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Capítulo 19

Desde la orilla del otro lado del castillo, Rob y Henry habían visto la soga colgando, la puerta abierta y al chevalier de Gredin mirando hacia abajo. Aterrorizado ante la posibilidad de que Adela hubiera intentado huir usando la soga, Rob gritó frenético.

—¡No puedo perderla, Henry!

—Te repito que tu esposa no puede haber descendido por esa soga. ¡Piénsalo! Parece que no la conocieras…

—La conozco como me conozco a mí mismo —lo interrumpió Rob—. Lo supe desde la primera vez que estuve con ella. —El eco de sus palabras seguía rondando en la cabeza de Rob, y empezó a tranquilizarse—. Tienes razón. La estuve comparando con Isobel y con Sorcha, pensando que actuaría de un modo tan impulsivo como sus hermanas. Pero ella es diferente. Piensa antes de actuar. Debo cruzar el río, Henry. Tráeme las sogas, por favor.

Tenían que caminar rio arriba un breve trecho y, mientras ataban las sogas entre sí y anudaban un extremo al tronco de un fuerte árbol, Henry comentó escéptico:

—Vas a tener que nadar con mucha energía. No te olvides de tu hombro. ¿Podrás hacerlo?

—Tengo que hacerlo —le respondió Rob, ajustando la espada en su vaina de manera que la empuñadura impidiera, en lo posible, que entrara el agua—. Cielos, casi me olvido —agregó, sacándose la bota para extraer su mitad del mapa—. Guárdame esto. Y por el amor de Dios, que no te atrapen con el mapa.

Arrojó ambas botas a un lado junto con su jubón de cuero. Hizo un lazo y deslizó la soga sobre sus hombros. Henry sostenía el rollo de soga para ir soltándola a medida que él se internara al río. Rob se zambulló y empezó a bracear con todas sus fuerzas hacia la orilla opuesta. El agua estaba tan helada que parecía que había puñales clavándose en sus pulmones, pero al final, insensibilizó su hombro de manera que dejó de dolerle.

Tuvo la puerta ante sus ojos justo en el momento en que el conde de Fife estaba a punto de arrojar a Adela al abismo.

 

 

Gritando al tiempo que Fife intentaba arrojarla al río, Adela se aferró de su cuello con la idea de arrastrarlo con ella. Pero él no la empujó.

De Gredin había aferrado al conde e intentaba apartarlo de la abertura.

—Milord, ¡no seáis insensato! Si la matáis, no nos enteraremos de nada.

—Soltadme de una vez —le gritó Fife.

—No, milord —se negó el chevalier—. He pasado mucho tiempo en Francia. Allí no se amenaza a las mujeres.

—Entonces regresad a Francia. No me servís para nada, bien lo sabe Dios.

Fife comenzó a forcejear con De Gredin, pero Adela ya estaba harta: asió los cabellos oscuros del conde, que le llegaban hasta el hombro, envolviéndolos en su puño y tirando con todas sus fuerzas.

—¡Soltadme, sir, de inmediato!

—¡Maldición! —aulló él.

Adela levantó una rodilla con toda su energía. Advirtiendo su intención, él desvió el objetivo lo bastante como para evitar nefastas consecuencias para su virilidad, pero de todas maneras gruñó y aflojó su mano. Luego la golpeó en el rostro con la mano libre y la hizo trastabillar cerca de la puerta abierta.

Aterrorizada, pensando que su propio impulso la haría precipitarse, hizo un giro desesperado y cayó al suelo.

Fife arremetió contra ella, pero otra vez De Gredin actuó en su defensa, reteniendo al conde de un brazo.

Mientras Fife atacaba al hombre, Adela vio que la soga en la abertura estaba ahora tensa. Sin pensar en su propia seguridad, se levantó y se acercó a los dos hombres que estaban luchando.

Otro golpe de Fife la tumbó, pero ahora se las ingenió para caer lo más lejos posible de la abertura, cerca de la entrada del pasadizo que daba al foso. Entonces, se levantó las faldas y extrajo el puñal. Se irguió, tomó aliento para recobrarse y escondió el arma en un pliegue de su falda.

