CAPITULO III

La casa era de dos plantas, sólidamente construida con madera de roble. A pesar de los años transcurridos, se mantenía en perfectas condiciones.

Crawford estaba arriba, en el tejado, reparando la chimenea.

Lancaster y Oliver procedían a retirar los escombros del destruido granero.

—Fue una de las últimas visitas de Herbert McClellan. Incendió el granero y el pabellón de los vaqueros.

Lancaster se pasó el dorso de la mano por su sudorosa frente.

—Parece imposible que pueda mantenerse el rencor y el odio durante tantos años.

—El odio perdura más que el amor —sentenció Oliver dándoselas de filósofo.

—Según como se mire, abuelo. Yo recuerdo perfectamente a Suzanne, Ruth, Mariam, Carolyn... Y sin embargo, he olvidado hasta el nombre de mis enemigos.

—¡Qué buen corazón tienes, hijo! —exclamó Oliver con voz no ausente de fina ironía.

—No puedo remediarlo. En Texas me llaman Johnny «El Bueno».

—Seguro que están deseando que vuelvas.

—Acertó, abuelo. El sheriff de Torrehermosa me echa mucho de menos.

Llevaba ya varias horas de rudo trabajo.

Lancaster comenzó a serrar unos maderos.

—Creo que será mejor continuar a la tarde. Este maldito sol me está deshidratando —el viejo Oliver se sentó fatigosamente.

—Descansa un poco. Yo continuaré. A la tarde quiero empezar la construcción del nuevo granero. Es lo que necesitamos con mayor urgencia.

Oliver quedó admirado.

—Cualquiera diría que tienes parte en el rancho.

Lancaster dirigió su mirada hacia la casa.

—Me gustaría.

El viejo sonrió socarronamente.

—Jane, ¿eh, hijo?

—En efecto. Volvió a acertar, abuelo. Es una muchacha encantadora.

—Lamento desanimarte, pero no esperes conseguir nada. Jane odia estas tierras y a sus hombres.

—Yo soy tejano.

—Eres un redomado fanfarrón.

—¡Eh, Johnny! —gritó Crawford desde el tejado de la casa—. ¡Prepara los caballos!

—¿Qué ocurre, Lewis?

—¡Vamos a tener visita!

Oliver se incorporó de un salto.

—¿Cuántos son? —preguntó Lancaster sin dejar entrever emoción alguna.

Crawford permaneció unos segundos en silencio. Se colocó la mano encima de los ojos a modo de visera.

—¡Por el polvo que levantan calculo que serán cuatro o cinco hombres!

—¡Quédate ahí, Lewis!

Lancaster cogió el cinturón canana y se lo ajustó con movimientos rápidos.

—Voy por mi rifle.

—Quieto, abuelo. Yo lo arreglaré a mi manera.

Johnny lanzó un revólver hacia Crawford. Este lo atrapó al vuelo.

Jane salió de la casa.

—¿Qué ocurre?

—Se acercan los hombres de McClellan— respondió Oliver.

—¡Entremos todos en la casa! —exclamó la muchacha nerviosamente—. ¡Podremos defendernos mucho mejor!

—No te preocupes, Jane. —Johnny comprobó con ademanes rutinarios el cargador de su revólver—. Todo saldrá bien.

Eran, efectivamente, cuatro los jinetes que se acercaban. Habían ido aminorando la marcha a medida que se aproximaban a la casa. Sé detuvieron junto a la cerca del ganado.

Uno de ellos se adelantó.

—Buenos días, Jane. Hola, viejo.

La joven no contestó. Oliver se limitó a escupir despectivamente.

El tipo sonrió divertido. La cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda adquirió un tono violáceo. Sus ojos saltones se fijaron en Lancaster.

—¿Qué haces aquí, amigo?

—Tomando el sol.

—Eso puede ser malo para la salud.

—¿Es posible? —preguntó Johnny con burlona sorpresa—. ¡El doc de mi pueblo me recomendó el sol de Kansas!

—Siempre suelen engañar a los destripaterrones como tú. Yo te daré una buena medicina. Vas a dejar de sufrir.

—Eres muy amable.

Otro de los jinetes se acercó.

Era un fulano de rostro enjuto, delgado, de movimientos lentos y cansinos. Vestía completamente de negro.

—¿Dónde está tu compañero? —preguntó casi arrastrando las palabras.

—¿Mi compañero? —repitió Lancaster inocentemente.

—Así es, amigo. No te hagas el tonto. Estamos bien informados.

Johnny sonrió imperceptiblemente.

—Se largó. Era un cochino cobarde.

—Creo que era un tipo inteligente —dijo el de negro—. Tú, por quedarte, vas a pagarlo con la vida,

—¿Por qué?

—El rancho de los Dickenson está endemoniado. Nosotros somos los encargados de purificarlo. ¿Comprendes ahora?

—No.

—Da igual. En el infierno podrán informarte.

