Capítulo 10
La tía Rachel recibía menos gente para Navidad que para el Día de Acción de Gracias, pero los asistentes eran conocidos, sus rostros eran los mismos de la fiesta de noviembre. Los Willard, el coronel Barnham, Maida y varios amigos alrededor del árbol.
Sara agregó sus paquetes: una bata de lana para Rachel, un tirabuzón antiguo para la colección de los Willard, una bandeja con quesos importados para el coronel y libros para los demás.
Al abrir los regalos que le habían hecho, lanzó exclamaciones de alegría y trató de unirse en cuerpo y alma al regocijo que compartían sus amigos; pero en su interior, la falta de Jason seguía torturándola.
—Me encanta, tía Rachel —exclamó, abrazándola luego de ver el suéter para esquiar rojo oscuro con dibujos geométricos en blanco. Rogaba que ella no viera lo conmovida que se sentía por recibir algo en el color favorito de Jason.
El señor Willard regaló botellas de vino y su mujer, posafuentes tejidas por ella al crochet. Libros, adornos, tartas y accesorios de vestir cambiaron de manos con variados comentarios, pero se sentía distante. Fingió ser feliz, pero no podía dejar de sentirse una espectadora. No sólo era por la edad, sino que no podía devolverles el cariño que recibía. Su corazón estaba cubierto por las cenizas del fuego provocado por la pasión de Jason.
Actuando como se esperaba de ella, conversó algo más rápido de lo debido, agradeció los regalos con demasiado entusiasmo y trabajó en la cocina, revisando a cada rato el enorme pavo al horno que no necesitaba de su atención.
El coronel fue otra vez, el encargado de trincharlo y Sara comprendió que su estado de ánimo pasaba desapercibido para Rachel porque estaba ocupada con su amigo.
Los otros estaban tan intrigados por el incipiente romance, que no se percataron de su agitación.
Sonrió aliviada y se tranquilizó un poco, pero la tarde pasó lentamente.
Fue la primera en abandonar la fiesta. Se despidió de todos, agradecida de que la incluyeran en su círculo. Aunque no había podido participar íntimamente, del regocijo general, el día hubiera sido penoso y vacío sin ellos. Sólo sentía gratitud. Por culpa de Jason, estaba sola en medio de la multitud, era una extraña entre amigos. Él le había destrozado la ilusión de pertenecer.
Al llegar a su casa con los brazos cubiertos de regalos, casi pasó por alto una nota garabateada junto a la entrada. Era de sus vecinos que le pedían que fuera a verlos. No pudo precisar por qué los Reese querrían hablar con ella. Descargó los paquetes en la mesa de la cocina y colgó su abrigo, renuente a hablar con nadie más ese día.
La preocupación de que se tratara de algún problema, la llevó a llamarlos por teléfono; después de todo, sus vecinos podrían necesitar su ayuda.
—Señor Reese, soy Sara Gilman, Encontré su nota.
—Oh, llegó justo a tiempo. Partíamos ya para el campo a visitar a la familia de mi esposa. Tom y yo iremos a su casa de inmediato.
Él colgó sin darle oportunidad a que preguntara el por qué y decidió esperarlos. Al escuchar el timbre de la entrada principal, se sorprendió; los Reese acostumbraban a entrar por el fondo. Quizá tendrían alguna razón especial para venir por el frente.
El "hola" murió en sus labios, cuando vio a su vecino y a su hijo cargando la rueca antigua.
—Un hombre dejó esto en nuestra casa porque usted no estaba —dijo el señor Reese, tan contento como si el regalo fuera para él—. También me dejó esta tarjeta para usted. ¿Adonde la ponemos?
—No sé... no esperaba... bueno, supongo que aquí, al lado de la ventana.
Sara los observó muda por la sorpresa, mientras el hombre y su hijo, colocaban el regalo en el sitio indicado. Era un objeto de gran tamaño que ocupaba todo el área de la ventana.
—No sé cómo agradecerles —dijo ella.
