Capítulo 1
Sara tembló, pero a causa de la excitación y no del frío del granero primitivo expuesto a las corrientes de aire. El equipo de rematadores yanquis había finalizado la venta de una colección casi infinita de equipos y herramientas de granja y ya llevaban a la plataforma provisional los artículos del hogar que pertenecían a la propiedad.
Él gentío era mucho mayor del que ella había esperado que se presentara en un frío sábado de noviembre. La mayoría parecían ser mirones o cazadores de gangas, lugareños que vivían burlándose de los turistas veraniegos y comerciantes de antigüedades provenientes de las grandes ciudades. Estos pagaban por las piezas históricas de Vermont lo que los nativos consideraban precios decididamente elevados. Algunos espectadores disfrutaban de la subasta como si fuera una función social y otros la veían como el segundo entierro de Samuel Hargrove, el granjero muerto, cuyas pertenencias estaban a la venta.
Por centésima vez Sara dejó caer su mirada afectuosa sobre el botín más codiciado, una rueca de madera que había sido utilizada por alguna mujer de Nueva Inglaterra antes de la Guerra Civil. Se hallaba en perfectas condiciones y había obtenido un cálido tono castaño dorado sin perder con el paso del tiempo la pátina profunda de la madera. Sara se imaginaba retorciendo las fibras sueltas para obtener una lana suave. La imagen era tan vivida que casi podía sentir la hebra entre los dedos. Su tía abuela era una tejedora experta que aún teñía las fibras con productos naturales: el rojo de la grana, el naranja de la dulcamara, el amarillo de la cáscara de cebolla y el verde de los pimpollos de la vara de San José. Le había prometido que le enseñaría a hilar, un arte que dominaba desde su juventud, si Sara hallaba una rueca que reemplazara el montón de despojos que había sido usado por sus antepasadas.
Por unos momentos alguien bloqueó su visual. Un hombre alto de cabello oscuro examinaba la rueca con tal detenimiento que la puso nerviosa.
Había esperado que lo tardío de la temporada mantuviera alejados a los comerciantes forasteros que invariablemente ofrecían por las antigüedades precios astronómicos en comparación con los niveles locales. Además, el remate se había preparado casi de improviso y con escasa publicidad debido a que un heredero lejano estaba ansioso por recibir el dinero.
Sara calculó mentalmente sus recursos: el cheque enviado por sus padres desde la base aérea Clark en las Filipinas, cuando cumplió veintisiete años; una pequeña suma ahorrada durante seis meses de su sueldo como cajera en el banco Banbury y la renta de un bono de ahorro del gobierno que había sido un obsequio de graduación de sus padrinos. Era todo lo que podía gastar. La mayor parte de sus ahorros había servido para comprarse la casa. La suma era inadecuada para adquirir una rueca tan antigua y a precio minorista, pero había depositado todas sus esperanzas en este remate.
El postor potencial se inclinaba ahora para examinar las patas con más dedicación de la que podía mostrar un aficionado. Ni siquiera el pesado abrigo forrado en piel podía ocultar su físico bien proporcionado. No era, por cierto, un granjero de la zona o un criador de caballos. Ella podía reconocer a la mayoría de ellos en la actualidad. Él se irguió y examinó al público con marcado interés. Sin duda calculaba sus posibilidades midiendo la competencia como Sara lo había hecho minutos antes. Sus ojos descansaron por un segundo sobre el rostro de Sara y luego siguieron recorriendo la multitud. Una sonrisa mostró que estaba satisfecho con lo que veía, pero los ojos volvieron a ella, estudiándola con manifiesta curiosidad.
Sintiéndose turbada sin saber por qué, Sara se dio vuelta y fingió leer una copia del anuncio del remate que había guardado en su bolso. Por haberse criado en las bases aéreas, era prácticamente inmune al escrutinio masculino. Sabía que su cabello dorado por el sol y sus rasgos bien definidos eran atractivos pero no demasiado descollantes. En cambio su mayor atractivo radicaba en su figura: la cintura pequeña, los senos llenos y bien moldeados, las piernas esbeltas y su estatura de casi un metro setenta y cinco. Sin embargo los contornos de su silueta hoy se hallaban ocultos bajo una chaqueta de esquiar que no la favorecía en absoluto, excepto para proveerla de calor.
