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Querida Edwina,

Como ves, respondo con un inaceptable retraso a tus últimas dos cartas en las que me contabas tus apasionantes compras de sombreros, en la primera, y de sombrereras, en la segunda. Lo lamento profundamente.

En esta ocasión tengo demasiado que contarte para dedicarle más tiempo a este tema, pero contéstame a vuelta de correo si esta disculpa te parece suficiente o, si no es así, qué otra te placería más en su lugar, y no dudes que la recibirás en la primera carta en la que vea que me queda media cuartilla libre y no sepa qué más contarte.

Pues bien, estimadísima amiga, no te he escrito hasta ahora porque me hallo tremendamente empeñada con mi nueva ocupación: ayudar a miss Thompson, mi pobre de cabecera, a entrar en sociedad. Te aconsejo que te hagas de inmediato con tu propia pobre. ¡Nunca te aburrirás!

De verdad que no lo había pasado tan bien desde aquellas Navidades en las que me regalaron un poni. En realidad, mucho mejor, porque ese extraño intento de caballo, pasada la novedad inicial, resultó ser aburridísimo, además, que quede entre nosotras, pero siempre le noté algo resentido con el resto de la cuadra.

Me solicitas (cómo somos, ¿verdad, Edwina?, que solicitamos en vez de pedir) que te cuente más cosas de mi pobre y te complaceré: no solo puedo ser su maestra por mi superior posición social, sino también porque apenas ha cumplido los diecisiete, lo que me permite mirarla con desdén desde la altura de la experiencia y sabiduría que he atesorado en mis dieciocho años de edad.

También he averiguado que los colgajos que trajo puestos a mi casa el primer día constituían la mitad de su vestuario y que, con tan pocas opciones, ahorraba muchísimo tiempo al no tener que pensar qué ropa ponerse cada día.

Y que todo ese tiempo que ahorraba lo podía emplear en lavar, fregar, cocinar y otras mil cosas que al parecer la mantenían tan entretenida que no tenía ni un momento para plantearse si era desgraciada o no. ¡No sabía que los pobres pudieran ser tan afortunados!

Volviendo a un tema mucho más interesante —yo—, puedo contarte que en estas semanas no he parado de:

–Buscar ropa mía que ya no necesitaba para vestirla.

–Cambiarle el peinado a mi antojo.

–Proponerle nuevos nombres que me resulten menos enojosos.

Sé lo que estás pensando (aparte de que mi protegida llorará de alegría al verme cada día): que mi altruista entrega me habrá dejado agotada, y es cierto. No es tan sencillo pasarse el día ordenando a la doncella:

—Lucy, busca ropa vieja que ya no necesite para vestirla.

—Lucy, cámbiale el peinado a mi antojo.

—Lucy…

¡Créeme si te digo que hasta me duele la garganta de tanto llamar al servicio!

A pesar de eso, no me he arrepentido ni lo más mínimo de haberla tomado bajo mi protección, cual pajarillo que se hubiera caído del nido y al que rescatas privándote del delicioso espectáculo que sería ver cómo algún gato lo tortura, descuartiza y devora lentamente. Pero así somos las almas sensibles.

Hasta mi mayordomo se ha admirado de mi altruismo y ayer mismo, cuando me anunció la llegada de mi protegida, no pudo evitar alabar mi actitud con estas sentidas palabras.

—Me alegra ver que milady disfruta de la mayor alegría que encuentra un rico al ayudar a un pobre: el saber que por mucho que le ayude siempre seguirá siendo más rico que él.

Y es que está claro que Branson adora a esta familia.

Quizá he tenido algún momento de desaliento, como cuando he comprobado que alguno de mis vestidos viejos le quedaba mejor a ella que cuando me lo ponía yo, y eso que entonces era nuevo.

Pero esto lo he solucionado añadiendo algún floripondio especialmente horrendo, porque no hay vestido lo suficientemente bonito que no consiga estropear un adorno lo suficientemente feo.

Gracias a esta pequeña obra de caridad he descubierto que tengo un gusto innato por la moda que pongo en práctica con miss Thompson, cuyo color es, definitivamente, el avena. A veces ella murmura con timidez:

—Es que… el azul es tan bonito.

—No, amiga, el avena es el color que mejor le va. ¡Es que es ponerse al lado de un plato de porridge y se le ilumina la cara!

