CAPÍTULO IV

 

Geoffrey Curtis ahogó un suspiro.

—¿Qué harías tú con cinco millones de dólares, Ralph?

—Perder de vista a la Hiller Company y a ti.

—Hablo en serio, Ralph.

Ralph Starret hizo girar el volante del «Shadow» enfilando la longitudinal y ancha autopista que conducía a Knox City.

Frisaba en los treinta años de edad. Pelo abundante, rebelde y de un fuerte tono negro. Frente despejada. Cejas bien curvadas. Ojos grises. Nariz perfilada. Labios de fino trazo. Su cuadrado mentón delataba energía y firmeza de carácter.

Lucía una ligera chaqueta sobre el negro suéter de fibra. Su complexión era atlética. De ágiles movimientos. Acostumbrado al ejercicio físico.

—Semejante pregunta no puede ser tomada en serio.

—Es una hipótesis, Ralph.

—¡Al diablo con tus hipótesis! Geoffrey Curtis arrugó la nariz.

Era un par de años mayor que su compañero Starret. Rostro alargado donde destacaban la aplastada nariz y la desproporcionada boca. Curtis era un superdotado de la naturaleza. Su estatura, algo superior a los siete pies, se veía acompañada por una musculatura prodigiosa.

—¿Qué te ocurre, muchacho? Te preocupa el caso Browne, ¿no es cierto? Lo comprendo. También a mí. La Hiller Company siempre nos designa los casos más complicados. ¡Como si nos fuera posible el hacer milagros! Creo que en esta ocasión habrá que soltar los cinco millones de dólares a la viuda. No hay indicios de que...

Geoffrey Curtis se interrumpió ante la mirada de su compañero. Forzó una sonrisa.

—No te preocupa el caso Browne.

—¡No!

—Tu mujer y los niños.

—Soy soltero, Geoffrey.

—¡Es cierto! Estaba pensando ahora en Logan —rió Curtis en desaforada carcajada—. Mi último caso fue con Logan, ¿sabes? Quince días investigando la provocada quiebra de la Kehoe Products. Logan y yo llegamos a compe-netrarnos muy bien.

—Me han comunicado que Logan está en la Sala de Recuperación del San Francisco Hospital.

—Cansancio.

Ralph Starret no añadió ningún otro comentario. Sus ojos fueron suficientemente expresivos.

El auto ya circulaba por las calles de Knox City. Estas aparecían semidesiertas y silenciosas. Los comercios cerrados. Al igual que los establecimientos de bebidas y espectáculos.

Se había decretado día de luto oficial en Knox City.

—Tipo importante el tal Harry Browne.

—Ahora ya no lo es.

—¿Por qué...? Ah, claro —Curtis rió de nuevo—. Eres muy ocurrente, Ralph. Los muertos dejan de ser importantes, ¿verdad? Sí, muchacho. Tienes toda la razón.

Starret detuvo el auto frente al bungalow. Los dos hombres descendieron del «Shadow».

La verja de entrada aparecía abierta.

—Bonito lugar. Una choza así me gustaría para mi retiro. San Francisco resulta demasiado ruidoso. ¿Qué opinas tú, Ralph?

Avanzaron por el asfaltado sendero que conducía a la casa. Ralph Curtis extrajo su cajetilla de tabaco.

—Echa un vistazo por el jardín, Geoffrey. En la piscina, el invernadero, la pista de tenis...

—¿Qué busco, Ralph?

Starret cerró los ojos.

Contó mentalmente hasta diez.

Al volver a abrirlos se enfrentó con el sonriente rostro de Geoffrey Curtis.

—Tienes que explicármelo, Geoffrey.

—¿El qué?

—Tú hazaña. El cómo lograste casarte con la hija de Dan Hiller, jefe supremo de la Hiller Company.

—¿Tiene algo que ver con el caso Browne?

Starret suspiró resignado.

—No, pero explica el que estés aquí.

—No te comprendo...

—Olvídalo. Ahora empieza a pasear por el jardín sin buscar nada en concreto. Tal vez encuentres algo que te resulte sospechoso, ¿de acuerdo?

—Sí, Ralph.

Starret llegó al porche. Pulsó el llamador.