No, la concentración del extraño en ella se debía sin lugar a dudas al mero cálculo sobre una posible rival. No estaba segura acerca de cómo había adivinado su interés en la rueca. Quizá había delatado su alarma al observarlo con demasiado interés. Pero, cualquiera fuera la razón, él seguía mirándola y la preocupaba más de lo debido.
El martillero, un hombre de rostro encarnado, parecía decidido a extraer hasta el último dólar de la multitud con cada lote. Tomó mucho tiempo para rematar un surtido de canastos, rehusándose a ser apresurado cuando las posturas eran lentas.
El hombre alto se había alejado de la rueca y miraba una caja fuerte ubicada al fondo de la plataforma, pero no engañaba a Sara. El interés en esta pieza era fingido, una estratagema para desviar la atención de Sara de la rueca. Estaba allí para comprar esa única pieza y Sara, conocedora de remates y observadora, apostaba su reputación a ello.
Por un minuto tuvo la oportunidad de observarlo sin ser vista. En cualquier otro momento lo hubiera encontrado atractivo, pero como competidor tenía estampada la crueldad de Barba Negra en las facciones severas que aún mostraban rastros del tostado de sol. Oscuras cejas enfatizaban la mirada de unos ojos oscuros, los pómulos salientes y una nariz que no era demasiado larga. La boca era grande, pero mostraba un gesto que la atemorizó. Parecía un hombre que no permitiría ser vencido en la puja.
Una enorme cantidad de artículos de lencería y antiguas prendas de vestir se hallaban apiladas sobre una mesa y Sara temió que el rematador insistiera en venderlas antes que a los muebles y objetos de mayor tamaño. Pero cuando éste entregó el martillo a su socio, luego de conferenciar en voz baja, se sintió aliviada. Aparentemente venderían los lotes más importantes antes de que el intenso frío en el granero, raleara la concurrencia.
Un juego de sala estilo Victoriano, se vendió a un precio muy bajo y las esperanzas de Sara aumentaron hasta que miró al hombre al que había individualizado como su enemigo. Su rostro mostraba una total indiferencia, pero al aparecer la rueca en la plataforma, su expresión cambió. Sara se preparó para la puja y contuvo el aliento mientras el rematador ponderaba la pieza. De inmediato, se lanzó al ataque; la ansiedad le impedía actuar con frialdad. Sus oponentes resultaron ser un hombre corpulento y una mujer de mediana edad con cabello rubio que estaba a su izquierda. El martillero los mantuvo en vilo hasta que el hombre abandonó la puja y Sara se alegró cuando la mujer se negó a subir la oferta luego de una larga pausa.
—Se va a la una...
La voz que superó la oferta de Sara, sorprendió a toda la concurrencia, que intuyó se libraría una verdadera batalla en el recinto. Furiosa porque el hombre de cabello oscuro se había mantenido a la retaguardia, permitiendo que ella lo olvidara, Sara elevó su oferta rápidamente, sabiendo que sería su penúltima oportunidad. Hubo un largo silencio. El martillero esperó a que el nuevo postor mejorara su oferta. Entonces, comenzó su cantinela persuasiva otra vez.
El hombre se tomó su tiempo, jugando con el martillero, luego hizo su oferta. Sara supo que estaba perdida, pero lanzó su postura final; si él deseaba la rueca, pagaría tanto como ella pudiera forzarlo a pagar. Desgraciadamente todavía la consiguió por un precio irrisorio.
Sara apretó los labios cuando el ganador levantó la rueca con la ayuda de un granjero de la localidad. ¡Había estado tan seguro de ganar que hasta había contratado el acarreo! Lo único bueno del día era que, al parecer, se marchaba del remate; no tendría que ver la satisfacción pintada en su rostro.
