Capítulo 2
La campanilla del teléfono sonó con estridencia. Como Sara deseaba economizar, tenía un solo teléfono en la casa y para escucharlo desde la cocina, necesitaba que sonara al máximo, pero cuando estaba cerca, se sobresaltaba.
—Sara, querida. —Su tía abuela fue directamente al grano—. Temo que tu banco ha vuelto a confundirse con mi cuenta. ¿Podrías revisarla?
—Encantada —respondió Sara, desilusionada porque era la tía Rachel—. El balance, ¿es a favor o en contra?
—En contra. Lo revisé con la pequeña calculadora de bolsillo que me regalaste para mi cumpleaños, pero aún hay una diferencia de cerca de dieciséis dólares y dos centavos.
Sara sonrió por el infortunio de su tía, pero su mente estaba en la subasta del sábado y en la Taberna de Sibley. Jason no le había pedido su número de teléfono. Ni siquiera sabía cuál era el pueblo donde vivía pues lo había desorientado deliberadamente. No podía llamarla, por lo que debía dejar de deprimirse cada vez que el teléfono sonaba.
—Esta noche iré al concierto de la banda de la escuela secundaria, tía Rachel, pero me detendré un momento en tu casa cuando salga del banco mañana y lo revisaré.
Su tía había guiado carnada tras carnada de niños por los vericuetos del ABC y del 1, 2, 3 durante más de cuarenta años, pero se le escapaba el procedimiento para mantener su chequera balanceada. Sara estaba convencida de que Rachel sufría de un caso agudo de ansiedad matemática cuando se trataba de finanzas. Todos los meses la ayudaba con sus cuentas, relevando del trabajo al presidente del banco, antiguo compañero de colegio de su tía.
La tía Rachel podía confundirse con las cifras, pero conocía las casas antiguas, visitándolas todos los veranos. Siguiendo un impulso, le preguntó:
—¿Hay alguna casa importante en el campo que estén restaurando este año, tía Rachel?
—Déjame pensar. Beaver Run Inn ya no es una casa particular, y he oído que piensan hacerle algunos arreglos. Puedo conseguir una visita guiada para ti.
—Oh, no, no será necesario. Conocí a un arquitecto el último fin de semana y dijo que estaba restaurando una casa en Stafford. Me preguntaba si sabrías cuál puede ser.
—¡No me digas que conociste a Jason Marsh!
—Pues... sí. ¿Cómo lo supiste?
—Los Attwater fueron muy afortunados al conseguirlo. Él restauró la casa del general John Dana. Debiste haber leído el artículo en una de mis revistas especializadas en antigüedades, páginas y páginas de fotos en colores mostrando su maravilloso trabajo. La buscaré para ti.
—No sabía que era una celebridad. Es el hombre que compró mi rueca.
—Oh, Sara, conocer a Jason Marsh bien vale una rueca. Hay ruecas a montones, pero el señor Marsh es único en su género. No realiza trabajos aburridos como arreglar techos o cimientos. Él recrea el pasado hasta el último detalle. Si compró la rueca, es porque pertenece a la casa Attwater.
—¡Tía Rachel! Ibas a enseñarme a hilar.
—Oh, y lo haré, querida, pero, ¡imagínate conocer a Jason Marsh...! ¿Hablaste con él?
—Un poco, pero no creo que lo vuelva a ver.
—Es una pena. Me encantaría averiguar cómo salvó el revestimiento de cuero en la sala de Dana. La gente solía utilizar cuero en lugar de papel o tela, ¿lo sabías?
—Sí, pero debo apresurarme, tía Rachel. Roger pasará a buscarme. La sobrina toca en el concierto. Mañana arreglaré tu chequera.
Sara apuntó la cita con su tía para no olvidarse, pero seguía pensando en Jason Marsh. Aunque la tía Rachel era una aficionada a la restauración, era sorprendente que conociera su nombre. Ella estaba suscripta a casi todas las publicaciones dedicadas a las antigüedades y a la restauración y las estudiaba religiosamente pero jamás podía recordar todos los nombres. El trabajo de Jason debió impresionarla mucho.
