CAPITULO VIII
—¿Qué opinas ahora, abuelo?
Oliver paseó nerviosamente de un lado a otro de la estancia.
—¡Maldita sea! ¡No sé qué pensar! ¡No entiendo nada!
El rostro de Jane estaba radiante de felicidad. De vez en cuando, sus ojos se posaban furtivamente sobre Lancaster.
—Creo que hemos juzgado mal a los McClellan.
El viejo pegó un respingo. Contempló asombrado a la muchacha, sin querer dar crédito a lo que había oído.
—Hija, has olvidado muchas cosas. Lamento tener que recordarte que tu padre y hermanos están bajo tierra por culpa de los McClellan. ¡A mí no podrán engañarme! ¡He luchado contra ellos durante muchos años!
Lancaster arrojó el cigarrillo al suelo. Lo aplastó con el tacón de la bota derecha.
—Quisiera decir algo; pero comprendo que soy un simple vaquero y que no debo entrometerme.
—Eres más que un simple vaquero, Johnny —dijo Jane con apasionada voz.
Lewis Crawford soltó una risita irónica.
La joven enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Inclinó la cabeza como avergonzada.
—Comprendo tu punto de vista, abuelo —Lancaster, para no agravar más la turbación de Jane, pasó por alto su comentario—. Son, como tú mismo has dicho, muchos años de lucha. ¿No estás cansado?
—Sí, lo estoy.
—A los McClellan les ocurre lo mismo. Ya no quieren más derramamiento de sangre.
—¡Seguro! —rió Oliver con sarcasmo—. Y en prueba de amistad nos liquidan siete vaqueros e implantan el terror en el rancho.
—No fueron ellos, abuelo.
Jane y Oliver quedaron perplejos. Crawford, aprovechando la tensión del momento, se llenó un vaso de whisky.
—¿Estás bromeando, muchacho? ¿Alguna de las clásicas bromas tejanas?
—Un tercer hombre ha estado sacando fruto de la situación reinante. Alguien que se interesaba por el rancho de los Dickenson y que quería comprarlo a bajo precio. Alguien que fue liquidando a los vaqueros, poique sabía que las culpas recaerían sobre los McClellan.
—¡Maldita sea! ¿Quién es ése?
—William Garfield —respondió Jane con voz apenas audible.
Lancaster sonrió.
—En efecto. Garfield ordenó asesinar a los vaqueros. Sabía que tarde o temprano terminarías por ceder. Al no querer trabajar nadie en el rancho, la única solución era venderlo.
—Eso sólo son suposiciones.
—No seas terco, abuelo. Los McClellan desean la paz. Han tenido sobradas ocasiones de terminar conmigo y no lo han hecho. Además, ¿por qué tenían que ayudarnos a conducir el ganado?
Crawford, después de vaciar el vaso de whisky, tomó baza en la conversación.
—Tiene razón Johnny. Laurence McClellan, en persona, me dio toda clase de facilidades. Fue él quien ordenó entregarme también los terneros que habían nacido.
Oliver chasqueó la lengua. Todavía no estaba convencido.
—Reconozco que fue un buen detalle; sin embargo, aún tengo mis dudas.
—Mientras los hombres de McClellan conducían el ganado hacia aquí—continuó hablando Crawford—, yo iba detrás con Natalie. En uno de los recodos del camino, nos encontramos con seis hombres. Según Natalie, eran vaqueros de Garfield. Iban armados hasta los dientes.
—Lewis, tú también le debes la vida a Natalie —sonrió Lancaster—. Esos hombres te estaban esperando a ti. La presencia de la muchacha les contuvo.
—Un magnífico ejemplar —los ojos de Crawford se tornaron soñadores.
—¿De qué diablos estás hablando ahora? —preguntó Oliver de malhumor.
—Lewis también se ha enamorado, abuelo —dijo Johnny
—¿También? ¿Quién es el otro?
Lancaster clavó sus ojos en Jane.
—¡Maldita sea! ¡Ya no es necesario que me contestes! Os doy mi bendición.
—Gracias, abuelo —respondió Johnny sin poder contener su hilaridad—. Seremos muy felices.
Un ligero rubor volvió a cubrir las mejillas de Jane.
—¡Eh, Oliver! —exclamó Crawford eufórico—. ¿A mí no me das tu bendición?
El viejo rió cascadamente.
—De ti ya se encargará William Garfield.
—¿Qué quieres decir?
