. Tenía bastante ansiedad aquí en Napa, no necesitaba importar ninguna de Long Island.

Me duché otra vez y arreglé el pelo con un moño ajustado. Me vestí con mis kakis, una camiseta simple y zapatos para caminar. Scott había visto suficiente de la ilusión glamorosa la noche anterior. Hoy él podía lidiar con la Maura de siempre.

Cuando me encontré con él en el vestíbulo, Scott estaba solo, atado a su celular y a su Blackberry. Me sonrió.

“Pero ¿no están todos los que trabajan contigo aquí? ¿Quién te pudiera estar enviando correos electrónicos?”

Se sonrió y apagó el teléfono. “Wall Street nunca duerme, muñeca.” Levantó el brazo hacia mí. “Ayúdame a ponerme de pie, y veremos si el auto está aquí”.

Tiré de él para pararlo. “¿Auto?”

“La última vez que estuve en Napa hice un recorrido en bicicleta de las bodegas. Como ahora estoy fuera de servicio, alquilé un auto con chofer”.

Hice un gemido. “¿Más vino? Creo que bebí suficiente anoche”.

“Probaremos el vino, no engullirlo, mi pequeña borrachita”. Me echó el brazo como si fuéramos novios de la escuela secundaria que se conocían de hace años en vez de ser lo que éramos de verdad. Y ¿qué era eso exactamente?

Una cogida.

Un polvo asegurado.

Aventura de una noche.

“¡Cállate!” le dije a mi carcelera interna. “Deja de echar a perderlo todo. Pudiera ser diferente esta vez. Él pudiera ser diferente”.

Sí, como no.

Scott me tocó la mejilla. “Maura, ¿a dónde te fuiste? ¿Estás bien? ¿Todavía quieres ir?”

Forcé una sonrisa. “Claro que sí. Pero ¿tu presentación?”

“La di esta mañana y fue un gran éxito. ¡Una razón más para celebrar!”

“No puedo creer que me quedé dormida y perdí tu presentación. 

Su cara se contorsionó para guiñarme el ojo. “Bueno, es que tuviste una noche ocupada”.

Se me enrojecieron las mejillas, cosa que hizo que Scott se riera. “Vamos, vamos a salir de aquí antes de que Bill Reynolds trate de acompañarnos.

Scott había alquilado un auto descapotable rojo manejado por un hombre anodino de sesenta y pico de años. El viento había tirado de mis rizos y los había liberado de mi moño sosegado cuando llegamos a la primera bodega.

Scott había puesto suficiente estrés sobre su rodilla estos últimos días, así que evitamos subir y bajar escaleras para examinar los barriles de vino y aprender sobre el tanino, y en  cambio, nos acurrucábamos en las habitaciones de prueba de vinos.  Un chardonay me sabía igual que otro pero Scott era un verdadero experto. Era relajante escucharlo comentar que  un vino era mantecoso, o que tenía cierto sabor de roble, o un toque de arándano, y yo me relajé, mi carcelero interno por fin silenciado bajo la labia de Scott.

En la tercera bodega, Scott me llevó a una gruta detrás de la bodega. La mesa estaba puesta con un mantel, y flores, y claro, champán. Una sesta enorme de picnic estaba al lado de la mesa.

“¿Cuándo pediste esto?”

“Esta mañana antes de mi presentación. ¿Te gusta?”

“Está bello. De verdad, Scott, no sé qué decir”.

Él tomó uno de mis rizos desobedientes y me lo acomodó detrás de la oreja. “Di que tienes hambre. Creo que pedí el menú entero”.

El champán estaba acompañado de frutas, una ensalada mixta, pollo a la parrilla, y un delicioso pan francés con un divino sabor celestial. Bebimos champán y comimos, sin necesidad de llenar el silencio.

Pero claro, tuve que arruinar las cosas.

Me incliné hacia él y lo besé. Los labios de Scott tenían sabor a arándanos con crema. Él me respondió con un beso y suavemente me acarició la mejilla. Yo pasé los dedos por su cabello de seda.

Me levanté de mi silla y me senté a horcajadas en sus piernas, empujando con fuerza contra su entrepierna. Empujé mi lengua dentro de su boca, más profundamente, y tiré de su cabello. Cuando estiré la mano para desabrocharle el pantalón, su mano cubrió la mía.

Le gruñí en el oído, “¿Qué pasa? ¿No quieres joder conmigo?”

“Maura, no. No tienes que hacer esto”.

Me levanté la camisa y puse su mano debajo de mi sostén de encaje. “Parecía que te gustaba anoche”.

“Yo sé. Pero esperaba—-solo quiero pasar tiempo contigo. Llegar a conocerte mejor”.

Me bajé el sostén, exhibiendo un pezón tenso. “No hay mucho más de mí por conocer”.

Sacó la mano del enredo de mi sostén y bajó mi camisa. “Sí que hay. Sé que hay. Maura, eres bella y gentil y estoy loco por ti. No tienes que actuar como quien no eres”.

Me quité de encima de él y regresé a mi silla. Miré la mesa, aguantándome las lágrimas.

Scott extendió la mano y me levantó la barbilla. “No me malentiendas. Claro que me gusta lo pervertido de vez en cuando, pero hay más en ti. Más en nosotros, o por lo menos, me gustaría que así fuera”. Se sonrió.

Le pegué rápidamente a su mano para quitarla y agarré mi copa. Tragué lo que quedaba del champán. Después de respirar profundamente le pregunté, “Entonces qué, ¿quieres que seamos novios? ¿Quieres que yo sea tu novia?”