—Si usted lo dice… bueno, es evidente que sabe más de ropa y de tantos temas. Yo no conozco la buena sociedad como usted, así que le agradezco sus consejos. Cuántas noches, sola frente a la chimenea, remendando alguna camisa, me preguntaba dos cosas, una, por cuántos de mis hermanos habría pasado ese trozo de tela que sobrevivía a duras penas, y otra, cómo serían esos bailes de sociedad, quiénes serían sus invitados, de qué temas hablarían… Usted, sin embargo, estará acostumbrada a mantener conversaciones tan interesantes, con gente tan inteligente.

—Supongo que podría decirse así —contesté, intentando recordar una sola conversación oída en un baile que no se refiriera a cuántos acres tenía quién y si ese vestido ya lo había llevado más veces mistress Delafield.

—No sé si sabré estar a la altura de esas conversaciones tan, ¿cómo decirlo?, tan sofisticadas.

—¿No le parece que está lloviendo poco para esta época del año?

—¿Cómo? Bueno, sí, no es muy habitual, aunque como no soy de la zona, no sabría decirle, en el norte llovía mucho en cualquier época y…

—¿Ve? Es usted capaz de hilar más de dos frases seguidas sobre el tiempo. ¡Ya tiene conversación más que suficiente para entrar en sociedad!

Y así han transcurrido estos días. Reconozco que me he sentido algo decepcionada al ver que de lo de llorar de alegría en mi presencia, nada.

A cambio, he podido confirmar que sus modales son bastante aceptables, pero he complementado su educación transmitiéndole todo lo que a nosotras nos enseñaron en el internado de señoritas.

Y debe ser extraordinariamente despierta porque no ha tardado más que unas pocas semanas en aprender a la perfección todo lo que nos inculcaron a nosotras en varios años: hacer mohines, reverencias, saludos enrevesados y todas las frases que sabemos en francés. ¡Las cuatro!

Me he ahorrado, eso sí, lo relativo a cómo hablar a los criados de manera que parezca que tienes mucha confianza en ellos, pero dejando muy claro que ellos no deben tenerla contigo. Que total, para lo que le iba a servir…

Hasta mi familia se ha acostumbrado a ella y ha pasado de ignorarla soberanamente a reconocerla, vagamente, entre una multitud. Y digo soberanamente porque en otras familias ignorarán a la gente, pero nosotros, gracias a nuestro noble origen y lazos con varias familias reales, nosotros ignoramos como solo sabe hacerlo un auténtico soberano.

Pues bien, ya no la ignoran soberanamente, como hacen con casi toda la humanidad, mais non (y aquí va la cuarta parte de mis conocimientos de francés), la tratan con tanta deferencia que hasta han dejado de llamarla cortina.

Es más, mi madre me ha pedido que la deje de llamar pobre porque al parecer el nombre correcto para este tipo de gente es humilde o sencilla.

Así que, resumiendo todo lo anterior, Edwina, no dudes en buscarte a tu propia humilde o sencilla.

Respecto a mi padre, diré que a menudo la confunde con Lucy, mi doncella, y hasta ahora no le ha dedicado ni tres palabras seguidas, o sea que podríamos decir que la ha acogido como a una hija más.

Y es que mi padre hace poca vida de familia, al encontrarse inmerso de pleno en la temporada de caza, que por lo que he podido comprobar desde mi vuelta, a veces se alarga hasta once meses al año.

O incluso más.

Incluso los revoltosos Vincent han sido capaces de interrumpir su imparable actividad física, que les entretiene horas y horas cabalgando, corriendo, saltando o haciendo cualquier cosa que hagan los jóvenes de buena familia por ahorrar a sus familias el engorro de su presencia, para ser presentados.

Ocurrió un día que los encontramos cuando estábamos dando una vuelta por la rosaleda que se halla detrás del pabellón oeste, al que habíamos ido a parar, en parte, porque quería enseñarle todos los jardines de Paisley Manors y, en parte, porque esto es tan grande que siempre me acabo perdiendo.

Pero estoy pensando, mi querida amiga, que quizá sea conveniente que antes de nada te explique cómo son los jardines que rodean mi humilde casa que… a quién quiero engañar, mi impresionante mansión. En fin, que para describirte cómo son, será mejor que dé por finalizada esta carta y comience una nueva, no sin antes desearte que recibas un afectísimo saludo de tu cordial amiga,

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