Con un fuerte golpe, Fife arrojó a De Gredin cerca de las escaleras. El chevalier se quedó inmóvil sobre el piso de piedra.

—¡Dios mío! ¿Lo habéis matado?

—¿Y a quién le importa? —gruñó el conde, limpiándose las manos en los pantalones—. Ahora tenéis otras cosas de qué preocuparos, muchachita mía.

—Yo no soy vuestra muchachita, sir —le replicó ella con mucha dignidad, sin mirar la soga que seguía tirante y retorciéndose, mientras se apartaba unos pasos de él.

—Quedaos dónde estáis —le ordenó—. Sabéis que no tenéis escapatoria. Os habéis resistido a un arresto legal, lo cual ya es un crimen que se castiga con la horca.

—¿De veras? —dio un paso más hacia atrás.

Él volvió a reparar en el cuerpo inerte de De Gredin, y luego le dijo:

—Quiero pensar que estáis dispuesta a moderar vuestro carácter, muchacha. Apostaría a que Waldron os enseñó unas cuantas maneras. Si no, sin duda Lestalric os ha enseñado otras. Pero si ambos fracasaron, yo os las voy a enseñar cuando me hayáis dicho todo lo que quiero saber sobre el tesoro y…

—¡Tesoro! ¿Qué tesoro?

Obsesionado, Fife continuó con sus amenazas:

—También me vais a decir si Lestalric está escondiendo lo mismo que Waldron buscaba o algo todavía más valioso.

—Estáis desvariando. ¿Qué puede valer más que un tesoro?

—Quizás algo que me permita obtener la corona de Escocia si lo encuentro.

La joven continuaba sosteniéndole la mirada, decidida a retener su atención.

—¿Cómo puede haber algo que os permita acceder al trono?

—Estamos perdiendo el tiempo —escupió y se acercó a ella.

Sosteniendo el puñal, ella dio otro paso más hacia atrás. Ya lo había detenido antes. Quizás esta vez podría hacerlo de una manera definitiva.

Rob oyó las palabras de Fife y captó la situación de inmediato. Si el conde se daba vuelta o Adela lo veía, era su fin. Pero si ese maldito continuaba concentrado en Adela, y De Gredin se quedaba donde estaba, él podía interferir antes de que fuera demasiado tarde.

Congelado hasta los huesos, sus músculos se resistían a obedecer las órdenes de su cerebro.

Por suerte el hombro casi no le molestaba. Lestalric no sintió dolor al trepar por la soga. Sólo pensaba en llegar hasta Adela y habría subido por esa maldita soga aunque tuviera un sólo brazo. Le otorgó algún mérito a la pócima de corteza de sauce de la condesa y a su bálsamo, pero además le dio gracias al destino.

Adela rebuscó en el pliegue de su falda. Adivinando al instante lo que se proponía, Rob se asustó más todavía. Si su esposa osaba atacar a Fife con esa pequeña daga, el conde se la arrebataría enseguida y la usaría en contra de ella.

Si eso sucedía, Rob se culparía por el resto de su vida. En tanto Fife la acechaba como un animal a su presa, Adela apretó la empuñadura de cuero de su puñal con más fuerza y empezó a retroceder paso a paso.

—Dadme el arma, muchachita —siseó, disfrutando de la cacería.

—Prefiero quedármela —replicó atemorizada.

—Oh, vamos, vamos, dádmela y os enseñaré a obedecer mis órdenes.

—Si quieres usar una daga, Fife, usa la tuya… conmigo.

El conde se dio vuelta, y Adela suspiró aliviada al reconocer la voz de Rob.

No obstante, el miedo la embargó de nuevo. Una cosa era haber tenido la vaga intención de apuñalar a un hijo del rey y otra era que su esposo en efecto lo hiciera. Sin duda, Rob ansiaba cortar al conde en pedacitos… lo más pronto posible.

Fife desenvainó su espada y se adelantó para enfrentarse a Lestalric. Los dos hombres usaban ambas manos para sostener sus armas con fuerza. El lugar era lo bastante amplio como para permitirles pelear, pero no les dejaba demasiado espacio para maniobrar.

Además la puerta, con su abismal caída hacia el río, seguía abierta. Fife arremetió, Rob desvió su espada, y el impulso de sus acometidas hizo que ambos hombres se cruzaran. Adela notó que su marido estaba descalzo y que llevaba puesta sólo su camisa.

