Capítulo 7

Sara se sentía orgullosa de los cuatro pasteles fragantes que había cocinado y que se estaban enfriando sobre la mesada; dos de carne picada y dos de calabaza. Eran su contribución a la tradicional cena de Acción de Gracias que organizaba la tía Rachel. Sin embargo, la dulzura del aromático sabor no le hacía agua la boca. La única razón por la que no se disculpó para asistir, fue que la perspectiva de quedarse sola en su casa pensando en Jason era demasiado deprimente.

Roger había ofrecido renunciar a la reunión familiar y acompañarla si aún estaba enferma; pero no permitió que se sacrificara. No sólo se sentía muy sana, sino que sospechó que la fiebre había sido una excusa inconsciente para ocultarse en su casa. ¿Por qué nunca se enfermaba cuando era feliz? Jamás se había enfermado para una fiesta, pero sí para los exámenes, citas con los dentistas y la limpieza de primavera.

Comenzó a vestirse para la fiesta, eligiendo la falda de lana gris claro y el blazer azul con una blusa blanca, finamente alforzada en la pechera. Estaba muy bien vestida para una cita de negocios, pero no para una reunión festiva. Miró con tristeza el vestido rojo, pero decidió no cambiar de indumentaria; ésta era la gran fiesta de la tía Rachel. Ella era la única que debía brillar. Sara pasaría inadvertida y la ayudaría en la cocina. Podría despojarse de la chaqueta y usar un delantal de la inmensa colección que tenía su tía. Rachel era la única persona conocida por ella que no sólo tenía cien delantales sino que los planchaba y usaba con regularidad.

La nieve comenzaba a derretirse, tornándose gris y todos los alegres hombrecitos de nieve, empezaban a inclinarse y a caer en los patios donde jugaban los niños. En realidad, la población infantil de Banbury era escasa, pues las familias jóvenes encontraban difícil subsistir en el pueblo. Los colegios se llenaban con niños de las granjas y la inscripción decaía año a año.

Sara partió para la fiesta luego de apagar la radio en medio de un informativo meteorológico que no pronosticaba nada bueno. El invierno llegaba temprano y se advertía a los excursionistas que el tiempo podía empeorar. Afortunadamente, Sara podía ignorar las advertencias ya que no se iría lejos de su hogar. Apiló los pasteles en el auto, pues le era imposible cargarlos en brazos.

Llegó temprano a la reunión y sólo vio un auto estacionado en el sendero de entrada. Sin embargo, estacionó en la calle para que nadie bloqueara su retirada. Reconoció el auto como el de Maida Graham, la amiga íntima de su tía desde la juventud; obviamente había venido temprano para ayudarla a preparar la comida. Al entrar, Sara descubrió que todo estaba organizado a la perfección.

Maida era tan alta como Sara, pero de huesos grandes y robusta, rasgos físicos que resaltaban con su buen humor y la voluntad de vivir que igualaba la de Rachel. Sara notó por primera vez que las mujeres solteras abundaban en Vermont, desarrollando personalidades fuertes e independientes, sin pizca de remordimiento o autocompasión. Aunque era joven, disfrutaba la camaradería de las amigas de su tía, quienes a su vez la acogían con amistosa cordialidad.

La mesa del comedor, duplicada en tamaño por hojas adosables, se extendía desde el comedor hasta el salón de recibo. Sara contó veinte lugares en la mesa con la preciada colección de porcelana Haviland, utilizada hasta la última pieza. La tía Rachel servía esta comida en el mejor estilo Victoriano, lo cual significaba un plato especial para cada alimento del menú: un recipiente especial para el perejil, una fuente plateada para las confituras, un juego de salero y pimentero de cristal tallado, una salsera, una sopera, fuentes en media docena de tamaños y platos de servir haciendo juego para cada cosa, desde compota de manzanas hasta batatas confitadas.

Sara admiró la mesa tan bien dispuesta como a una obra de arte, conociendo las dificultades que implicaba orquestar un banquete tan importante. Cada plato debía llegar caliente al comensal, y los alimentos fríos debían estar en la mesa en fuentes escarchadas; conociendo a su tía, así sería. Sara podría hacer exactamente lo mismo, pero con la ayuda de chefs, mozos de cocina y camareras. A pesar de la tarea realizada, Rachel apareció tan fresca como el gran mantel de hilo blanco que cubría la mesa.