Los conciertos escolares comenzaban temprano y era un inconveniente, decidió Sara mientras corría al baño para ducharse. Roger era un fanático de la puntualidad; no podía esperar que le concediera ni cinco minutos de retraso.
Aún estaba frente al espejo, en sostén y bragas, cuando sonó el timbre. "Ser puntual es una cosa, pero Roger se adelantó veinte minutos" pensó irritada. Él sabía que ella había salido del banco más tarde que de costumbre.
Después de retocarse los labios, se puso la bata roja y corrió a la puerta.
—Hola, ¿me recuerda?
—Sí, por supuesto. El señor Marsh, el hombre de mi rueca.
—¿Puedo entrar?
—La verdad es que espero a alguien —respondió, echándose a un lado para dejarlo pasar.
—¿Está lista para recibirlo o se está apresurando para estar lista? —preguntó Jason, irónico.
—Es obvio que no estoy preparada para el concierto de la banda de la escuela, que es a donde voy.
—Puedo mejorar la oferta. Cena en la Taberna de Sibley y una visita guiada a la casa que estoy restaurando.
—No puedo romper un compromiso así como así para salir con usted —replicó ella, enojada.
—Un compromiso. ¡Y me preocupaba que fuera una cita...!
—Es una cita. Con uno de mis jefes. El vicepresidente del banco.
Sara se ruborizó por lo tonta que era al querer impresionarlo con su cita. Él debía pensar que era una campesina.
—¿El vicepresidente la lleva al concierto estudiantil?
La pregunta era inocente, pero la risa asomó a sus ojos.
—La sobrina toca el clarinete.
—Eso lo explica. ¿Puedo decirle cuando venga que usted cambió de idea?
—¡No, no lo hará! No romperé la cita con Roger. Si deseaba invitarme a salir, debió llamar primero. —Sara entrecerró los ojos al recordar que él no podía llamarla; se suponía que tampoco debía saber su domicilio—. ¿Cómo me encontró?
—¿No lo sabe? Como el padrillo encuentra a la yegua.
—Creo que debe marcharse.
—Lo siento.
—En lugar de disculparse, dígame cómo me encontró.
—Cuando usted abandonó el granero de la subasta, pagué mi cuenta y distraje al empleado. Entonces leí su inscripción.
¡Por supuesto! Las subastas requieren alguna identificación antes de otorgar un número a los concurrentes. Su nombre y domicilio estaban en la hoja de inscripción al lado de su número, el cual podía verse con facilidad en la tablilla de posturas.
—¡Conocía mi nombre antes de seguirme! —Culpable, lo confieso.
—¡Y dónde vivía!
—En realidad no conseguí el número de la calle, pero me detuve en una casilla de teléfonos y consulté la guía telefónica. Gilman, Sara. Debería registrarlo como S. Gilman para desalentar a las personas desagradables que buscan mujeres solteras.
—Eso no es necesario en este pueblo. Es un sitio seguro para vivir.
—Así lo espero, Gilman, Sara.
Jason se quitó el pesado abrigo de gamuza, el mismo que usara en la subasta y lo dejó caer en la mecedora cerca de la puerta.
—No puede quedarse —protestó ella. No podía predecir la reacción de Roger al ver otro hombre en la sala. Estaba acostumbrado a tenerla sola para él.
—Miraré un poco de televisión y tomaré unas cervezas, si tiene. No me importa esperar hasta que termine el concierto. Ya le dije que soy noctámbulo.
—Por favor, señor Marsh...
—Jason. Creo que hemos progresado y podemos tutearnos.
—Está bien, Jason. Tengo otros planes para esta noche. No puedes esperar aquí.
—El negocio de Nueva York me llevó un par de días en vez de uno —comentó él, ignorando la sugerencia. Caminó hasta el hogar y colocó un leño—. De hecho, acabo de regresar y estoy hambriento. ¿Deseas que prepare algo para cenar juntos? Veamos, ¿cuándo comienza el concierto?
—A las siete y treinta, pero...
—Terminará a las nueve. Debe ser una escuela pequeña.
—Es la del distrito, pero eso no tiene nada que ver con tu permanencia en mi casa.
Él se acercó tanto a Sara, que ella pudo oler la fragancia de su loción. Casi contra su voluntad lo miró a los ojos oscuros como el ébano. Parpadeó primero que él; la intensidad de su mirada la llenó de inseguridad.