—No nos agradezca nada. Agradézcaselo al que se la regaló. Aquí tiene, ésta es la tarjeta, y ¡feliz Navidad!
Al acariciar la madera con dedos temblorosos, supo que no estaba equivocada. Esta era la rueca que había perdido ante Jason, la antigüedad tan deseada que los había unido. Pero Jason la había comprado para su clienta; jamás había pensado quedarse con ella.
Estaba tan conmovida que casi no podía abrir el sobre. Sin embargo se las ingenió para extraer una hoja de papel con el membrete profesional de Jason y leyó las palabras escritas con rasgos enérgicos.
Sara, mi amor:
Siempre te veré junto a la rueca, hilando sueños.
Jason.
Sus ojos se nublaron por las lágrimas. Apretó la nota contra su pecho y la invadió una ola de dolor que la obligó a gritar el nombre de Jason. Lo amaba tanto que sentía el corazón desgarrado.
De rodillas al lado de la rueca, acarició lo que Jason tocara, deseando asegurarse de que era real. Permaneció así por largo rato hasta que oyó sus propios sollozos.
—Soy una tonta —se recriminó en voz alta—. Sólo quiero a Jason.
Entonces se puso de pie, tensa, y vio la sala por primera vez. Era un cuarto vacío en una casa sin vida.
Por más que sus padres se habían mudado muy seguido, su hogar nunca le había parecido desolado; el amor compartido en familia, lo había llenado con algo más importante que los muebles y otras pertenencias. Sin el amor de gente especial, la vida era nada más que un cascarón vacío; sin Jason, su vida era una parodia, una ilusión.
Sufría porque extrañaba a sus padres, a su hermano y a su familia, pero en especial a Jason. Haberlo dejado partir, sabiendo que lo amaba profundamente, era una carga que tendría que soportar por el resto de su vida. ¿Cómo había llegado a considerar que los lugares eran más importantes que el amor?
Se acercó al sofá lentamente y levantó el almohadón, recordando las horas de placer que pasara bordando: "El hogar está donde está el corazón". Nunca había comprendido el significado de esas palabras hasta hoy. Su corazón estaba con Jason; nada más le importaba.
Iría al encuentro de Jason ahora mismo. Pensaba dejar la casa sola. ¿Le pediría a alguien que la cuidara? ¿Cuánto tiempo estaría lejos? ¡Pensaba en la casa cuando lo más importante era Jason! ¿Sería la rueca un regalo de despedida? ¿Se la había mandado para demostrarle que no la olvidaría? La nota parecía indicar que ésa era la razón, pero aun así, ¿querría aceptarla como su compañera para toda la vida, después de lo sucedido?
Con prisa desesperada sacó la maleta más grande y arrojó en ella algo de cada cajón de su cómoda, luego buscó el bolso de maquillaje. El vestido rojo. Algunas faldas y pantalones y una selección descuidada de blusas volaron dentro de la maleta. Después de cerrarla, recordó el nuevo suéter para esquiar. Y su chal. Debía llevar el Paisley. Llevó la maleta al auto, la colocó en la cajuela y volvió a la casa para recoger algunas cosas más: la chaqueta de nylon, el bolso de mano, la bufanda de lana y el folleto sobre el refugio de esquiadores.
Aunque sabía que no sería la última vez que viera la casa, le dijo adiós al papel floreado de la cocina; a la sala con su mobiliario de arce y al dormitorio con paredes en su tono favorito. Redujo al mínimo la temperatura de la caldera; una cajera de banco sin empleo, no podía pagar enormes cuentas de calefacción. Por fin, decidió que la casa se cuidaría sola; sólo era una colección de cuartos, el sitio donde se había escondido de los riesgos del amor.
Las calles estaban casi desiertas, pues el pueblo se recuperaba de los festejos navideños. Un par de niños jugaban con un cachorro en el parque cubierto de nieve. El encanto se había roto; Banbury no era más su refugio. Pertenecer a una persona era más excitante que caminar sobre el suelo de sus antepasados; era más vital que un altillo repleto de recuerdos y más reconfortante que reconocer los rostros de los vecinos.
