CAPITULO XI
—Johnny, aún estamos a tiempo.
—Tienes miedo, ¿eh, Lewis? ¡Y pensar que tu abuelo murió defendiendo El Alamo!
—No es miedo, únicamente opino que es una locura. No puede salir bien.
—Podrás ajustar cuentas con Garfield.
Los ojos de Lewis Crawford brillaron en la oscuridad de la noche. Sus labios trazaron una amplia sonrisa.
—Después de todo, puede que no salga mal. La tentación es muy grande, Johnny. Ese miserable de Garfield se arrepentirá de haber puesto los ojos en Natalie.
—¿Ya te has declarado a ella?
—¡Naturalmente! ¡La sangre tejana corre por mis venas con igual intensidad que el agua de nuestro río Grande! Nada más verla, comprendí que era la mujer que estaba buscando.
—Ya. Muy romántico.
—No te burles del amor, Johnny. Tú no puedes comprenderlo. Es como una garra invisible que te destroza por dentro.
—Algo parecido al tequila que vende el tío Douglas.
—Pues sí —contestó Crawford tras recapacitar unos segundos—. Algo parecido a eso.
—Debe de ser maravilloso.
—Lo es, muchacho, lo es. ¿Tú no estás enamorado de Jane? La chica no está del todo mal.
—¿Que no está mal? —casi gritó Lancaster—. Sin ánimo de ofenderte, te diré que Natalie no le llega al tobillo.
—Es una broma, ¿verdad? Sabes que no consiento que menosprecien ni a mi caballo ni a mi chica.
—Primero el caballo, ¿no?
—Da lo mismo.
El aullido de un coyote resonó lastimero.
Lancaster detuvo su montura.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos?
—Continuaremos a pie.
—¿Estás loco? ¡Aún falta un buen trecho!
—Debemos ir prevenidos, Lewis. De seguro que hay varios hombres vigilando el rancho. Los caballos delatarían nuestra presencia.
Crawford desmontó, renegando por lo bajo.
—¿Y si tenemos que salir corriendo? Sin caballos nos alcanzarán en seguida.
—Es un riesgo que hay que afrontar.
Los caballos quedaron sujetos, y los dos amigos reemprendieron la marcha a pie. Tras quince minutos de recorrido llegaron a la empalizada que delimitaba la hacienda. Un potente quinqué iluminaba el porche.
—Nos será más fácil aproximarnos por la parte de atrás —susurró Lancaster.
Dieron un breve rodeo. Desde la cerca hasta la casa había unas quinientas yardas en terreno descubierto. Amparados por la oscuridad de la noche, y arrastrándose cautelosamente, llegaron hasta el granero.
Un tipo, con un rifle «Marlin» en su diestra, apareció por una de las esquinas de la casa. Encaminó sus pasos hacia el granero.
Lancaster, oculto tras uno de los abrevaderos, desenfundó su revólver. Hizo una significativa seña a Lewis que estaba junto a la puerta del almacén.
Cuando el tipo del «Marlin» estaba a punto de descubrir la presencia de Crawford, Johnny salió de su escondite. Descargó violentamente la culata del «Colt» sobre la cabeza del fulano.
El pobre hombre no lanzó un gemido. Antes de que llegara a caer, Lewis lo cogió cariñosamente entre sus brazos.
—¿Dónde lo pongo?
—El abrevadero está vacío. Mételo dentro —contestó Lancaster, al mismo tiempo que quitaba las balas de la recámara del «Marlin».
—¿Le atizo otro golpe?
—No seas cruel, Lewis.
—¿Y si se despierta? Nos veremos en serias dificultades.
—Estará soñando por lo menos una hora. Tenemos tiempo de sobra.
Se dirigieron hacia la casa. Bajo el porche se oían voces.
Lancaster se situó en una de las esquinas, mientras Lewis procedía a dar la vuelta para colocarse en el otro extremo.
Johnny encendió un fósforo. La débil llama iluminó con fuerza inusitada.
—¡Eh, Walter! —llamó una voz—. ¡Acércate con la bolsa del tabaco!
Lancaster permaneció en silencio. El fósforo se consumió lentamente.