—¡Un momento! —el rostro de Jane apenas podía disimular la angustia que sentía su corazón.

—¿Qué ocurre, nena? —preguntó el de la cicatriz mientras sus ojos brillaban lujuriosamente.

—Este hombre —dijo Jane señalando hacia Lancaster— no sabe nada de los Dickenson y los McClellan. Pensaba marcharse después de comer. No es necesario, pues, derramar más sangre.

—Demasiado tarde, señorita Dickenson —sentenció el pistolero vestido de negro, que se las daba de fino porque sabía leer y escribir—. Todo el que entra en este rancho tiene que salir con los pies por delante.

Lancaster hizo una muda seña al viejo Oliver. Este apartó suavemente a la muchacha buscándole protección contra alguna posible bala perdida.

—Bueno, amigo. ¿Dispuesto a morir?

—Siempre lo estoy —contestó Johnny observando cómo los otros jinetes, que habían permanecido rezagados, se aproximaban lentamente.

—Adiós, tejano. No nos guardes rencor

El tiroteo fue sumamente breve.

Lancaster se ladeó ligeramente hacia su izquierda al mismo tiempo que desenfundaba su revólver. Disparó en primer lugar contra el tipo enlutado, ya que, a su juicio, era el más peligroso. Con un imperceptible movimiento de muñeca desvió el cañón de su «Colt». El pistolero de la cicatriz recibió la bala en la frente.

Los otros dos pistoleros ya estaban muertos. Habían traspasado las fronteras del Más Allá sin apenas darse cuenta.

Crawford, que hasta entonces había estado oculto tras la chimenea, jugueteaba indolentemente con el humeante revólver.

—Magníficos disparos, Lewis.

—No tiene importancia, Johnny —contestó Crawford con falsa modestia.

—Ya puedes bajar.

El rostro de la muchacha había acentuado su palidez.

Oliver permanecía con la boca entreabierta.

—¡Cuernos de búfalo! ¡Y yo que no daba un centavo por tu piel!

—Se confiaron demasiado, abuelo. Eso les perdió.

—Más sangre derramada —murmuró Jane—. Esto es horrible.

—Ellos se lo buscaron, hija —contestó Oliver con dura voz—. Estoy seguro que pronto terminará todo. Venderemos el rancho en un precio razonable y podrás marcharte.

—¿Marchar adónde? —preguntó Lancaster.

—A Massachusetts. A Jane no le gusta esto. Después de vivir cinco años en Boston, es lógico.

Los ojos de Johnny miraron con intensidad a la joven.

—No te dejes influenciar, Jane. Kansas es muy grande, Texas maravillosa, California un verdadero paraíso, y Oregon aún encierra tierras vírgenes. No todo es sangre y odio.

—Cuando salí de aquí, hace cinco años, dejé a mi padre y a mis hermanos sumidos en una sangrienta lucha. Ahora, al volver, mi único consuelo ha sido el ver sus tumbas. Soy el último eslabón de la estirpe de los Dickenson. Han exterminado a mi familia —la voz de la muchacha se quebró—; pero todavía no es suficiente. Quieren más sangre.

Jane dio media vuelta y, ocultando el rostro entre sus manos, corrió hacia la casa.

Los tres hombres permanecieron unos segundos en silencio.

—Ha sufrido mucho.

—Es una muchacha muy valerosa, abuelo.

—¡Despierta, Johnny! —rio Crawford—. ¿Ya te has enamorado?

—Te voy hacer saltar los dientes, Lewis.

—Eso es algo que me gustaría ver.

Oliver se interpuso entre ambos.

—¿No podéis olvidar por un momento la sangre tejana que corre por vuestras venas? ¡Siempre seréis unos pendencieros!

Lancaster cogió una damajuana situada a la sombra del porche.

—¿Qué es eso, Johnny?

—Agua.

Lewis olfateó al aire.

—¿Agua? ¡Maldita sea! ¡Es whisky! ¡Mientras yo trabajaba como un esclavo en el tejado vosotros os atiborrabais de whisky!

Lancaster le tendió el botellón.

—Toma un trago y ayúdame a cargar los muertos sobre los caballos.

—¿Qué piensas hacer, hijo?

—¿Por dónde está el rancho de los McClellan?

Oliver frunció el entrecejo.

—¿Por qué lo preguntas?

—Voy a devolverles la visita, abuelo.

 

* * *

La macabra comitiva avanzaba lentamente. Ya se había adentrado en las tierras de Laurence McClellan.

Lancaster detuvo su montura. Contempló un pequeño grupo de reses. Aproximadamente, un centenar. Llevaban la marca de los Dickenson.

Continuó avanzando.

El viejo Oliver tenía razón. Gran cantidad de ganado, con el distintivo de los Dickenson, se entremezclaba en perfecta camaradería con el de McClellan.

No había recorrido aún un par de millas, cuando varios jinetes salieron a su encuentro. En pocos segundos, rodearon a Lancaster.

