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Capítulo 2

El mantel de lino blanco cubría la mesa hasta el suelo, de manera que la actividad que se desarrollaba detrás de él quedaba oculta a los comensales. Pero a Adela no le cabía la más mínima duda de que el extraño había advertido el desmayo de Ardelve. Si él lo había notado, tal vez otros también. Ahora, el extraño se estaba poniendo de pie. «Dios mío, que no se acerque hasta aquí», rogó para sus adentros.

Un criado y uno de los soldados de Hugo se arrodillaron al lado de Ardelve. La figura musculosa y delgada del soldado, y su barba oscura cortada con prolijidad, le resultaban vagamente familiares a Adela, pero no le dio importancia al asunto. Mantuvo su atención concentrada en el hombre que había sido su esposo durante tan poco tiempo. Yaciendo en el centro de un caos que se mantenía bajo un precario control, Ardelve parecía estar en paz.

Los sirvientes no dejaron de verter vino, servir comida y ofrecer sus servicios. En el salón inferior, los juglares hacían malabarismos mientras los acróbatas continuaban con sus piruetas y volteretas. La gente reía y aplaudía. Isabella conversaba con el príncipe Henry como si Ardelve se hubiera disculpado y se hubiera retirado por unos minutos.

El soldado de Hugo reparó en Adela en ese momento, y a ella volvió a perturbarla esa sensación de algo familiar. Luego el soldado tocó el brazo de Hugo y le susurró al oído unas palabras.

Hugo la miró unos instantes por encima del hombro antes de volverse hacia su esposa.

—Sorcha —le dijo en voz bien audible a pesar del estrépito circundante—, pienso que quizás Adela y tú…

—No, Hugo —lo interrumpió Isabella—. No pueden irse las dos. Ni tampoco Isobel. Deberían llevar a Ardelve a la alcoba ahora, entre los tres pueden hacerlo con facilidad sin despertar sospechas.

—Pero la dama no debería quedarse aquí, madame —objetó Hugo—. No es justo. Ni tampoco debería esperar que se quede con… con él en la alcoba hasta que terminemos de arreglar las cosas de la manera más conveniente.

—Estoy de acuerdo —accedió Isabella, haciendo un leve gesto a lady Clendenen, quien se presentó al instante, sonriente como si nada hubiera sucedido. Sin pestañear, hizo un rodeo para no tropezar con sir Hugo y los que lo estaban ayudando.

—¿Qué puedo hacer para ayudar, madame? —le preguntó, echándole una mirada de reojo a Adela. Su expresión se mantenía risueña, pero revelaba su preocupación.

—Acompaña a lady Ardelve a sus aposentos, Ealga. Una partida despreocupada hará pensar a cualquiera que haya advertido la caída de Ardelve que se ha desmayado por el exceso de vino, sobre todo cuando vean a Hugo ayudar a Einar y a Ivor a llevarlo a mi alcoba.

El nombre de Einar también le resultaba familiar a Adela, pero perdió interés en el soldado de Hugo cuando lady Clendenen repuso:

—Pero cuando vean que Adela no regresa…

—Para ese entonces, ya habrán olvidado el incidente. Supondrán que los novios encontraron un pretexto para escabullirse.

Adela escuchaba sus palabras pero no les prestaba atención, no podía dejar de observar a los hombres que estaban preparándose para llevarse el cuerpo de Ardelve. Lady Clendenen le tocó el hombro un instante después, y ella se sobresaltó de tal modo que casi se cae de la silla.

—Perdona mi sonrisa luego de un suceso tan trágico, querida Adela —se disculpó—. Pero debemos tratar de parecer despreocupadas a menos que queramos que todos se enteren de lo que ha ocurrido.

Adela asintió, agradecida de la oportunidad que le ofrecían para irse. Mientras se ponía de pie, Sorcha se ofreció a acompañarla, pero ella repuso:

—La condesa ha dicho…

—Si quieres que vaya contigo, no me importa lo que nadie diga —replicó su hermana menor con firmeza.

—No —rehusó Adela—. Ella tiene razón. Produciría un revuelo.

—Muy bien. Entonces iré a tus aposentos tan pronto como pueda.

—Sonríele, Adela —le recordó lady Clendenen en voz baja.

Haciendo un esfuerzo, ella obedeció y luego se volvió para acompañar a lady Clendenen, advirtiendo con alivio que Hugo y su ayudante habían logrado sacar a Ardelve y lo estaban llevando a la alcoba.

