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Capítulo 14

La entrada al castillo de Hawthornden conformaba una alta arcada que cerraban dos puertas macizas, que se abrieron de inmediato cuando Lestalric silbó y gritó su nombre. El patio interior iluminado con antorchas exhibía los estandartes, la torre mayor, los establos, la panadería y la carpintería, tres pequeñas construcciones en piedra que se alineaban contra las murallas.

Adela observó a su marido desmontar, tratando de descubrir si la herida afectaba sus movimientos.

En comparación con Roslin o Chalamine, Hawthornden era pequeño, pero cuando entraron a la torre del homenaje, encontró que el interior era muy parecido al de Roslin.

Al igual que en el castillo de Lestalric, faltaba orden y aseo. Su primera ocurrencia fue culpar a Sorcha por la falta de cuidado, pero recordando que su hermana había residido allí sólo un mes antes de volver a partir hacia las Tierras Altas, se reprochó por criticarla de manera tan precipitada. Sorcha y Hugo se quedaban en Hawthornden sólo durante las noches y regresaban a Roslin cada día.

Había unos cuantos hombres descansando en el suelo del salón, pero cuando intentaron incorporarse, Rob les hizo una señal para que no lo hicieran. El caballero condujo a su doncella por la escalera hasta una habitación en penumbras.

Rob cruzó el cuarto y apartó los postigos de una alta ventana para dejar entrar la luz pálida de la luna que ya se veía mucho más baja hacia el oeste que cuando habían dejado la abadía.

—Ven —le dijo afectuosamente—. Ven a ver el panorama.

Ella cerró la puerta y obedeció, pasando junto a la gran cama que ocupaba casi toda la pared a su derecha, con los pies hacia la ventana.

—¡Qué hermoso!

Desde el castillo ella podía divisar Roslin, a más de una milla de distancia y también el curso del río.

Cuando sir Robert la tomó de la cintura, Adela se volvió exultante, dichosa de recibir el beso de su esposo. Los labios de Rob rozaron los suyos con suavidad, pero luego su brazo la estrechó con más fuerza y entreabrió su boca con la lengua, abriéndose paso con avidez. El apuesto guerrero deslizó su mano hasta el seno de ella. Comenzó a acariciarlo con intensidad, despertando todos los sentidos de la joven.

Los besos de Lestalric se volvieron más exigentes. Su lengua la devoraba. Asombrada, ya que nunca nadie la había besado así antes, Adela se puso tensa y se hubiera echado atrás si no hubiera sido por la mano que retenía su nuca. Luego su esposo se apretó contra ella, y sintió nuevas sensaciones, que le hicieron olvidar su asombro. Gimiendo con suavidad, comenzó a desatarle la capa, y pronto el terciopelo lavanda cayó a sus pies.

—¿No te duele el hombro? —le preguntó en un murmullo.

—Créeme, mi hombro no es lo que más me molesta en este momento —le susurró con voz ronca, luego sus labios volvieron a tomar posesión de los de ella.

Un abrigo de seda siguió a la capa, y luego las faldas. Lo único que todavía llevaba puesto era su enagua arrugada, el collar de oro que le había dado su madre y el anillo de su esposo.

Tratando de alisar la prenda, preguntó contrariada:

—¿Has desvestido a mujeres a menudo, sir? Parece que tienes mucha práctica.

Sus ojos brillaron.

—Juro que no es más que instinto masculino.

—Sospecho que esas palabras están llenas de falsedad —lo acusó con severidad, alzando sus cejas.

—Jamás he desvestido a una dama tan bella —se evadió con una sonrisa seductora— ni tan sensual.

La tomó de la cintura con fuerza y volvió a poseer su boca. Y Adela pronto olvidó sus preocupaciones por el pasado de Robert.

Él se demoró besando su cuello de marfil, tan suave como el terciopelo. Sus senos se habían hinchado por las caricias. Robert deseaba poseerla allí mismo, contra la ventana, simplemente levantarle las enaguas y hacerla suya. Pero también quería saborear todo su cuerpo, poco a poco, que ella rogara por más caricias.

Hundió su cabeza en la espesa cabellera. Cielos, sus cabellos olían a lavanda, el perfume de su piel lo embriagaba. Hizo a un lado el collar para poder besarla mejor.

Al sentir el áspero jubón contra sus senos, Adela sugirió con voz sensual:

—Os devolveré vuestras gentilezas, milord, permitidme desvestiros.

Rob gimió y la liberó por unos instantes, dejando que ella actuara con libertad.

