[CICLO TERCERO: ¿QUÉ ES EL AMOR?]
[ACTO PRIMERO: DESENGAÑOS]
25. Bahía sin codios (Narijira y Komachi)
Una vez un hombre le envió un cantar a una mujer que no parecía negarse a recibirlo, pero que tampoco se decidía cuando llegaba la hora:
Por los bambúes —mañana de otoño—
vine a verte a ti.
Más se mojaron
de noche mis mangas
porque no te vi.
La mujer, que tenía ya su experiencia en cosas de amor, le respondió:
Pescador que ignoras
que yo soy bahía
que no da codios:
vienes porfiado,
las piernas cansinas.
26. Puerto con tifón (Respuesta a una carta de la Emperatriz Ákiko que hacía referencia a lo de Takako)
Una vez, un hombre le escribió a una señora que por carta le compadecía por no haber podido llevarse a cierta mujer que vivía en la Quinta Avenida:
Hay más llanto en mi manga
que olas tiene el puerto
donde fondea,
huyendo el tifón,
un barco chinesco.
27. Bajo el agua de la jofaina
Hace mucho tiempo, un hombre pasó la noche en la casa de cierta mujer, pero ya no volvió a visitarla. Ella, pasado mucho tiempo, quitó un día la tapa de bambú que cubría su aljofaina, y vio su propia imagen reflejada en el agua. Sintiéndose sola, exclamó:
Creí que no había
nadie que penara
como yo peno.
¡Y había allí otra
debajo del agua!
Pero el hombre lo estaba viendo todo, y le respondió:
¿No me viste a mí
en la palangana?
A coro croan
debajo del agua
incluso las ranas.
28. Ni agua escapaba
Una vez, a uno le tocó una amante que le dejó en busca de otras aventuras. Él dijo:
¿Por qué me prohíbes
que te vuelva a hablar?
¿No nos trenzamos
tan estrechamente
que ni agua escapaba?
29. Flor del recuerdo (Reencuentro con Takako)
Una vez, invitaron a un noble caballero a una fiesta de cumpleaños que se celebraba en el jardín de la madre del príncipe heredero, con ocasión de la floración de los cerezos. En la fiesta él recitó:
Nunca me he saciado
de mirar las flores
de los cerezos.
Nunca las he visto
como en esta noche.
30. Breve cuenta de rosario
Un día le escribió él a una amante que solamente le había recibido una vez:
Cuenta de rosario
fue lo tuyo y mío:
así de corto.
¡Y qué largo se me hace
tu corazón frío!
31. Flor del olvido
Una vez iba nuestro hombre por uno de los corredores del Palacio Imperial, y al pasar junto al aposento de una de las damas, ella, que sin duda debía de guardarle rencura por algún desengaño, le dirigió desde detrás de los biombos, con ánimo e intención de zaherirle, los dos últimos versos de este viejo cantar:
Como tenga vida
bien le amargará
ser olvidada.
Esa florecilla
¿en qué parará?
Él le contestó:
A la que maldice
a un hombre inocente,
lo de la sutra:
«la flor del olvido
le nazca en la frente».
En el mismo aposento había otras damas que le aborrecieron por esta contestación.
32. Una nueva tela
Una vez nuestro hombre le escribió a una amante con la que no había intimado durante varios años:
Desbarataremos
la urdimbre ya vieja
de un viejo paño,
y haremos los dos
una nueva tela.
Pero a ella no le hizo impresión, y no hubo respuesta.
33. Marea creciente
Un hombre tenía relaciones con una mujer que vivía en Mubara, en la costera región de Settsu. Un día ella le dijo que tenía miedo de que si él se iba, ya no volvería más a visitarla. Él la procuró calmar:
Como en la caleta
la marea sube
—no, con más fuerza—
en ti mi persona
piensa, anhela y sufre.
Ella respondió:
¿Hasta dónde me amas?
¿Cómo eres de honda,
rada escondida?
¿Podré sondearte
con una garrocha?
Para ser de una pobrecita aldeana, este poema, ¿vale o no vale?
34. Dolor creciente
Una vez un hombre le escribió a una amante que se había vuelto fría e indiferente:
Decirlo, no puedo.
No decirlo, quema
dentro del alma.
Sufrir solo y dentro
es lo que me quema.
Así se rendía, sin reparos ni comedimientos.
35. Una nueva lazada
Una vez un hombre envió la siguiente misiva a una amante de la que muy a pesar de ambos se había tenido que separar:
Un collar se ata
con una lazada.