Un tipo, montado sobre un brioso alazán, desmontó ágilmente. Con un siniestro tintinear en sus espuelas de rica plata y ancha rodela, se acercó a los cuatro caballos que precedían a Lancaster. Contempló indiferentemente los cadáveres de los cuatro pistoleros. Luego desvió sus ojos hacia Johnny.

—¿Quién eres?

—Johnny Lancaster.

—¿Qué buscas aquí?

—Quiero hablar con Laurence McClellan.

El tipo de las espuelas de plata blandió un par de veces la fusta de su caballo.

—Y esta basura, ¿qué significa? —preguntó señalando los cuatro cadáveres.

—Son hombres de McClellan.

El tipo se acercó a uno de los caballos y, de un empujón, arrojó uno de los cadáveres a tierra. Resultó ser el pistolero de la cicatriz.

—Muchachos, ¿alguno de vosotros conoce a este individuo?

Los ocho hombres que formaban círculo alrededor de Lancaster permanecieron en silencio.

—Ya lo ves, amigo. Te has equivocado de lugar. Estos cuatro fiambres no pertenecen a la plantilla del rancho.

—Prefiero discutirlo con Laurence McClellan.

El tipo de las espuelas sonrió mostrando sus bien alineados dientes.

—Ya lo estás haciendo. Yo soy Lyman McClellan, el hijo de Laurence McClellan. ¿Satisfecho?

Lancaster quedó sorprendido. Sus ojos contemplaron detenidamente al que decía ser Lyman McClellan.

Era un individuo de unos treinta años, fuerte y musculoso. Rostro de correctas facciones, en las que destacaba el brillo de sus ojos. Un brillo cruel y peligroso que no presagiaba nada bueno.

—Quisiera hablar con tu padre —dijo Lancaster forzando una sonrisa.

—Yo soy el que lleva los asuntos del rancho. Te escucho con toda atención.

Lancaster estudió detenidamente la situación. Eran ocho hombres sin contar a Lyman. Sus posibilidades de escapar eran completamente nulas.

—Si no puedo hablar con Laurence McClellan, ya volveré otro día —dijo Johnny mientras iniciaba el ademán de retirarse.

Ninguno de los hombres le abrió paso.

Lyman McClellan soltó una alegre carcajada.

—¡Eres un tipo muy curioso, Lancaster! ¿Crees de verdad que puedes marcharte tranquilamente?

—¿Por qué no?

Lyman borró la sonrisa de sus labios.

—No me gusta que se burlen de mí. Esta mañana, la encantadora Jane ha ido a sacaros de la cárcel. Trabajas para ella, ¿no es cierto?

—¿Hay algo de malo en ello?

—Nada. Simplemente que no me gusta. Tampoco me ha gustado. que entres en mis tierras. Para que no lo vuelvas a hacer, voy a darte un buen escarmiento.

Lancaster ya no quiso esperar más. Espoleó su caballo lanzándolo en tromba. Descargó el puño derecho sobre el rostro de uno de los hombres que le cerraban el paso.

No pudo evitar que otro tipo se abalanzara sobre él derribándolo de su montura.

Rodaron salvajemente por tierra.

Johnny consiguió atizarle un rodillazo en el bajo vientre dejando al tipo hecho un ovillo.

Cuando iba a incorporarse, dos hombres se lanzaron sobre él sujetándole los brazos e impidiéndole movimiento alguno.

Lyman McClellan se acercó lentamente.

—Te creí más inteligente, Lancaster.

De pronto, descargó la fusta sobre el rostro de Johnny. Un trazo de sangre se dibujó en la mejilla izquierda. Acto seguido, Lyman le lanzó un tremendo derechazo en el estómago.

Lancaster palideció.

Aún no se había repuesto, cuando recibió un nuevo golpe en el ojo derecho. El dolor le laceró el cerebro. Lyman repitió el golpe en el estómago.

—Soltadlo.

Johnny se derrumbó pesadamente.

El brillo de los ojos de Lyman se hizo satánico. Pasó

la rodela de la espuela por el pecho de Lancaster trazando un surco sanguinolento.

—Danton, trae uno de los hierros de marcar el ganado.

El llamado Danton sonrió divertido.

—En seguida, patrón.

Lancaster estaba semidesvanecido. Apenas podía abrir el ojo derecho. La herida del pecho le impedía respirar con normalidad.

—Espero no volver a verte por aquí, Lancaster. La próxima vez no seré tan caritativo.

Danton llegó con uno de los hierros al rojo vivo.

—Adelante, Danton. Te concedo el privilegio de marcarlo.

—Gracias por el honor, patrón.

El tipo se dispuso a aplicarle la marca en el pecho.

—No, Danton. En el rostro. Será más divertido.

Danton rió ante la perspectiva.

Dos hombres sujetaron fuertemente a Lancaster.

Danton acercó el hierro candente al rostro de Johnny.