Las rutas no le eran familiares y el atardecer se acercaba, pero confiaba en el mapa del folleto para encontrar el camino. Cuando llegara a una autopista, se sentiría más segura de alcanzar su destino sin contratiempos. El viaje le llevaría varias horas conduciendo despacio, pero nada la detendría.
Comenzó a nevar cuando salió de Banbury, pero dejó la tormenta atrás en pocos minutos. Un fuerte viento apaleó su auto, pero afortunadamente conducía sobre rutas libres de hielo. Cuanto más se alejaba, más irreal le parecía su vida en Banbury. No existía nada más que el auto y Jason.
El refugio de esquiadores, bien iluminado por adentro y por afuera, era un edificio grande y rústico, cuyos maderos tenían el color del peltre. El estacionamiento mostraba que el negocio iba muy bien, el feriado había atraído a los esquiadores de muchos estados. Sin embargo, no divisó el auto de Jason entre los autos y camionetas estacionados, lo cual le hizo pensar que quizá hubiera cambiado de idea.
Ahora que se enfrentaba a la perspectiva de llegar inesperadamente a su presencia, se le ocurrieron toda suerte de complicaciones. ¿Debía llevar la maleta y registrarse en la receptoría? Si la llevaba, debía registrarse, pero Jason había mencionado el número de la habitación, 148. Podría ir directamente, dejando la maleta en el auto hasta ser bienvenida. Una idea espantosa cruzó por su mente. ¿Habría encontrado otra compañía?
"Tonta" se dijo, obligándose a dejar el refugio del auto. Sacó la maleta de la cajuela y la arrastró por el vestíbulo, pasó al lado del fuego crepitante del hogar, dejó atrás un grupo de gente que parecía divertirse y subió la escalera.
Encontrar el cuarto fue más fácil que golpear a la puerta. Dejó caer la maleta a sus pies y abrió y cerró los puños. Por fin, golpeó suavemente con los nudillos. Volvió a llamar sintiéndose más nerviosa aun.
La puerta se abrió y ella creyó que se desmayaría por contener el aliento.
—¡Sara! Entra —dijo él, suavemente.
Vio la maleta y estiró la mano para levantarla, pero al tocar la mano de Sara, la retiró.
—Yo la llevaré —se ofreció, la hizo entrar y cerró la puerta.
Dos camas dobles ocupaban casi todo el cuarto. La manta dorada de una de ellas estaba prácticamente cubierta con mapas.
—¿Planeabas tu viaje a Ohio? —preguntó Sara cuando el silencio se hizo pesado.
—No, Sara. ¿Por qué has venido?
Al mirarlo a los ojos, le dio la respuesta sin pronunciar palabra. En dos zancadas, él la tomó en sus brazos y un beso maravilloso selló el reencuentro.
Jason tenía el cabello húmedo y una bata de toalla cubría su cuerpo. Acababa de salir de la ducha y el aroma del jabón asaltó los sentidos de Sara.
—Dame tu abrigo —le pidió y lo arrojó sobre una silla—. Estás maravillosa —continuó, pasando sus manos por el vestido de crepé que había lucido en la fiesta—. ¿Te lo has puesto para mí?
—No —admitió ella, oyendo cómo se abría el cierre de la espalda—, fui a la fiesta de Navidad de la tía Rachel.
Él la sostuvo cerca de sí y le masajeó los hombros, relajándole los músculos tensados por el largo viaje. Lentamente, comenzó a desnudarla, besándole los brazos y haciéndola estremecer de placer.
—Debo hablar contigo —explicó ella, mientras el vestido se deslizaba por sus caderas hasta caer al piso.
—Nunca descarté la idea de que vinieras —afirmó Jason, ronco.
—Jason, es muy importante.
—Esto es importante.
Jason le besó los nudillos y le guió las manos a la abertura de su bata. La piel era fresca al tacto, el vello rizado seguía pegado por el agua. Él desató el cinturón de la bata, la dejó abierta y atrajo a Sara contra su cuerpo. Así unidos sus cuerpos se comunicaban mensajes que no podían ser ignorados.