—¡Maldito sea! —exclamó la misma voz—. ¿Te das cuenta, Barlow? ¡Está escondido en la esquina, fumando tranquilamente y haciéndose el sordo!
El llamado Barlow rió desaforadamente.
—Ya conoces a Luke. Es un miserable tacaño.
—Voy a hacerle tragar el cigarro.
Barlow volvió a reír.
El tipo se acercó a la esquina de la casa. Bajó los escalones del porche.
—¡Oye, Luke! Eres un...
Lancaster le golpeó con el cañón del revólver en plena frente. El individuo, después de poner los ojos en blanco, se derrumbó pesadamente.
Barlow se había incorporado rápidamente, pero una inconfundible presión a su espalda le obligó a permanecer inmóvil.
—Un solo movimiento y eres hombre muerto —dijo Crawford, clavándole materialmente el «Colt» en la espalda.
Lancaster se acercó con una radiante sonrisa.
—Buen trabajo, Lewis. Este tipo podrá informarnos de unas cuantas cosas.
—No saldrán vivos de aquí —dijo Barlow, apretando con fuerza los labios.
—Eso es asunto nuestro, amigo. ¿Cuántos hombres hacen la ronda?
Barlow permaneció silencioso.
—Lewis, saca el cuchillo y córtale una oreja.
—En seguida, Johnny. Será un placer.
Crawford sacó un largo cuchillo de su bota derecha.
Barlow palideció.
—No será capaz.
—Pronto lo veremos. Adelante, Lewis.
Crawford sonrió complacido. Acercó la afilada hoja a la oreja izquierda de Barlow.
—¡Un momento! La casa la vigilamos tres hombres, fuera del rancho hay ocho hombres más custodiando el ganado.
—¿Tres hombres alrededor de la casa? Bien, Barlow. Ya sólo quedas tú en pie. Ahora, condúcenos hasta la habitación de William Garfield.
—¿Están locos? ¡No puedo hacer eso!
Crawford le hizo un pequeño corte en la oreja.
—De acuerdo. Les acompañaré.
—Eso está mejor, Barlow. Eres un buen chico. Si no haces ninguna tontería, podrás contar esto a tus nietos.
Barlow abrió la puerta de la casa.
Lewis cogió un pequeño quinqué y tras varios intentos logró encenderlo.
Se adentraron en una amplia sala. Al fondo, una escalera munidamente alfombrada comunicaba con el piso superior.
—Es arriba.
—Pues en marcha, Barlow. —Lancaster amartilló significativamente el revólver—. Sigue portándote bien y podrás ver salir el sol.
Subieron sigilosamente las escaleras. Al final de éstas, tras un breve recodo, apareció un largo corredor.
La luz del quinqué proyectaba fantasmagóricas sombras.
Barlow se detuvo ante una de las puertas del pasillo.
—Aquí es. La puerta está abierta y...
Crawford no le dejó continuar. Le atizó un culatazo en la nuca. Amortiguó su caída depositándolo suavemente en el suelo.
—¡Maldita sea! —exclamó Lancaster con voz tenue—. ¿Por qué lo has hecho, acémila?
Lewis quedó perplejo.
—Ya sabemos dónde está Garfield. Este tipo nos estorbaba.
—¿Y si no ha dicho la verdad?
—Pues esperamos a que recupere el conocimiento, le preguntamos de nuevo y luego le atizo otra vez.
Lancaster recitó un par de maldiciones por lo bajo.
—Voy a abrir la puerta. Reduce un poco la llama del quinqué.
—Oye, Johnny. ¿Qué es eso de acémila?
—Ya te lo explicaré después.
La puerta cedió mansamente al empuje de Lancaster. La mortecina luz del quinqué iluminó débilmente la estancia.
Barlow no les había engañado.
William Garfield estaba sobre la cama, con un ridículo gorro de dormir en la cabeza, la boca entreabierta y lanzando guturales sonidos.
—Ronca como un cerdo —sonrió Crawford divertido.
Lancaster cerró nuevamente la puerta. Luego, se sentó tranquilamente en uno de los extremos de la cama. Lewis, después de dar potencia al quinqué, se acomodó en el lado opuesto.
—Tiene el sueño pesado.