—¿Quiénes vendrán? —preguntó Sara, arrinconando a Rachel, cuando untaba un enorme pavo asado en uno de los modernos hornos dobles.

—Oh, en general, la gente conocida, querida. Tengo tanto que hacer todavía. ¿Te molestaría ser la anfitriona? Sólo debes hacer que los invitados dejen sus abrigos en el dormitorio azul y, Maida, tú puedes alcanzarme las contribuciones en comestibles. Siempre digo a mis invitados que no traigan nada, pero jamás me prestan atención. Probablemente tengamos comida para un batallón.

"Y tú saldrás esta noche a entregar cajas con los restos rogándole a la gente que lo necesita, que te ayude a disponer del sobrante" pensó Sara sonriente. También la admiraba por su generosidad sin límites.

En primer término, llegaron los Willard, una pareja de jubilados que estaban solos desde que su único hijo se mudara a California. El jamón glaseado que trajeron, podía alimentar a una familia por un mes y el señor Willard entregó a Sara varias botellas de vino con interesantes etiquetas extranjeras.

Sara conocía a algunos invitados, especialmente a los docentes compañeros de su tía, pero varios eran extraños. Uno de ellos, el coronel Barnham, era un oficial retirado, cuya expresión hosca se suavizó en cuanto Rachel salió de la cocina para recibirlo personalmente.

Calculó mentalmente los invitados que llegarían, pero no pudo descubrir a la persona que ocuparía el vigésimo lugar. La tía no podía haberse equivocado. Las inexactitudes matemáticas sólo quedaban restringidas a la chequera; por lo demás, su mente funcionaba a la perfección.

—Parece que hay alguien que llega tarde —informó Sara en la cocina.

—Oh, no, querida. Él no llega tarde. Le di un poco más de tiempo. Siempre programo que el invitado de honor llegue último.

—¿El invitado de honor, tía Rachel? —preguntó Sara, suspicaz.

—El señor Marsh, querida. Él accedió a concurrir y no puedo decir lo excitada que estoy. Betsy visitó la casa del general Dana el verano pasado y todos se enteraron hasta del más mínimo detalle. Me siento tan feliz de tenerlo entre nosotros esta noche.

—Tía Rachel, ¿es ésa la única razón por la que lo invitaste, porque es famoso como restaurador?

Sara intentó ocultar su enojo, pero seis meses de vida en Banbury le habían enseñado que la actividad de casamentera era uno de los pasatiempos favoritos de Rachel. No había forma de hacerle saber que llegaba tarde con su plan bien intencionado. Los principales actores se atraían demasiado, pero sin esperanzas, y la invitación sólo acarrearía situaciones molestas, especialmente para Sara.

—Desde luego que no —protestó Rachel—. El señor Marsh es un hombre maravilloso. Disfruto tanto con su presencia que deseo que mis amigos puedan conocerlo. Espero que no estés enfadada conmigo, querida. Creí que ambos eran amigos.

—Tía Rachel, no debiste...

—Oh, suena el timbre y no estás cumpliendo con tu deber. Maida lo arrastrará al guardarropa antes de que puedas saludarlo.

Sara miró la puerta que daba al jardín del fondo, tentada de echar a correr a su casa, pero su terquedad la dominó. Si Jason deseaba un encuentro en público después de permanecer en silencio desde la discusión en su casa, obtendría más de lo que esperaba. Cuadró los hombros y fue al encuentro del hombre que no se apartaba de sus pensamientos desde la primera ventisca del invierno.

Maida se había posesionado de él, llevándolo de uno a otro grupo de invitados sin siquiera haberle permitido disponer del abrigo. La amiga de su tía gozaba presentándolo a los demás invitados.

Sara observó el dominio de Jason sobre los presentes y la gracia con que se movía sobre el diseño de rosas de la alfombra, eludiendo los obstáculos diseminados por el gran salón, parte del mobiliario Victoriano que lo adornaba. Cuando se inclinó para tomar la mano de una anciana, su gesto fue tan gentil que pareció besarla. Las sonrisas que lo siguieron por el salón le dieron a entender que sería el alma de la fiesta.

Decidió poner las reglas en este juego y, como anfitriona elegiría a su compañero de mesa. Entre los invitados había solteros y casados en cantidades iguales, pero el único que podría considerarse como candidato posible era el coronel Barnham. Alto, delgado y de apariencia varonil, tenía la cabeza casi calva que le daba un aspecto severo, aunque no del todo desagradable. "La tía Rachel quizá se haya pasado de lista esta vez" pensó Sara ceñuda.