—Algunas personas se incomodan cuando alguien invade sus dominios. No eres una de ellas, ¿o sí?
Sara casi retrocedió, pero se obligó a defender su posición.
—Mi experimento favorito es comprobar hasta qué distancia permiten que me acerque —continuó él.
—Caramba, esto no tiene sentido —protestó Sara.
Estaban tan cerca uno del otro que apenas los distanciaba el espesor de un cabello. Cuando los labios de Jason rozaron los suyos, fue como su primer beso, extraño y amenazador. Los labios eran secos y firmes y Sara esperó a que los presionara. Extrañamente, se desilusionó cuando Jason se alejó.
—¿En verdad esperas a alguien que está en camino? —preguntó él, ronco.
—Sí.
—Entonces, éste debe durar. —La tomó entre sus brazos, besándola con pasión—. ¿Será más fácil para ti si me voy ahora?
—Sí.
—Lo haré, pero tiene un precio.
—¿Qué? —preguntó ella pensando en las complicaciones que le acarrearía tener a dos hombres en la sala al mismo tiempo.
—Mañana a la noche. Un viaje misterioso conmigo.
—¿Un viaje misterioso?
—Yo planearé la velada. Cuenta conmigo para la cena; el resto será una sorpresa.
Desde la repisa de la chimenea, el viejo reloj de madera dejó oír siete campanadas. Adelantaba cinco minutos por día, pero Sara lo ponía en hora cada mañana. Roger llegaría en contados minutos; él siempre deseaba salir con media hora de tiempo, aunque la escuela estaba a diez minutos de distancia.
—Tu reloj está adelantado —dijo Jason.
—Oh, está bien, Vete ahora y te veré mañana.
—¿Podrás estar lista para las siete?
—Sí, pero sólo si te vas de inmediato.
Por un momento ella creyó que Jason la besaría nuevamente, pero él sólo le sonrió.
—Te veré mañana. —Se puso el abrigo camino a la puerta y volvió la cabeza para despedirse.
Cuando Jason partió, Sara se llevó los dedos a los labios para comprobar si estaban ardiendo. Este hombre era insoportable; irrumpía en su vida sin aviso y lograba sus propósitos por cualquier medio. Él sólo podía complicarle la vida y la decisión que tomara en la taberna de no volverlo a ver había sido la correcta. Si estaba agitada era porque debía vestirse deprisa. Jason Marsh era agresivo al punto de ser dictatorial y su técnica de macho no funcionaba con ella.
La puerta de calle se abrió violentamente antes de que ella se hubiera movido.
—No conocí a tu tía —gritó Jason. Sara había olvidado que le había hecho creer que vivían juntas—. ¿Está aquí? —Jason entró a la sala buscando a su alrededor como si esperara encontrarla escondida detrás del sofá—. No está aquí, ¿no es así?
—¿Por qué lo dices?
—Este cuarto en cálidos castaños dorados, anaranjado y beige es todo tuyo. Si ella viviera aquí dejaría alguna huella personal. ¿Me equivoco? No importa; sé que no. Las casas son mi negocio.
Jason tomó el silencio de Sara como aceptación y desapareció tan súbitamente como había entrado.
Sara pensó que debía comprar un cerrojo automático. El corazón le latía aceleradamente y una vena se marcaba en su frente. Corrió ante el espejo y se asombró al ver su aspecto. Tenía los labios hinchados, los ojos vidriosos y la expresión de una mujer atontada.
Jason Marsh no tenía derecho a irrumpir en su vida y destruir su tranquilidad. La había chantajeado para que aceptara almorzar con él el sábado y ahora para pasar una velada juntos. Si Roger no hubiera estado en camino, hubiera echado a Jason de su vida de una vez por todas. Ahora tendría que llamarlo y cancelar la cita. ¡No arriesgaría su equilibrio emocional en otro encuentro con ese hombre!
¡Roger! Estaba a la puerta y ella ni siquiera estaba arreglada. Lo hizo entrar, le dio una disculpa inconsistente y corrió a vestirse.