—¿No lo sabes? —en los ojos de Oliver brilló una chispa burlona—. Garfield es el prometido de Natalie.
* * *
El sol estaba en su cénit.
Los tres hombres, cansados y .sudorosos, detuvieron su trabajo durante unos minutos.
El granero estaba terminado. Crawford había construido una nueva cerca para el ganado.
—¡Eh, Lewis!
Crawford acudió a la llamada. Llevaba entre sus manos una descomunal hacha. La clavó con fuerza en uno de los troncos situados junto a la casa.
—¿Qué ocurre?
—Jane nos ha llamado. La comida está preparada.
—No tengo hambre, Johnny,
—¡Ah, el amor! —exclamó burlonamente Oliver—. ¡Cuánto nos hace padecer! Yo también sufrí ese mal. Estaba muy enamorado de Rayo de Luna, la hija del Gran Jefe de los Apaches. Cuando su padre me dio a escoger entre ella y su caballo, pasé verdaderos momentos de angustia. Pero siempre sale triunfante el amor.
—¿Te quedaste con ella? —preguntó Lancaster.
—¿Crees que soy tonto? ¡Aquel caballo era un pura sangre! Me dieron un buen puñado de oro por él,
—No me tomes el pelo, abuelo —dijo Crawford secamente—. No estoy para bromas.
—Unicamente trataba de animarte —replicó Oliver con gesto compungido.
Lancaster alargó la damajuana.
—Echa un trago, Lewis. Tal vez te anime. Aunque puede que te anime más el saber que Natalie no piensa casarse con Garfield.
El rostro de Crawford se iluminó.
—Repítelo.
—Su padre quiere casarla con Garfield; pero ella se opone rotundamente.
Los labios de Lewis habían dibujado una amplia sonrisa.
—¿Es verdad eso?
—¿Te he mentido alguna vez?
—¡Maldita sea! ¡Claro que sí! ¡Desde que te conozco no has hecho otra cosa!
—Esta vez digo la verdad.
La presencia de Jane puso fin a la conversación.
—¡La comida está preparada!
El viejo Oliver se incorporó de un salto soltando el martillo que tenía entre sus manos.
—¡Estupendo! Estoy hambriento. Jamás había trabajado tanto en mi vida.
—¡Qué me va a contar a mí, abuelo! —exclamó Lancaster lastimosamente—. Apenas puedo enderezar el espinazo. Ya había perdido la costumbre de trabajar.
—Una fea costumbre, sí señor —asintió Oliver riendo divertido.
—Eres un vago, Johnny —el visible malhumor de Crawford iba en aumento—. Me arrepiento de haber ido contigo estos últimos años. ¿Qué hemos hecho?
—Nada.
—Tú lo has dicho. Estoy asqueado de mí mismo. No hemos hecho absolutamente nada.
—¿Y aún te quejas, Lewis? —preguntó Lancaster burlonamente—. ¡Eres un desagradecido!
Oliver se retorció de risa.
Lewis, por el contrario, endureció el semblante.
—Voy a romperte la cara, Johnny.
—¿Os es igual pelear después de comer? —comentó Jane con una deliciosa sonrisa.
Entraron todos en la casa. La comida, efectivamente, estaba ya servida. Un humeante caldo, abundante carne, huevos fritos, tortas de maíz, queso..
—¡Mi madre! —exclamó Crawford entusiasmado y olvidado momentáneamente de su estado de ánimo—. ¡Qué buen aspecto tiene todo!
Jane dirigió una reprobadora mirada a Oliver. El viejo había cogido un trocito de queso. Inclinó la cabeza como avergonzado de su acción.
La muchacha, con todos de pie alrededor de la mesa, recitó una breve plegaria. Concluida ésta, se sentaron.
Oliver y Crawford devoraban más que comían. Lancaster parecía alimentarse contemplando a Jane.
—¿No tienes hambre, Johnny?
Lancaster volvió a la realidad. Apartó los ojos de la muchacha.
—Estaba pensando, abuelo.
—¡Rayos! ¡Un tejano pensando! ¡Jamás lo hubiera imaginado!
—Pues sí, abuelo. Estaba pensando en cómo recuperar el ganado que falta.
Oliver habló con la boca llena.
—¡No digas tonterías! ¿Acaso sabes dónde está? ¡Ese ganado ha desaparecido! Según vosotros, los McClellan no lo tienen, y en cuanto a Garfield, he recorrido sus tierras sin encontrar una sola res.
