CAPITULO VI

Los dos jinetes divisaron los primeros edificios de White Sands.

—¿Por qué no has informado a Jane y al viejo Oliver de la visita de anoche?

—Para qué preocuparlos más.

Crawford sonrió con sarcasmo.

—¡Claro, claro! Por otra parte, Jane es tan delicada y tú estás tan enamorado... ¡No puedes darle ningún disgusto! ¡Podrían peligrar vuestras relaciones!

—En efecto —Johnny también esbozó una sonrisa irónica— pero la causa principa! de mi silencio eres tú.

—¿Yo?

—Sí, Lewis. A nadie le gusta hablar de la estupidez de un amigo. ¡Un tejano que se deja sorprender por un solo hombre! Lamentable. Muy lamentable.

Crawford había borrado la sonrisa de sus labios.

—Yo también hubiera contado lo del puñado de tierra. A mí me sorprendió por la espalda; pero no con ese truco sumamente infantil.

Ya se habían adentrado por la calle principal del pueblo. Algunos establecimientos, dado lo intempestivo de la hora, aún permanecían cerrados. Sin embargo, todos los saloons estaban abiertos, así como la herrería y el Banco.

De los saloons se oía una algarabía inusitada.

—¡Diablos! ¡Si que madrugan en este villorrio! ¡Ya están todos desayunando con whisky!

—Es muy raro. No obstante, así tendremos más probabilidades de conseguir algún vaquero.

—¿De veras tienes esa esperanza? ¡Nadie querrá trabajar para los Dickenson!

—¿Por qué no? Tú y yo lo estamos haciendo.

—Tú estás enamorado, y yo soy un imbécil.

Johnny sonrió divertido.

—Tienes toda la razón.

Detuvieron los caballos frente a uno de los salones. Después de atar las riendas al abrevadero, penetraron en el local.

Sin duda alguna, se estaba celebrando algo. El saloon estaba abarrotado y todas las mesas ocupadas. Los hombres se apiñaban sobre el mostrador.

Algunas mujeres, excesivamente maquilladas para paliar la falta de sueño, deambulaban por entre las mesas con una forzada sonrisa en los labios.

Los dos amigos consiguieron un pequeño espacio en uno de los extremos del mostrador. Tras algunos minutos de espera, lograron sendos vasos de whisky.

—Deben de estar celebrando el día de la independencia —musitó Crawford vaciando el vaso de un trago.

Una rubia se acercó, con cadencioso movimiento de caderas.

—¡Johnny!

Lancaster se volvió. Reconoció a la muchacha con la que estuvo tomando unas copas al llegar a White Sands.

—Hola, Nancy.

La mujer le dio un fugaz beso.

Crawford frunció el ceño.

—¿Esta es la que te limpió los cinco dólares que teníamos para la comida?

Nancy arrugó la nariz como si algo oliera mal.

—¿Quién es ése, Johnny?

—Un amigo —contestó Lancaster, riendo al ver la cara que ponía Lewis.

—Debes cuidar tus amistades, amor.

—Lo haré.

—Ahora invítame a un refresco.

Lancaster hizo el pedido añadiendo dos nuevos vasos de whisky.

—¿Qué ocurre aquí, nena? ¿Están conmemorando algo?

La mujer lanzó una despectiva mirada por el saloon.

—Toda esta chusma pertenece al «Garfield Ranch» Acaban de embarcar cerca de dos mil cabezas de ganado, y ahora lo están celebrando como bestias.

Lancaster permaneció unos segundos pensativo.

—¿Ha salido ya el ferrocarril?

—No. Lo hará dentro de una hora. ¿A qué viene tantas preguntas?

Lancaster iba a contestar, cuando una voz resonó potente en el local.

—¡Eh, muchachos! ¡Mirad quién está ahí! ¡Son los dos tejanos!

Johnny reconoció al tipo que había hablado. Era uno de los principales causantes de la pelea que motivó el encierro en la cárcel.

El fulano hizo una seña a sus tres compañeros de mesa. Se levantaron lentamente, con movimientos estudiados y provocadores.

—¿Os acordáis de mi, tejanos?

—¡Seguro! —contestó Crawford sin darle la menor importancia—. Jamás podré olvidar a un cerdo con dos patas.

Sonaron algunas risas en el saloon.

El tipo enrojeció intensamente. Su rostro se tornó amenazador.

—El otro día os dije que no quería ver tejanos en el pueblo.