Roger, vestido con el traje que usaba para el banco —un tres piezas gris ceniciento, camisa blanca y corbata negra— intentó ocultar su irritación al ver aparecer a Sara quince minutos más tarde. Ella llevaba un vestido rojo de lana, con la esperanza de que la hiciera aparecer alegre y que explicara el rubor que aún lucía en el rostro. Roger no notó nada, excepto la hora.
Cuando llegaron al colegio, la banda afinaba sus instrumentos con una barahúnda de sonidos discordantes. Roger localizó dos butacas vacías al fondo, pero estaban tan alejadas que tuvo que ponerse las gafas. Este era el segundo punto en contra de Sara. Él odiaba usarlas en público.
Sara no encontraba la razón de que tuviera que ver bien un concierto, pero se arrellanó en la butaca, perdida en sus propios pensamientos. Podría romper el compromiso con Jason pero admitió que le sería difícil. Sus besos le recordaban los de Bill antes de que comenzaran las discusiones, aunque los de Jason tenían una cualidad que aún no podía definir. Todavía podía sentir la textura de sus labios, recordar el cosquilleo de su aliento en la mejilla. Mientras los músicos aficionados continuaban con el desarrollo del programa, ella recordó la sonrisa contagiosa de los labios y los ojos de Jason.
—Megan tocó muy bien el solo —susurró Roger.
—Sí —concedió Sara, turbada por haber perdido el gran momento que concitó la presencia de la familia Ferris en el auditorio. De hecho, se hubiera visto en apuros si hubiera tenido que nombrar una sola de las obras ejecutadas.
—Considero que John debe comprarle un nuevo clarinete. Debería tener uno profesional si continúa con la música y por supuesto que lo hará —continuó Roger.
En la familia de Roger las decisiones eran conjuntas. Aunque él era soltero y ocho años menor que su hermano, se tomaba muy a pecho la educación de sus sobrinos. Betty, la cuñada, había confiado a Sara que era hora de que Roger tuviera su propia familia que cuidar. Un hombre debía casarse antes de los treinta y cinco años, decía, o no se adaptaría al rol de esposo. Esta teoría daba a Roger sólo dos años más para caer en la categoría de desahuciado y a Jason sólo uno.
Con gran esfuerzo, Sara trató de concentrarse en el concierto, pero la magia de Megan no se repitió. El concierto terminó con una famosa marcha que le trajo recuerdos risueños a la mente. La velada cultural había sido un fracaso para ella.
Generalmente salían a cenar fuera del pueblo; pero, para demostrar su fastidio, Roger la llevó a cenar al Café Dunbar, el único sitio en que se podía comer después de las nueve de la noche.
Tampoco le dio el beso de despedida. Siempre la besaba tres veces al llegar a su puerta: primero un ligero roce de sus labios sobre el labio superior de Sara, luego otro en la frente y otro más sonoro en la boca. Ella prefería el último, pero a menudo deseaba que variara un poco el patrón. Roger debía estar furioso para omitir la rutina.
—Fue un concierto agradable —mintió ella.
—Sí, pero creo que deben practicar mucho más. Aunque Megan lo hizo muy bien.
Sara asintió; al no haber oído ni una nota del solo, no podía dar su opinión.
Al irse a la cama reconoció que algo malo estaba sucediendo. Comparaba a Roger con Jason y era tan justo como comparar una vaca lechera con un pura sangre de carrera. Eran diferentes razas y Roger no era tan divertido como Jason. Por eso le agradaba Roger; era una persona confiable, firme en sus creencias, leal a su familia y a la comunidad.
En Banbury, Roger era considerado un gran partido; buen mozo en su estilo pulido, con una excelente carrera en el banco y socialmente intachable. Los orígenes de su familia podían rastrearse hasta la época de la colonia. Lo más importante para Sara era que Roger era una buena persona; si se había irritado fue por culpa de ella. Casi lo había hecho llegar tarde a un concierto que era muy importante para él. A Roger no le interesaban las subastas; sin embargo, concurría cuando ella lo deseaba. Al menos le debía la cortesía de corresponderle en las actividades que le interesaban.