Ahora Rob había quedado de frente a la puerta; Fife, de frente a Adela.

Con un rápido movimiento, la joven se levantó las faldas y guardó el puñal en su vaina. Cuando Fife abrió mucho los ojos, Rob arremetió. El conde pareció vacilar. Pero a último minuto, se hizo a un lado, levantó bien alta su espada y la bajó cuando la embestida de Rob lo impulsaba hacia a delante. Adela ahogó un grito.

Rob saltó de costado, pero la pesada hoja erró por unos milímetros. Con un gruñido, su contrincante volvió a precipitarse hacia adelante, y otra vez se invirtieron las posiciones. Teniendo a Rob frente a ella, y temiendo que matara al príncipe Estuardo, Adela se internó en el pasadizo, buscando algo para distraer a Fife o hacerlo tropezar.

Tanteó el muro junto al pozo, al son de las espadas. Entonces vio que De Gredin empezaba a reaccionar.

Ninguno de los otros dos pareció advertirlo.

—Ayudadme —murmuró—. Voy a ensartar con mi daga a esa lagartija escurridiza.

De Gredin la miró con evidente alivio.

Los espadachines estaban parejos, lo cual no era demasiado tranquilizador. Un paso en falso y cualquiera de los dos perdería la vida.

Ya de pie, De Gredin se adelantó amenazante, con ambas manos extendidas, y golpeó a Fife en la espalda. Al perder el equilibrio, el conde se tambaleó directamente en dirección a la abertura.

Cuando Adela gritó, Rob saltó para empujar al conde con todas sus fuerzas. La cabeza del conde pegó contra la anilla de hierro. Dejó caer la espada, y sin emitir sonido alguno, se desplomó.

—¿Está muerto? —preguntó Adela, adelantándose para comprobarlo.

—No, simplemente se ha dado un buen golpe —aclaró Rob. Levantó la espada de Fife y la arrojó por la abertura. Luego agregó, mirando a De Gredin—: Es mejor que desaparezcáis antes de que despierte.

—De acuerdo, sir, pero no creo que logre nada. Tiene demasiados hombres afuera, y todos me reconocerían.

—Entonces vuelve a tirarte al suelo —le sugirió Adela—. No creo que te haya visto levantarte.

De Gredin sacudió su cabeza.

—Me porté como un patán con vos, milady. No empeoraré las cosas dejando que un príncipe tan poderoso crea que fuisteis vos quien trató de empujarlo al otro mundo.

Adela lo contempló con pena. Estaba agradecida de que ahora quisiera rectificar las cosas a pesar de todo lo que había hecho antes para perjudicarla, pero tenía miedo de las consecuencias de su actitud

Para su sorpresa, Rob dijo en un tono cortante:

—Muy noble, chevalier, pero dudo que tu confesión nos beneficie más que si permaneces inconsciente. Nosotros sabremos darle a tu desmayo un giro a favor nuestro. Pero primero dime si has tenido alguna participación en la muerte de Ardelve o en la de mi hermano y de mi padre.

—En absoluto —afirmó—. Ardelve no murió por causas naturales, al igual que tus parientes. Fife tenía mucho interés en vos, milady, porque yo le hablé de los objetivos de Waldron. Él pensó que al menos nos contaríais dónde y cómo murió Waldron.

—¿Entonces, no le hicisteis ningún tipo de daño a Ardelve? —el tono de Rob seguía siendo escéptico.

—Ninguno, pero muchos invitados trajeron a sus sirvientes, una horda de jovenzuelos que no pararon de dar vueltas alrededor de la mesa principal. También os puedo decir, milord —vaciló unos instantes—, que Fife estaba decidido a poner sus manos sobre lady Adela antes de que Ardelve se la llevara a su casa. Fife no podía ir a buscarla allí sin tener problemas con el señor de las Islas. —Hizo una pausa, y luego dijo, arrepentido—: Yo le conté lo de la alcoba, milady, pero nunca sugerí lo del veneno. Lord Fife lo hizo y me pidió que testificara en caso de que fuera necesario. Él también empezó después a difundir falsos rumores. Exageré el tiempo que vos y Ardelve estuvieron en la alcoba en un lamentable intento de congraciarme con el conde. Los mismos hombres que entrenaron a Waldron y lo enviaron a buscar el tesoro robado a la Iglesia también me enviaron a mí a tratar de averiguar qué es lo que él había descubierto. Pero carezco del entrenamiento de Waldron y de su capacidad de concentrarse en un único propósito. Luego, también, debo admitir que os admiro, milady. No sólo sois bella y bondadosa sino que…