Aunque se suelte,
atarlo de nuevo
bien que se podrá.
36. Enredadera del monte
Ella le acusó una vez de olvidadizo. Él le contestó:
Por cañada estrecha
sube hasta la cumbre
la enredadera
y no se detendrá
el amor que te tuve.
37. Ruiponce
Una vez un hombre empezó a frecuentar la casa de una mujer que sabía mucho de amores. No fiándose de su fidelidad, el hombre le mandó este poema:
No aflojes la faja
mientras no esté yo,
aunque el ruiponce
no espere a la noche
para abrirse en flor.
Ella le replicó:
Lacito apretado
con nuestras dos fuerzas,
¿podré yo sola
desembarazarlo
mientras tú no vengas?
[ACTO SEGUNDO: AMOR Y AMISTAD]
38. ¿Qué será el amor?
Una vez fue nuestro hombre a casa de Aritsune de Ki, pero éste había salido a pasear y volvió tarde. Al verle por fin, nuestro hombre le dijo:
De ti, compañero
lo tengo aprendido:
lo que la gente
que vive en el mundo
dice que es cariño.
Aritsune le contestó:
Como no lo sé,
me dirijo al mundo:
¿Qué será, qué,
eso del cariño?
Soy yo el que pregunto.
39. Como antorcha que se apaga
Hubo una vez un emperador conocido como el Emperador del Palacio de Occidente. Tenía una hija llamada princesa Takaiko, la cual murió cuando estaba para cumplir veinte años. La noche del funeral, nuestro hombre, que vivía cerca del Palacio de Occidente, salió a ver la ceremonia, y se montó en el carruaje de una dama de palacio que se había situado en un buen sitio. El funeral se demoraba. La dama estaba llora que llora, e iba ya a desistir de ver el comienzo de la ceremonia cuando un noble llamado Itaru de Minamoto, el más mujeriego sobre la haz de la tierra, se acercó al carruaje. También él pretendía ver el funeral, y creyendo que en el interior del coche no había más que una mujer, empezó a hablar y a flirtear con ella. Entre otras cosas, Itaru echó dentro varias luciérnagas, metiendo la mano por los visillos. La dama temía que no fuera que con la luz que desprendían las luciérnagas su rostro y el del hombre dentro fueran expuestos a la vista de miradas indiscretas. Conque le pidió a nuestro hombre que extinguiera la luz de las luciérnagas. Precisamente en ese momento nuestro hombre exclamó:
Ya van a sacarla.
Se apagó su antorcha
irremisible
prematuramente.
Oíd cómo lloran.
Al oír esto, Itaru dijo:
Lamentos de muerte,
bien que los escucho.
De que su antorcha
se apagara o no,
no estoy tan seguro.
Para ser un poema del más célebre galanteador bajo el firmamento, no estaba lo que pudiéramos decir a la altura. Este Itaru fue abuelo de Shitagó. Y su conducta no pretendía insultar a la princesa difunta.
40. Como antorcha que se enciende (Primer amor de Narijira)
Una vez un joven se enamoró de una sirvienta de su casa, la cual no estaba del todo mal. Los padres de él, antes de que las cosas se complicaran, decidieron que sería mejor despedir de su servicio a la muchacha, pero no pasaron a los hechos. Como el joven aún dependía de sus padres para su sustento, no tenía medios de oponerse. Ella, por su parte, siendo de humilde condición, tampoco podía oponerse a la voluntad de sus amos. Estando en éstas, los dos se enamoraban cada vez más el uno del otro. Conque de repente la muchacha fue despedida y puesta a servir a otros amos. El joven derramó lágrimas de sangre, pero no pudo alterar los acontecimientos. Ella había desaparecido de su vista. Llorando y llorando, dijo él:
Si se la han llevado,
¿a mí qué me cuesta
dejar la vida?
Jamás sintió nadie
pena como ésta.
Y cayó desmayado. Sus padres se desconcertaron. Ellos sólo habían buscado el bien del muchacho, y jamás pensaron que ocurriera una cosa así. Pero la realidad es que el joven no recobraba el conocimiento, y los padres apresuradamente comenzaron a rogar al Cielo por él. El desmayo ocurrió un atardecer. Al crepúsculo del día siguiente, el joven empezó a dar señales de vida.
Así amaban los jóvenes antiguamente. ¿Podrán amar así los viejos de ahora?