Sara aceptó la culpa por el fracaso de la velada y, arrellanándose bajo el cobertor de plumas, se dispuso a dormir. El cuarto oscuro era un silencioso capullo, donde descansar era un placer. No como los dormitorios de las bases aéreas o de las grandes ciudades. Solía dormirse de inmediato, pero esta noche no hallaba una posición cómoda. Dio vueltas en la cama pero no logró acallar los pensamientos que la mantenían despierta.
Llamaría a Jason por la mañana y cancelaría la cita. No tenía obligación de mantener su palabra cuando él la había chantajeado. Era verdad que él la atraía; tenía el aspecto de hombre rudo que estimulaba las fantasías. Era tan alto que la hacía sentir dominada, lo cual era una sensación extraña para una joven de su estatura. Roger medía un metro ochenta, una estatura aceptable, pero ella no podía usar tacones altos. Por eso Jason la había impresionado tanto. El tener que levantar los ojos para mirarlo la hacía sentir delicada y femenina. Lo que sentía por él era algo indefinible; sería mejor que lo olvidara antes de ser herida. Él se iría en un mes y Banbury era su hogar del que no se movería. Ambos sufrirían si llegaban a involucrarse. Por lo tanto, le haría un favor al romper la cita.
La campanilla del teléfono la sobresaltó.
—¡Hola!
—Pareces sorprendida. ¿Te desperté? —La voz de Jason llegó nítida.
—Sí... no. Estaba casi dormida.
—Lo siento. Creí que aún estabas levantada. Jamás conseguirás que te lleve tan temprano a tu casa. Estás sola, ¿no es así?
—Por supuesto —respondió enojada.
La risa ahogada de Jason la enfureció. Él no había dudado ni por un momento que no estuviera sola en la cama. Ahora que estaba furiosa era el momento de romper la cita.
—En cuanto a la noche de mañana...
—Por eso te llamo. Mi cliente viene a ver los progresos de la casa y a conversar sobre los últimos detalles. No recibí el mensaje hasta que llegué a casa esta noche. Ya es demasiado tarde para atajarla. Supongo que no terminaré hasta tarde.
—Oh, está muy bien.
No tendría que usar ninguna de las excusas cuidadosamente inventadas. La cita había sido cancelada gracias al cliente de Jason. El momentáneo alivio se vio nublado por la irritación. ¿Cuánta dedicación le debía a su cliente? ¿El aceptar sus mandatos y llevar a cenar a su patrocinadora eran parte de su éxito?
—¿Prefieres que te llame cuando ella se vaya o sería mejor dejarlo para el viernes?
—No, no llames —se apresuró a decir Sara.
—Así es mejor. El viernes pasaré a buscarte alrededor de las siete.
—Espera —le pidió Sara, temerosa de que colgara pensando que tenían una cita.
—No me dirás que el banquero te tiene citada para el viernes.
—No, pero no sé si debiéramos empezar alguna relación... Es decir, partirás muy pronto y...
Lo que intentaba decir no quedaba claro y el silencio de Jason no la ayudaba.
—Tal vez sea mejor que olvidemos todo el asunto —concluyó, turbada.
El silencio pareció durar siglos. Sara pudo oír la respiración agitada al otro lado de la línea, pero no supo qué agregar.
—No dejaré que escapes del anzuelo con tanta facilidad, Sara —dijo Jason, cortante—. No creo que pueda olvidarte.
—Quizá deberías hacerlo. —Su voz era tan débil que no sabía si Jason la había oído.
—No, no lo creo—. De cualquier manera, tendrás que decirme cara a cara cómo te sientes o no lo aceptaré.
—Te lo estoy diciendo.
—No, es demasiado sencillo por teléfono. Estaré allí el viernes a la noche, a menos que prefieras que vaya ahora.
—¡No! ¡No lo hagas!
—No sé si podré esperar hasta el viernes. Bien, el viernes entonces. No es necesario que salgamos a alguna parte si no lo deseas. No lo decidas ahora. Dímelo cuando llegue a tu casa.
Sara asintió débilmente, pues los sentimientos encontrados la desgarraban. Al menos tendría tiempo suficiente para reforzar sus defensas. A pesar de lo fácil que era para Jason Marsh, conseguir sus propósitos, no se dejaría arrastrar a una relación que podría terminar mal.
—Ya puedes ir a dormir, Sara. Pensaré en ti. —La voz fue una caricia que la estremeció.