—Basta —gruñó Rob, con los ojos centelleantes—. Es suficiente, cuidad vuestras palabras, chevalier, si deseáis conservar tu vida. ¿Qué pasó con mi padre y con mi hermano?

De Gredin hizo una mueca y miró nervioso a Fife.

—Bien, sir, sé que Fife está involucrado, pero no conozco los detalles.

En ese momento, el conde comenzó a quejarse.

Rob le hizo un gesto apresurado al chevalier, quien de inmediato volvió a su posición en el suelo cerca de las escaleras, mientras Adela se arrodillaba al lado del conde.

—¿Puedes decirme si lo has herido de gravedad, querida? —le preguntó Rob con amabilidad.

Sorprendida, ella lo vio sonreír de manera maliciosa. Sin duda, él tenía un plan.

—No era mi intención lastimaros, sir. ¡Lo juro!

—Ya no importa. Ahora ve y trae aquí a algunos de sus hombres. Explícales con precisión lo sucedido. Nos enfrentaremos a cualquier consecue…

—¡No!

La palabra fue pronunciada con energía y dolor. Fife se llevó la mano a la frente, que estaba enrojecida y dejaba ver una fea herida.

—Dejadme ayudaros a poneros de pie, mi señor conde —se ofreció Rob, solicito.

Fife sacudió su brazo para quitárselo de encima.

—Me las arreglo solo. ¿Dónde está mi espada?

—En el río, me temo. Cuando os golpeasteis contra la pared, se cayó. Sin duda os podemos encontrar otra si deseáis terminar nuestra lucha. ¿O deseáis esperar hasta que recuperéis las fuerzas? —propuso en tono burlón.

Ya sentado, y todavía evidentemente desorientado, frunció el ceño mirando hacia el suelo y murmuró tanto para sí mismo como para ellos:

—Yo no me tropecé. Alguien me empujó.

—Me temo que fui yo, milord —dijo una vocecita tímida—, después de todo, pensé que ibais a matar a mi esposo.

Todavía frotándose la dolorida cabeza con una mano, mientras intentaba recuperar el equilibrio con la otra, el conde dijo, sombrío:

—Muy encomiable, sin duda, milady.

—Estoy de acuerdo —dijo Rob, con un tono ligero—. Estabais listo para perder la vida, milord, y teniendo en cuenta el esfuerzo que representó para mí subir por esa maldita soga, esperaba más consideración de vuestra parte al respecto. De todos modos, mi señora esposa se ha enterado de que estuvisteis esparciendo las peores acusaciones en contra suya.

—Supongo que intentáis decirme que esas acusaciones eran falsas.

—En efecto. Sin embargo, ambos debemos estaros agradecidos por apresurar nuestra boda. Si no hubierais aterrorizado a la pobre muchacha haciéndole temer que la ibais a arrestar, nunca habría aceptado el ofrecimiento de matrimonio de un inútil como yo.

—¿Entonces es verdad que están casados?

—Ya va a hacer casi siete noches —puntualizó Rob—. El abad de Holyrood nos casó. En cuanto a asesinar a Ardelve, ni siquiera hablé con el hombre. Ni tampoco me encontré con mi bella esposa hasta después de la muerte de su desdichado primer marido.

—No esperaréis que lo crea, cuando sé que vos servíais a sir Hugo Robison en Roslin antes de decidiros a aparecer y reclamar Lestalric.

—Entonces, comprenderéis por qué es muy improbable que yo haya conspirado con esta dama para asesinar a su esposo. Yo no sólo no conocía a Ardelve, sino que conocía a sir Hugo lo bastante como para estar seguro de que no le iba a presentar a un subalterno suyo como Einar Logan a su cuñada. Tampoco el príncipe Henry… perdón, Orkney, o su poderosa madre iban a permitir semejante cosa.