Lancaster observó detenidamente al individuo. Rostro blanquecino, ojos grises, nariz aguileña y mandíbula cuadrada. Tenía las manos extremadamente cuidadas. Impropias de un vaquero.

—¿Cuál es tu nombre?

—Philip Beecher.

—Pues bien, Philip —dijo Lancaster pausadamente—. Déjanos en paz. No estamos buscando camorra.

Philip Beecher, al oír estas palabras, se creció.

—¡Diablos! ¿Desde cuando los tejanos no buscan pelea?

—Son unos cobardes —dijo uno de sus compinches.

—Lo sé —Beecher acarició la culata de su revólver—. Odio a todos los tejanos. Son una pandilla de sucios renegados (1). Unos malditos rebeldes.

(1) Texas se separó de la Unión en 1861, al comienzo de la guerra civil americana.

 

Lancaster y Crawford permanecían impasibles.

Nancy, al igual que algunos de los parroquianos cercanos, se alejaron prudentemente.

—Vamos a liquidaros —dijo Beecher—. Puede que sirva de lección a los demás tejanos que se acercan por estas tierras.

Lancaster depositó el vaso sobre el mostrador.

—¿Cumples órdenes, Philip?

—¿Ordenes? ¡Nada de eso! ¡Disfruto matando tejanos!

Sus tres compinches rieron desaforadamente.

—Lewis, para mí Philip y el tipo bajito.

—De acuerdo, Johnny.

El tipo bajito palideció ante la seguridad de Lancaster,

—¡Sois dos fanfarrones! —exclamó Beecher algo nerviosamente.

—Menos palabras —aconsejó Crawford entreabriendo las piernas—. Ahora hablan las armas.

Los cuatro individuos se distanciaron levemente.

En el saloon se produjo un silencio impresionante.

—¡A muerte! —gritó Philip Beecher a sus compañeros, a la vez que desenfundaba su revólver.

No llegó a dispararlo. Notó que una fuerza misteriosa le impulsada hacia atrás. Cuando vio la sangre que brotaba de su pecho, comprendió que todo estaba perdido. Cayó pesadamente de rodillas. Sus nublados ojos aún brillaron fugazmente al contemplar a sus tres compañeros. Dos de ellos tenían un balazo en la frente. El tercero, un agujero en el pecho muy semejante al suyo Ya no pudo ver más.

Todo había sido muy rápido.

Los presentes aún no habían salido de su asombro.

Crawford sopló sobre el cañón de su revólver.

—Llena los vasos.

El tipo del mostrador obedeció al instante.

—Lewis, ¿por qué disparas a la cabeza? Te tengo dicho que no lo hagas —dijo Lancaster enfundando su «Colt».

—Es la costumbre. Mi padre me enseñó así.

—Me hubiera gustado conocer a tu padre, Lewis.

—Eso mismo decía mi madre.

Los dos amigos rieron abiertamente.

Aún no habían terminado los vasos de whisky, cuando los batientes del saloon se abrieron para dar paso al sheriff de White Sands.

El representante de la ley palideció al ver los cuatro cadáveres. Luego, cuando sus ojos descubrieron la presencia de Lancaster y Crawford, soltó una maldición.

—¡Los dos tejanos! ¡Maldita sea! ¿Habéis sido vosotros?

—Hola, sheriff —saludó Lewis amistosamente—. ¿Quiere un trago?

El de la estrella desenfundó su pesado «Colt» del «45».

—Quedáis detenidos.

—¿Por qué? —preguntó Lancaster con inexpresiva voz.

—¿Aún lo preguntas? —el sheriff señaló los cuatro muertos.

—Esos tipos nos provocaron, sheriff. Unicamente nos limitamos a defendernos. ¿Acaso está prohibido?

—¿Seguro?

—Puede preguntarlo.

El sheriff se dirigió a los presentes, que contemplaban con curiosidad la escena.

—¿Quién inició la pelea?

El silencio fue la única respuesta.

El sheriff repitió un par de veces la pregunta obteniendo idéntico resultado.

—No pierda más el tiempo, sheriff —dijo Lancaster secamente—. Son todos compañeros de los muertos. Ninguno hablará.

—Lo siento por vosotros, muchachos. Tendréis que acompañarme hasta que todo se aclare.

—¡Un momento, Degnan! —exclamó una voz femenina.

Los ojos de Peter Degnan, sheriff de White Sands, brillaron complacidos.