Esperó a que Jason saludara al coronel y se alejara hacia otro grupo, para enredarse en la clase de charla que creyó atrayente para el ex militar, sin advertir que Jason estaba a unos pasos de distancia. En cuestión de minutos había logrado que el coronel le dijera mucho más que su nombre, rango y número de serie; sólo unas breves comparaciones entre sus experiencias militares y las del padre de Sara, bastaron para convencerlo de que eran hermanos de armas. Este hombre la acompañaría a la mesa y se sentaría a su lado, frustrando así los planes casamenteros de su tía. "Desespérate y sufre tía Rachel. Este tiro te saldrá por la culata" pensó Sara.

El Connoisseur oficial del grupo, el señor Willard, sirvió el vino y Sara se preguntó si el que había traído Jason en esta oportunidad, terminaría como aderezo de alguna comida o llenaría las exigencias requeridas para ser vino de mesa. Aunque al recordar la excelente cosecha que le sirviera a Roger, sospechó que pasaría lo último.

Varias veces notó la mirada fija de Jason, pero se rehusó a contestar con algo más que un gesto impersonal. Él se había librado tanto de Maida como de su abrigo, pero Betsy lo arrinconó para hablar de la casa con el hombre. Sara sonrió, cautivando al coronel, aunque había perdido el hilo de la conversación y tenía dificultades para hacer los comentarios pertinentes.

"Aborrezco lo que hago" pensó. No le gustaba jugar con la gente y le hubiera agradado que el coronel estuviera con Rachel, quien obviamente lo fascinaba considerablemente más. Sara sólo le adulaba el ego, una táctica que funcionaba porque era joven y porque su tía estaba atada en la cocina.

Los remordimientos la llevaron a comentar que Rachel necesitaría ayuda para acarrear la pesada sopera a la mesa. El ejército había inculcado en el coronel el ansia de servir de voluntario; corrió a la cocina tan feliz que la conciencia de Sara quedó en paz.

Tomó lo que quedaba de vino blanco en su copa y buscó un nuevo compañero. Decidió que el señor Willard podría ser el indicado ya que los casados no se sentaban juntos. Antes de que pudiera felicitarlo por el vino, Rachel entró al salón y pidió silencio.

—Escuchen, por favor, los alumnos de mi clase trabajaron con ahínco haciendo tarjeteros de mesa para el Día de Acción de Gracias y yo les prometí que usaría algunos de ellos en mi mesa esta noche. Cada uno de ustedes tiene una tarjeta individual, indicando su lugar en la mesa.

¡Vencida una vez más por las estratagemas de la tía Rachel! Sara se exasperó, pero no pudo enojarse con ella. Las tarjetas no habían estado sobre la mesa cuando ella mirara por última vez. Rachel había retrasado su colocación hasta que fuera demasiado tarde para que su sobrina las cambiara de lugar. Sara supo sin mirarla, que Jason estaría a su lado.

—Bien, señorita Gilman, parece que nos sentaremos juntos —dijo Jason con aire formal, retirando la silla y esperando que se sentara.

Ella no pudo decir, por el tono formal de su voz, si estaba enojado o divertido.

—¿Cuándo te invitó mi tía? —preguntó agitada.

—Creo que fue al día siguiente de conocerla.

Jason corrió la silla de Sara con cortesía y se volvió para decir unas palabras al invitado que tenía del otro lado. Sara se hallaba en el extremo de la mesa más cercano a la cocina, a la izquierda de su tía. Frente a ella y a la izquierda de Rachel, estaba el coronel Barnham. A juzgar por la atención que el coronel derramaba sobre Rachel, Sara tendría que hablar con Jason o permanecer en silencio. Por el momento se inclinaba a lo segundo. Jason podía alardear de sus maravillosos trabajos con la señora Willard o Betsy, las dos mujeres que ocupaban las sillas al lado y enfrente de él; ella ya había oído demasiado sobre el tema.

La sopa de cebollas a la francesa provocó alabanzas de parte de todos los comensales, pero Sara apenas saboreó la que comía. Jason le incrustaba la rodilla en su pierna y ella rabiaba interiormente, pues no podía evitarla a menos que chocara con la de su tía.

—Pudiste excusarte de venir —le susurró, cuando Rachel fue a la cocina seguida por el atento coronel.

—¿Por qué querría hacerlo? Si el resto de la cena es tan bueno como la sopa, diría que di en la tecla —respondió él, sonriendo.