—Mírame, querida —le aconsejó lady Clendenen mientras pasaban enfrente de los demás.

—Gracias por vuestra bondad, señora.

—De nada, querida, no necesitas ser tan formal conmigo. Seremos familia cuando me case con tu padre, de hecho ya pienso en ti como en una hija.

—Se… perdón, te lo agradezco —se corrigió Adela, a quien le resultaba difícil seguir contemplando a su interlocutora, porque tenía el más inoportuno deseo de averiguar si el apuesto extraño todavía la miraba o si ya había dejado la habitación.

Un brusco movimiento de su acompañante le hizo notar que lady Clendenen le estaba haciendo una enérgica seña a alguien. Adela vio entontes la alta figura de anchos hombros con el jubón de terciopelo verde y las medias amarillas que estaba a punto retirarse.

Él miró por encima de su hombro y se detuvo al encontrarse con sus ojos.

—No debes hablar con nadie —le recomendó lady Clendenen, que la sujetó con su mano pequeña pero firme por debajo del codo, instándola a que caminara más rápido hacia el cercano pasadizo.

—¿Conoces a ese hombre? —le preguntó Adela, creyendo que su acompañante no necesitaba más datos para identificarlo—. Yo no, aunque lo vi antes en la capilla. También lo vi hablando brevemente con la hermana de sir Hugo, Kate.

—Desde luego —le respondió lady Clendenen con su alegre sonrisa—. Es le chevalier Étienne de Gredin, uno de mis parientes. Es un primo lejano por parte de mi madre y pariente también del duque D'Anjou. Tiene una tendencia a ser un poco impulsivo, pero es la persona más encantadora y divertida que existe.

—Entonces es francés.

Lady Clendenen se encogió de hombros.

—La mayoría de nosotros tiene sangre francesa, ¿no es cierto? De todos modos, sus antepasados llegaron con Guillermo el Conquistador, como los Sinclair y mi propia familia. Su padre, antes de morir, fue embajador en Francia. Étienne tiene tantos parientes en Francia como aquí. De hecho, viaja allí a menudo. Él desea conocerte, por eso tuvo la impertinencia de acercarse. Aunque no sabe que fue una impertinencia, porque ignora todavía la muerte de Ardelve. De todos modos, no puedo permitir que te moleste en un momento tan difícil.

—Gracias —se adelantó Adela, antes de que la charlatana mujer continuara hablado—. No quiero conversar con nadie.

—Te lo presentaré en otro momento —resolvió lady Clendenen, luego acotó—: Espero que no estés de luto demasiado tiempo, querida. Ardelve no querría eso para una muchacha de tu edad y tu belleza. Por cierto —continuó, antes de que la azorada Adela pudiera abrir la boca—, no debes encerrarte y desperdiciar tus atractivos. Una mujer con tu juventud necesita un marido respetable. Pero no diré nada más al respecto ahora.

Adela en realidad no sabía qué decir. Apenas podía pensar con claridad. «Dos bodas, un rapto, un rescate y ningún marido», repasó las últimas semanas de su vida, «¿Qué me deparará el destino ahora?», se preguntó contrariada.

—Qué manera más extraña de dejar este mundo —continuó la dama—. De todos modos, creo que Ardelve hubiera aceptado el plan de Dios sin objetarlo. —Haciendo que Adela la precediera en el ascenso de la escalera, agregó sin detenerse—: Bien, tuvo una muerte mejor que la de mi difunto marido. Fue herido en una batalla, ¿sabes?, el pobre hombre. Estuvo meses moribundo. Ardelve tuvo una muerte mucho más amable. No me agradezcas que te lo diga. Sin duda, tu mente está confusa en este momento, pero volveremos a conversar cuando puedas pensar con claridad. Mientras tanto, seguiré hablando para disuadir a cualquiera de que se nos acerque.

Adela no la interrumpió, aturdida ya con tanta palabrería. No se encontraron con nadie excepto con una criada que les hizo una rápida reverencia antes de que llegaran al dormitorio, que, hasta esa mañana, había sido exclusivamente de Adela desde su llegada a Roslin.

Cuando abrió la puerta, le llamó la atención de inmediato el vigoroso fuego del hogar. Como suponía que una doncella había encendido el fuego para calentar la habitación, la visión de un hombre que se volvía bruscamente desde la cama la dejó sin aliento y le hizo llevarse las manos al corazón.