El primer impulso de Sara fue marcharse, quizá para ahogar su desilusión en una gaseosa en la Droguería Main Street, o en un buen libro de misterio de la biblioteca del pueblo. Sin embargo, cuando el martillero atrajo la atención de la gente a la mesa cubierta de telas, su instinto de cazadora de gangas se llevó la mejor parte. Las cortinas de encaje de su dormitorio estaban gastadas y deseaba una tela rústica que resaltara las tablas de pino del piso. Podría adquirir una cortina antigua por poco dinero y salvar algo del tiempo perdido en la subasta.
Una montaña de sábanas y toallas de hilo usadas había desaparecido en las manos de los ahorrativos lugareños, cuando algo llamó la atención de Sara: un antiguo chal de Paisley, un cuadrado de fina lana con los flecos intactos. El tiempo había hecho empalidecer el rojo, tornándolo en rosa y había apagado el azul; pero Sara se enamoró de él. Por lo menos se podría comprar un regalo de cumpleaños si lo conseguía a un precio razonable. No deseaba gastar mucho; en la primavera habría otras subastas y quizás en alguna se volviera a ofrecer una rueca. Antes de que el remate comenzara, fijó su propio límite, confiada en que sería suficiente ganar el chal para no sentirse defraudada.
Las ofertas comenzaron con lentitud a un precio ridículamente bajo: cinco dólares. Esto le dio ánimos. Tendría buenas posibilidades si el martillero no reconocía un verdadero tesoro en el antiguo chal. Pero no había calculado el interés que despertaría en la mujer de cabello rubio, quien pujaba ahora con mayor agresividad que antes. Nuevamente abandonó la lucha cuando llegó al límite que se había impuesto. Sospechó que la mujer sería una comerciante o una coleccionista a pesar de los pantalones de corte pasado de moda y del abrigo de nailon que lucía.
Inesperadamente, se libró una nueva contienda por el chal. Al buscar al nuevo interesado entre la multitud, Sara se exasperó al ver que su oponente, el pirata, había regresado a tiempo para comprarlo. En una subasta con cientos de artículos él la había agraviado al adquirir los dos únicos artículos que deseaba. Le había arruinado el día y no veía motivo para quedarse. Necesitaría algo más que una gaseosa para sacarse el gusto amargo de la doble derrota. Muchas veces había perdido en las subastas ya que eran su deporte favorito, pero jamás se había sentido tan furiosa como ahora, tal vez debido a la sonrisa satisfecha del ganador.
Se subió el cierre de la chaqueta y se arrolló la bufanda azul y amarilla al cuello. El portón del granero estaba cerrado para impedir la entrada del viento helado. Sara salió por una puerta lateral, cerrándola rápidamente para evitar que una ráfaga de frío molestara al resto de los compradores. Jamás había pasado un invierno en Vermont, pero intuía que pronto tendría una muestra de la estación más borrascosa de Nueva Inglaterra.
Había estacionado el auto lejos del granero para asegurarse una retirada rápida por la cuesta sin pavimentar. El lugar era desolado pero atractivo y la hacía sentir orgullosa de su herencia yanqui. Su familia había vivido allí por generaciones y Sara se preguntó cómo hubiera sido su vida si su madre se hubiera casado con un nativo, en lugar de elegir a su padre nómade.
Después de concurrir a diez escuelas en tres países, Sara había pasado cuatro maravillosos años en una universidad del medio oeste, donde se había especializado en administración de hoteles y restaurantes. Era una carrera prometedora. Muy pronto encontró un empleo en una cadena de restaurantes y comenzó a escalar posiciones. Pero no había calculado que la llevaría a vivir la misma clase de vida de sus padres. Cada escalón era un cambio de destino al que no podía negarse por miedo a arruinar sus posibilidades de progreso. El correr de una ciudad a otra no la satisfacía, pero si no hubiese sido por Bill, aún continuaría haciéndolo.
Bill Davis apareció en su vida una Navidad. Ella había ido a visitar a sus padres en Texas pues pronto viajarían a las Filipinas y no los vería por bastante tiempo. Se había jurado no caer en las redes de ningún aviador de carrera, pero el brillo de los ojos azules de Bill y su vivaz sentido del humor habían roto sus defensas. Seis semanas más tarde se comprometían y comenzaba la lucha. Su novio exigía que abandonara su empleo y lo siguiera a Alemania.