Fife hizo una mueca.

—Bien, podréis presentar esos argumentos cuando…

—Milord Fife, ¿todavía está ahí abajo?

—Ayudadme, maldita sea —gruñó Fife, extendiéndole su mano a Rob antes de levantar la voz y gritar—: sí, ¿qué sucede?

—Un ejército, milord, que se acerca bajo el estandarte de Douglas.

—¡Reúne a nuestra gente! —gritó Fife.

—Cielos, señor, la mayoría está fuera de las puertas, expuesta a recibir las flechas de Douglas. Y también flamean los estandartes de Roslin. Son demasiados.

—Decidles a vuestros hombres que se retiren —dijo Rob—. Sabéis bien que Douglas no obedecerá vuestras órdenes.

—¿Y qué demonios está haciendo él aquí?

—Está reuniendo un ejército, por supuesto, para mantener a los malditos ingleses en Inglaterra, algo en lo que lo podríais ayudar si queréis conservar algo de territorio para gobernar. ¿O preferiríais en cambio pelear contra sus fuerzas y las de Sinclair, aquí y ahora?

Dirigiéndole a Rob una mirada llena de resentimiento, Fife le ordenó al soldado que preparara su escolta para partir. Entonces, con una expresión sombría, replicó:

—Hay que darles una lección a Douglas y a unos cuantos más.

—Quizá vos podáis hacerlo —insistió Lestalric con amabilidad—. ¿Queréis que os ayude a subir las escaleras?

Rechazando secamente su ayuda, Fife se volvió hacia las escaleras, pero se detuvo cuando vio que De Gredin todavía en el suelo. Sin previo aviso, le dio al chevalier un fuerte puntapié. De Gredin se quejó.

—¡Levantaos de una vez! —gritó el conde—. Nos vamos de este odioso lugar.

Adela se adelantó:

—Seguramente no querréis cargar con un estorbo, milord. Es evidente que no está en condiciones de cabalgar. Lo alojaremos aquí hasta que se recupere de sus heridas. Ha sufrido una terrible caída.

—Como prefiráis. Me tiene sin cuidado —farfulló Fife.

Escaleras arriba, Rob oprimió con cariño el brazo de Adela, pero ella no le respondió. Estaba contenta de que él estuviera a salvo, pero dudaba mucho de que sus problemas hubieran terminado.

 

 

Cuando llegaron al patio, la escena era caótica. Pero Fife, a pesar de su dolor y de su debilidad evidentes, pronto restableció el orden y la disciplina entre sus hombres. Luego, se las arregló para montar su caballo sin más ayuda que la que recibía normalmente de un criado y, sin mirar hacia atrás, tomó su lugar a la cabeza de los soldados.

Adela contuvo el aliento hasta que vio el formidable despliegue de jinetes que esperaban en las lindes del bosque hacia el sur.

En fila de a ocho, las hileras formaban la vanguardia de un enemigo mucho más numeroso, todos blandiendo lanzas, espadas y estandartes ante los soldados del rey que se retiraban.

Sólo cuando el último de los hombres de Fife desapareció detrás de la primera colina, varios de los jefes espolearon a sus caballos para que avanzasen.

Adela reconoció a sir Michael y varios rostros familiares, y trató de recordar las facciones de Douglas, a quien había visto fugazmente en la Corte. Se quedó boquiabierta cuando reconoció el siguiente rostro.

—¡La condesa! ¡Y veo también a Isobel y a Sidony, cabalgando detrás!

Isobel sonreía. Incluso la serena Sidony parecía satisfecha de sí misma.

Michael les contó todo cuando se bajó del caballo de un salto y se apresuró para ayudar a la condesa, que veía entorpecidos sus movimientos por la cota de malla y los pantalones de cuero.

—Creo que traemos cada caballo, hombre, mujer y niño que hemos podido reunir en millas a la redonda —les explicó riendo—. Y todo el que tuviera algo para hacer flamear también lo ha traído. Fue una condenada suerte que Fife no se quedara a pelear.

—Henry debe de estar por llegar —señaló Rob—. Estará encantado con esta escena.