La sonrisa de Scott desapareció. “Me gustaría eso”.

Una carcajada como un ladrido se me escapó. “Vamos, dame un respiro. A los hombres como tú no les van las chicas como yo”.

Scott movió la cabeza de lado a lado y se veía desilusionado y por un instante me recordó a mi padre. Mientras que la vergüenza que yo le traje a mi familia siempre enfurecía a mi madre, la cara pálida con mejillas caídas de mi padre nunca mostró ira. En  cambio, sus ojos azules se entrecerraban con dolor que claro, me cortaban más profundamente que los gritos e insultos de mi madre. Scott estiró la mano y tomó la mía. “No sé qué clase de chica piensas que eres,  pero estoy loco por ti. Esto no fue algo de solo una noche para mí. Espero que tampoco lo fue para ti”.

El Sr. Mannion me tocó la mejilla. “Tú sabes que siempre estoy pensando en ti. Sabes lo mucho que significas para mí”.

Sacudí la cabeza, deseando que los fantasmas del pasado me dejaran. Desviando la vista de los ojos inquisitivos de Scott para mirar, en  cambio, el valle verde allá abajo, balbuceé, “Yo, ah, yo no sé lo que era ser honesto”.

Me apretó la mano. Yo no sé lo que algún hombre te ha hecho, pero todos no somos hijos de perra. Dame una oportunidad para comprobártelo.

Volví la vista atrás, mis labios formando una sonrisa amarga.  “¿Ah sí? ¿Así que ahora vas a curarme? ¿A arreglarme? No serás el primero que lo ha intentado”.

Me soltó la mano. “No necesitas que te arregle nadie. Creo que tú eres perfecta tal y como eres. Dame una oportunidad. Es todo lo que te pido. ¿Piensas que lo puedes hacer, Enfermera Lenihan?”

Sus ojos parecían ser de dos tonos más profundos, un azul oscuro que parecía inflamarse ¿con qué? Dolor. Añoranza. ¿Esperanza, a lo mejor? Me parecía tan joven en ese momento. Vulnerable. Como si no pudiera hacerle daño ni a una mosca. Entonces, ¿cómo pudiera tenerle miedo?

Este hombre tan bello no me iba a cortejar para siempre. Si sigo alejándolo de mí, llegará un día cuando él ya no regrese. ¿De verdad que quería pasar el resto de mi vida sola en Loser Gardens con solo un ficus para hacerme compañía? ¿No era ya hora de enterrar el pasado, hora de “seguir adelante”?

Scott Matthews era todo lo que una mujer podía desear y él era mío si yo lo quería. Todo lo que tenía que hacer era comportarme de manera normal. No ser normal, eso era ya mucho que pedir. Solo actuar de manera normal.

Cubrí sus manos con las mías. “Supongo que puedo intentarlo”.

Esa noche bailamos a la luz de la luna, nuestros pasos lentos y torpes a causa de la rodilla de Scott. Él me tenía firmemente entre sus brazos. El olor aromático de su colonia me llenaba la nariz y me mareaba con esperanza.

Mi nueva mejor amiga, Penelope, me arrinconó en el baño. “Jamás he visto a Scott tan feliz. Tú le haces bien”.

Me sonreí. Yo, ¿haciéndole bien a otra persona? ¿Yo? ¿La Juana Calamidad de Long Island? ¿Cómo era eso posible?

Ignoré las miradas que la hurona nos echó cuando salimos temprano de la fiesta. Abrimos las puertas de cristal corredizas e hicimos el amor en el patio bajo la luna pálida. Cuando él me tocó, suavemente, por todo el cuerpo, no me encogí de miedo. Y cuando llegamos juntos, sus ojos nunca dejando los míos, las lágrimas que me caían por las mejillas eran lágrimas de alegría.

Esta era mi vida ahora. Mi segunda oportunidad. Un nuevo comienzo.

Pero claro, tenía que haber sabido que esto no duraría.

Al otro día, a las seis de la mañana, sonó el teléfono. Tuve que desenredarme de los brazos de Scott para alcanzarlo.

Con la voz ronca de sueño, balbuceé, “¿Sí?”

“Maura, ¿Por qué no me has llamado?”

Suspiré. “Hola, Marybeth. ¿Cómo estás?”

Su chillido arrasó con el teléfono. “¿Qué cómo estoy? Frenética”.

“¿Qué hay más de nuevo?” Scott, aún dormido, dio la vuelta en la cama.

No sé por qué me molesto por ti. De verdad que no sé. No que estoy segura que ni te importa, pero tu madre se está muriendo”.

“Sí, Marybeth, yo sé. Es lo que he estado tratando de decirles a todos.”

Su voz se ponía progresivamente más chillona. “No muriéndose en un punto en el futuro. ¡Muriéndose ahora! Los doctores no le dan mucho tiempo y ella ha estado preguntando por ti”.

“Qué novedad”.

Oí  a través del teléfono la inhalación aguda de aire que Marybeth hizo. Entonces dijo, en una voz más calmada, “No estamos ahora para tus quejas insignificantes. Maura, Mamá se está muriendo y está preguntando por ti. Le prometí a Eileen y a los muchachos que yo te encontraría y te daría el mensaje. He cumplido con mi tarea. Lo que hagas con la información es asunto tuyo.

Scott—el delicioso, sexy, y desnudo Scott—volvió a dar la vuelta y la frazada se deslizó y dejó expuesto lo que yo me había perdido por hacer el papel de la hija diligente. Suspiré. “¿En qué hospital?”

“West Suffolk Memorial.”

Miré el reloj. “Está bien. Me voy ahora”.