—¿Qué ocurre, Nancy?

—Beecher inició la pelea. Insultó a los dos tejanos, obligándoles a defender sus vidas.

—¿Estás segura, Nancy?

La mujer hizo un mohín de disgusto.

—¿Te he engañado alguna vez, Peter?

El sheriff enrojeció visiblemente. Carraspeó algo turbado.

—Muy bien. Asunto solucionado. Procurad no entrometeros más, muchachos.

—Lo intentaremos —respondió Crawford burlonamente.

El sheriff iba a contestar algo, pero Nancy se lo llevó muy diplomáticamente.

—Buena chica.

—En efecto, Johnny. Por una vez estoy de acuerdo contigo.

Lancaster deposito un dólar sobre el mostrador.

—En marcha, Lewis.

—¿Nos vamos? ¿Y los vaqueros que tenemos que contratar?

—¿Esperas conseguirlos aquí?

Crawford contempló superficialmente los rostros de los presentes. Rostros torvos y amenazadores.

—No, me parece que no.

Los dos amigos abandonaron definitivamente el local.

—¡Maldita sea! ¿Qué hacemos ahora?

—Nos arreglaremos solos.

—Tú y yo conduciendo cuatrocientas cabezas de ganado? ¡Te has vuelto loco, muchacho!

—¿Encuentras otra solución?

Crawford asintió.

—Largarnos de aquí. Eso es lo mejor que podemos hacer. Olvida a esa Jane. En Texas, hay muchas mujeres esperándote.

—No me lo recuerdes, Lewis. Se me pone la carne de gallina.

Lancaster empezó a caminar en grandes zancadas.

—¿Dónde diablos vamos, Johnny?

De pronto, Lancaster tropezó con una joven que salía de una de las casas. Iba cargada de varios paquetes que rodaron por tierra.

—¡No tiene ojos en...! —comenzó a protestar la muchacha.

—Hola, Natalie.

—Siempre por el medio, Johnny. De seguro que el tiroteo de hace unos momentos era obra tuya.

—En parte. Me ayudó mi amigo Lewis Crawford.

Crawford estaba" recogiendo galantemente los paquetes.

—Tenga, señorita.

—Gracias.

—Ha sido un placer —los ojos de Lewis contemplaban admirados a la muchacha.

—Es Natalie McClellan —aclaró Lancaster sonriendo con picardía—. Ya te he hablado de ella.

—Encantado, señorita McClellan.

—Puedes llamarme Natalie. ¿De acuerdo, Lewis?

Crawford parpadeó entusiasmado. Fue incapaz de pronunciar palabra alguna.

—El ganado de los Dickenson está esperando que vayáis a recogerlo —dijo Natalie consciente de la admiración que causaba en Lewis.

—Estamos buscando a alguien que nos ayude —contestó Lancaster—. Nosotros no podemos hacerlo solos.

La joven sonrió dulcemente.

Los ojos de Crawford se pusieron algo vidriosos.

—¿Es ésa la única dificultad?

—¿Te parece pequeña, Natalie? Nadie quiere trabajar para el rancho Dickenson.

—Mis vaqueros llevarán el ganado —decidió firmemente la muchacha.

Los dos vaqueros quedaron perplejos. Fue Lancaster el primero en reaccionar.

—¿Y tu padre? ¿Acaso crees que lo consentirá?

—Naturalmente. Está deseando perder de vista ese ganado que no le pertenece. No pondrá impedimento alguno. Yo me ocuparé de ello.

—Te lo agradecemos mucho, Natalie. En mi nombre y en el de Jane.

—No tiene importancia, Johnny. Yo voy ahora hacia el rancho. Sería conveniente que vinierais conmigo, para vuestra mejor seguridad.

—Opino lo mismo. Aunque uno de nosotros será suficiente, ¿no?

—Pues sí —contestó Natalie algo extrañada—. Mis hombres se encargarán de conducir el ganado. Con que uno de vosotros controle la operación, arreglado. Quiero que comprobéis que no queda una sola res de Dickenson en mi rancho.

—¡Yo iré, Johnny! —exclamó Crawford sin quitar ojo de encima a la joven.

Natalie sonrió halagada.

Lancaster palmeó la espalda de su compañero.

—De acuerdo, Lewis. Nos reuniremos en el rancho. Si termino pronto, saldré a tu encuentro.

—¿Terminar el qué?

—Voy a la estación. Quiero inspeccionar el ganado de William Garfield.