[CICLO PRIMERO: AMORES CON TAKAKO Y DESTIERRO DE NARIJIRA]

2. Noche y alborada

Una vez vivía un hombre joven. La Corte ya se había trasladado de Nara a la nueva capital, pero aún no se había acabado de edificar ésta, cuando vivía en el barrio occidental una mujer que sobrepasaba en belleza a todas las demás. Y su carácter y simpatía rebasaban con mucho a su hermosura. No parece ser que estuviera del todo libre de compromiso, pero nuestro hombre, aunque pasaba por formal, se las arregló para enredarse con ella. A la mañana siguiente de una de sus visitas nocturnas, y vuelto el joven a su casa, estaba pensando en lo que había pasado la noche anterior. Era esto el día 8 de abril y caía una mansa lluvia primaveral. El joven, pues, le envió a ella un cantar que decía:

Noche sin dormir

y sin levantarnos,

y al clarear

sólo hago yo ver

el llover de mayo.

3. Helecho y lecho

Vivía una vez un hombre. Un día le envió a una joven de la que estaba enamorado un regalo de «helechos de mar», algas comestibles exquisitas. Y con el regalo, un poema:

Si tú a mí me quieres,

vamos bajo techo

a una vil choza.

Las mangas del traje

servirán de lecho.

Esto ocurrió cuando ella, que luego fue la famosa Emperatriz de la Segunda Avenida, aún no había pasado a ser consorte imperial ni pertenecía a la nobleza.

4. Luna y primavera

Una vez, cuando la Emperatriz Viuda residía en la parte oriental de la Quinta Avenida, había una dama de la Corte que vivía en una de las alas del palacio.

Nuestro hombre, aunque al principio pensó que conquistar a esta dama sería empresa desesperada, pudo verse con ella los dos solos varias veces. Pero he aquí que, de pronto y sin previo aviso, desapareció ella a principios de febrero. Y aunque él sabía muy bien dónde estaba, no era un lugar en el que cualquiera pudiese entrar y salir a discreción. Embebecido aún en las memorias de la dama, se le pasó un año. Cuando en el febrero siguiente los ciruelos estaban ya en plena floración, la querencia le llevó al lugar donde ella había residido un año antes. Se sentaba y miraba. Se ponía en pie y miraba. Sí, era el mismo lugar del año anterior, ¡pero todo le parecía tan diferente! Empapado en llanto, se sentó finalmente sobre el entarimado de la veranda, y así permaneció hasta que a las claras del día la luna se puso por el poniente.{*} Entonces, abrumado por el recuerdo, compuso este cantar:

¿No es ésa la luna?

Y la primavera,

¿no es la de siempre?

¿Cómo es que yo solo

soy el mismo que era?

Y volvió a su casa al amanecer, llorando y llorando por el camino.

5. Centinela nocturno

Una vez un joven visitaba en secreto a una dama del aristocrático barrio de la Quinta Avenida. No queriendo que sus visitas se evidenciaran, esquivaba el entrar por la cancela principal, y encontró en el muro de adobe un oportuno boquete que los niños habían abierto para sus juegos. El sitio de este boquete no era, por lo demás, llamativo ni frecuentado, pero tanto lo utilizó el joven para sus incursiones, que el dueño de la casa finalmente se percató de ello, y precavidamente apostó allí a un centinela nocturno. Llegó nuestro hombre y no tuvo más remedio que volverse sin verla. En su casa compuso el siguiente poema:

Vereda secreta

que voy y que vengo.

¡Ay, centinela,

cada noche y noche,

que te rinda el sueño!

La dama, por su parte, cayó en tal decaimiento que el dueño de la casa cedió, y recomenzaron las visitas nocturnas.

Bueno, en realidad había comentarios en Palacio de que nuestro hombre andaba visitando a la que después fue Emperatriz de la Segunda Avenida; y para evitar mayores males, los hermanos de ella fueron quienes habían colocado al vigilante. Eso se dice.

6. Rapto nocturno

Una vez, un joven estuvo bastante tiempo pretendiendo a una joven noble, la cual permanecía inaccesible. Por ello, una noche oscura la raptó y se la llevó.{*} Caminando, llegaron a un riachuelo que se llama Ákuta. Ella, viendo en el suelo gotas de rocío, preguntó: «¿Qué es esto?» El joven no contestó y prosiguió su fuga. Habían andado ya largo trecho, y la noche empezaba a clarear. En esto empezó a caer un intenso aguacero, con truenos terribles. El joven metió a la muchacha en una choza destartalada, ajeno a que había ogros por el contorno. Se quedó él fuera, vigilando, el arco en una mano y el carcaj en la otra. Mientras estaba estacionado allí, deseando en su interior que amaneciese cuanto antes, un ogro se zampó a la joven de un solo trago. Ella gritó, pero su alarido no se oyó por el tronar de la tormenta. Cuando amaneció, el joven miró dentro de la choza y vio que ella había desaparecido. Dio un pisotón de rabia contra el suelo y lloró lo que no tenía remedio. Entonces recitó:

Preguntó: «¿Son perlas?»