Mientras esperaba que le fuera franqueada la puerta desvió la mirada hacia Curtis. Este se había aproximado a la piscina y contemplaba fijamente las azules aguas.

Sí.

¿Cómo diablos pudo engatusar a la hija de Dan Hiller?

Lo cierto es que Geoffrey Curtis era emplazado para los más importantes casos de la Hiller Company. Sin duda el viejo Hiller deseaba lo mejor para su yerno, o esperaba que en cualquiera de las difíciles misiones alguien le rompiera la cabeza.

La puerta del bungalow se abrió. Starret entornó los ojos.

Tal vez deslumbrado por la belleza de Hayley.

Lucía un vestido oscuro y de severo corte. Cerrado hasta el cuello con simulada abotonadura en bocamangas. Sin ningún adorno.

Poco importaba aquella rígida vestimenta.

Hayley continuaba igualmente provocativa. Era algo innato. Sus túrgidos senos desafiantes bajo la tela, las caderas pronunciándose sensuales...

—¿Señora Browne?

—Sí, soy yo.

Starret mostró su credencial.

—Ralph Starret, detective de la Unidad de Investigación de Hiller Company.

Hayley siguió bajo el umbral. Altiva.

—Dentro de una hora tendrá lugar el funeral de mi marido.

—Lo sé, señora Browne. Es mi intención asistir al sepelio. Sólo la importunaré unos minutos.

Hayley se hizo a un lado permitiendo la entrada del detective. Pasaron al salón.

—Le esperaba ayer, Starret.

—¿De veras? ¿Por qué?

La mujer esbozó una sonrisa.

—Fue ayer cuando los abogados de la Browne & Baxter Industries me informaron de la existencia de la póliza.

—¿La ignoraba?

—Totalmente. Fue una verdadera sorpresa. Mis relaciones con Harry Browne no eran del todo cordiales. De ahí que me sorprendiera ser beneficiaria de su póliza de vida. Máxime por tan elevada cantidad.

—Es usted muy sincera.

—Es una de mis cualidades.

Hayley se había acomodado en el largo sofá. Al cruzar las piernas la falda del vestido subió hasta la mitad del muslo.

Ralph Starret corroboró mentalmente las extraordinarias cualidades de la mujer.

—¿Cómo ocurrió, señora Browne?

—Le creía mejor informado, Starret. Aunque sólo fuera por los periódicos. El suceso se comentó en todos los Estados Unidos.

—Conozco la versión de la prensa y la proporcionada por la policía de Knox City. Ahora quiero la suya.

Hayley se encogió de hombros.

—De acuerdo. Mi marido llegó a la hora habitual tras su trabajo en la Browne & Baxter Industries. Siguiendo su costumbre preparó el baño y...

—¿Lo hacía siempre personalmente?

—No. Era misión de nuestra doncella de servicio pero se despidió el día del accidente.

—Muy curioso.

—En absoluto, Starret. En lo que llevamos de mes he cambiado cuatro veces de doncella. Las contrato únicamente por no estar tan sola. Las labores de la casa se hacen fácilmente con los robots domésticos y demás aparatos automáticos. Reconozco mi mal carácter y de ahí que el servicio se despida con tanta frecuencia. ¿Puedo continuar?

—Desde luego.

—Mientras mi marido toma el baño suelo prepararle un whisky. Le gusta saborearlo frente a la máquina facsimilar. A las cinco en punto recibe las cotizaciones de Bolsa y luego transmite instrucciones a sus agentes. Es una norma que jamás quebranta. Faltaban cinco minutos y aún no había salido del baño. Fui a llamarle. Insistí y, al no recibir respuesta, empecé a preocuparme. La puerta del baño permanecía cerrada y...

—¿Era también su costumbre encerrarse en el baño?

Hayley apretó con fuerza los carnosos labios. Molesta por la nueva interrupción.

—Lo ignoro.

—¿No pudo averiguarlo en cinco años de matrimonio?

—Nuestro domicilio habitual en San Francisco dispone de cuatro salas de baño. Aquí tan sólo dos. Si mi marido estaba en el baño procuraba no molestarle. Por lo tanto ignoro si acostumbraba o no a cerrarse en él. Sólo puedo indicar que anteayer, el día del accidente, sí estaba la puerta cerrada.

