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Querida Edwina,

¿Recuerdas que te mencioné que mi madre había contratado a un profesor de baile? Y nada menos que francés, para conseguir que su primogénita sea la auténtica estrella social de cualquier reunión que se precie y para ver «si te colocamos de una vez por todas, hija mía», según sus palabras.

Pues debo comentarte, sin más dilación, que mi madre ha decidido despedir al profesor porque quería enseñarme un baile que era… ¡una inmoralidad!

Así lo llamó mi madre, «una inmoralidad». ¡Por fin, Edwina! ¡Mi primera inmoralidad! Tanto he oído hablar de ellas que me hace ilusión pensar que he tenido algo que ver con una, o que al menos estuve a punto de tener algo que ver con una.

Lo cierto es que, ya en una de las primeras lecciones, se vio que Monsieur (porque se llama Monsieur, ¿verdad que es una casualidad?) no empezaba con buen pie, lo que sin duda es un gran problema siendo profesor de baile, creo yo.

El primer conflicto comenzó cuando me pidió que bailara un cotillón para que pudiera observar mi estilo. Yo veía por su expresión que la cosa no iba bien, aunque, siendo francés, nunca se sabe, claro.

A los pocos pasos, me interrumpió con un evidente gesto de fastidio:

—¿A eso le llama usted bailar el cotillón? ¡Solo en Inglaterra se le podía llamar a eso cotillón! Es terrible lo que se ha hecho en este país con ese baile tan grácil, tan delicado. Pero ustedes han perpetrado con él un… ¿cómo se dice? Le han hecho lo mismo que le hacen al cordero al añadirle menta…

—A lo mejor es que el cotillón inglés se baila así —me atreví a decir, aunque sin mucha seguridad.

Se frotó las sienes mientras parecía que iba a sufrir un ataque de algo, ya estaba a punto de ofrecerle las sales cuando habló:

—Que sepa, señorita, que el cotillón es un baile francés y que su nombre significa… ¿cuál es la palabra? Ah, sí, significa «enaguas». —Mi madre carraspeó discretamente y, como Monsieur no se diera por aludido, siguió tosiendo hasta que el profesor terminó por preguntar—: ¿Se le ofrece algo, madame? ¿Desea usted un vaso de agua?

—Disculpe, no sé cómo será en su país, pero aquí no decimos según qué palabras en presencia de jovencitas impresionables.

—¿Puedo saber a qué palabras se refiere?

—Pues a… bueno, mi hija no está acostumbrada a escuchar de labios de un hombre según qué cosas.

—Lamento tener que decir que sigo sin comprender a qué se refiere, madame Hor… Hauthor… Hortonsmith-Williamsport.

—Monsieur —¿ves, Edwina, como se llama Monsieur?—, le pido encarecidamente que no vuelva a referirse más a las enaguas, es más, no debe usted mencionar delante de mi hija ninguna prenda de ropa que toque directamente el cuerpo.

—¿Ninguna?

Mais non —dijo mi madre con tono firme, aunque me fijé en que no pudo evitar una sonrisa, porque en el fondo creo que se sentía satisfecha de haber podido introducir una frase en francés que no desentonara con el resto de la conversación, que yo llevaba días queriendo decir en algún momento lo de haber perdido una pluma en el jardín, y no había manera.

—¿Y el sombrero? ¿Puedo decir sombrero? Es que en algunos bailes los caballeros hacen el gesto como de…

—Sí, claro, porque el pelo no forma parte del cuerpo, eso lo sabe todo el mundo.

Monsieur puso el mismo gesto que cuando le ofrecimos el pastel de pichón, pero al final hizo una reverencia y susurró «Bien sûr», y menos mal que no dijo nada más complicado, o no te lo hubiera podido escribir aquí, amiga mía.

Las cosas parecían haber vuelto a su cauce, después de aquel tropiezo inicial. Al hablar de clases de baile he pensado que esta imagen del tropiezo era muy adecuada, ¿no te parece, Edwina?

Hasta que el último día se presentó diciendo que iba a enseñarme un baile nuevo, que al parecer triunfa en el continente, pero en cuanto mencionó su nombre, mi madre dejó su labor, se levantó de un salto y exclamó:

—No doy crédito, Monsieur, supongo que no pretende enseñarle a una señorita ese baile en el que… —Miró a ambos lados y bajó la voz—… Ese baile en el que el caballero, hija mía, no escuches esto, en el que el caballero toca a su pareja de baile.

—Disculpe, madame, pero en todos los bailes el caballero sujeta gentilmente a la damisela.

—Pero por el brazo, y no por, no por…

—¿Por la mano? —pregunté yo.

—No, algo más íntimo.

Yo pensaba: «¡Por favor, que no sea el chal!».

—Es una auténtica inmoralidad —¿ves como nunca te miento, Edwina?—, algo indecoroso, porque le toca algo que… que ningún caballero debería tocar jamás a ninguna dama —sentenció mi madre.

—¿El qué? —pregunté yo sin poder contenerme.

—¡La cintura! —exclamó mi madre, ya muy alterada.

—Pero madame Hortonsport-Williamspare, ¿que nunca debe…? —intentó defenderse el profesor.

—Jamás. Llevo casada más de veinte años y puedo decir orgullosa que lord Hawthornetone-Williamsmith nunca me ha tocado la cintura, es más, ni siquiera creo que sepa dónde la tengo.

—¿Y su marido? —preguntó el profesor, que parecía confuso.

Y ese fue el momento exacto en que Branson le echó de casa.

—Gracias, Branson —le dijo después mi madre, al tiempo que este le traía las sales.

—Si me lo permite la señora, diré que eso es lo que ocurre cuando se contrata a —leve tosecilla— extranjeros.

