Querida Edwina,
Vamos a ver, ¿cuál fue mi última carta? Ah, sí, la merienda campestre que organizó mi familia y que provocó otra aplastante victoria social de nuestra estirpe, aparte de una epidemia de empachos por toda la región.
Quizá te sorprenda lo de «estirpe», pero es que así como los Hawthornetone-Williamsmith llamamos en petit comité (y ahí va el resto de mi francés) a las diferentes ramas de nuestro árbol genealógico. Por ejemplo:
—La tía Cassandra es de la estirpe de los Sufford, ¿no es así?
—No, es la que está casada con el borrachín.
Dos días más tarde aún me encontraba haciendo la digestión cuando mi madre irrumpió en mis habitaciones y, después de quejarse brevemente de la cantidad de ropa que tengo, lo delgada que estoy y lo poco que como, me explicó que había recibido una nota que seguramente me interesaría.
Los Arlington anunciaban su visita para esa misma tarde —a ser posible a una hora en la que se sirviera algo de comer— para agradecernos nuestra gentil invitación a la fiesta campestre y ayudarnos a acabar con las sobras.
Así que llamé de inmediato a Lucy para que me peinara, vistiera e hiciera cualquier otro milagro que considerara necesario para que se pudiera admirar que soy una auténtica belleza natural.
Según se acercaba la hora acordada, a mi madre se le ocurrió que yo debía sentarme al piano, como si pasara mis horas ahí cultivando mi espíritu y poniendo a prueba la insonorización de los gruesos muros de nuestra mansión.
Y ahí me encontraba cuando llegaron; momento en el que pude ver que lord Arlington venía acompañado por mistress Palgrave, su hermana mayor, y los hijos de esta.
Todo en la mayor de los Arlington es especial y extraordinario: es extraordinariamente pálida y especialmente insulsa. Se casó con un tal mister Palgrave, un tipo especialmente calvo y con unas cejas extraordinariamente tupidas que apenas permitían ver unos ojos especialmente extraviados, que por lo menos te distraían de su charla, extraordinariamente aburrida y especialmente repetitiva. Con él tuvo, en un plazo extraordinariamente rápido, a un número extraordinario de niños especialmente maleducados.
Hace años que no vemos a mister Palgrave, sin que ni siquiera mistress Pilgrim nos haya podido ofrecer una explicación lo suficientemente cruel y maledicente para que todos la hubiéramos podido creer y repetir sin que hubiera razón alguna que la sustentara.
Delante de mistress Palgrave todo el mundo pone un cuidado exquisito en no preguntar jamás por el motivo de dicha ausencia. En parte, lo hacemos por si se trata de un tema delicado y, en parte, por si su marido se encuentra tranquilamente en Londres y decide venir a deleitarnos con su presencia al saber que preguntamos por él.
Volviendo a la tarde de la visita, te diré que, en cuanto mi madre y yo supimos que habían traído con ellos a aquellos pequeños perturbadores de la paz, nos dedicamos a calificarlos como los más tiernos, dulces y, sobre todo, guapos infantes de todos los que hubiésemos contemplado jamás. Y en cuanto pudo, mi madre improvisó una excusa y me susurró al oído que los mantuviera entretenidos mientras avisaba al servicio para que no sacara la porcelana buena.
Decidida a ganarme a mi futura cuñada —después del fiasco de los difuntos suegros—, pensé que debía insistir un poco en esta idea de adorables niños y le sugerí que quizá podría contratar a un pintor para que inmortalizara a sus deliciosos vástagos. Animada por una media sonrisilla de aquella mujer sin sangre en las venas, reconozco que me embalé un poco:
—Quizá los podría pintar como angelitos celestiales o como una suerte de cupidos, ¿qué opina?
—¿Sabe? No es la primera vez que me lo sugieren.
—No me extraña, son realmente unos querubines.
No estaba muy segura sobre el significado de la palabra «querubín», pero debí de acertar porque volvió a aparecer en su rostro una extraña mueca que en ella suele querer decir que está intentando sonreír, y en cualquier otro, que ha tomado una cena demasiado pesada.
—Tanto me insistía la gente en que retratara a mis hijos que en Londres me enteré de que había un pintor, de probada valía, que no solo había pintado multitud de angelitos y cupidos, sino que era especialista en tratar con niños. Incluso con los más difíciles.
—No los suyos, sin duda —añadí, demostrando que tengo lo necesario para ser considerada una joven perfectamente educada: miento como una profesional.
—Así que le llamé y se mostró entusiasmado con la sugerencia de que posaran vestidos de angelotes, jugando con nuestro querido Scotty, un adorable cachorro que les acababan de regalar. Sin embargo, cuando le dije que resultaría encantador que fueran pequeños cupidos, la idea de verlos armados con arcos y flechas me pareció que le alteraba un poco el gesto.
—¡Qué adorable escena! Me encantaría contemplar el resultado de ese cuadro.
—A nosotros también, pero me temo que no será posible.
—El pintor sufrió un lamentable accidente durante el cuarto día —intervino lord Arlington.
Aventuré una suposición.
—Quizá una de las criaturas, inocentemente jugando con el arco…
—No, parece ser que fue el propio pintor el que se disparó a sí mismo con una de las flechas.
—Oh, cielos.
—Se encuentra bien físicamente, pero al parecer ha dejado para siempre los retratos infantiles e insiste en llevar una vida más tranquila, quizá como minero en Gales o marino de su majestad en los confines del imperio.
—Se quedarían muy tristes sin su cuadro.
Los dos hermanos intercambiaron una mirada rápidamente.
—En realidad, lo peor fue lo del pobre Scotty.
—Sí, pobre Scotty.
Y ambos quedaron en silencio durante bastante tiempo. Por respeto, yo también dejaré esta carta, querida Edwina, no sin antes suplicarte que guardes un minuto de silencio por el pobre Scotty.
Recibe la cordialidad del afectísimo saludo de tu amiga,