CAPITULO IV

Se produjo una detonación.

La bala perforó limpiamente la mano derecha de Danton. Este, soltó el hierro de marcar, que cayó a sus pies, chamuscándole una de las botas.

Lyman se volvió rápidamente a la vez que desenfundaba su revólver. Al descubrir al causante del disparo, guardó de nuevo su «Colt».

—¿Por qué lo has hecho, padre? ¡Este tipo es enemigo nuestro!

Laurence McClellan desmontó de su caballo. Llevaba un rifle Winchester entre sus manos.

Su impresionante figura, intimidó a todos sus hombres. Su larga cabellera y espesa barba le daban el aspecto de un oso. Tenía siete pies de estatura y alrededor de las trescientas libras de peso. Un verdadero gigante.

Avanzó con paso ágil. Durante unos instante contempló a Lancaster que aún yacía en el suelo.

—Padre, es un enemigo —repitió Lyman—. Trabaja para...

No pudo seguir hablando. Laurence McClellan le soltó un fuerte trallazo con la zurda, haciéndole rodar por tierra. Un hilillo de sangre brotó de los labios de Lyman.

—Cada vez dudo más de tu madre. Eres un verdadero diablo.

La voz de Laurence McClellan resonó con fuerza.

Lyman se incorporó, al mismo tiempo que se pasaba el rostro de la mano por sus ensangrentados labios. Sus ojos brillaban con odio.

—Lo siento, padre. Pensé que debía escarmentar a este intruso.

—Te tengo dicho que no obres por tu cuenta, Lyman. Tú no sabes hacer nada. Unicamente matar. Como persistas en tu desobediencia, quien va a recibir un buen escarmiento vas a ser tú. ¿De acuerdo?

—Sí, padre.

Lancaster se había levantado con gran esfuerzo. De la herida del pecho continuaba manando sangre. El ojo derecho seguía semicerrado.

—¿Qué significan esos cuatro cadáveres?

—No lo sé, padre. Este tipo —dijo Lyman señalando hacia Lancaster —dice que son vaqueros nuestros.

—¿Lo son?

—No, padre —respondió Lyman tras un ligero e imperceptible titubeo.

Laurence McClellan se dirigió hacia Lancaster.

—¿Qué buscas en mis tierras, muchacho?

Lancaster tardó unos segundos en responder. Notaba la garganta seca y la boca pastosa.

—Quería hablar con usted, señor McClellan.

—La hacienda está a una milla escasamente. ¿Crees que podrás llegar?

Johnny asintió con la cabeza.

—Sígueme, pues, muchacho.

Laurence McClellan montó de nuevo en su caballo. Lancaster, a duras penas, le imitó.

Los dos jinetes se alejaron.

Lyman sonrió. Al hacerlo, de sus labios volvió a brotar sangre.

—¡Franklin!

Un tipo esquelético y de rostro chupado acudió a la llamada.

—¿Qué hay, patrón?

—Reúne a diez de los mejores tiradores y apostaos junto a la alambrada. Cuando salga ese Lancaster, lo acribilláis a balazos. No quiero que quede con vida.

 

* * *

—Puedes tumbarte en ese sillón. Ahora mismo vendrán a curarte las heridas.

—No es necesario, señor McClellan. Ya me encuentro mucho mejor.

—Yo opino lo contrario.

Laurence McClellan cogió una botella y un par de vasos. La etiqueta señalaba que era auténtico whisky escocés. Tendió uno de los vasos hacia Lancaster. Luego, de una cajita de madera de cedro, sacó dos cigarros.

Johnny aceptó el cigarro. Estaba paladeando el whisky, cuando unos discretos golpes sonaron a la puerta.

—Adelante —ordenó McClellan.

Lancaster interrumpió el ademán de ¡levarse el cigarro a la boca.

Una mujer había hecho su aparición.

Tendría alrededor de los veinticuatro años. Su rostro, de pómulos ligeramente salientes, nariz pequeña y labios gordezuelos, era de perfecto óvalo. Vestía un sencillo traje blanco levemente escotado.

—Buenos días —saludó la mujer con una encantadora sonrisa a flor de labios.