—¿Me permite contemplar el lugar donde ocurrió el..., accidente?

La leve ironía del detective no pasó desapercibida para Hayley Browne. Se mostró indiferente. Consciente de que Ralph Starret trataba de alterarla o hacerla perder sus nervios.

—Sígame.

Fue todo un espectáculo caminar tras Hayley. Aquel oscuro vestido parecía resaltar la perfección de su cuerpo de diosa

Aquel sensual ondular de caderas... Se adentraron en el dormitorio.

—¿Qué ha sido del pomo? —inquirió Starret contemplando la destrozada puerta que conducía al cuarto de baño.

En la hoja de madera se veía un negruzco boquete.

—El sheriff Boyle disparó contra la puerta.

—¿Por qué? Con un simple alfiler hubiera conseguido abrir.

—Ese fue mi primer intento, pero algo debió fallar en el mecanismo. El alfiler se rompió bloqueando el orificio.

—Me hubiera gustado conocer la avería. Es difícil en un mecanismo tan sencillo. Basta introducir una aguja para presionar el cierre y franquear así la puerta. Ahora, sin posibilidad de examinar el pomo, jamás se sabrá si existió realmente avería.

Hayley enrojeció.

Sus ojos llamearon furiosos. Sí.

Debía reaccionar ante aquella directa acusación.

—¿Qué insinúa, Starret?

En el rostro del investigador se reflejó una inocente sonrisa.

—Disculpe, Hayley. Me permite que la llame así, ¿verdad? —sin esperar autorización, prosiguió—: Mi trabajo es muy desagradable. De haber testigos del suceso yo no estaría aquí importunando; pero su doncella se despidió aquel mismo día. Sólo tenemos su palabra.

—¿Acaso no es suficiente? La policía ya cerró sus investigaciones.

—La policía no tiene que pagar cinco millones de dólares.

—Comprendo. El que yo hubiera matado a mi marido sería lo ideal para la Hiller Company.

—En efecto.

—Le han encomendado una misión imposible, Starret.

—Sí..., eso me temo. Ocurrió aquí, ¿no? En esta bañera. Es muy grande. De piso antideslizante. ¿Cómo pudo resbalar?

—Tal vez no resbaló —replicó Hayley con aplomo—. Mi marido era un individuo poco ágil. Demasiado..., voluminoso. Pudo tropezar al introducirse en el baño o al salir. Sin sus lentes era aún más torpe.

—Imposible al entrar.

—¿Por qué?

—He recibido una copia de la autopsia. Harry Browne se golpeó en la nuca; aunque no fue eso lo que le ocasionó la muerte. No llegó a perder por completo el conocimiento. Braceó desesperadamente por salir del agua. Una fea muerte. Al introducirse en la bañera tenía que realizar un giro de casi ciento ochenta grados para golpearse en la nuca. Fue al incorporarse..., o mientras se bañaba.

—¿Qué hipótesis gustaría a la Hiller Company?

Ralph Starret correspondió a la irónica sonrisa de la mujer.

—Pues..., usted atrapa la cabeza de Harry Browne y la proyecta contra el respaldo de la bañera. Luego la introduce en el agua durante los minutos necesarios. Coloca el pasador y cierra. Intencionadamente rompe un alfiler bloqueando el mecanismo. Con ello obliga al sheriff Boyle a destrozar el pomo y anular asimismo la investigación que demostraría que no existía avería alguna en el cierre.

—La autopsia revela que mi marido no murió a consecuencia del golpe. Se debatió por salir, ¿no es cierto?

—Correcto.

—Harry era torpe de movimientos, pero cualquier manotazo suyo me desplazaría varias yardas. Para sujetar su cabeza contra el fondo se necesitan fuerzas superiores a las mías. Y, antes de todo eso, dudo que me permitiera atrapar su cabeza para golpearla contra el respaldo.

—Sólo con la ayuda de un narcótico, pero nada de eso detectó la autopsia. ¿Qué me dice de un cómplice? Alguien que sí tuviera la suficiente fuerza para dominar a Harry Browne.

Hayley rió con suficiencia.