El recordar las reyertas aún la deprimía. Bill la había hecho sentir egoísta, pero Sara no había podido tirar por la borda lo que había conseguido por propio esfuerzo para dedicarse a ser la esposa de un militar. Al principio su madre no había entendido esta actitud, tomándola como una crítica a su matrimonio. Pero al conversar al respecto, surgió un mayor entendimiento entre madre e hija.
La única pérdida del compromiso tormentoso fue el empleo. Rechazar a Bill había sido la prueba más terrible de su vida, pero la había ayudado a decidir su futuro. Deseaba un hogar estable y permanente, una pequeña casa blanca con persianas verdes donde sus hijos y nietos pudieran visitarla año tras año, y no una serie de casas mal construidas o departamentos similares en distintas ciudades. Su vida había estado plagada de amigos pasajeros y anhelaba pertenecer a un sitio.
Banbury no había sido una elección al azar. La familia de su madre pertenecía al valle, pero sólo su tía abuela Rachel seguía afincada en la vieja casa de sus antepasados. Furioso, Bill había pronosticado que Sara no soportaría más de seis meses en un pueblo demasiado pequeño hasta para albergar un teatro, pero su madre la había apoyado. Seis meses después Sara sabía que su decisión había sido la correcta.
La tía Rachel era una típica solterona de Nueva Inglaterra, si es que existía una persona así en el siglo veinte, y Sara la adoraba. La vida que llevaba era sencilla pero no por eso menos interesante. Se preocupaba por sus amigos y vecinos, por el pueblo y por su empleo como docente.
La vida social no presentaba problemas para Sara. Como cajera del banco conocía a todos los habitantes de la localidad y su jefe, Roger Ferris, podría ocupar un lugar destacado en su futuro sentimental. Trabajaban juntos y se encontraban a menudo en las reuniones sociales. La amistad crecía sin trabas. En la atmósfera plácida de Banbury, el galanteo era un proceso lento, agradable y poco exigente. Sara tenía tiempo de sobra antes de tomar una decisión.
¿Habría estacionado tan lejos? ¿Habría pasado al lado de su auto sin darse cuenta? No, el compacto coche azul estaba a pocos pasos de distancia, pero se hallaba aprisionado entre una camioneta y un pulido Ford EXP nuevo que no pertenecía a nadie del pueblo. Las defensas de este auto rozaban las del suyo.
Ninguno de los vehículos se encontraba allí cuando ella llegara y ahora no la dejaban maniobrar, a menos que uno se moviera.
—¡Grandioso! —exclamó en voz alta—. ¿Quién puede ser tan idiota para estacionar así en un camino rural?
—Alguien como yo, supongo. Cuando llegué al lugar estaba atestado y se hacía tarde.
—¡Oh! —Sara se sobresaltó.
—Lamento haberla asustado —se disculpó el nuevo propietario de la rueca—. Creí que me había oído caminar detrás de usted.
—No, no me di cuenta —replicó ella, turbada por la cercanía del hombre que arruinara su día.
¡Quizá necesitaba anteojos! A la distancia había notado que él era alto y fornido, pero su aire de confianza en sí mismo le había hecho creer que era mayor. Las pequeñas líneas que bordeaban sus ojos, agregaban calidez al semblante, y la madurez de los treinta daba personalidad a sus facciones. El cabello era de una rara tonalidad de castaño muy oscuro y no había notado la forma en que sus ojos dominaban todos los otros rasgos, que parecían cincelados en acero. Le llevó unos minutos recordar lo enojada que se sentía.
—Me tiene atrapada —lo acusó.
—Es mi día de suerte.
—Por supuesto que sí —dijo ella recordando la apuesta ganadora.
—Ah, me reconoce.
—Usted lleva un estandarte —replicó ella señalando el chal enrollado en el brazo y deseando que no advirtiera que se había fijado en él.
—Este es el motivo por el que la seguí. —Desplegó el chal para que ella se regalara los ojos con el intrincado diseño.
—Oferté el límite que me había fijado. No puedo ofrecerle ni un centavo —comentó ella, ya que muchas veces la mercadería cambiaba de manos después de la subasta.