—Claro, tiene la conciencia tranquila —comentó irónicamente Lancaster con voz normal, ya sin ninguna precaución.
—¿Vamos a esperar a que se despierte?
Lancaster apoyó el cañón del revólver sobre la nariz de Garfield. Este, después de resoplar un par de veces, entreabrió los ojos. Bizquearon al contemplar el «Colt» de Lancaster.
—¿Qué... significa esto? —preguntó con desmayada voz.
—¿Tú qué opinas? —sonrió Johnny.
William Garfield no salía de su asombro. Contemplaba alternativamente, una y otra vez, a los dos hombres situados a cada lado de su cama.
—¿Qué buscan?
Lancaster deslizó distraídamente el cañón del revólver por la nariz de Garfield.
—Lo que has hecho con el ganado de Jane Dickenson no me ha gustado nada.
—¿Está loco? ¡No sé de qué me habla!
Johnny pasó con fuerza el punto de mira por la mejilla izquierda de Garfield dibujando un trazo sanguinolento.
Garfield estuvo a punto de lanzar un alarido.
—No quiero más bromas, amigo —los ojos de Lancaster adquirieron un extraño brillo—. Demasiado sabes a lo que me refiero. Te has ido apoderando del ganado de los Dickenson y trucando la marca para que pareciera tuyo. ¿Cuántas cabezas has robado?
Garfield tragó saliva con dificultad.
—Unas doscientas reses.
—¿Ha dicho cuatrocientas? —inquirió Lewis.
—Yo he oído seiscientas —dijo Lancaster burlonamente—. Sé que son más, pero nos fiamos de su palabra. De acuerdo, Garfield. Seiscientas cabezas de ganado. ¿A cuánto las vendes?
—A ocho dólares.
Crawford chasqueó la lengua al mismo tiempo que movía negativamente la cabeza.
—Johnny, déjame que le aplaste la nariz. ¡Es un sucio embustero!
—Espera un poco, Lewis. Estoy seguro que nuestro amigo se ha equivocado. Está algo nervioso. Ha querido decir diez dólares, ¿no es cierto?
Garfield no contestó. Sus ojos miraban desesperadamente hacia la puerta en busca de una posible ayuda.
—En pie, Garfield. Levántate —ordenó Lancaster secamente.
—¿Por qué? ¿Qué van a hacer?
—¡Maldita sea! ¡He dicho en pie!
Garfield obedeció precipitadamente. Llevaba puesto un largo camisón que le llegaba hasta los tobillos.
Lewis soltó una risita.
—Le favorece mucho.
—Bueno, Garfield. Ha llegado el momento de ajustar cuentas. Seiscientas cabezas de ganado a diez dólares unidad, son...
—Ocho mil dólares —dijo Crawford, que no estaba muy fuerte en matemáticas.
—Creo que son seis mil. Ante la duda pondremos seis mil quinientos dólares. ¿De acuerdo, Garfield?
—No tengo ese dinero.
—Lewis, ya puedes aplastarle la nariz.
Crawford, ni corto ni perezoso, lanzó su puño derecho sobre el rostro de Garfield.
—¡Malditos sean! —gritó William Garfield, mientras que un chorro de sangre manaba abundantemente de su nariz—. ¡Esto lo pagarán con la vida!
—Tranquilo, amigo. Tienes suerte de que no somos rencorosos. Hemos olvidado a los cuatro hombres que enviaste al rancho Dickenson a matarnos, a Beecher y a los vaqueros vilmente asesinados.
—Abrevia, Johnny. Se nos hace tarde. ¿Le atizo otra vez?
—¿Qué contestas, Garfield? ¿Vas a darnos los seis mil quinientos dólares?
William Garfield, sin mediar palabra, se dirigió a una mesa escritorio situada junto a la ventana. Ante la vigilante mirada de Lancaster abrió uno de los cajones, sacando una pequeña caja metálica.
—No cometas ninguna torpeza —advirtió Johnny—. Te puedo agujerear la cabeza sin sentir remordimiento alguno.
Garfield, en un fingido alarde de serenidad, abrió la cajita. Estaba repleta de dinero y algunos documentos. Apartó la cantidad indicada.
—Coge el dinero, Lewis —dijo Lancaster, sin dejar de apuntarle con el revólver.