—La rueca...
—Más tarde —adujo él, corriendo la manta cubierta de mapas y atrayéndola hacia la cama—. Déjame que te ame ahora, Sara.
—Ámame. —Esa palabra acarreaba todo el peso de su amor, comunicándole lo que él ansiaba oír.
Ella le tomó él rostro, lo acarició con los labios y se entregó cuando la boca de Jason tomó posesión de sus labios. Él arrojó la bata a la otra cama y le sacó el resto de la ropa con manos impacientes, pero gentiles. Deseando que la dulzura de la pasión durara eternamente, ella se alejó, retrasando el acto sublime y hundió su rostro en la almohada, para ocultar la sonrisa de felicidad. Él le separó el cabello de la nuca y le besó el cuello descubierto, haciéndola estremecer de excitación.
Incapaz de soportar por más tiempo esas manos persuasivas que producían milagros en su piel, Sara se dio vuelta y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Jason la asió por las caderas uniendo sus cuerpos, y los labios se sellaron en un beso apasionado que exorcizó brutalmente el daño que se habían infligido uno al otro. Rodaron en una lucha fingida, se sentían avarientos de amor, demasiado ardientes para sutilezas.
Pegada a la firmeza exigente del cuerpo varonil, sintió que una parte de su ser la abandonaba para siempre al olvidar los frenos infantiles y comprender lo que significaba ser mujer. Se entregó a él, pero esto no la esclavizó, sino que la hizo su igual, la compañera en las cimas del placer. Las apetencias ardieron fuera de control y los cuerpos se mecieron en un salvaje crescendo de sensaciones.
Apresando con manos febriles las caderas del hombre y arqueando la espalda, Sara se sintió sumergida en una frenética necesidad de dar y recibir el máximo de placer.
—Eres maravillosa —murmuró él—, tan extraordinaria...
Gradualmente ella comenzó a oír las palabras suaves y cariñosas que agregaban calidez a la fiesta de amor y por encima de ella vio los ojos oscuros en el rostro amado. Ni siquiera la unión apasionada de sus cuerpos la distrajo de la dulce penetración de su beso que le decía que la amaba profunda, total y completamente.
Los sonidos llenaron el mundo creado por los dos: la respiración entrecortada de Jason, los latidos de los corazones, los gemidos de Sara que se transformaron en un grito al ser llevada al estallido final mientras sus piernas se anudaban alrededor de Jason.
Laxos pero eufóricos, se desplomaron juntos, saboreando lo vivido con nuevos besos.
Sara le secó la frente con un mechón de su cabello y le besó los párpados cerrados. Lo atormentó con la punta de la lengua, mientras esperaba que su cuerpo cesara de temblar.
—Jamás me tortures así otra vez —rogó él.
—¿Es eso lo que acabo de hacer?
—No, ahora no, no puedo volver a atravesar por la agonía de pensar que te pierdo otra vez. Lo que siento por ti hace empalidecer todos los otros intereses de mi vida.
—Debimos conversar antes —insistió ella, cayendo sobre la almohada—. La rueca...
—No hables de eso ahora —replicó él, sentándose y besándola—. Ven, mira estos mapas conmigo.
—¿Mirar los mapas?
Su desconcierto la hizo cruzar desnuda hasta la otra cama, donde Jason desplegaba un enorme mapa, sin percatarse de su propia desnudez.
Arrodillada a su lado, observó cómo doblaba y desdoblaba el papel hasta que el segmento deseado quedó bajo sus miradas.
—Las X negras señalan las áreas de mayores concentraciones de casas coloniales y georgianas —explicó él—. Los círculos son las áreas donde los capitalistas del siglo XIX construyeron sus pseudos castillos y sus mansiones fastuosas.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Sólo mira. Aquí y aquí, puedes trazar un círculo alrededor del área en Massachusetts y Nueva York. Si viviéramos justo en el centro, yo podría conseguir suficiente trabajo para mantenerme ocupado durante cincuenta años. Tendría que comprar un avión y algunas veces pasaría sólo los fines de semana en casa, pero creo que podremos lograrlo, querida.