—¡Mueve la rodilla! —le ordenó con los dientes apretados y empujándola con la mano debajo del mantel.

—Tranquila —le recomendó—. Alguien podría pensar que eres una descarada.

La tía Rachel disfrutaba del ritual de trinchar el pavo y, por supuesto, el coronel tuvo el honor de avanzar hasta la cabecera de la mesa para esgrimir el cuchillo y el tenedor, mientras otros invitados traían desde la cocina, las fuentes con las guarniciones.

—Debería estar ayudando —protestó Sara, pero Rachel desechó la idea con un ademán impaciente. No deseaba que perdiera el tiempo atendiendo la mesa, cuando debía usarlo para hechizar a Jason.

Los platos se pasaban siguiendo las agujas del reloj, por toda la circunferencia di la mesa, y Sara terminó con la primera porción de pavo. Después de que le sirvieron a Jason, ella deseó haber sido la última para mantenerse ocupada pasando los platos. La mano de Jason, que parecía descansar sobre su regazo, le tenía aferrada la rodilla y los largos dedos acariciaban la superficie de nylon con una familiaridad que la hacía enrojecer.

—Detente —le ordenó, pero Jason fingió no oír, volviéndose hacia Betsy para un comentario sobre el viejo aparador de Rachel.

"Dos pueden jugar el mismo juego", pensó, comprendiendo que estaba a su merced. Nadie podía ver nada debajo de la mesa y el coronel estaba cortando el pavo, con tanta precisión que ni la mitad de los comensales había recibido su porción.

Bullendo de indignación, Sara le clavó las uñas en el dorso de la mano. ¿Cómo se atrevía a acariciarle la rodilla durante la cena de Acción de Gracias?

Jason soportó el ataque por unos momentos, mientras finalizaba un comentario, luego se volvió, sonriendo y hablando con una expresión tan dulce que nadie podía imaginar que ella lo había lastimado.

—Sugiero que dejes de hacerlo.

—Lo haré si quitas la mano de mi rodilla.

Sara miró al coronel, quien seguía mostrando su pericia en trinchar el pavo y advirtió que su tía estaba en la cocina. Nadie notaba lo que sucedía. Retiró las uñas, pero casi dio un grito de sorpresa cuando Jason lanzó la mano directamente a la entrepierna y la dejó allí.

—¿No estás de acuerdo, Sara? —Betsy se inclinó para mirarla con ojos miopes por delante de Jason.

—Yo... Temo que no oí lo que dijiste, Betsy.

Al recibir el castigo de Jason, pellizcos y caricias en la carne vulnerable de la entrepierna, Sara se sintió perdida. Entonces, él cesó de acariciarla. Pesadas fuentes de humeante puré de papas, guarnición de ostras, batatas acarameladas, salsa de arándanos, maíz enmantecado, espesa salsa dorada y ensaladas moldeadas comenzaron a circular alrededor de la mesa, y necesitaban las dos manos para pasarlas. Fuentecillas de jamón glaseado, pan de nogal, panecillos caseros y otras delicias para el paladar, siguieron tentándolos a servirse generosas porciones. Sara llenó su plato con pizcas de casi todo, pero hubiera abandonado la mesa en ese instante para alejarse de Jason. Él insistió en que probara pan de nogal ya que no tenía en su plato, dándole a elegir entre aceptar el bocado o provocar un escándalo.

La cena fue un éxito y cuando llegaron los pasteles, Rachel los ponderó seguida por los demás, pero Jason no lo hizo.

—Puedo ver que no te gusta el pastel —dijo ella al verlo rechazar el de carne picada.

—Está delicioso, pero me siento como un pavo cebado para la cena de Navidad —le susurró él.

—Nadie te obligó a venir —respondió ella, defendiendo la orgía de Rachel.

—Rachel, está despedida —manifestó Jason en voz alta, cuando se levantaron de la mesa.

Rachel lo miró un poco sorprendida aunque sonriente.

—Sara y yo nos dedicaremos a la limpieza. Merece sentarse y descansar —continuó él seguro de sí.

—Oh, no —protestó Rachel, pero al fin aceptó.