Haciéndole una rápida y profunda reverencia, le dijo:

—Le ruego que me perdone, lady Ardelve. No esperaba que…

—¡Dios mío! —exclamó lady Clendenen, empujando a Adela dentro de la habitación—. Es un milagro que no hayamos muerto del susto, Angus. No se me ocurrió que vendrías a poner todo en orden para tu amo y su dama.

—Sí, por supuesto, lady Clendenen. Como la fiesta recién ha…

—Angus, ha pasado algo terrible —lo interrumpió la dama. Y le contó lo que había sucedido.

—¿El señor está muerto? Pero él no tenía ningún problema de salud, lo sé bien, lo he servido durante treinta años.

—De todos modos —repuso lady Clendenen, con un deje casi amenazante en la voz—, Ardelve está muerto, Angus, y ahora debemos cuidar de su joven señora.

—Sí, por supuesto, milady —respondió Angus haciendo una reverencia—. Ahora, si me disculpan, debo atender a mi amo por última vez.

—Desde luego, puedes ir con él de inmediato. Pero nadie debe sospechar nada de la tragedia. Podría asegurar que la mayoría cree que sólo ha bebido demasiado.

—Disculpadme, milady, pero el amo tenía parientes aquí. Alguno de ellos notará su ausencia, tal vez deba avisarles enseguida.

—Ya habrá tiempo para avisos —lo interrumpió lady Clendenen, Con sequedad—. Nadie podrá venir a sus funerales a tiempo, el deceso ha sido muy repentino.

—Como si se llevara el alma el diablo —frunció el entrecejo el hombre y se persignó—. Lo vamos a llevar a casa, por supuesto.

—Arregla las cosas como mejor te parezca —lo autorizó la mujer, queriendo desentenderse—. Sé que te encargarás de que todo se haga como es debido.

Adela se estremeció ante la idea de que todos esperaran que acompañara el cadáver de su marido en su largo viaje hasta Loch Alch.

—¿Cómo… cómo sería eso? —preguntó cuando Angus hubo salido de la habitación

—Tú, querida mía —replicó lady Clendenen bruscamente—, deja que Angus se ocupe de Ardelve. No soy tu verdadera madre, pero acepta mi consejo.

—Te lo agradezco mucho, milady. Sin duda tienes mucha más experiencia que yo en este tipo de situaciones. —Al ver la mirada de asombro de lady Clendenen, Adela hizo una mueca—: Perdona —titubeó—. No debí…

—Por Dios —le respondió su futura madrastra con una risita—. No debes inquietarte si me dices abiertamente lo que piensas. Yo soy de esa clase de personas.

—Pero yo no hubiera debido…

—No hace falta que te disculpes, porque yo también voy a hablarte con toda sinceridad —la interrumpió—. Me alarma tu palidez, chiquilla. Sé todo acerca del terrible rapto que sufriste hace pocas semanas. Por eso me temo que consideres este trágico incidente como una excusa para enclaustrarte en el castillo de Ardelve. Eso no funcionará en absoluto.

—Pero mi deber es acompañarlo de regreso a casa, señora, y asistir a su entierro.

—No te lo aconsejo. Ahora te sugiero que te laves el rostro y las manos. Te sentirás mejor. Traeré un paño limpio.

Advirtiendo que las cosas se le habían escapado de las manos, si es que alguna vez había tenido el control de la situación, Adela obedeció, notando, al sentir el calor del fuego, que sus manos y sus pies estaban congelados. Extendiéndolos frente a las llamas, no abrió la boca hasta que lady Clendenen regresó con el paño húmedo.

—Aquí tienes, querida —lady Clendenen le tendió el paño, antes de acercarse a la ventana—. Dios mío, ¿qué pasa con nuestro sol? —exclamó, corriendo las cortinas—. Juraría que no había ni rastro de estas tinieblas cuando crucé el patio más temprano.

Adela dejó a un lado el lienzo húmedo y se acercó a la ventana.

—Parece densa.

—Lo bastante como para que Isabella se encuentre esta noche con más huéspedes de los esperados.

—Oh, eso no será un problema para ella —sonrió Adela—. Pero si la niebla se vuelve demasiado espesa, Hugo tendrá que sacar a los guardias de las murallas y enviarlos junto con más soldados al exterior para vigilar el castillo.

Lady Clendenen se encogió de hombros.

—He visto nieblas tan densas en esta región que uno apenas podía verse la propia mano a plena luz del día. Es peor cerca de los ríos y en especial aquí donde fluye el Esk. Los muchachos no encontrarán tanta oscuridad en el bosque.