41. Violetas (Narijira y su cuñada)
Antiguamente había dos mujeres que nacieron de la misma madre. La una se casó con un hombre pobre y plebeyo. La otra, con un noble. La que tenía marido plebeyo estaba un día a finales de diciembre lavando el kimono de fiesta de su marido, y alisándolo con sus propias manos. Aunque se esmeraba, no estando acostumbrada a tan servil tarea, hizo un desgarrón en el hombro. Se quedó sin saber qué hacer, y empezó a llorar y llorar. Supo de esto el hombre noble su cuñado, y movido a compasión le envió un espléndido kimono de color azul oscuro, estatuido para los cortesanos del sexto rango. Con el regalo iba este poema:
Cuando el violeta
se hace más intenso,
el prado entero
parecen violetas,
mirando de lejos.
Así refundía el viejo poema sobre Musashi.
42. Huellas
Una vez un hombre entabló relaciones con una mujer, aun a sabiendas de que ella era más bien coqueta y alegre. No le importaba por lo visto que fuera así. Aunque la visitaba con frecuencia, empezó a sospechar de su fidelidad, pero no por eso dejaba de acudir a ella; de tal modo se le hacía insoportable pasar sin sus amores. Pero por asuntos inaplazables una vez estuvo dos o tres días sin visitarla. No pudiendo ir en persona, le mandó este poema:
¡No se habrán borrado!
Huellas que dejé
cuando me vine.
¿Quién las andará
para ir a verte?
Se reconcomía de sospechas.
43. Cuclillo (Narijira es el segundo hombre)
Esto era una vez que el hijo de un Emperador, el príncipe Kaia, se enamoró de una mujer y la colmó de favores. Esta mujer tenía otro galán alrededor. Y finalmente había un tercer hombre que creía que era suya solamente. Este tercer hombre vino a saber de la existencia de los otros dos, y le envió a ella un dibujo de un cuclillo con el siguiente poema:
Pájaro cuclillo,
muchos son los pueblos
donde tú cantas.
Quisiera olvidarte,
y sólo en ti pienso.
Ella, para arreglar el percance, repuso:
El pájaro cuco
que lleva la fama,
cantando llora
tu olvido y tus dudas
sobre mis andanzas.
Esto ocurría en junio. El joven respondió:
Ay, pájaro cuco
de muchas andanzas,
yo te querré
con tal que en mi pueblo
oiga tu cantar.
44. Despedida de amigo
Una vez un hombre tenía un amigo que se iba destinado como funcionario a una provincia. Como eran íntimos, le invitó a su casa para darle una fiesta de despedida, e hizo que su propia esposa les escanciara el vino. Como regalo, le obsequió con un faldón en cuya cintura prendió una tarja con este poema, en el que decía en nombre de su esposa:
Como me he quitado
por ti, que nos dejas,
este faldón,
me quedo sin prenda,
me quedo sin pena.
De todos los poemas que se leyeron en aquella ocasión no lo hubo mejor, de forma que nadie se atrevió a recitar nada después; bien que este poema no fue recitado, sino leído en silencio, quedando el sentimiento en lo hondo del pecho.
45. Un ardiente día de verano
Una vez vivía un hombre. Una joven, que había sido criada por sus padres con todo esmero y cuidado, no hacía más que pensar en cómo podría declararse a ese hombre. Pero encontrándolo más que difícil, cayó enferma de muerte, y en el trance final confesó a sus padres el cariño que la mataba. Su padre, al oír esto, se puso a llorar y a llorar, y a toda prisa fue a llamar a nuestro hombre. Este acudió en seguida sólo para hallar que la muchacha ya había muerto. Se quedó allí para lamentar tan triste suceso. Era el mes de julio y hacía mucho calor. Por la noche nuestro hombre participaba en la música que se le ofrecía como consuelo al alma de la muchacha. Entrada la noche, comenzó a soplar una brisa fresca, y las luciérnagas revoloteaban por el aire.{*} Mientras las contemplaba largamente, el hombre cantó:
Id hasta las nubes,
luciérnagas, volando.
Decidle al ánsar
que el viento de otoño
ya viene soplando.
Contemplando el sol
largo del verano
me pasé el día,
sin saber por qué,
apesadumbrado.
