Querida Edwina,
En contestación a tu amable carta, me place comunicarte que me encuentro mucho mejor. Aunque todo el tiempo transcurrido desde que te escribí lo he pasado sin salir apenas de mis aposentos y del saloncito verde, y me refiero al saloncito verde del ala orientación sur-suroeste, no el otro. He estado reposando en una butaca estilo Luis XV que, por lo incómoda que es, para mí que el tal Luis (fuera quien fuese) no pasaba mucho tiempo sentado.
Lo peor es que, sin tener otra ocupación en mi mente, no como de costumbre, que la tengo muy ocupada pensando en trapitos, no hacía más que darle vueltas en mi linda cabecita al desafortunado encuentro con lord Futuromarido y su discutible amigo.
Eso sí, me ha servido para decidir que tendré buen cuidado en que no le invitemos demasiado una vez hayamos contraído nupcias, yo sea el ama y señora de Arlington Road y pueda echar de allí sin miramiento alguno a pedigüeños, criados de referencias ambiguas o, sencillamente, a quien a mí me dé la gana.
Todo esto con la delicadeza de formas y miradas coquetuelas que se le suponen a un ángel del hogar, faltaría más.
Pues bien, estaba yo sentadita, entreteniéndome en diseñar mentalmente mis ficticias listas de ficticios invitados que acudirán a mis ficticias veladas, cuando Branson, nuestro mayordomo, me devolvió a la realidad al entrar y anunciarme que tenía una visita.
Me alteré tanto que hasta un rizo se me salió de su sitio.
—No se tratará por casualidad de un caballero dueño de medio condado, ¿verdad? —dije yo, poniendo cara de que no me importaba si venía este o aquel caballero dueño de la mitad de cualquier condado. Como si vinieran a diario, vaya.
En ese momento me imaginaba a mi querido lord cabalgando por toda la región para interesarse por mi salud. O aún mejor, en su landó, para poder traerme más cómodamente un ramo de flores, o todavía mejor, en su carruaje de seis caballos para poder traerme medio jardín. O incluso…
—No, no la visita ningún caballero —contestó Branson, interrumpiendo de golpe mi ensoñación y salvándome de perecer ahogada bajo el peso de cientos de ramos de flores inexistentes.
Y aunque te resulte difícil de creer, creo que advertí una chispa de maldad en su tono. Casi lo afirmaría si no fuera porque me consta que todo el servicio de esta mansión besa el suelo por donde yo piso, o lo besaría si no fuera porque mi padre advirtió severamente que no se pararía en barras con el siguiente criado al que viera en actitud lasciva con el mármol de la escalera.
—La espera mistress Pilgrim acompañada por una señorita.
No solo parecía que se resistiera mi futuro esposo a postrarse a mis pies, es que encima tenía que atender a mistress Pilgrim. Oh, querida amiga, no te escandalices si te digo que no pude reprimir un mohín de disgusto.
Y es que no desconoces que las señoritas de alta sociedad somos las únicas que utilizamos la palabra mohín y que hasta sabemos lo que significa.
¡Qué fastidio, Edwina! La viuda Pilgrim, la cotilla local, la más molesta de todas las personas que podían venir a verme.
Y es que los Pilgrim son, con mucho, la familia más desagradable que pueda visitarte de toda la vecindad. Sobre todo cuando se presentan en tropel y, para colmo, se quedan mucho más tiempo del que desearías. Que es ninguno.
—Ah, entonces no me molesto en colocarme el rizo. Es decir, ¿quién es esa señorita que la acompaña?
—No sabría decirle, pero si la llego a ver sola, la envío a la entrada de servicio para entregarle la colada.
Reconozco que me intrigó vivamente saber por qué mi vecina se presentaba ante mí junto a su lavandera y pedí al mayordomo que las hiciera pasar, sin más demora que mis interminables digresiones mentales.
La señora Pilgrim entró en la habitación y me saludó con unos cuantos enrevesados formulismos que no podría repetirte porque raramente escucho lo que me dice la gente (en especial si son viudas) y porque estaba pensando en cómo describírtela en esta carta.
Tiene el pelo, no, espera, la nariz es… Mira, de verdad, no valgo para esto. Vamos a hacer una cosa: busca el corral más cercano, selecciona la gallina que más rabia te dé. ¿Ya? Ponle un sombrero. Pues ya tienes a mistress Pilgrim ante ti.
Espera, creo que recuerdo algo de lo que farfullaba.
—Querida, querida mía. ¡Veo que se halla postrada! ¿Qué le ha ocurrido?
—Un simple incidente que no reviste la más mínim…
Creo que ni una sola vez he conseguido acabar una frase en presencia de mi distinguida vecina, que pregunta con frecuencia, pero que raramente escucha la respuesta, ocupada como está dando vueltas por la habitación. Ignoro si buscando alguna novedad fascinante en nuestro hogar que poder comunicar al resto de la humanidad, o una puerta que conduzca directamente al gallinero.
No deja de resultar admirable que esta revisión exhaustiva del saloncito la pudiera realizar sin dejar a un lado su principal obligación en el vecindario, algo que algunos podrían llamar «mantenernos al día del devenir de la vida de los miembros de nuestra pequeña comunidad», otros «servir como mensajera entre los vecinos» y mi padre, de forma precisa, «meterse donde no la llaman».