Adela se humedeció la frente. A pesar del frío, le resultaba agradable. Y con el lienzo sobre los párpados, se dio cuenta de que necesitaba urgentemente estar sola, o, al menos, que su acompañante guardara silencio. Al oír que su futura madrastra volvía a acercarse al hogar, se quitó el paño del rostro.

—¿Tienes ganas de conversar un poco ahora? —le propuso lady Clendenen mientras volvía a humedecer el lienzo—. No creo que debamos posponerlo. Tu futuro es lo que está en juego.

Lo último que Adela tenía ganas de escuchar eran más consejos. Sus sienes comenzaron a latirle, como si la cabeza le estuviera a punto de estallar. Le perturbaba que la dama siguiera teniendo consideración hacia sus sentimientos cuando la verdad era que ella no sentía nada. Ciertamente, la muerte de Ardelve la había impresionado, pero la sensación había desaparecido con sorprendente rapidez. Y, por más bondadosa que fuera la mujer con ella, no quería admitir su carencia de emociones ante la prima de Ardelve. ¿Qué podría llegar a pensar lady Clendenen de una novia tan insensible?

La dama se acomodó en su asiento acolchado para contemplar las llamas.

—Todo ha sucedido con tanta rapidez que apenas has tenido unos minutos para reflexionar, pero la gente va a comenzar a preguntar, querida, así que sería prudente que tuvieras un plan. ¿Te dijo Ardelve si había dejado alguna disposición, o quiso que tú tomaras las decisiones? No es que él esperara que algo así pasara hoy, pero era un hombre práctico. Sé que te ha dejado lo suficiente como para asegurar tu bienestar.

—No conozco sus disposiciones —confesó Adela—. Las arregló con mi padre. Como suele hacerse, me parece.

—Sí, claro, discutieron algunas de ellas conmigo —se jactó la dama—. Por ejemplo, algo relacionado con una asignación…

Se oyeron dos golpes en la puerta y de inmediato lady Sidony Macleod entró como una tromba en la habitación.

—Acabo de enterarme, Adela, dijeron que habías venido… —Se detuvo de golpe visiblemente perturbada, le hizo una rápida inclinación de cabeza a lady Clendenen y agregó—: Perdón, milady. No debería haber interrumpido, pero apenas acabo de escuchar la noticia y temía que Adela estuviera sola. Debería haber pensado que alguien te iba a acompañar, querida mía —agregó, mientras se acercaba para abrazar a su hermana.

—Siéntate con nosotras, ven —le rogó Adela, sabiendo que lastimaría a Sidony si le pedía que se fuera—. ¿Cómo te has enterado?

—Estaba cuidando al bebé de Isobel, pero su niñera regresó. Entonces bajé y enseguida me informaron. Isobel me dijo que ella y Sorcha vendrían tan pronto como pudieran. Algunas personas han empezado a hacer preguntas. No sé a quién se le ocurrió que podían ocultar indefinidamente la muerte de Ardelve.

Adela contuvo un suspiro. A pesar de que quería a sus hermanas y respetaba a lady Clendenen, deseaba estar sola con desesperación.

Sidony miró con aire culpable a lady Clendenen.

—He interrumpido la conversación, señora, pero espero que acepte mi presencia.

—Por supuesto, querida. Quizá puedas ayudarme a convencer a tu hermana de que no necesita regresar de inmediato a las Tierras Altas.

—¿Y por qué debería hacerlo?

—Debo acompañar a Ardelve, por supuesto —aclaró Adela—. Será enterrado en sus tierras que ahora me pertenecen, después de todo.

—¿Te parece? —Lady Ardelve frunció el entrecejo—. ¿Debes irte enseguida?

—Por supuesto. Él es… fue… mi esposo.

—Con respecto a eso —añadió lady Clendenen—, me pregunto si es cierto. Disculpa que te hable con tanta franqueza, Adela, pero noté que Ardelve y tú entrasteis en la alcoba antes de reuniros con nosotros para el banquete. Tú estabas sola con él, ¿verdad?

—Sola por completo. ¿Por qué?

—Pues ¿él…? Quiero decir… ¿vosotros dos…? Oh, Dios mío, simplemente lo diré. ¿Consumasteis su matrimonio?

—¿En la alcoba de la condesa Isabella? —chilló horrorizada.

Lady Clendenen hizo una mueca.

—Supongo que no.

Sidony miró primero a la una y luego a la otra.