Debí contestarle:

«No, que es rocío.»

Y como el rocío

volatilizarme.

Bueno, esto parece que sucedió cuando la que luego fue Emperatriz de la Segunda Avenida ya servía de dama de honor a su prima la Emperatriz. El joven la raptó, fascinado como estaba de su extraordinaria hermosura. Los hermanos de ella —Mototsune, que luego fue el famoso ministro Jorikaua, y Kunitsune, posteriormente Consejero de Estado— aún no habían recibido estos cargos; casualmente los dos esa noche pasaron en su camino a Palacio por las inmediaciones de la choza donde estaba ella, oyeron que alguien lloraba desconsoladamente, detuvieron al hombre y rescataron a la muchacha. Estos eran los ogros de que hablan las crónicas. Ha de saberse también que la joven era entonces casi una niña, y todavía no había llegado a la posición que después consiguió.

7. Camino del destierro: las olas de Ise

Una vez, nuestro hombre salió de la Capital por problemas espinosos que se le habían creado, y se dirigió hacia la región levantina. Al llegar a las playas que están en la región colindante de las provincias de Ise y Ouari, recitó este cantar:

Añoro los sitios

por verlos de paso,

y en mi pasión

envidio a la ola

que vuelve al pasado.

8. El humo del Monte Asama

Una vez, habiendo salido nuestro hombre de la Capital y estando de viaje hacia las provincias levantinas, porque la vida en la Corte se le hacía imposible, iba acompañado de uno o dos amigos. De camino vio por vez primera el humo que salía de un volcán, el Monte Asama, en la provincia de Shinano. Compuso:

Al ver en Shinano

el humo que sale

del Monte Asama,

se esté cerca o lejos

¿hay quien no se pasme?

9. La nieve del Monte Fuyi y la gaviota de la Capital

Una vez, cuando nuestro hombre decidió con despecho e impotencia que era inútil intentar seguir viviendo en la Corte, salió con uno o dos amigos en busca de otros pagos, en dirección a levante. Como no conocían los caminos, hacían el viaje perdiéndose y volviéndose a orientar. Y llegaron a un paraje que se llama «Ocho Puentes», en la provincia de Mikaua. La razón del nombre de este lugar es que los arroyos que confluyen allí forman una telaraña de agua, y para cruzarlos se habían levantado ocho puentes consecutivos. Al borde de los cauces se sentaron bajo unos árboles a tomar su almuerzo,{*} fiambre de arroz cocido y demás. Uno de los caminantes divisó de pronto que había unos lirios exuberantes en la ribera misma, y se le ocurrió: «¡A ver quién hace un poema acróstico con las cinco letras de la palabra lirio, y llevando como tema impresiones de viaje!» Nuestro hombre, en menos de nada, recitaba:

La ropa era china;

Y de tanto usarla,

Ropa mía es.

Y tú, mujer mía,

¡Oh, cuán alejada!

Al oír esto, los compañeros empezaron a llorar, y los lagrimones, cayendo sobre el arroz reseco, hicieron que éste se empapase y se hinchase.

Continuaron su viaje y llegaron a la provincia de Suruga. En las proximidades de Monte Real, el sendero que dieron en tomar presentaba un aspecto angosto y lúgubre, lleno de yedra y arces. Titubearon no poco si seguir o no, y estando en este trance apareció por la espesura un bonzo peregrino, el cual preguntó: «¿Qué hacéis en un camino como éste?» Nuestro hombre reconoció al bonzo de haberle visto una vez en la Capital, y le dio un mensaje para la que quedaba en Jéian-Kió, el cual mensaje decía:

Por el Monte Real

yo estaba en Suruga.

Ni en realidad

ni en sueños veía,

mujer, tu figura.

Cuando llegaron a divisar a lo lejos el Monte Fuyi, y a pesar de estar en pleno mayo, aún quedaban sobre las laderas lunares de nieve. Nuestro hombre recitó:

Este Monte Fuyi

no tiene estaciones.

Con nieve en mayo,

es pardo cervato

con blancos manchones.

Si se compara el Monte Fuyi con el Monte Jiei, vecino a la Capital, aquél será veinte veces más alto, y su forma semeja un cono de sal.

Continuaron la marcha y vinieron a un gran río que fluye entre las provincias de Musashi y Shimotsufusa. Es el río Sumida. Los tres caminantes se pusieron en una banda e inmediatamente pensaron con nostalgia en la Capital. «¡Qué lejos hemos venido!» El barquero interrumpió sus melancolías. «¡Súbanse ya, que se hace tarde!» Subieron a bordo y se prepararon a cruzar el río, todos sumergidos en los pensamientos de sus amadas que quedaban en la Capital. Un pájaro del tamaño de una agachadiza —de color blanco, pico rojo y patas rojas— andaba por el agua comiéndose un pez. Como era una especie que se desconocía en la Capital, ninguno lo podía identificar. El barquero respondió, entendido y displicente: «No hay más que verlo: es una gaviota de la Capital.»