—Dudo que lo encuentre, Starret. Apenas tengo amistades en Knox City. Harry me prohibía salir del bungalow. Los diez primeros días de cada mes debía estar en la fábrica. Esto es para mí como una cárcel. En San Francisco contaba con más diversiones. Knox City es un villorrio.

—¿Desconfiaba de usted el señor Browne?

—Harry desconfiaba hasta de su sombra. ¿Por qué no de mí? No le amaba. El casarse conmigo fue para poder lucirme ante sus amistades. Yo era un objeto más que demostraba el poder de Harry Browne. Encerrada en una bonita jaula de oro.

—¿Por qué no solicitó el divorcio?

—El casarme con Harry fue por ambición, Starret. Para disfrutar de lujos y comodidades. Y Harry lo sabía. Para evitar que yo, una vez conseguido dinero y joyas, solicitara el divorcio y contara con cuantiosa pensión; me obligó a firmar la cláusula S. P. D. en nuestro matrimonio. Sabe lo que significa, ¿verdad? Sin Posibilidad de Divorcio. Yo debería estar ligada a Harry o, en caso de abandonarle, marchar sin un centavo. Harry, por su parte, podía solicitar el divorcio cuando le viniera en gana.

En ese momento sonó el llamador de la entrada. Hayley acudió al living, seguida de Ralph Starret.

Cuando la mujer abrió la puerta se encontró frente a Edward Baxter.

—Hola, Hayley... Ya es la hora. Hayley giró hacia el detective.

—¿Ya ha terminado, Starret?

—Sí... Por el momento.

Hayley había echado sobre sus hombros una negra capa de ancho cuello. La sujetó con la cadena de oro que servía de cierre.

—¿Conoce al señor Baxter?... Edward, te presento a Ralph Starret. Investigador de la Hiller Company.

Los dos hombres estrecharon sus manos.

—Ayer traté de localizarle en San Francisco, Baxter. Debí suponer que estaría aquí.

—Permaneceré algunos días en Knox City. Mañana se reúne en sesión extraordinaria el Consejo de Administración de la Browne & Baxter Industries aquí en la central. Estaré a su disposición a partir de las once horas.

Ya habían salido al porche.

Hayley cerró la puerta del bungalow mientras que Edward Baxter la esperaba junto a un aerodinámico «Turbombil».

—¿Piensa acudir al funeral, Starret?

—Por supuesto, Baxter.

—Si desea acompañarnos...

Ralph Starret declinó con una sonrisa.

—Gracias. Tengo el auto a la entrada.

Hayley y Baxter se acomodaron en el interior del vehículo. El «Turbombil» trazó un amplio semicírculo bordeando el seto central para luego cruzar la verja de salida.

Ralph Starret quedó unos instantes bajo el porche. Encendió un cigarrillo. Ni rastro de Geoffrey Curtis.

A los pocos minutos le vio aparecer procedente del invernadero.

—¿Qué? ¿Buscando caracoles, Geoffrey?

—Oh, no. He obedecido tus órdenes. Buscando algo sospechoso.

—Y, por supuesto, no habrás encontrado nada anormal.

—No. Únicamente en la parte posterior del bungalow. Al fondo del jardín, casi pegado a la muralla, aparecen unas hojas y arbustos ligeramente quemadas.

—¿Huellas de pisadas?

—No, Ralph.

Habían llegado junto al estacionado «Shadow». Starret interrumpió a su compañero cuando se disponía a entrar en el vehículo.

—Iré solo al funeral, Geoffrey. Tú tienes trabajo aquí. Pregunta en los bungalows cercanos si el día de la muerte de Harry Browne vieron algún aparato auto-cohete sobrevolar próximo a la casa de los Browne. Luego interroga a Juliet Milland y que te detalle las causas de su despido. Y por último reserva plaza en el Gurney Hotel.

—¿Pernoctamos en Knox City?

—Sí, Geoffrey. Esto empieza a oler mal.

Curtir olfateó el aire.

—Yo no... ¡Eh, Ralph!

Starret, con una resignada mueca, ya se había acomodado frente al volante iniciando la marcha.

El caso Browne, ya de por sí difícil, se acentuaba con la..., ayuda de Geoffrey Curtis.