—Buenas noches —respondió ella, casi sin energía.
La cama hervía y el cobertor la asfixiaba. Se corrió al otro lado de la cama y el frío de las sábanas la hizo tiritar. Recogió las piernas y las envolvió en el camisón. Pero no logró la paz. La conversación con Jason daba vueltas en su cabeza y siempre volvía a la promesa de él de pensar en ella. Sara también pensaba en él. Temía que tuviera el poder de desmoronar sus planes para el futuro. Por el momento ya le había hecho notar lo enorme que era su cama.
¿Cómo se sentiría si pudiera pasar las noches heladas de invierno acurrucada contra su pecho? Él solo pensarlo la hacía vibrar. Ya había probado la atracción física con Bill, emergiendo con cicatrices. Ahora se enfrentaba a otra trampa, y presintió que era más peligrosa.
—¡Maldición! —dijo en voz alta y se sentó en la cama apoyando la frente en las rodillas flexionadas.
¿Por qué había conocido un hombre sin raíces justo cuando había hallado el sitio que satisfacía sus necesidades de estabilidad? Amaba su vida en Banbury, la gente que conocía, los vecinos y los jóvenes que trabajaban en Main Street y se detenían a charlar en el banco. Si Jason se avenía a ser parte de esta existencia pacífica y ordenada, sus atenciones serían más que bienvenidas.
Por cierto que no era inmune a los mensajes tácitos que él enviaba. La fuerza de su personalidad era impactante. Le tentaba ponerse en sus manos, rendir su independencia a cambio de premios aún no revelados. Jason la hacía consciente de su femineidad; rozaba sus senos con solo mirarlos y el secreto goce que mostraba su rostro al notar la erección de los pezones, decía a las claras que reconocía ser el culpable. Cuando admiraba su cabello ella se sentía sensual y seductora.
Sara apretó las piernas contra el pecho y, apoyando el mentón sobre las rodillas, no luchó más contra el deseo de fantasear. Hasta que conociera a Roger, jamás había tenido una relación platónica satisfactoria con un hombre. Sus límpidos ojos azules, la boca carnosa y rosada, habían dejado una estela de jóvenes amartelados en la escuela secundaria. Como se había desarrollado temprano y casi espectacularmente, había recibido gran cantidad de atenciones, la mayoría inconvenientes, a muy temprana edad. Sabía que los muchachos habían murmurado a sus espaldas y, como había sido presionada para reaccionar a sus demandas antes de estar preparada emocionalmente, todavía tendía a recluirse.
Cuando Bill apareció en su vida, no estaba lista para iniciar una relación comprometida y aún le escocía el fracaso. Ahora se sentía fragmentada por la atracción física que ejercía Jason sobre ella. Necesitaba tiempo para un galanteo sosegado, un proceso gradual de maduración en pareja. Lo último que deseaba era caer de forma precipitada en otro romance. Debía eludirlo antes que fuera demasiado tardé para salir con el corazón intacto.
Por primera vez en la vida le alegraba que el trabajo del banco fuera rutinario. Aun así, cometió un ligero error provocado por la falta de descanso en la noche y lo que era peor, agregó a su ineficiencia el no poder detectar su propia equivocación ante el reclamo de un cliente. Finalmente, Roger acudió en su ayuda y su paciencia inalterable fue más terrible que un regaño. Halló el error con facilidad y apaciguó al cliente, sin hacer ningún comentario personal. En realidad la eludió durante toda la jornada y Sara sospechó que era la forma de comunicarle que la velada no había sido satisfactoria.
—Gracias por ayudarme con el señor Baurer —dijo ella al abandonar el banco—. No sé que me sucedió hoy.
—Quizá no debí comportarme como lo hice anoche por tu tardanza —replicó Roger, cauteloso, aceptando a disgusto que podía ser el culpable de su confusión durante el día.
—Eso no tiene importancia, Roger. —No la hacía feliz que él pensara que era el responsable de su turbación, pero como gesto conciliador le preguntó—: ¿Querrías venir a casa a cenar? Compraré unas chuletas de cordero.