Nuestro hombre compuso inmediatamente:

Ya que eres gaviota

de la Capital,

yo te pregunto:

La que yo bien quiero

¿está bien, o mal?

Y sus compañeros rompieron en llanto.

10. El ánsar de Val-Miioshi

En aquel tiempo nuestro hombre había llegado a la provincia de Musashi. Y allí cortejó a una muchacha campesina. El padre de ésta se vino a enterar de ello, y dijo que ya tenía pensado con quién casarla. A la madre, en cambio, le agradó que a su hija la pretendiese un noble tan elegante. El padre de la joven era plebeyo, pero la madre era una Fuyiuara; de ahí que desease para su hija una boda aristocrática. La madre, pues, envió a su yerno en perspectiva un poema que compuso sobre el particular. Como vivían en la aldea llamada Val-Miioshi, en el distrito de Íruma, el cantar decía así:

A un ánsar que vive

en el arrozal

de Val-Miioshi,

cuando se te acerca,

lo oigo cantar.

Nuestro hombre replicó con otro poema:

Del ánsar que vive

en el arrozal

de Val-Miioshi,

que viene y me canta,

¿me podré olvidar?

Ni en las provincias dejaba de galantear nuestro hombre.

11. Nube en Musashi

Una vez, yendo nuestro hombre de viaje por las provincias levantinas, envió a sus amigos de la Capital este poema que compuso por el camino:

¡No echadme al olvido!

Que aunque estoy tan lejos

como las nubes,

como la alta luna

volveré yo a veros.

12. Rapto en Musashi

En aquel tiempo, estando por tierras de levante, nuestro hombre raptó a una joven y se la llevó a los campos de Musashi. Por tratarse de delito de rapto, el Gobernador provincial le mandó arrestar. Antes de que pudieran apresarlo, escondió a la muchacha en un baldío de grandes yerbas, y se dio a la fuga él solo. Ya merodeaban el lugar los alguaciles, y se oyó que uno de ellos decía: «En estos matorrales estará escondido el secuestrador…» Y decidieron prenderle fuego a los jarales resecos{*} para que saliese el culpable. Entonces la muchacha, excitada, exclamó:

¡No queméis Musashi!

¡Dejadlo por hoy!

Que mi pimpollo

está aquí escondido,

y escondida estoy.

Los alguaciles la oyeron y la sacaron. Pronto se descubrió también al hombre, y se los llevaron a los dos juntos.

13. Estribos de Musashi

Estando una temporada en Musashi, nuestro hombre escribió a su amante de la Capital: «Decírtelo por carta me cuesta mucho; no decírtelo me duele más.» En el sobre de la carta escribió: «Estribos de Musashi», como insinuándole que tenía amores nuevos en Musashi. Y ya no volvió a escribirle más. Como pasara el tiempo sin recibir noticias de su amado en la provincia, la mujer de la Capital le envió este poema:

¿Conque por Musashi

con estribos nuevos?

Pues yo, tan tuya.

Si no escribes, pena.

Y si escribes, celos.

Nuestro hombre no pudo aguantarse y escribió:

¿Celos si te escribo,

y si no, pena?

Pues yo en Musashi,

con estribos nuevos,

por ti me muriera.

14. Una aldeana de Michinoku

Rodando por el país, nuestro hombre llegó hasta los confines norteños de Michinoku. Allí una chica aldeana se le quedó locamente enamorada, entre otras cosas por tratarse de un apuesto hombre de la Capital. Conque le envió a él este poema:

Más, más que morir

de amor, yo quisiera

—breve y feliz—

el destino

del gusano de seda.

Se ve que hasta el poema era rústico y torpe. Pero a nuestro hombre le dio compasión, la visitó y se acostó con ella. En plena noche se escapó él con tiento. Cuando volvió ella en sí y se encontró sola, compuso este cantar y se lo envió:

Cuando abra el día,

en una tinaja

lo ahogaré:

¡gallo intempestivo

que espantó a mi alhaja!

Nuestro hombre le mandó decir que tenía que volver a la Capital y le dejó este cantar:

Fueras tú de esbelta

lo mismo que el pino

de Kurijara,

como un souvenir

vinieras conmigo.

La chica hasta lo tomó a bien, y fue diciendo a las vecinas «Aquel noble caballero está enamorado de mí.»

15. Otra aldeana de Michinoku

Estando una vez por la lejana y norteña provincia de Michinoku —palabra que significa «Lo hondo del camino»—, nuestro hombre empezó a visitar a la esposa de un aldeano, y descubrió para su sorpresa que la mujer valía para mucho más que para estar en aquel miserable villorrio. Le dedicó este poema:

Quiero yo un camino

donde ir con tiento

por Montesiento,

y ver hasta lo hondo

el alma que quiero.

Al leer esto, la mujer se colmó de dicha. Pero al mismo tiempo pensó: «Sí, pero cuando vea lo hondo de mi corazón, va a darse cuenta de que yo no soy más que una rústica aldeana. ¿Qué hacer?