—El señor Lancaster. Está .es mi hija Natalie —presentó McClellan concisamente.

La muchacha hizo una breve inclinación de cabeza. Llevaba entre sus manos un pequeño botiquín.

—Quítese la camisa, señor Lancaster.

—No se moleste, señorita. Ya le he dicho a su padre que...

—¡Obedezca, maldita sea! —bramó McClellan.

Johnny, sin poder ocultar una sonrisa, hizo lo ordenado.

El surco sanguinolento dibujado por la espuela de Lyman había adquirido un tono negruzco.

Lancaster se reclinó en el sillón.

La muchacha se arrodilló y procedió a desinfectar la herida. Cuando iba a aplicarle un vendaje, sorprendió los ojos de Johnny fijos en el escote de su vestido. El dedo pulgar de Natalie presionó con fuerza la herida.

Johnny estuvo a punto de lanzar un alarido.

—Perdone, señor Lancaster —dijo Natalie con ingenua sonrisa—. ¿Le he hecho daño?

—No, no ha sido nada.

—Será mejor que mantenga los ojos cerrados —aconsejó ella irónicamente—. Sobre todo, el derecho necesita mucho descanso.

Johnny obedeció prudentemente.

Terminado el vendaje, Natalie le limpió las heridas del rostro. El ojo derecho estaba bastante amoratado, el labio inferior partido y la marca de la fusta en la mejilla. Transcurridos unos minutos, la muchacha se incorporó.

—Esto es todo lo que puedo hacer. Dentro de unos días, le desaparecerán esas señales.

Lancaster se puso la camisa.

—Gracias, señorita. Ha sido usted muy gentil.

Natalie arrugó la nariz en un delicioso mohín. Le pareció notar un deje de sarcasmo en la voz del hombre.

—Ya te puedes retirar, Natalie —dijo autoritariamente McClellan.

—Es la única de los McClellan que no acata mis órdenes. Ya tenía que haberme dado dos nietos por lo menos. Su madre, a su edad, alimentaba ya a cuatro hijos.

Lancaster vació el vaso de whisky.

—Es posible que no lo hubiera hecho de adivinar el final que iban a tener.

El rostro de McClellan se ensombreció.

—¿Qué quieres decir?

—Lyman es el único hijo varón que le queda con vida, ¿no?

—Sí. Lyman y Natalie son los únicos que quedan.

—¿Cuántos han muerto en esa estúpida lucha contra los Dickenson?

—Tres.

McClellan llenó de nuevo los vasos. Su mano temblaba visiblemente.

—Los Dickenson aún han salido peor librados. Solamente queda Jane.

—Lo sé —contestó el anfitrión con voz ronca.

—Y, sin embargo, quiere más sangre, ¿no es verdad?

—Te equivocas, muchacho. Sólo deseo terminar en paz mis últimos días.

—Conmigo no necesita fingir.

—¿Insinúas que miento? —preguntó McClellan amenazadoramente.

—Siete vaqueros del rancho Dickenson han aparecido asesinados. El terror se ha implantado de tal forma que nadie quiere trabajar en él.

—Nada tengo que ver con esas muertes. Mi odio va hacia los Dickenson, no contra sus vaqueros.

—¿Y los cuatro hombres que envió hoy?

El rostro de McClellan palideció. Cerró con fuerza los puños.

—Será mejor que te largues, muchacho. No puedo tolerar que continúes insultándome.

Lancaster recogió pausadamente su sombrero de fieltro.

—Quiero advertirle que estoy al lado de Jane Dickenson.

Johnny contempló inquisitivamente a su interlocutor. Parecía ser sincero.

—¿También va a negarme que cerca de un millar de reses de los Dickenson se pasean en sus propiedades?

—¿Un millar? —rió McClellan desaforadamente—. No llegan a las cuatrocientas. Las restantes están por las tierras de William Garfield.

—¿Garfield?

—Sí, uno de nuestros vecinos.

—¡Ah, ya recuerdo! Me han hablado de él.