—¿Cómo lograste entrar en el castillo? —le preguntó Michael.

—Vimos la soga colgando, así que caminamos río arriba hasta un punto cerca del castillo. Henry sujetaba la soga que me había atado mientras yo cruzaba el río a nado y luego trepaba por la soga.

—Apuesto a que suena más fácil de lo que resultó en realidad.

—Sin duda, pero Adela fue lo bastante amable como para dejar la puerta abierta y arrojar la soga, así que parecía un desperdicio no hacer uso de ella. Me asusté terriblemente al verla, te lo aseguro, pensando que ella había intentado usarla y que se había caído. Pero después vi a De Gredin.

—Así que él estaba allí.

—Gracias a Dios.

—Nunca en mi vida tuve tanto miedo —confesó Adela.

—¿Nunca? —le preguntó Rob.

Ella frunció el ceño, recordando con cuánta claridad había sido capaz de pensar.

—Fue extraño —le explicó—. En ese momento, sólo pensaba en cómo desbaratar su plan, fuera este cual fuere, y huir. Y tú, mi querido esposo —agregó con vehemencia—, tienes que responder con respecto a las pocas opciones que yo tenía.

—¿En serio, mi tesoro? —le dijo, poniendo un brazo sobre sus hombros—. Tan pronto como estemos solos, me puedes echar un buen rapapolvo.

—Creo que no lo haré —respondió liberándose del abrazo y alejándose de él.

Rob la miró con los ojos brillantes y abrió la boca. Pero aparentemente lo pensó dos veces antes de emitir cualquier comentario. Cuando notó que su esposa lo miraba enfurecida, quiso poseerla para quitarle todo vestigio de enojo.

—A juzgar por la manera en que miras a tu mujer, me parece que quieres que nos vayamos pronto —comentó Michael—. Por lo tanto, no voy a invitarlos a todos a comer con vosotros.

—Necesito a Henry—dijo Rob ignorando la insinuación de Michael—. Tenemos más trabajo que hacer, y queremos hacerlo con calma. No me fío de Fife ni una pizca más que antes.

—Henry pensaba regresar a Edimburgo esta noche —le recordó Michael—. Pero enviaré hombres para despejar los accesos al desfiladero y vigilarlos. Dudo que Fife regrese mientras crea que Douglas todavía está aquí.

—¿Dónde está Douglas, y cómo le avisasteis?

—Diablos, no sé dónde está. Pero el estandarte de Douglas es un corazón rojo en un campo blanco. Mi madre reunió varios en menos tiempo del que llevó reunir el ejército.

Adela estaba conversando con sus hermanas y con la condesa, sin duda respondiendo a cientos de preguntas acerca de su casamiento y de los días transcurridos. Se le ocurrió a Rob que había una manera de disipar su enojo. Se acercó a Michael y le dijo:

—Vamos a llevar a Adela con nosotros cuando Henry y yo regresemos a la cascada, así que asegúrate de que no corramos ningún peligro.

Michael apretó las mandíbulas antes de suspirar:

—Estás mal de la cabeza, amigo mío, si piensas que voy a arriesgar tu vida, la de Henry o la de Adela. Sabes que nuestros hombres son leales.

—Sé que alguien le dijo a Fife que Einar Logan y yo somos una misma persona —murmuró Rob—. Pero puede ser que no haya sido uno de tus hombres. Además casi enloquezco al ver a mi esposa en los brazos de Fife.

—Te entiendo —le dijo Michael, y dirigió su mirada hacia su propia esposa.

—Y hay una cosa más —agregó Rob—. No quiero que vaya nadie más al desfiladero con nosotros, o que alguien sospeche que estamos allí. Pero sí quiero una fuerte escolta dispuesta a cabalgar esta noche.

—Me parece que ya vas usando tu manto de barón con más soltura —opinó Michael con una sonrisa irónica—. Tendrás todo lo que necesitas, milord. ¿Te puedo preguntar con qué propósito?

—Porque si encuentro lo que presumo, quiero tener una charla con el buen abad de Holyrood —le respondió misterioso—. De seguro, mi mujer querrá venir conmigo para hablar con él y, después de todo lo que ha hecho hoy, merece poder hacerlo.