—Vuestro ganado está en la explanada de la estación, custodiado por quince hombres de Garfield.
Oliver se atragantó. Estuvo tosiendo durante unos minutos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jane.
—Esta mañana, William Garfield ha embarcado unas ochocientas cabezas de ganado. Aproximadamente la mitad pertenecían al rancho Dickenson.
—¡Maldita sea! —exclamó Oliver, ya repuesto—. ¡Eso no es posible!
—Puedo demostrarlo. ¿Cuál es la marca de Garfield?
—Una cruz encerrada en un círculo.
—¿Y la vuestra? —siguió preguntando Lancaster—, ¿la de los Dickenson?
—La inicial del apellido. La letra «D».
—¿Todavía no lo comprendes, abuelo? Vuestra marca viene siendo un semicírculo. ¿Le sería muy difícil modificarla hasta formar su propia marca?
—¡No puede ser cierto!
—Lo es, Oliver. Esta mañana he podido comprobarlo. De lejos apenas se nota la diferencia; pero, observándolas detenidamente, sí.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Jane, sin dudar ni un momento de las palabras de Lancaster.
Johnny comenzó a liar un cigarrillo. Todos, a excepción de Lewis, estaban pendientes de él. Crawford tenía como ocupación principal vaciar la fuente de la carne.
—Con el ganado transportado en el ferrocarril ya no podemos probar nada; pero sí con el que ha quedado en la estación. He calculado unas doscientas cabezas de ganado con la marca trucada, iremos con el sheriff.
Crawford hizo una seña con la mano. Cuando terminó el bocado de la boca, habló:
—No me fío del sheriff, Johnny. Puede que esté haciéndole el juego a Garfield.
—Lo que te ocurre es que todavía le guardas rencor por habernos encarcelado.
—A mí me parece un buen hombre —opinó Jane—. Le gusta cumplir con la ley y el orden.
—También le gusta Nancy —rió Oliver con picardía.
—Estás muy enterado, abuelo. Creí que ese amor era un secreto.
—Es un secreto a voces, Johnny. Todo el pueblo lo sabe.
Lancaster, después de dar las últimas bocanadas al cigarro, se incorporó de la silla.
—En marcha, Lewis.
—Todavía no he terminado.
—¿Tú eres quien no tenía hambre?
—¡Está tan enamorado! —se mofó Oliver—. ¡Cuando piensa en Natalie, es que no prueba bocado!
Crawford interrumpió el ademán iniciado de llevarse un trozo de carne a la boca. Depositó lentamente el tenedor sobre el plato.
—Machacaré los sesos a ese William Garfield —sentenció con voz firme.
—Todo a su tiempo, Lewis. Ahora vete a preparar los caballos.
Crawford salió de la casa a cumplir la orden, no sin antes lanzar una codiciosa mirada al plato de carne.
—Abuelo, necesito munición para el Winchester.
—Arriba tengo una caja.
—Bájeme algunos cartuchos.
—¡Ahora mismo, muchacho!
Oliver, con una agilidad impropia de su edad, salió del comedor.
—¡No es necesario que corras, abuelo!
Oliver ya no podía oírle. Estaba subiendo las escaleras.
Lancaster se acercó lentamente a la muchacha. Esta, instintivamente, comenzó a retroceder.
—Jane, lo que te dije ayer iba en serio. No me estaba burlando de ti.
La joven sonrió nerviosamente. Notaba que su corazón latía con fuerza desacostumbrada, desacompasadamente.
—No sé a qué te refieres. No recuerdo nada de ayer.
—Te lo volveré a repetir, pequeña.
—No te molestes. No es necesario.
—Sí, Jane. Estoy enamorado de ti. No te puedo apartar un solo instante de mi pensamiento.
La mano derecha de Lancaster acarició suavemente la mejilla de la joven. Aproximó su rostro al de ella.
Jane cerró los ojos mientras sus labios temblaban imperceptiblemente. Lancaster besó dulcemente aquellos labios. La muchacha reaccionó unos segundos después, apartándose de él.
—¿Qué te ocurre, nena? ¿Acaso dudas de mis sentimientos? ¿Dudas de mi amor?
—Nada de eso —contestó Jane, dominando su turbación tras el tono burlón de su voz—. Unicamente estaba pensando en Mariam Louise.
—¿Mariam Louise?
—Sí, la novia que se quedó en Villahermosa. La de Abilene, Torrequemada...