—Puedes pasar a recoger el ganado de los Dickenson cuando quieras. Como comprenderás, a mí no me produce beneficio alguno. Garfield tampoco creo que ponga inconvenientes

—Mañana pasaré a buscarlo.

—Lo tendré preparado, muchacho.

Lancaster permaneció indeciso junto a la puerta. Sus labios parecieron moverse, pero no pronunciaron palabra alguna. Con paso lento, abandonó el despacho.

Junto a uno de los ataderos de recio pino, estaba su caballo. Desató las riendas.

—¿Ya se marcha, señor Lancaster?

Johnny se volvió. Ante él estaba Natalie. Había cambiado su blanco vestido por un traje de amazona.

—Sí, Natalie.

—Le acompañaré.

Lancaster quedó perplejo.

—Agradezco tu compañía, pero no tienes que molestarte. Puedo ir solo.

Natalie rió alegremente.

—Ir, sí puedes. Claro que llegar...

La muchacha montó en uno de los caballos situados junto al porche.

Lancaster se encogió despreocupadamente de hombros.

Emprendieron la marcha.

—No entiendo esto, nena. ¿Era necesaria tu compañía?

—Ordenes de mi padre.

—¿De tu padre? ¿Por qué?

—Pronto lo comprenderás.

Obligaron a los caballos a un trote ligero. La cerca que limitaba la hacienda quedó atrás.

Natalie llevaba su corcel a la misma altura que el de Lancaster.

—¿Es cierto que trabajas para Jane Dickenson?

—Cierto, Natalie. ¿Algún inconveniente?

La joven volvió a reír mostrando sus nacarados dientes. Su larga cabellera le caía sobre los hombros, sirviendo de juguete al caprichoso viento reinante.

—Ninguno, Lancaster. Eres muy suspicaz.

—Puedes llamarme Johnny.

—No por mucho tiempo..., Johnny.

Estaban llegando a la alambrada que limitaba las tierras de McClellan.

Dos individuos estaban apoyados en la cancela.

Lancaster inspeccionó los alrededores. Pudo descubrir a varios hombres armados con rifles.

—Abre, Franklin —ordenó Natalie a uno de los tipos que estaba junto a la puerta.

Franklin dudó unos segundos. Su mirada se clavó rencorosamente en Lancaster.

—¿Usted también va a salir, señorita McClellan?

La muchacha hizo un gesto de sorpresa.

—Oye, Franklin. ¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones? ¡Abre la puerta de una vez!

Franklin hizo una seña a su compañero.

El paso quedó franqueado.

—¡Hasta luego, Franklin!

Natalie espoleó suavemente su caballo.

Lancaster fue tras ella.

—Creo que te debo la vida.

—A mí no, Johnny. Simplemente cumplo órdenes de mi padre. Eso es todo.

—No te soy simpático, ¿verdad?

—Tres de mis hermanos han muerto en combate contra los Dickenson. No puedo olvidar que tú trabajas para ellos.

Lancaster soltó una seca carcajada, que hizo parpadear interrogadoramente a la joven.

—¡Ellos! —volvió a reír tristemente Johnny—. De los Dickenson únicamente queda una muchacha de veinte años dominada por el dolor y la angustia. Una joven que está deseando abandonar estos parajes, deseando olvidar la muerte de su padre y hermanos, deseando olvidar que se ha quedado sola. Espantosamente sola. Y tú, Natalie, no puedes olvidar que trabajo para ella ¡Tiene gracia!

Natalie detuvo bruscamente su montura.

—Bueno, Johnny. Creo que va no corres ningún peligre. Puedes continuar tú solo.

—¿Por qué me ha ayudado tu padre?

—No queremos más derramamientos de sangre.

—Tu hermano Lyman no opina así, ¿verdad?

—Adiós, Johnny. Suerte.

—Natalie...

La muchacha se volvió,

—¿Sí?

—Gracias por todo.

Natalie contestó con una sonrisa. Luego, emprendió el regreso al rancho.

Lancaster contempló como se alejaba. Inconscientemente, la comparó con Jane.

Reemprendió la marcha.

A los pocos minutos, era únicamente la imagen de Jane la que ocupaba su mente.