—No. —Él rió ante la conjetura que ella había sacado—. No soy un comerciante en busca de una venta rápida. Lo compré para usted.
—¿Para mí? Usted pujó en mi contra.
—Pero no en el chal. Sobrepasé a su competidora después de que usted abandonó la lucha.
—No comprendo.
Sara retrocedió un paso sintiéndose cada vez más torpe. La defensa de acero de su auto le presionó la cadera. No se veía a nadie en los alrededores y trató de convencerse de que no debía sentir temor de este hombre. Parecía amigable, pero no era una persona que hiciera sentir cómoda a la gente. Tenía la chaqueta desprendida y Sara comprendió que la delgadez era ilusoria. El pecho ancho y musculoso resaltaba bajo la camisa escocesa y su porte era el sueño de un atleta.
—El chal es un regalo para usted.
"Guárdate de los portadores de presentes griegos" pensó ella, azorada por su actitud. No estaba acostumbrada a aceptar regalos de un desconocido, y el chal se había vendido a un precio muy elevado.
—No lo puedo aceptar —dijo débilmente, y se enojó por su falta de firmeza.
—Por supuesto que puede. Es mi forma de pedirle disculpas por piratear la rueca. Pude apreciar lo mucho que la deseaba.
Ella se asombró por la alusión a la piratería, particularmente porque lo había imaginado con un parche negro en un ojo y un alfanje al cinto.
—¿Entonces por qué no me permitió comprarla?
—Mi cliente había estado buscando una todo el verano; ésta es la primera que reúne todos los requisitos que ella exige.
Por algún motivo Sara no se sorprendió al oír que había una mujer involucrada. Este hombre siempre estaría comprometido con mujeres.
El chal descansaba en las manos extendidas, pero ella meneó la cabeza y se alejó un poco más.
—No puedo aceptarlo de ninguna manera. No lo conozco.
—Mi nombre es Jason Marsh.
—El que me diga su nombre no cambia nada. Por favor, necesito partir.
Él bloqueaba la puerta del auto del lado del conductor. Sara consideró la posibilidad de subir por la otra, pero la rechazó por poco práctica, pues podría caer en la zanja que bordeaba el camino.
—Si usted me dice el suyo, sería más fácil.
—Si usted moviera su auto, podría partir de inmediato —replicó Sara haciendo caso omiso a la sugerencia.
Él sonrió como si hubiera conquistado un punto a favor, cosa que la intrigó.
—No me tema. No soy de la clase de hombre que se encuentra en las calles oscuras. —Se colocó detrás de ella y le puso el chal sobre los hombros—. Podría haber sido creado para usted —comentó él con satisfacción—. Una mujer tiene que ser alta y esbelta para evitar parecer rechoncha al lucir un chal como éste.
—Por favor, no —dijo ella, alejándose y dejándole el chal en las manos.
—De acuerdo. Lo dejaré en el auto para usted.
—¡No! —protestó ella, pero su negativa sólo lo divirtió.
—Ah, la obstinación yanqui —reconoció él—. Debí haberlo sabido.
Ella no lo corrigió ya que le placía ser confundida con una nativa.
—Creí que ese martillero vendería rastrillos rotos hasta la medianoche. ¿Probó las salchichas calientes que venden aquí? —preguntó él.
—No, gracias.
A pesar de sentirse exasperada, la cálida sonrisa casi la tentó. Pero no correspondía que saliera con un extraño, especialmente uno que la había privado de su rueca.
—Permítame que lo ponga de este modo —dijo él—. ¿Le agradaría encontrarse conmigo en el restaurante o prefiere que la siga hasta su casa?
—¿No reconoce un rechazo cuando lo ve? —preguntó ella, dividida entre la risa y el enojo.
—Confío en que la curiosidad la venza. Usted no puede explicarse que yo haya comprado un regalo para compensarla por la pérdida de la rueca. Un buen pescador presta mucha atención a la carnada.
—Este pez se va a su casa. Si no corre su auto, regresaré al granero y pediré al dueño del camión que lo haga.
—Supongo que debería preguntar si vive sola.