—Jason, ¿qué dices?
Un estremecimiento de frío la obligó a ponerse la bata, descreída.
—Te digo que lo lograremos, Sara. Debo ir a Ohio, pero quizá pueda subcontratar suficientes tareas como para alejarme en un año o dieciocho meses como máximo. Pienso vender la cabaña y la tierra que poseo al norte de Michigan. Tiene una gran extensión de costa, por lo que deberá venderse a muy buen precio. Entonces compraré y renovaré un lugar para nosotros.
—¿Un hogar permanente?
Temerosa de creerle, ocultó su expresión tras los largos cabellos que caían a los lados de su rostro y miró el mapa con ojos nublados.
—Una combinación de hogar y negocios es lo que tengo en mente. Una hostería, quizá similar a la Taberna de Sibley. Tú puedes administrarla mientras yo estoy ocupado en algún trabajo. Un restaurante quizá con más o menos una docena de cuartos para huéspedes. Un paraje lacustre sería lo ideal.
—¡Jason, no puedo creerlo!
La felicidad que irradiaba el rostro de Sara lo conmovió, atrayéndolo para fundirse en un cálido abrazo.
—No será tan fácil como suena —le advirtió—. Un sitio de estas características será difícil de hallar y su precio será muy elevado. Pero creo que podremos equilibrar los costos. Tendremos tiempo de buscarlo mientras estemos en Ohio y...
—Jason, es la idea más maravillosa que he oído, pero debo decirte... no me permitiste que lo hiciera antes...
—Estaba aterrorizado de que me dijeras algo que no deseaba oír, como que hubieras venido para pasar sólo el fin de semana.
—No, intenté contarte que vine para quedarme para siempre.
—¿Para siempre? ¿Y Banbury?
—Sólo es un lugar. Yo buscaba algo permanente, pero no era ni un pueblo ni una casa. Lo aprendí con sufrimiento luego de que partiste. Ninguna casa extraña estuvo jamás tan vacía como la mía cuando comprendí que te habías ido para siempre.
—Sara. —Jason la volvió a abrazar protectoramente y ambos cayeron sobre los mapas en la cama.
—Adoro la rueca —susurró ella—, pero ¿cómo pudiste regalármela? Creí que la habías enviado a la casa Attwater.
—Era mi as de triunfo —replicó Jason riendo—. Mi regalo de bodas o mi último cartucho. Todo dependía de las circunstancias.
—¿Cuándo decidiste dármela?
—El día que la compré.
—¡No te creo! —Sara se incorporó y lo miró, incrédula.
—No fue en el primer momento. Quizá, lo decidí después de que hiciste durar la sopa de almejas hasta que estuvo helada para no mirarme a los ojos.
—Bromeas.
—No, querida. Recuerda, fui a Nueva York el lunes, sólo dos días después. Mientras estuve allí, busqué a un viejo amigo que comercia con antigüedades y le expliqué la clase de rueca que necesitaba para la casa Attwater. Él me contestó después del día de Acción de Gracias; pero luego de todo lo que sufrí para entregarte el chal, esperé el momento oportuno.
—En verdad fue el momento oportuno —susurró Sara y lo besó sonoramente—. Me hiciste comprender que sin ti mis sueños eran ilusiones vacías.
—Has venido para quedarte para siempre —repitió él, deseando oírselo nuevamente.
—Sí, para siempre. Te amo, Jason.
—Yo también te amo —declaró, solemne—. ¿Qué piensas de una boda sencilla el día de Año Nuevo en la sala de la tía Rachel?
—¡Le encantará! Somos uno de sus grandes éxitos como casamentera.
—¡De ninguna manera! Yo hice mi propia postura.
—¡A la una, a las dos, a las tres, vendida, querido! —susurró ella, sin preocuparse de que el mapa de Massachusetts no pudiera volver a plegarse nunca más.
Fin