Lancaster forzó una sonrisa. Volvió a acercarse a la muchacha.
—Fue una broma de Lewis.
—¿Es cierto eso, Johnny?
Lancaster ignoró deliberadamente la pregunta.
—Voy a besarte otra vez.
—Sí, Johnny.
—¡Eh, muchacho! ¡Aquí traigo la munición!
Lancaster inclinó la cabeza con ademán resignado. Jane, por el contrario, lanzó una alegre carcajada.
—¿Ocurre algo? —preguntó Oliver desde el umbral. —Tienes suerte, abuelo —dijo Johnny, arrastrando las palabras.
—¿Suerte? ¿Por qué?
—Si llego a tener el rifle a mano, te hubiera vaciado el cargador en la cabeza.
CAPITULO IX
Johnny Lancaster, seguido de Crawford, abrió bruscamente la puerta de la oficina del sheriff.
Peter Degnan, que en ese preciso momento estaba besando a Nancy, pegó un respingo, al mismo tiempo que se separaba con rapidez de la mujer.
—¿Molestamos? —preguntó sarcásticamente Lancaster.
—En absoluto —el sheriff hizo un perfecto alarde de serenidad—. Ya había terminado de hablar. Gracias por la información, Nancy.
—¿La información? ¿A qué te refieres? —preguntó Nancy, algo perpleja.
—Á ese tahúr que está en el «Diamond». Ahora iré para allí.
La muchacha apretó con fuerza los labios.
—Comprendo, señor Degnan —dijo Nancy recalcando irónicamente las dos últimas palabras—. Ha sido un placer ayudar a la ley.
Nancy, con movimientos rápidos y nerviosos, cogió un pequeño bolso de mano. Se dirigió hacia la puerta sin mirar una sola vez al abatido sheriff.
—Hola, nena.
—Hola, Johnny. ¿Otra vez en problemas?
—No. Al igual que tú, simplemente venimos a informar al sheriff.
Nancy soltó una hueca carcajada, carente por completo de alegría.
—Os deseo suerte.
—Oye, Nancy —dijo Crawford, quitándose galantemente el sombrero—. ¿Qué te parece si luego tomamos unas copas los tres? ¿Tienes algún compromiso?
La muchacha clavó significativamente sus ojos en Peter Degnan.
—Será un placer, tejanos. Me parece que ya no tengo ningún compromiso.
—Hasta luego, entonces.
Nancy salió altivamente de la oficina, con un orgullo e indiferencia que desmentían sus ojos.
Lewis lanzó un hondo suspiro.
—¡Qué potranca! ¡Aunque mi madre no quiere que me case, lo haría gustoso con Nancy!
—Tienes razón —sonrió Lancaster, siguiendo el juego a su compañero—. Es una mujer encantadora.
—¿Es cierto que no tiene ningún compromiso, sheriff? —preguntó Crawford inocentemente—. ¡Es muy extraño que una mujer así no tenga novio!
—¡Maldita sea! —gritó Degnan, visiblemente alterado—. ¡Yo no lo sé ni me importa!
—Tranquilo, sheriff. Simplemente le he formulado una pregunta.
Peter Degnan abrió uno de los cajones de la mesa escritorio y sacó una plana botella de whisky. Se atizó un trago. Fue calmándose paulatinamente.
—¿Qué les trae por aquí?
—Quiero que nos acompañe, Degnan. Tenemos que enseñarle una cosa muy curiosa.
—Muchachos, no estoy para bromas ni adivinanzas. ¿De qué se trata?
—El ganado de William Garfield —contestó Lancaster, con voz inexpresiva.
El rostro del sheriff se transfiguró. Sus ojos adquirieron un nuevo brillo.
—¿Qué ocurre con él?
—La mitad de ese ganado pertenece a los Dickenson. La marca ha sido trucada.
Peter Degnan permaneció unos segundos con la boca entreabierta. Crawford aprovechó su estupefacción para apoderarse de la botella de whisky.
—Eso es algo estupendo, tejanos. Garfield nunca me fue simpático. ¿Tenéis pruebas?
—El ganado que ha quedado en la explanada de la estación. No será difícil descubrir la superchería.
—¿Son ésas las pruebas? —preguntó el sheriff, con voz apenas audible.
—¿No son suficientes acaso?
—Sí, muchachos. Serían suficientes si el ganado aún continuara allí; pero ya no está.