—No debe hacerlo, pero vivo acompañada por mi tía abuela. —Él no necesitaba saber que la tía Rachel vivía a tres calles de su casa.
La sonrisa transformó el rostro del extraño, quien parecía saber usarla como arma.
—Espero conocerla pronto. Las mujeres de edad siempre me encuentran de su agrado. ¿Dónde vive? Estoy seguro de que puedo seguirla de cerca, pero usted conducirá más tranquila si no voy pegado a su auto. ¿Adonde se dirige?
—¡A Boston! —respondió Sara, impaciente.
—¿Con chapas de Vermont? —La risa de Jason estalló en medio del silencio, provocando en Sara una débil sonrisa, a pesar de querer librarse de él.
—Si lo encuentro para almorzar, ¿me promete que no me seguirá a casa? —inquirió ella, decidida a optar por el mal menor. Comenzaba a sentirse ridícula por discutir con un extraño arrogante en medio del campo.
—Convenido —aceptó él, solemne, y se alejó de la puerta del auto.
Ella condujo en dirección opuesta a Banbury. Algo en su interior le decía que Jason Marsh no era como los aviadores inexpertos con los que había salido y a quienes podía alejar en cuanto lo deseara. Suponía que no habría peligro en ir a almorzar, aunque era un poco tarde para hacerlo. En un par de horas debía prepararse para cenar con Roger.
Condujo hasta una hostería, seguida de cerca por el EXP rojo oscuro. La Taberna de Sibley era el lugar preferido de los veraneantes, pero cerraba de diciembre a abril. Era un edificio de madera largo y rectangular construido en el siglo diecinueve que había sido restaurado y había recuperado su aspecto primitivo. La hostería estaba casi vacía a esa hora del día.
—Eligió mi restaurante favorito en Vermont —comentó Jason, siguiéndola al interior—. Esos goznes de hierro forjados a mano son legítimos, como debe saber.
Sara no lo sabía, pero su curiosidad iba en aumento.
—Jamás almorcé con una mujer sin nombre —dijo Jason después de que la camarera dejara los menús sobre la mesa.
—Este es el almuerzo y debo apresurarme pues tengo una cita para cenar. —"Y me pones extremadamente nerviosa", quiso agregar, como excusándose por su falta de tacto, la reacción ante la táctica agresiva de él.
—Pediré el cocido de Nueva Inglaterra y usted, ¿qué ordenará, señorita...?
—Gilman, Sara —completó ella.
—Bien, Gilman, Sara, aquí preparan el rábano picante al estilo casero para acompañar la carne asada.
—Ordenaré sopa de mariscos.
—¿Y qué más?
—Nada más, gracias. ¿Quién es usted en realidad?
Jason ordenó la comida antes de contestar la pregunta.
—¿Quién soy en realidad? —Sonrió y ella pretendió estudiar un salero ordinario—. Soy varón, como habrá notado; edad, treinta y cuatro; soltero, sin compromiso, aunque tuve una breve experiencia matrimonial al graduarme; sin hijos; excelente jugador de bridge y mejor golfista. Sin modestia sobre lo que hago bien. También soy un ogro por la mañana y me agrada trasnochar, comer palomitas de maíz, escuchar jazz y hacer otras cosas.
Sara rió al oír la forma en que se presentó, olvidando por un momento sus intenciones de permanecer fría y reservada.
—Tengo dos hermanas felizmente casadas que viven en la costa oeste, padres retirados en Florida y una cabaña en el norte de Michigan, que no he tenido tiempo de habitar en dieciocho meses.
—¿Siempre es tan enfático? —preguntó ella.
—En realidad, no. Supongo que estoy exaltado. He corrido tras una rueca todo el verano. Ahora puedo finalizar mi trabajo a tiempo para esquiar antes de partir.
—¿Su trabajo lo hace viajar mucho?
—Bastante.
—Es una vergüenza.
—No creí que fuera a extrañarme cuando me haya ido —bromeó él.
—Eso no es lo que quise decir —protestó ella—. Uno extraña tanto cuando vive de un lado para el otro... Uno trata siempre con extraños, jamás se tienen amigos.
—Habla como si hubiera hecho esa vida.