46. A un amigo lejano
Una vez, nuestro hombre tenía un amigo íntimo. Nunca se separaban. Sucedió que este amigo tuvo que ausentarse a una provincia lejana, y muy a pesar de ambos se separaron. Pasado el tiempo, este amigo le envió una carta que decía: «¡Qué largo se me ha hecho el tiempo que llevamos sin vernos! Estoy preocupado de que me hayas olvidado. Ya dicen que cuando los ojos no ven, el corazón olvida…»
Al leer esto, nuestro hombre compuso un cantar y se lo envió:
Creerme no puedo
que estemos ausentes,
no habiendo día
que yo a ti te olvide.
En sombras me vienes.
47. Talismán
Una vez nuestro hombre se enamoró de una mujer y pensó hacerla suya. Ella había oído que él era muy mujeriego, y se mantenía fría. Como respuesta a sus declaraciones, ella le dijo:
Te tocan más manos
que a los talismanes
de ramo santo.
Y aunque pienso en ti,
no quiero entregarme.
Él le contestó:
Talismán me llamas;
y al ramo santo
lo echan al río…
que siempre me arrima
hacia tu remanso.
48. Esperando y esperando
Érase una vez que nuestro hombre esperaba la visita de un amigo al que había prometido darle una fiesta de despedida. Pero el amigo no se presentó. Nuestro hombre recitó:
Ahora lo he sabido:
que esperar amarga,
y que sin falta
debí de haber ido
donde ella esperaba.
49. Narijira y su hermanastra
Una vez un hombre se sentía muy enamorado de su hermanastra y le dijo:
Esa yerba
que me parecía
tan niña y suave
para revolcarme,
¿otro la engavilla?
Ella le replicó:
¡Palabritas raras
cual retoños nuevos
que tú me hablas!
Yo a ti te quería
sin dobles intentos.
[ACTO TERCERO: CRESCENDO DE AMOR, Y SOLEDAD]
50. Flor del cerezo caída
Una vez un hombre, aborreciendo a la que le aborrecía, le dijo:
Apila cien huevos
uno sobre otro…
Pues aunque puedas,
¿a quien no me quiere
voy a querer yo?
Ella le contestó:
El rocío a veces,
cuando se evapora,
deja una gota.
Pues ni el rastro espero
yo de tu persona.
Él le dijo:
¿Resistirá al viento
la flor del cerezo
por más de un año?
Yo lo creería,
y a ti no te creo.
Ella:
Y él:
Al agua que corre,
y al tiempo que pasa,
y a la flor vana,
¿quién podrá mandarles
detener su marcha?
Tal es la historia de un hombre y de una mujer reprochándose mutuamente de infidelidad, siendo efectivamente ambos infieles.
51. Flor del crisantemo sembrada
Una vez nuestro hombre plantó un crisantemo en el jardín frontal de una mujer, y recitó:
Planta bien plantada,
como haya otoño,
florecerá.
Y la flor se seca,
pero habrá retoño.
52. Faisán
Érase una vez que una mujer le envió a nuestro hombre, con ocasión de la Fiesta del 5 de mayo, «el Día de los Niños Varones», un mazapán de arroz ribeteado con ácoros. Él le respondió:
A cogerme ácoros
fuiste a la floresta.
Yo por los campos
estuve cazando,
sin ti, con tristeza.
Y con el poema iba un faisán.
53. Gallo
Una vez nuestro hombre logró visitar de noche a una mujer que le había costado mucho convencer. Y cantó el gallo al clarear, cuando aún estaban de charla y otras cosas. Él comentó:
¿Por qué canta el gallo?
Para el que te ama
siempre en secreto,
aún es de noche,
y noche cerrada.
54. Rocío de la mañana
Una vez, a una que le mostraba indiferencia, nuestro hombre le envió este cantar:
Buscándote en sueños,
ni en sueños te encuentro.
Al despertar,
empapa mis mangas
rocío del cielo.
55. Espera
Una vez nuestro hombre le envió a una que parecía imposible de conquistar:
Puede ser verdad
que me has olvidado,
pero recuerdo
cosas que tú hablabas,
y sigo esperando.
56. Rocío de la tarde
Una vez un hombre pensaba en ella al acostarse, pensaba en ella al levantarse, pensaba en ella demasiado. Y compuso:
Aunque no es mi manga
barraca entre yerbas,
viene el rocío
al caer la tarde
a morar en ella.
57. Angustias
Una vez un hombre estaba enamorado sin decírselo a nadie. Como a ella le era indiferente, él le mandó el siguiente poema:
De amor languidezco.