—Nadie se atrevería a hacer algo semejante en la alcoba de la condesa con toda la servidumbre al otro lado de la puerta, señora.

—Tenía que preguntarlo, lo siento —se excusó lady Clendenen—. Te puedo asegurar que las disposiciones más importantes no se verían afectadas ahora por una anulación.

—¿Anulación? —la miró sorprendida—. Yo no podría. ¿Qué diría la gente?

—No dirán nada cuando se enteren de que yo estoy a favor del asunto —aclaró lady Clendenen—. En especial cuando comprendan que Ardelve consideró desde el comienzo esa posibilidad. Su muerte antes de que tuvierais hijos era un riesgo a tener en cuenta. Ninguno de nosotros elige su hora, pero él quería cerciorarse de que tú estuvieras segura. ¿Conoces a su hijo, Fergus?

—Lo vi una vez —recordó Adela—. Tiene un año o dos más que yo.

—Y se va a casar este año —añadió lady Clendenen—. Estarías de lo más incómoda viviendo con él y su esposa.

—Siempre me quedaría la opción de regresar a Chalamine —terció Adela.

—¿Quieres pasar de ser la esposa de alguien a volver a ser la hija de tu padre en la casa de tu padre?

Sidony opinó serenamente:

—¿Y no vivirías igual de incómoda, Adela? Perdón, lady Clendenen, pero Sorcha aseguró que te resistías a casarte con mi padre si tenías que compartir la casa con sus hijas.

—Esto no tiene nada que ver conmigo —espetó lady Clendenen, sin ofenderse en lo más mínimo—. Tú tienes veinticinco años, Adela, eres toda una mujer. Has estado casada… ¡apenas una hora! No necesitas pedir la anulación si la idea te perturba, pero si no usas el dinero que te dejó para asegurarte el lugar que te corresponde en la nobleza escocesa, te diré lo que va a suceder. ¿Quieres verte en una situación cada vez más desdichada dependiendo de tu padre o de tu hijastro?

—Señora, incluso si hiciera eso, no me desentenderé de Ardelve como si nunca hubiera significado nada para mí. No lo haré.

Adela se quedó sin aliento. Antes de que pudiera encontrar las palabras para expresar su indignación, la puerta volvió a abrirse y entraron Sorcha e Isobel. Buscaron unos almohadones y se sentaron en el suelo, ansiosas por contar las novedades del gran salón, donde la noticia de la muerte de Ardelve se había esparcido como un reguero de pólvora.

Sorcha asestó:

—Un hombre espantoso dijo que Adela está bajo los efectos de algún terrible hechizo.

—¡Qué insolencia! —exclamó Sidony—. ¿Cómo se atreve?

—Algún cortesano arrogante —opinó Isobel—. Dice que por su rapto y ahora por esta nueva tragedia, Dios no quiere que Adela se case.

Compartieron otras anécdotas del salón antes de que Sorcha comentara:

—Apenas si has dicho una palabra, Adela. La muerte de Ardelve debe de haber sido un duro golpe para ti, pero sin duda no es el dolor lo que te tiene callada. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?

La joven sacudió su cabeza, pero lady Clendenen respondió en su lugar:

—Me temo que me tomé la libertad antes de que llegaseis de hablarle con franqueza. —Las tres hermanas intercambiaron miradas de asombro. Ella agregó con una sonrisa—: No he dicho nada espantoso, lo juro. Sólo le he señalado que debe tomar algunas decisiones y le he sugerido que considerara con cuidado sus próximos pasos.

Su futura madrastra les explicó la cuestión, y la conversación siguió su curso otra vez sin la participación de la viuda vestida de novia. Sus hermanas discutían acaloradamente qué debía hacer, aunque las tres coincidían en que su futuro parecía más bien sombrío.

—Pero si ella tiene dinero propio ahora… —empezó a decir Sidony, pensativa.

—Sí, claro, eso le hará las cosas más fáciles —coincidió Isobel—. Y siempre puedes quedarte aquí en Roslin conmigo y con Michael, Adela.

—También te podrías quedar en Hawthornden con Sorcha y con Hugo, si así lo prefirieras —acotó Sidony.

—En cuanto a eso —dijo Sorcha, mordiéndose el labio—, no creo que nos quedemos en Hawthornden mucho más tiempo. Sir Edward mencionó que Hugo debería partir con Donald de las Islas cuando éste deje la Corte para regresar a su hogar, y yo quiero ir con él. Tengo que llevarme algunas cosas de Chalamine, y sir Edward nos invitó a pasar un tiempo en Dundathy en nuestro camino de regreso, para comprobar que todo esté en orden. Creo que estaremos ausentes la mayor parte de la primavera y del verano.