Cuando toda la vajilla estuvo en la cocina, Jason declaró la zona de su dominio personal y absoluto, sin permitir que nadie entrara, excepto su ayudante involuntaria, Sara. Ella encontró un delantal azul y lo cambió por su chaqueta, sintiendo pocas ganas de trabajar. Había pensado en ayudar a limpiar, pero no a puertas cerradas como virtual prisionera de Jason. Rachel los dejó solos para agasajar a sus sobrealimentados huéspedes, entreteniéndolos con actividades sedentarias como bridge, backgammon y charlas sobre libros.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Sara al quedar solos.

—Somos al menos veinte años más jóvenes que cualquiera de los otros. Me pareció lo justo. De todos modos, debo aflojarme el cinturón y moverme o explotaré.

—No hablo de los platos. ¿Por qué has venido? Sabías que yo estaría presente.

—No estoy promoviendo un escándalo por lavar los platos contigo. Tu tía no es muy sutil empujándome en tu dirección y hago que su día sea todo un éxito, al encerrarme en la cocina contigo.

Jason se ató un delantal rojo, rayado y con volados, que contrastaba con el severo chaleco pardo de su traje. Sus hombros parecían más anchos ahora que estaba en mangas de camisa. Se arremangó hasta el codo y echó una mirada a la masa confusa que abarrotaba la cocina.

—Merecerías que me fuera a casa —dijo ella—. Apuesto que jamás lavaste tantos platos en tu vida.

—Te equivocas. Una vez, mi madre decidió repartir las tareas equitativamente. Preparó un programa para mis hermanas y yo; todos debíamos realizar las tareas por turno: ordenar, limpiar, lavar y secar. Siempre que llegaba mi turno de trabajar con una de ellas, yo silbaba la misma melodía todo el tiempo y desentonando. Finalmente mis hermanas me echaban de la cocina porque las ponía nerviosas. Cuando compraron el lavaplatos, ni siquiera tuve que cargarlo una vez,

—¡Eres inescrupuloso!

—Lo fui cuando de lavar platos se trataba y tenía diez años más o menos.

—¿Piensas que con silbar lograrás que lave todos los platos?

—Lo dudo.

—Creo que tú y la tía Rachel están jugando conmigo.

—Oh, no, no juego. Luego de tres noches sin ti, me siento como si me estuviera friendo en aceite hirviendo.

Iba a besarla; ella lo sabía y quiso detenerlo, pero no confiaba en sus defensas. Él bajó la cabeza lentamente y el aliento cálido le rozó la mejilla. Su boca entreabierta rodeó la de Sara con un beso tan ardiente que la estremeció. Intentó congelarlo con sus labios de granito y su corazón de hielo, pero la insistencia de Jason hizo que sus piernas temblaran y su voluntad se derritiera. Con un agudo murmullo de ansiedad, se aferró a él, deleitándose con la firmeza de la espalda bajo sus manos.

—Nunca besé a un hombre con voladitos —dijo débilmente.

—¿Podemos regresar a tu casa? —inquirió él, anhelante.

—¡Hiciste lo imposible para que no pudiéramos! Debemos limpiar estos malditos platos.

—Oh. Pero podemos arrojarlos en el lavaplatos y marcharnos —gruñó él, observando las ruinas de la fiesta de Acción de Gracias con disgusto.

—Hay como tres o cuatro cargas aquí. Tendremos que lavar la mayoría a mano.

—¡Grandioso! —exclamó Jason, sosteniendo una fuente engrasada como si lo fuera a morder.

—Culpa a tu propia bocaza —replicó Sara, presionando dos dedos sobre los labios de Jason. Intentó quebrar el hechizo mordisqueándole el labio inferior.

—¡Oh! Estás buscando complicaciones y serias —amenazó Jason, mostrándole los dientes con ferocidad fingida.

—Si vas a lavar los platos, bien podrías sacarte la corbata.

—¡No voy a lavar!

—Tú fuiste el voluntario.

—Este podría ser el mejor momento para confirmar que el lugar de la mujer es la cocina.

—¡Gritaré!

—Transigiré, con una condición —precisó él—. Si organizas y cargas el lavaplatos, fregaré las sartenes y las ollas.

—¿Cómo lo están pasando por aquí? —La cabeza de Rachel asomó por la puerta que daba al salón, sonriéndoles como si fueran sus alumnos limpiando los pupitres.

—Bien, sin problemas —aseguró Jason, entusiasta.

—Me siento culpable, descansando mientras ustedes dos limpian este lío.

—Ya hiciste tu parte, tía Rachel, Jason me asegura que es un gran lavaplatos.

—Si están seguros... —Rachel comenzó a apilar los platos de postre.

