Continúo, querida Edwina,
¡Lord Arlington en mi casa, junto a lord Skeffington, que ahora ya no era lord Skeffington!
El que era su amigo pero ahora era su rival por mí, que había sido capaz de traicionarle por mí, a punto de perder una amistad de años por mí.
Iba a irrumpir en cualquier momento y se produciría una espantosa escena entre ambos. Seguro que habría violencia entre esos hombres que ahora se disputaban mi amor. ¿Llegarían a las manos? ¿Se batirían en duelo por mi causa?
Quise llamar a todo el servicio: ¡Branson, Lucy, pronto! Buscad a toda mi familia, a mi madre, a mi padre, a Lord, a Duke, al que sea de mis posibles hermanos, a los vecinos, que venga quien sea y sobre todo mistress Pilgrim, que no falte mistress Pilgrim.
¿Para separarlos? No, por supuesto que no: ¡para que todo el mundo lo sepa! ¿Cómo es que nadie va a ver cómo dos caballeros se baten, e incluso mueren, por mí? ¿De qué sirve que la alfombra de las flores horribles se llene de sangre si nadie va a verlo?
Pero esto solo llegué a pensarlo, porque no soy tan rápida de reflejos y, antes de que llegara a lo de la sangre y la alfombra, lord Arlington ya había entrado rápidamente en el salón y sin apenas mirarme se había dirigido con paso firme hacia su ¿ex? amigo, acercándose mucho, muchísimo, mucho más de lo que según las normas sociales se considera correcto. Ya estaba esperando ver aparecer un guante en su mano y contemplar la inevitable bofetada cuando cayó a sus pies de rodillas.
¿Esta es la nueva forma de retar a un caballero, arrodillarse y bajar la cabeza? Será una moda extranjera, sin duda.
—Amigo, querido amigo, vengo a pedirle mis más humildes disculpas.
—Alce la vista, por favor —le contestó el falso lord Skeffington, emocionado.
—No, no puedo.
—Es que parece que no, pero una vez que te pones a mirar los dibujos de la alfombra resulta bastante entretenido —intervine.
—Me lo impide la vergüenza que no puedo evitar sentir por mi inexcusable comportamiento.
—Por favor, se lo suplico, levántese y explíquenos qué ha sucedido —le respondió su amigo (o lo que fuera).
Lord Arlington se levantó del suelo, se sacudió discretamente el pantalón —lo que me lleva a sospechar si no habrá en esta casa demasiada manga ancha con el servicio y su rendimiento— y comenzó a hablar.
—Como bien sabe, pertenezco a una de las familias más antiguas de la región y esto ha sido motivo de orgullo desde que nací. —¿Será de la familia de Lord y Duke?, me pregunté.
»Pero últimamente, y esto se me hace muy difícil de decir, las cosas no han ido tan bien como yo quisiera. Al liquidar los bienes de mis padres después de su lamentable fallecimiento, descubrimos que una serie de malas inversiones por parte de mi abuelo, seguidas de una serie de compras desafortunadas de mi padre, habían precipitado a mi familia a la más absoluta de las bancarrotas.
»Al parecer, vivimos por encima de nuestras posibilidades desde hace años y tenemos acreedores distribuidos por cuatro o cinco condados. Tanto Arlington Road como nuestra casa de Londres están hipotecadas hace tiempo y, si nada lo remedia, pronto las perderemos. Tampoco el matrimonio de mi hermana fue especialmente brillante y su numerosa prole no ayuda demasiado.
»Incluso hemos tenido que faltar a todo decoro para rechazar visitas de los vecinos que, habiendo conocido Arlington Road en sus momentos de esplendor, descubrirían ahora cómo habían desaparecido la plata, las obras de arte… Solo nos atrevimos a aceptar que se alojara en nuestra casa porque no la había conocido en su estado original, cuando vivíamos en el lujo y aún tomábamos las comidas con vino, el té con azúcar y el pan con…
—¿Levadura? —me aventuré a preguntar.
—… y el pan con mantequilla. Todas las esperanzas de la familia en poder salvar algo del patrimonio familiar están colocadas sobre mis aristocráticos hombros, y en eso es en lo único que pensaba cuando comencé a cortejar a lady Hawthornetone-Williamsmith.
Carraspeé por si acaso no se había dado cuenta de que la citada lady Hawthornetone-Williamsmith estaba precisamente delante de sus arruinadas narices.
—Ese fue el único motivo de frecuentar esta casa; bueno, ese y los sándwiches de pepino que nos ahorraban la merienda de los niños. Pero le juro, querido amigo mío, que nada, absolutamente nada más, me impulsaba a venir a verla.
Que creo yo, Edwina, que ya había quedado claro la primera vez, no es por nada.
—Todo parecía ir bien excepto por la insistencia de Bouvril. Aunque tampoco lo veía un rival muy serio y, francamente —esto lo dijo sonriendo orgulloso—, creo que soy capaz de convencer a una jovencita atolondrada de que acceda a una petición de mano interesada.
En esos momentos, querida Edwina, empecé a estar de acuerdo con Branson: realmente deberíamos restringir las visitas de según quién a esta casa.