Tu amor me aniquila,
como el bichito
que va carcomiendo
la ova marina.
58. En Nagaoka: soledad
Una vez un hombre de mucha experiencia en cosas de amor se edificó una casa en Nagaoka, y vivía allí. Había cerca un palacio, y las damas que servían en él, que eran de gran hermosura, vieron un día a nuestro hombre segando el arroz. Y se dijeron las unas a las otras: «¡Que un hombre tan guapo tenga que hacer tal trabajo!» Y todas juntas se acercaron a la casa. El hombre las vio venir y se escondió dentro, lo más dentro que pudo. Entraron las mujeres, y al no verlo, dijo una:
¡Solar desolado!
¿Cien generaciones
lo habrán gastado?
Que no se ve al dueño,
no se le oye.
Oyendo el alboroto, el hombre recitó desde dentro:
En las casas viejas,
en su lobregura
llena de yedra,
se escuchan a veces
ruidos de brujas.
Las mujeres exclamaron: «¡Vamos a recoger las espigas caídas!» A lo que dijo el hombre:
Si quisierais todas
recoger moragas
en soledad,
en el mismo campo
yo os ayudara.
59. En el Monte Jigashi: el agua de la muerte
Una vez nuestro hombre debió de cansarse de vivir en la Capital, porque se fue a vivir a una aldeíta junto al Monte Jigashi. Dijo:
Vivir en la Corte
me tiene hastiado.
Entre los montes
tendré mi escondrijo,
buscaré yo amparo.
Dicho esto cayó enfermo hasta el punto de parecer medio muerto. Una mujer le echó agua en la cara, y volviendo en sí, dijo:
Gotas de rocío
me cubren el rostro.
¿Son salpicones
del remo del bote
que lleva a los muertos?
Y con esto volvió a la vida.
60. En Usa: aquel azahar
Antiguamente un hombre estaba demasiado ocupado sirviendo a la Corte, cosa que no debía parecerle bien a una amante, porque ésta se escapó a una provincia con otro que decía que la quería. Sucedió que una vez tuvo que ir nuestro hombre como enviado del Emperador a la provincia de Usa, y descubrió allí que ella era la esposa precisamente del oficial encargado de recibirlo y agasajarle. Dijo, pues, a este oficial: «¡Que tu propia esposa nos sirva el vino! De lo contrario, no beberé.» Y cuando ella escanciaba, nuestro hombre tomó en sus manos una mandarina que estaba en una bandeja para frutas y exclamó:
¡Azahar de mayo
de la mandarina!
Me huele a mí
igual que el kimono
de una antigua amiga.
Oyendo esto, la mujer recordó lo pasado, se hizo monja, y vivió desde entonces en las montañas.
61. En Tsukushi: el agua del amor
Una vez, estando nuestro hombre de viaje por Tsukushi, oyó que una mujer de la casa donde se hospedaba decía desde detrás de una cortina: «¡Qué guapo! Y dicen que le gustan las mujeres.» Él replicó:
Hombre que ha cruzado
el Río Las Tintas,
¿será posible
que salga mojado
y no sea un pinta?
Ella repuso:
Si es cuestión de nombres,
la Isla Flirteo
burdel sería.
Pícaro, tú picas
salpicado o seco.
62. En una provincia: aquel cerezo
Una vez una mujer que había sido mucho tiempo la amante de nuestro hombre, como quiera que no fuese especialmente avispada, se fue con un cualquiera, y terminó de criada de un hidalgo provinciano. Allí la encontró una vez nuestro hombre, y ella estuvo sirviendo a la mesa. Llegada la noche, nuestro hombre dijo al señor de la casa: «Quisiera hablar con la criada que nos estuvo sirviendo antes.» Y entró ella en su habitación. Él le preguntó: «¿Ya no me conoces?» Y en seguida añadió:
¿Dónde se habrá ido
tu color de entonces,
flor del cerezo?
Que eres tronco seco
sin hojas ni flores.
Pero ella estaba allí avergonzada, sin responder. Él le dijo: «Aún no me has contestado.» Entonces dijo ella: «Con el llanto no puedo ver ni hablar.» Él exclamó:
¿Conque ésta es aquélla
que para no verme
huyó tan lejos
y al cabo del tiempo
no le ha ido bien?
Y quitándose él su kimono, se lo entregó; pero ella lo dejó allí mismo y huyó, sin que pudiera él averiguar a dónde.