—Gracias, pero esta noche me es imposible. Unos cuantos miembros de la familia iremos a Dentón para festejar el cumpleaños de la prima Margaret. Te hubiera invitado, pero como no está muy bien de salud, la familia decidió que sería mejor una reunión íntima, con un solo representante de cada rama.
—¿Ha estado enferma? —preguntó Sara, pero no pensaba en la pariente lejana de Roger, una mujer a quien, a los ochenta y siete años, no le cabía en rigor a la verdad el título de prima. Él comenzó a explicar algo relativo a un desequilibrio del azúcar en la sangre, pero ella no escuchaba.
Cuando Roger la dejó, se sintió aliviada por no haber sido considerada como de la familia. Estaba cansada y necesitaba tiempo para decidir qué hacer respecto a Jason. Comenzaba a sentir que el no volver a verlo sería más penoso que mantener en pie la cita. Esto la llenaba de espanto.
Por lo general iba caminando al banco en los días agradables, disfrutando de las tranquilas calles arboladas y de la atmósfera sosegada del pueblo. Pero la mañana había sido fría y nublada y había conducido su auto con la intención de hacer las compras. La mayoría de la gente hacía sus compras semanales el viernes después de cobrar y los habitantes de la zona rural preferían el sábado. Por lo tanto, el modesto local del supermercado de Banbury estaba casi vacío el jueves y Sara tenía el negocio para ella.
Luego de seis meses como empleada del banco, la cajera del supermercado la trataba sin la fría cortesía que se usaba para los veraneantes. Pero aún Sara no había cruzado la línea divisoria entre los lugareños y los forasteros. Sin embargo, el madrinazgo de su tía comenzaba a dar resultados. Diferentes grupos la habían llamado para que interviniera en competencias de bridge o de bowling. También habían extendido una invitación para que se inscribiera como socia del club local debido a la larga permanencia de su abuelo como miembro de la institución. Por supuesto que nadie le garantizaba que no apareciera una bolilla negra en su contra, pero eran optimistas. Sara declinó el ritual, pero no a los miembros.
El teléfono sonó cuando depositaba la última bolsa de las compras sobre la mesada de la cocina. De inmediato recordó la chequera de la tía Rachel.
—Tía Rachel —comenzó a decir al levantar el auricular, sabiendo que debía apresurarse antes de recibir un regaño—. Estaré por allí en veinte minutos.
—Afortunada tía Rachel.
La alegría de Jason era contagiosa y Sara rió ante su equivocación.
—Prometí a mi tía que arreglaría su chequera. Cuando llama debo darme prisa para decir mi parlamento o empieza a hablar sobre cualquier cosa. A propósito, es una gran admiradora tuya.
—¿Una admiradora?
—Está suscripta a todas las revistas de antigüedades y creo que leyó algo sobre tus trabajos.
—Debiste mencionarle mi nombre —la acusó, bromeando.
Sara reconoció que se había tendido una trampa e intentó subsanar el error.
—¿De qué otro modo me hubiera enterado de que eras famoso?
—¿Lo soy? —Jason rió divertido—. Bueno, jamás me han pedido un autógrafo, pero tu tía puede ser la primera y será bienvenida.
—¿Por qué has llamado? —preguntó con la débil esperanza de que cancelara la cita. Pero la perspectiva no le agradó tanto como debía.
—Mi cliente se está arreglando para la cena. Deseaba oír tu voz.
—Bien, ya la oíste —replicó, seca. Seguramente la cliente era una hermosa y rica dama de sociedad, lo suficientemente desocupada como para supervisar los trabajos a menudo—. Debo corregir el error en la chequera de mi tía.
—Entonces, te veré mañana.
—Sí.
Cuando Jason colgó, deseó haber hablado más tiempo. Pero, ¿qué podían decirse?
La tía Rachel presionó para que Sara se quedara a cenar, pero ella declinó la invitación tratando de convencerse de que no lo hacía para esperar que Jason la llamara.
Estaba cansada, pero seguía buscando qué hacer con tal de no ir a la cama. Limpió y ordenó la casa. Luego decidió que sus uñas eran un desastre y las arregló hasta que le pesaron los párpados. Antes de meterse en la cama, bajó el nivel de la campanilla del teléfono por si recibía una llamada tardía.
El ajuste fue innecesario. El teléfono no sonó en toda la noche.