—Siento tener que reconocerlo, pero me resigné a pensar que si otros habían aportado a mi apellido honores, títulos y tierras, yo por lo menos conseguiría una esposa de veinticinco mil libras —dijo con pena, sacudiendo la cabeza—. Pero en cuanto supe que usted, mi inseparable compañero de estudios, la deseaba cortejar, comprendí que debía ganar tiempo como fuera. Una vez que conseguí que usted saliera de escena, aunque fuera brevemente, vine a esta casa con intención de hacerle parecer poco fiable.
Su amigo (o lo que fuera) abrió la boca, pero Arlington no le dejó pronunciar ni una palabra (tener un marido que no consiga meter baza en la conversación está bien, ¿verdad, Edwina?).
—Cuando salí de aquí me sentía un miserable, un ser abyecto capaz de traicionar a su camarada y de casarse con cualquiera con tal de medrar.
Edwina, amiga mía, lo de cualquiera tampoco es muy bueno, ¿no?
—No pudiendo soportarlo, cabalgué sin ningún rumbo, dispuesto a olvidarlo todo en la primera taberna que encontrara. La fortuna quiso que esa taberna fuera El Oso y el Calamar, y no, yo tampoco sé dónde se han podido conocer esos dos, y que allí, para mi sorpresa, me encontrara con nuestro camarada de estudios Applebee.
—Applebee, ¡el viejo truhán! —le interrumpió emocionado su compañero.
—Sí, increíble dar aquí con él, ¿verdad?
—¿Recuerda cuando le robó la toga al Tortuga?
—¡El Tortuga! ¡El profesor de matemáticas!
Llegados a este punto de la conversación, decidí que era el momento adecuado para salir al tocador un rato sin que a la vuelta nadie se hubiera percatado de mi ausencia, aunque habiéndome ahorrado varias apasionantes historias de brutal camaradería estudiantil que se desarrollaban entre las más sonoras risotadas.
No sé cómo empezaría la tierna escena que ambos recordaban —llenos de nostalgia— cuando yo volví al saloncito, pero acababa así:
—… y creo que aún están buscando el ojo.
Más carcajadas y, al fin, secándose las lágrimas y casi sin aliento, reanudaron la conversación.
—Aaaaaah, el viejo Applebee. Bueno, ¿y qué se contaba?
—Pues desde que fue expulsado por aquella minucia del ojo, ha prosperado en el ejército y, por lo que dice, está más que claro que la situación política en Europa hoy en día es un auténtico polvorín. Y si, con suerte, estalla el conflicto, hay grandes posibilidades para los oficiales de sacar tajada. Yo le pregunté si era seguro que habría guerra y él me dijo riendo que por supuesto que habría una auténtica matanza.
—Qué magnífica noticia —exclamó su amigo.
—Una carnicería, qué maravilla —añadí yo, por si acaso se habían olvidado de que estaba ahí.
Lord Arlington seguía hablando con entusiasmo.
—Sí que lo es. Porque con el nombre de mi familia y mi título podré ser oficial sin ningún problema y, en cuanto quiera darme cuenta, un ayuda de cámara me estará lustrando las botas mientras desde mi camarote veo cómo masacran a la marinería a mi cargo. ¡Por no hablar de lo lejos que tendré a mis sobrinos! Amigo, por favor, nunca dude que jamás, jamás, jamás, tuve el más mínimo interés en lady Hawthornetone-Williamsmith, y que solo y exclusivamente me acerqué a ella por su dote; y que si no hubiera sido por mi extrema situación personal, nunca, bajo ningún concepto, ni siquiera pensando en una renta anual tan jugosa, en ningún caso, créame, me hubiera fijado en ella.
No sé, Edwina, a lo mejor soy un poco suspicaz, pero comienzo a dudar de la sinceridad de sus sentimientos cuando me cortejaba.
—Caballero, permítame que le diga que es un auténtico… amigo —afirmó el antiguo lord Skeffington, claramente emocionado.
No era la palabra amigo en la que yo estaba pensando.
Se abrazaron demostrando su cariño mutuo de la única forma que dos auténticos hombres pueden demostrar la amistad: golpeándose fuerte y repetidamente la espalda el uno al otro.
—Debo marchar ya. Considere esto una despedida y recuerde que cuenta con mis bendiciones y mis mejores deseos —exclamó lord Arlington, muy emocionado, cuando por fin se separaron. Y cuando ya empezaba a creer que me había fundido con el estampado del sillón en el que me encontraba sentada, se giró hacia mí, hizo una reverencia y dijo—: Como siempre, lady Hawthornetone-Williamsmith, no puedo expresar con palabras el enorme placer que me ha producido disfrutar de su compañía.
—Yo soy la que no tengo palabras para expresar lo que me ha producido su visita.
Y así, sin más, cruzó la puerta del saloncito y desapareció —espero que durante largo tiempo— de nuestra vista.
Su amigo se quedó de pie mirando hacia la puerta y no pude evitar fijarme en que tenía los ojos enrojecidos y que incluso algunas lágrimas se le escapaban, aunque supuse que no querría reconocerlo.
—Está muy emocionado por su partida, ¿verdad? —le pregunté al fin.
—Sí, eso y que creo que me ha roto una costilla. Si no fuera mucha molestia, ¿podría pedir que avisaran a un médico, por favor?
Y así fue, Edwina, como el primer día de mi primer cortejo oficial acabó con la llegada del doctor Watkins, y aunque generalmente se dice que la que menos se desea en una casa es la visita del médico, en este caso no fue la visita más desagradable del día, ni mucho menos.
Afectísimo recibimiento de tu cordial amiga (no sé, creo que me he liado),