—Si levanta un dedo en esta cocina, le doy una paliza —amenazó Jason en broma.

Rachel se ruborizó por placer o por desconcierto. ¿Acaso se avergonzaba de querer unir a su sobrina favorita con un hombre tan fuerte y brutal?

—Esa mujer es mucho más que lavanda y encaje —comentó Jason, cuando estuvieron a solas—. Si las mujeres de tu familia están hechas de esa fibra, nuestra hija será una pequeña tigresa.

El comentario turbó a Sara. Sentía su presencia con tanta fuerza que deseaba golpearlo, tocarlo y para evitarlo, apretó los puños. Debía estar loca; jamás había reaccionado tan violentamente por un hombre.

—No te descargues con las ollas —le dijo Jason, aprisionándola entre sus brazos y besándola con dulzura.

La mano descansó sobre un seno, inmóvil, encima de la blusa. Luego cubrió el otro y los unió. Por un momento el rostro de Sara mostró todo su amor.

—Te deseo —susurró él.

—No me beses de nuevo —rogó ella, sosteniéndole las manos sobre sus senos.

—No te besaré si no me arañas de nuevo. —Le mostró la mano donde eran visibles pequeñas líneas rojas.

—¡Tú comenzaste!

—¡Porque me moría por tocarte!

—Lo siento. Lamento haberte lastimado.

Los sentimientos de culpa y ternura unidos, la hicieron tomarle la mano y besarla.

—Me siento como un yo-yo —continuó ella—, lanzada al espacio y tironeada después.

—Eso no es tan malo si siempre regresas a mi mano.

El deseo de concluir cuanto antes los impulsó a trabajar con renovado ahínco. Salieron adelante a costa de recalentar el ambiente por el uso indiscriminado del lavaplatos, hasta que tuvieron que abrir la puerta trasera para enfriarlo.

—¿Adonde pondremos todos los platos? —preguntó Jason.

—En el estante superior. Hasta tú necesitarás la escalerilla para alcanzarlo. En ese entonces construían los techos muy altos —afirmó Sara.

—Sube tú. Yo te alcanzaré los platos. Con seguridad debes ordenar mejor que yo.

En el escaso espacio que le correspondía, Sara apiló la reluciente montaña de platos de porcelana con mucho cuidado. Al pedir la última pieza, una pesada ensaladera, Jason se la alcanzó con una mano y deslizó la otra por su muslo.

—¡Jason! Harás que deje caer la ensaladera.

—Deseo que dejes caer todo por mí.

En cuanto colocó la ensaladera sobre el estante, Jason la abrazó por los muslos con sus brazos de acero. Sara perdió el equilibrio y se asió con fuerza del cuello de él.

—Deja que te ame —musitó Jason.

Él dejó que se deslizara hasta el suelo por entre sus brazos y tomándola por la barbilla, estudió la agonía de indecisión que reflejaba su rostro.

—¿Hoy? ¿Mañana? ¿Siempre? —susurró ella.

La pregunta no estaba dirigida a él; era ella quien debía contestarla. Lo amaba con desesperación, deseándolo con todo su ser, pero la Navidad se cernía en el horizonte como Armagedón. La incertidumbre la desgarraba. ¿Le bastaba con desearlo y tenerlo hoy? ¿No debían tener una meta, una manera de compartir el futuro? Jason partiría y ella no podría seguirlo.

—¿Puedes enfrentar el futuro sin mí? —preguntó él, buscando en su semblante algún indicio de esperanza.

—Me aterra tener que hacerlo.

—Sara, no eres un vegetal. No puedes echar raíces y pasar el resto de tu vida meciéndote al viento y mirando pasar las nubes. Perteneces al lugar donde yo esté. Admítelo.

—No puedo abandonar este pueblo. No puedo seguirte de un lado al otro, por todo el territorio del país, sin saber adonde estaré el año siguiente o el otro.

—No quieres abandonar tu pequeña cápsula de seguridad.

—No deseo tu clase de vida.

—Entonces, vive hoy. Olvida el futuro y regresemos a tu casa.

Ella sólo pudo menear la cabeza, atontada por la desesperanza de su amor.

—¡Al menos háblame sobre esto!

—¿Hablar o escuchar tus argumentos?

—¡Hablar! —estalló, furioso—. Buscaré los abrigos y caminaremos, hasta que lleguemos a un entendimiento. Ven y despídete de tu tía. Y son ríe. Pareces a punto de llorar a los gritos.