—Por favor, mi amor. Empiezo a pensar que este casamiento me brindará grandes placeres.

Adela rió y se abocó a la tarea de desvestir a su flamante esposo. Acarició su pecho musculoso y sus fuertes brazos antes de quitarle la camisa. Cuando Rob levantó los brazos para que le quitara la prenda, un relámpago de dolor atravesó su semblante.

—¿No deberíamos limpiar y curar tu herida mientras estás sin camisa? —sugirió Adela preocupada.

—Ven aquí ahora, necesito que te ocupes de otros asuntos antes.

Obediente, la muchacha continuó quitándole el jubón y las calzas. Exploró su abdomen plano, las piernas torneadas. Él no hizo nada que pudiera demorarla.

Una vez concluida la tarea, Adela admiró a su marido extasiada. «Parece un héroe griego», pensó. Luego miró de reojo la enorme cama que los aguardaba al otro lado de la habitación.

—¿Ésta es la misma cama en la que duermen Sorcha y Hugo? —le preguntó ella, mientras retiraban la manta y el edredón, y él hacia un gesto invitándola a acostarse.

—Es la cama de los señores del castillo —la corrigió—, ¿te importa?

—En absoluto, pero me parece extraño estar en su cama —se ruborizó, mientras se subía por el otro extremo.

—Te aseguro que te parecería más extraño aún y mucho más incómodo, estar en la cama que me asignó Hugo mientras viví aquí con ellos.

—Por Dios, ¿te dio una cama poco confortable?

—Incluso como capitán, dormía en un camastro de paja en el salón, con todos los demás.

—Me cuesta pensar en ti como en Einar Logan —frunció el ceño—. Cuando pienso en él, me acuerdo de su barba.

—Ahora no tengo barba —se tocó la barbilla, mientras se acercaba a ella. Otra punzada en el hombro le recordó su precaria situación actual—. Puedo estar un poco torpe, sin embargo. Quítate la enagua, mi vida, quiero mirarte.

Obedeciendo, ella dijo:

—Si deseas esperar a…

Él sacudió la cabeza.

—Diablos, he combatido en batallas con heridas peores.

En un instante, se acomodó encima de ella, apoyándose en su codo derecho y tapando así la luz de la luna que entraba por la ventana, aunque todavía les llegaba un leve resplandor. Acarició uno de sus suaves senos con delicadeza y luego deslizó la mano por su vientre y otra vez por su seno, jugueteando con su pezón, inclinándose para lamerlo y saborearlo. Breves escalofríos estremecían a la joven.

Rob presionó su masculinidad contra los muslos de ella y comenzó a besarla con pasión. Todo su cuerpo latía de deseo.

—¿Va a dolerme? —le preguntó ella, de repente.

—Es probable —la miró con ternura—, pero si lo hacemos despacio, quizá no te duela, incluso puede que lo disfrutes.

—Yo no sé qué hacer.

—Esta vez no necesitas hacer nada, mi amor. Sólo relájate y no te asustes si hago algo te sorprende.

—¿Qué podría sorprend…?

Un grito ahogado puso fin a sus palabras, cuando él empezó a acariciarle su centro de placer mientras lamía el pezón con el que había jugueteado antes. Adela se puso tensa en un principio, hasta que las caricias de su esposo se intensificaron. «¡Dios mío, qué maravillosa sensación!» pensó la joven, mareada por ese placer desconocido hasta el momento.

Con un ágil movimiento, él le separó sus muslos y deslizó un dedo dentro de ella. Estaba húmeda y lista.

Adela estaba fascinada por las sensaciones que despertaba en ella su más leve roce, abrió más las piernas alentándolo a que continuara con las caricias. Todo su cuerpo clamaba por más. Si alguien le hubiera dicho que iba a sentir semejante placer con un hombre que apenas conocía hacía unos días, nunca lo habría creído posible.

Arqueó la espalda para recibir a su esposo. Y cuando él se acomodó encima de ella para penetrarla, ahogó un grito. Un estremecimiento de miedo la recorrió. Luego sintió un dolor sordo. Pero él se quedó inmóvil unos segundos, y el dolor pasó. Entonces Rob empezó a moverse otra vez, lenta y rítmicamente, y ella perdió toda noción del mundo exterior, excepto de los movimientos de él y sus propias sensaciones.

Adela se deleitó con cada embestida, concentrándose en cada nueva sensación hasta que él empezó a moverse cada vez más rápido y a hundirse en ella cada vez más profundamente.

—Eres exquisita —jadeaba Rob a su oído.