—No sé si sabrá, mi querida jovencita, que la pequeña de los Fitzsimmons, a su vuelta de Londres, ha traído la más horrible colección de sombreros que uno pudiera imaginarse, aunque quizá eso pueda hacer que alguien deje de fijarse en su nariz. ¿No cree?
Hubiera sido un error contestarle si lo creo o no lo creo, así que guardé un respetuoso silencio, que es otra manera de decir «seguí pensando en mis cosas».
—Precisamente me lo estaba comentando mistress Delafield a la salida de la iglesia el domingo tras el sermón en el que el nuevo reverendo nos alertó, con tanto acierto, sobre los peligros de la maledicencia. Un sermón precioso, por cierto.
»Después de esto tuvo la gentileza de invitarme a una pequeña reunión en su casa, donde celebramos el cumpleaños de su anciana madre.
»Fue una velada encantadora, amenizada al piano por la anfitriona y por los sombreros de la joven Fitzsimmons. No faltó el jerez con el que todos brindamos por la homenajeada, incluido el capitán… ¿ha conocido ya a nuestro nuevo vecino, el capitán James Hursthall? Se incorporó hace tan poco a este vecindario y es tan discreto que apenas si sabemos nada de él. Que sirvió en la gloriosa Marina de nuestra majestad durante treinta años, siete meses y tres semanas, que navegó principalmente por…
De verdad, Edwina, no sabría decir por dónde navegó el tal Hursthall, pero por el tiempo que empleó en contármelo, no dudo que la Marina de su majestad, cuando no conoce la hoja de ruta de alguno de sus miembros, acude a mistress Pilgrim para que les saque de la duda.
Mi vecina siguió hablando y remató con un:
—… y después de todo esto ha venido a recalar a este puerto que es nuestro pequeño Langfalls Upon Avon (son palabras del capitán) con la intención de sentar la cabeza e incluso buscar una esposa que le ayude a pasar sus años de retiro y a encontrar la paz del hogar. Yo creo que un hombre de su edad y posición lo mejor que podría hacer es casarse con una buena mujer, algo madura quizá, con cierta experiencia en la vida que…
—Una viuda, podría ser.
—¿Qué? Ni se me había pasado por la cabeza.
Por lo que siguió contando durante un buen rato, y que te resumo amablemente, al que al parecer no se le ha pasado por la cabeza lo de la viuda madura es al tal Hursthall, lo que, conociendo a este ejemplar de viuda madura, se me ocurre que quizá sea por aquello de que quiere encontrar la paz.
Después siguió el cacareo, hasta que al final pude interrumpirla:
—Dígame, mistress Pilgrim, usted que tan bien informada está…
—Oh, no, querida, qué va, me halaga usted.
—Hay algo que realmente necesito saber.
—¿Yo? Pobre de mí, pero diga, diga…
—Es en confianza, ¿eh?
Los ojos de la viuda se iluminaron al escuchar «confianza».
—¡Dígame, querida!
—¿Usted conoce algún buen remedio para el dolor de cabeza?
—Creía que lo que le dolía era el pie.
—Y yo, hasta hace un rato.
Por un segundo pareció que se había quedado sin palabras, pero eso, evidentemente, era solo un espejismo pasajero.
—Puede que sea de aburrimiento, porque estando retenida en casa al encontrarse indispuesta, debe usted aburrirse mucho —continuó. Aunque lo dijo sin hacerme ni el más mínimo caso, mientras inspeccionaba cada vez con menos disimulo el costurero, esta carta, los cajones del escritorio…
Intenté llamar su atención.
—Como verá con su vista de águila, me he entretenido escribiendo cartas. Precisamente ahora iba a escribir a mis parientes de Worcester lo que me ha sucedido, pero, gracias a usted, creo que ya no hará ninguna falta.
—¡Qué ingeniosa es usted! Calle, calle, que me hace reír. Clo, clo, clo.
—Por cierto, dígale a mi tía Albertina que ya tenemos los encajes que nos envió y en perfecto estado.
—Y dígame, ¿ha recibido muchas visitas hasta ahora?
—No tan encantadoras como la suya, estimada señora.
—Oh, querida. —En ocasiones pienso que, por la de veces que me llama «querida», la señora Pilgrim es, sin duda, mi apuesta más segura para contraer nupcias en esta parroquia—. He venido a poner solución a su aburrimiento y me he permitido la libertad de traer conmigo a esta encantadora joven.
Después del tiempo que llevaba sufriendo a mistress Pilgrim, reconozco que había empezado a olvidarme de la muchacha que la acompañaba que, parada al fondo de la habitación, empezaba a mimetizarse peligrosamente con los visillos.
—Tengo el honor de presentarle a miss Thompson.
¡Oh, qué ilusión! Nunca había conocido a un Thompson. Había oído hablar de ellos, de hecho tengo entendido que abundan extraordinariamente, pero jamás había tenido en mi propio saloncito a alguien de nombre tan vulgar.
¿Que cómo era? Diría que su vestido estaba pasado de moda, pero eso implicaría que alguna vez estuvo de moda, lo que sería tan optimista como decir que eso era un vestido.
¿Qué más te puedo decir de ella, Edwina? Es una criatura fascinante, creo que es eso que llaman una pobre.
Espero que puedas soportar la intriga hasta mi próxima carta, en la que te contaré cómo es tan insólito ser, mientras tanto recibe la cordialidad del saludo de tu afectísima amiga,