—Viajar es lo que mi familia hace mejor. En estos momentos mi padre está destacado en la base aérea de Filipinas y mi hermano está con la armada en Hawai. Ni siquiera conozco a mi sobrino.
—Temo no poder competir si hablamos de lugares exóticos. Mi próximo destino es Ohio.
—¿Para hacer qué?
—Soy arquitecto y me dedico a restaurar edificios antiguos. He estado trabajando durante un año en una casa de comienzos del siglo diecinueve, en Stafford. La concluiré antes de Navidad. Mis trabajos pueden llevar desde seis meses a varios años y siempre existe la posibilidad de que aparezca algo más importante.
—Es una forma terrible de vivir. No se puede tener un hogar, una familia. —Sara se mordió los labios al darse cuenta de que había hablado de más.
—Amo mi trabajo y jamás estuve en un lugar que no me agradara. Si su familia es castrense, usted debe haber visto mucho mundo.
—¡Demasiado! —replicó ella, acalorada—. Fui a tres escuelas en un año y el período más largo que pasé en una fue de dos años y medio. Siempre estábamos mudándonos. ¡Nunca volveré a vivir así!
—Así que decidió venir a descansar con una tía solterona —la criticó él.
—Solterona no es la palabra.
—Mis disculpas a su tía.
La mirada de él fue tan penetrante que Sara se encogió. ¿Por qué se sentía tan incómoda?
Llegó la comida y ella comenzó a sorber su caldo, tratando de hacerlo durar lo más posible. Necesitaba un foco de atención y la sopa era lo único a mano. Por lo menos no se aburría. Conversaron sobre subastas. Jason era un aficionado experto en antigüedades y tenía un conocimiento exacto del mercado. Lo que para ella era un pasatiempo, para él era una pasión.
—Debe tener una colección apreciable de antigüedades —comentó Sara.
—Tengo algunas en la cabaña, si los ladrones no la desvalijaron. Generalmente compro para mis clientes, pues deseo ambientar las restauraciones. No llevo mucho conmigo, sólo ropa y libros, eso es todo.
—Como los gitanos —replicó ella al recordar que su madre solía compararse con ellos para endulzar una mudanza difícil de soportar.
—Mi sangre gitana no es muy fuerte, pero predigo el futuro —aclaró él tomándole la mano y mirándola a los ojos.
—Muy interesante. —Sara intentó retirar la mano. Al sentir el calor de los dedos firmes, notó que tenía la mano helada. El calor de Jason la penetraba y sintió que sus mejillas se sonrojaban.
—Ah, sí, veo un hombre en su futuro, su futuro inmediato. Creo que mañana por la noche.
—No, no puede ser mañana —respondió Sara, consiguiendo desprenderse—. Tengo un compromiso.
—Compromiso es una palabra altisonante. Sólo la uso en los contratos.
—Entonces diré que estoy ocupada.
—El lunes estaré en Nueva York —murmuró él para sí mismo—. Bien, ya veremos.
Las campanadas de un viejo reloj recordaron a Sara que su objetivo era escapar cuanto antes.
—Gracias por la sopa de mariscos —agradeció ella, levantándose de la mesa, abruptamente.
—Fue un placer. —Él se puso de pie—. Espere a que pague la cuenta y la acompañaré al auto.
—No, gracias. No se moleste. Debo correr o llegaré tarde.
Sara salió a la carrera, pero no a causa de su cita con Roger. Jason Marsh había resultado un compañero demasiado agradable, y la corriente que había pasado entre ellos al tomarse las manos la había llenado de aprensión. No deseaba sentirse atraída por un pirata gitano que partiría en un mes o dos. Enamorarse de un viajante no era para ella.
La calle donde vivía no era tan atractiva ahora como cuando los arces gigantes que la bordeaban tenían follaje, pero Sara esperaba que llegaran las nevadas para adornarlos. Ella pertenecía a este lugar, donde sus antepasados habían prosperado. Jason Marsh era un hombre extraordinario, pero debía olvidarlo. ¿Por qué presumía que le sería difícil? Después de todo, el hombre ni siquiera le había pedido su dirección.