El gesto compungido de nuestro mayordomo lo decía todo.

—Según dicen, semejante indecencia ya se baila en los salones de Francia —comentó mi madre.

—Francia, comprendo.

Y asentimos todos, como si tuviéramos la más remota idea de cómo pueden ser las tres pulgadas que siguen a las blancas costas de Dover.

—Hija mía, olvida todo lo que aquí ha ocurrido y piensa que ese… ese baile no es más que una moda pasajera, que pronto se olvidará, es más, aquí, en la noble Inglaterra, jamás triunfará.

—Y ¿puedo preguntar cómo se llama, madre?

El gesto de mi madre me hizo pensar que no, que no podía, pero insistí.

—Es para estar alerta, por si se sugiere bailar en alguna reunión, para que no me pille desprevenida.

—Vals, hija, se llama vals.

Una de las consecuencias del despido, además de que sigo sin ver de cerca cómo es una inmoralidad, es que, ahora que me he quedado sin fuente de conocimientos, no sé cómo continuar con las pequeñas clases y consejos que daba a miss Thompson sobre este tema.

Así que estoy haciendo memoria de lo que nos enseñaban en el internado sobre bailes para poder después contárselo bien a ella. Ayúdame, Edwina, y dime si no estoy equivocada y si se me olvida algo importante.

Casi lo primero que hice fue indicarle el orden de los títulos nobiliarios. ¿Recuerdas cuando nos lo explicó mistress Wilde? Yo creo que aún me acuerdo de sus palabras exactas:

—Es muy importante conocer a la perfección esta relación, por si acaso te solicitan un baile, saber en qué orden se concede, y mucho más si lo que te solicitan es en matrimonio, o necesitas saber a quién pedirle un préstamo y una recomendación para que tu hijo entre en una escuela adecuada, ahora que tu marido falta y te ves obligada a dar clases a un grupo de criaturas malcriadas sin el más mínimo talento para el baile.

¡Ah, recuerdo con cariño a mistress Wilde! ¿Tú no, Edwina?

Así que se lo enseñé a miss Thompson, haciendo mucho hincapié en el asunto:

—Recuerda amiga, recuerda, el orden es: duque, marqués, conde, vizconde, barón y caballero —se lo expliqué así, aunque francamente sigo sin entender por qué un conde es más que un vizconde, si un vizconde tiene más sílabas.

—Duque, conde, marqués…

—No, no, duque, marqués, conde… No pasa nada, son cosas que no son tan fáciles de recordar si no has nacido de noble cuna.

—Comprendo, la sangre noble que…

—No, es que lo tenemos escrito en un lado de la cuna: duque, marqués…

Aún me falta explicarle la polonesa a Anémona, lo que me recuerda lo que nos contó la profesora de baile.

He seguido recordando algunas de las sabias lecciones de mistress Wilde:

—En el baile, la dama y el caballero deben evitar largas conversaciones, un mínimo de palabras o una ligera conversación es lo más aceptable.

También nos alertaba sobre las parejas de baile poco recomendables:

—Un caballero no debería invitar a una dama a bailar una pieza de baile con la que no esté familiarizado.

—¿Porque resulta molesto y vergonzoso para una señorita tener una pareja que no pueda acompañarla convenientemente? —preguntó Elinor, que ya sabes que siempre fue un poco redicha, por cierto ¿qué habrá sido de ella?

—Bueno, sí, y porque no os hacéis idea de lo finos que son esos zapatos de baile de mujer y lo gruesos que son los de los caballeros.

¿Qué más? Ah, sí, corrígeme, Edwina, si me equivoco, también nos decía:

—Está extremadamente poco recomendado que los casados bailen juntos, excepto en el baile inicial.

—¿De la noche? —preguntó Susan, creo recordar.

—De su matrimonio, en ciertos casos —le contestó mistress Wilde.

Me acuerdo de que me susurraste discretamente:

—Así que si quieres librarte de un caballero que no sepa bailar, lo mejor es que te cases con él, ¿no?

Lo sé, porque aún lo tengo apuntado en mi libreta: «Casarse con un torpe».

También le he comentado a Anémona que una dama puede rechazar la petición de baile de un caballero en un baile público, pero nunca debe hacerlo si se trata de un baile privado.

Lo que creo que explica por sí mismo por qué, desde que llegó el capitán Hursthall, tantas damiselas hayamos solicitado con tanta pasión que se celebre un baile público en nuestro querido Langfalls Upon Avon.

Algunas otras cosas sobre las que he aleccionado a mi sencilla amiga:

—No te puedes negar a bailar con un caballero, pero no se debe bailar durante toda la noche con el mismo caballero. ¿Qué más? Ah, sí, en la sala de baile, no es correcto mantener charlas confidenciales, pero tampoco ser bullicioso y hablar demasiado alto.

Miss Thompson, después de explicarle todo esto, repasó sus notas y ¿sabes lo que me dijo?

—En definitiva, que no se puede rechazar a ningún caballero, al mismo tiempo que hay que evitar aceptar a los que no bailan muy bien; no se puede dejar de bailar, pero tampoco aceptar demasiadas invitaciones del mismo; no se debe hablar mucho, ni poco, ni muy alto ni muy bajo. —Suspiró y añadió—: O sea, que si no quieres equivocarte en absolutamente nada cuando vas a un baile, lo mejor es que te quedes en casa, ¿no?

¿Ves, Edwina, ves como mi alumna es muy inteligente? ¡Lo ha entendido perfectamente a la primera!

Y ahora que he podido presumir de las dotes de mi humilde amiga y de mi habilidad como profesora, llega el momento de que me despida de ti deseándote que recibas la cordialidad de los afectísimos saludos de tu amiga,

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