—¿Alguna cosa más? —Garfield había ido recuperando su sangre fría.
—Falta un pequeño detalle.
—¿Cuál?
Lancaster señaló hacia el escritorio.
—Extiende un recibo de compra. No quiero que luego nos acuses de algo. Nosotros somos muy honrados.
El rostro de Garfield se crispó en una demoníaca mueca. Sus ojos relampaguearon.
—Eres muy astuto, tejano; pero de nada va a serviros.
—Obedece. Deja las amenazas para más tarde.
Se sentó frente al escritorio. Después de varios minutos, tendió un papel hacia Lancaster. Este lo guardó sin leerlo.
—Acuéstate otra vez, William. Puedes seguir durmiendo. Necesitas mucho descanso.
Antes de que llegara al lecho, Lancaster le golpeó con el cañón del revólver. Garfield se derrumbó pesadamente.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no me has dejado hacerlo a mí, Johnny?
—¡En marcha, Lewis! ¡Aquí ya estamos de más!
Abrió la puerta. Estuvo a punto de tropezar con el cuerpo de Barlow.
—¿Cojo el quinqué? —preguntó Crawford.
—No. Podría delatar nuestra presencia.
Bajaron apresuradamente la escalera. Después de inspeccionar cautelosamente a un lado y otro, salieron al porche. Aparentemente, todo seguía en calma. Echaron a correr hacia la empalizada.
No descubrieron a un hombre que se incorporaba lentamente. Un sujeto que empuñaba un rifle «Marlin».
Solamente al oír el chasquido del percutor, se percataron de su presencia.
—¡Cuidado, Johnny!
El tipo estaba apretando obstinada y frenéticamente el gatillo, sin querer admitir que el cargador estaba vacío. Tras algunos segundos de perplejidad, echó mano al revólver que pendía de su cintura.
Lancaster, aún a plena carrera, disparó, certeramente. El hombre se llevó ambas manos al pecho y cayó de nuevo en el abrevadero.
El disparo resonó con gran estrépito en el silencio de la noche.
—¡Maldita sea! ¡Ahora es cuando nos hacían falta los caballos!
—Cierra la boca y ahorra energías, Lewis.
Justo en el momento de saltar ágilmente la cerca, una bala silbó sobre sus cabezas.
Del pabellón de los vaqueros, situado detrás del granero, salieron apresuradamente varios hombres a medio vestir; pero todos ellos armados. Los más decididos se dirigieron a las caballerizas.
A los pocos minutos se organizó la persecución.
Lancaster y Crawford continuaban su veloz carrera.
—¡No puedo más, Johnny!
—Ya estamos llegando.
Lewis, con la boca entreabierta y resoplando como un búfalo, seguía las grandes zancadas de su compañero.
Lancaster se detuvo. Contempló inquisitivamente el paraje.
—Creo que es por aquí.
—¡Infiernos! ¿No me dirás que nos hemos perdido?
—Estoy seguro de que dejamos...
—¡Allí están! —interrumpió bruscamente Crawford—. ¡Los he visto!
Efectivamente, a pocas yardas y en el lugar señalado por Lewis, estaban los dos caballos.
—¡Hemos tenido suerte, muchacho!
—Espera un poco.
Crawford desató nerviosamente las riendas.
—¿Esperar? ¡Larguémonos a casita!
Lancaster, ante la incomprensión de su amigo, comenzó a liar parsimoniosamente un cigarrillo.
—Nuestros perseguidores no tardarán en llegar.
—¡Y lo dices tan tranquilo!
—Sí, Lewis. No quiero que pierdan nuestra pista.
—¡Vete al diablo! —Crawford montó en su caballo—. ¡Soy demasiado joven para morir, y menos tan estúpidamente!
—¿No lo comprendes? Si no consiguen dar con nosotros, irán directamente al rancho Dickenson. El abuelo y la Chica pagarán las consecuencias.
—¿Qué hacemos entonces? ¿No oyes? ¡Están a punto de llegar!
—Iremos a White Sands. —Lancaster montó en su corcel—. Allí nos defenderemos.
Crawford ensombreció el semblante.
—Sí. Johnny. Allí nos esperan dos tumbas.