—Pero Adela puede quedarse en Hawthornden incluso si vosotros no estáis, ¿no es así? —insistió Sidony.

—Si ella lo desea, supongo que sí. Lo consultaré con mi marido.

—Tiene otras opciones —intervino lady Clendenen—. Además de una generosa asignación económica, Ardelve le dejó una casa en Stirling, para que la usara de por vida. O, si así lo prefiere, puede quedarse conmigo en Edimburgo. Yo disfrutaría de su compañía.

—Muchas gracias, milady —murmuró Adela—. Sin embargo…

—Por favor, no lo descartes sin pensarlo antes —la interrumpió Isobel, y pronto estuvieron todas otra vez discutiendo como si ella no estuviera presente.

Adela dejó de escucharlas, y contemplaba la danza de las llamas, hasta que Sidony le preguntó bruscamente:

—¿Y tú qué quieres, Adela?

Y quizá por primera vez en su vida, Adela no vaciló en decir exactamente lo que pensaba:

—Quiero que todas vosotras os vayáis y me dejéis en paz.

—Pero…

—No quiero vivir en Edimburgo, ni en Stirling, ni en ninguna otra ciudad. No quiero imponerles mi presencia ni a ti, ni a Sorcha, Isobel. Cumpliré con mi deber hacia mi difunto esposo y luego regresaré a casa. Pero ahora todo lo que quiero es estar sola, así que iros y dejadme en paz.

Unos instantes después, la puerta se cerró detrás de ellas. Por fin Adela consiguió lo que quería.

Al principio, se sintió agradecida, pero al poco rato sus pensamientos y sus emociones empezaron a asediarla. Lo que había sucedido demasiadas veces ya, volvía a atosigarla. Aunque sabía que era injusto, estaba enojada con Ardelve porque se había muerto, igual que se había enfadado cuando murieron su madre y su hermana Mariota.

Una voz en su interior le recomendaba que no dependiera de nada ni de nadie. Las personas no podían controlar el destino. La voz parecía tan fuerte que empezó a preguntarse si no estaba enloqueciendo.

¿Por qué las había echado de un modo tan descortés? ¿Qué pensarían de ella? El férreo control que había logrado imponerse se había esfumado sin previo aviso. Tenía que recuperar la compostura.

Se acostó en la cama, sin quitarse siquiera el vestido. Apenas cerró los ojos, cayó profundamente dormida.

Se despertó de una pesadilla. No recordaba los detalles, sólo que se había asustado mucho, como de costumbre, y que sentía que se ahogaba. Había tenido pesadillas con frecuencia después de su rapto, pero esta vez su collar le apretaba la garganta mientras dormía.

La habitación estaba a oscuras, las brasas en el hogar brillaban tenuemente. No sabía cuánto tiempo había dormido. Pero si hacía horas que sus hermanas la habían dejado sola, posiblemente estuvieran por regresar. Se levantó de un salto, encontró la capa de terciopelo lavanda que le había dado Isobel y se la puso mientras se dirigía hacia la puerta.

La abrió con cautela, miró a su alrededor, salió el rellano y se lanzó escaleras arriba. Ya en la parte superior del castillo, cerró la puerta tras de sí. Se sintió como fuera del mundo. El inquietante silencio y la misteriosa oscuridad de los parapetos envueltos en la niebla la sobrecogieron. Misteriosamente una nueva sensación de paz la invadió.

Una oleada de sollozos la sacudió hasta que se apoyó con fuerza contra el muro de piedra, como si quisiera hallar consuelo en su solidez en medio de la oscura neblina. Se secó las lágrimas con la manga y disfrutó de su repentina libertad. El aire húmedo helaba sus mejillas, pero no le importaba. La capa de terciopelo la mantenía abrigada, y su capucha protegía sus cabellos de la bruma. Pero todavía la asustaba pensar en el futuro.

Aunque había dicho que cumpliría con su deber, no quería acompañar a un cadáver en el largo trayecto hasta las Tierras Altas. El viaje duraría dos semanas.

Un chirrido la sobresaltó.

—¿Quién anda ahí?

Una voz masculina, profunda y desconocida, le respondió oculta en la oscuridad:

—No os asustéis, milady. Nadie os hará daño.