Cuando él se desplomó encima de ella, ambos se quedaron inmóviles por un largo rato, hasta que él murmuró:

—¿Puedes respirar, amor mío?

—Sí, bastante bien. ¿Cómo está tu hombro?

—No siento nada. Estoy entumecido —Lestalric se levantó y la contempló, sonriendo.

—He sentido cosas extrañas, cosas nuevas y maravillosas —añadió.

—Esto ha sido sólo el principio —aseguró entusiasmado—. Tengo mucho que enseñarte, ya verás, mi amor.

Abrazó a su esposa con ternura hasta que se quedó dormida.

Cabalgaba tranquila bajo un sol de oro, montada en su corcel blanco con crines y cola de seda. Le parecía estar sobre almohadones, balanceándose suavemente, como si navegara en un pequeño bote sobre un mar en calma. Pero cuando se dio cuenta de que estaba en un bote, y no sobre un caballo, la embarcación empezó a oscilar con rapidez primero y luego con violencia.

El cielo ya no era azul. Las nubes se enseñoreaban a su alrededor, a medida que el mar se agitaba cada vez más y el agua se precipitaba dentro del bote, amenazando con ahogarla. Temblando de frío, abandonada otra vez, soportando una cruel voz interior que se burlaba diciéndole que viviría así para siempre.

El silencio la rodeaba, oscuro, lúgubre.

Se estaba hundiendo, sumergiéndose en el agua cada vez más profundamente. Pero podía seguir respirando, como si el agua fuera aire.

De pronto un rayo de luz la encandiló. Provenía de una fuente desconocida que iluminaba un cofre de bronce. Asombrada, observó cómo la tapa se abría y revelaba un valioso tesoro.

Unas manos enguantadas recogían las piedras preciosas y un collar de perlas que se alzó en espiral y se transformó en una serpiente negra como el carbón y con dos ranuras verdes por ojos. Sintió el miedo más terrible de toda su vida y tanto frío como si sus venas se hubieran llenado de hielo.

Entonces Waldron de Edgelaw, vestido de negro, enorme y amenazador, salió de detrás del cofre y enroscó la serpiente alrededor de su cuello.

Adela se despertó gritando, desnuda y con frío, aferrando la cadena de oro que había olvidado quitarse la noche anterior.

Una sombra se inclinó encima de ella, sobresaltándola otra vez.

—¿Qué sucede? —preguntó Rob preocupado. La débil luz del alba destacaba el contorno de su figura—. ¿Has tenido un mal sueño, mi amor?

—Un… una pesadilla espantosa —le dijo ella, avergonzada por el temblor de su voz.

—Dios mío. ¿Qué sucedía en ella?

La joven vaciló, y cuando se escuchó un fuerte golpe en la puerta volvió a sobresaltarse.

—¿Tenéis algún problema, milord? —gritó un hombre.

—No, mi esposa ha tenido una pesadilla. Puedes retirarte —le respondió Rob desde el otro lado de la puerta—. Ven, ahora cuéntame —abrazó a su esposa—. Te parecerá una tontería cuando lo hagas, no hay mejor manera de exorcizar a esos demonios que describiendo sus horribles rostros.

La calidez de su cuerpo la consolaba, ella se acurrucó en su pecho y lo ayudó a levantar el edredón para que ambos se cubrieran.

—Tenía frío —comenzó la muchacha.

—Muchacha tonta, te cubrí con la manta cuando me levanté, y tú la apartaste —y con más firmeza, agregó—: Cuéntame tu sueño ahora.

—Tenía frío en el sueño —puntualizó. Describió las escenas con detalle y cuando mencionó el cofre del tesoro, sintió que él se ponía tenso—. Waldron estaba detrás de él. Al principio no lo veía, sólo veía unas manos jugando con los rubíes y las perlas. Pero cuando se acercó hasta mí y las perlas se convirtieron en una serpiente. Él… él me la enroscaba alrededor del cuello —la estremeció un escalofrío.

Se quedaron en silencio por un rato, y luego él intentó tranquilizarla:

—No te preocupes, sin duda tantas emociones han perturbado tu espíritu. En el futuro, procura quitarte el collar antes de dormir.

—Sí, supongo que puede haber sido eso —le dijo, dubitativa, sin querer manifestarle cuánto se había asustado.

—Ahora estás a salvo, amor mío. No voy a permitir que nada malo te suceda.

—Nadie está a salvo de la maldad —observó ella con tono lúgubre—. La gente muere o suceden cosas horribles —entonces, por primera vez desde que lo conocía, hubiera preferido no decir lo que pensaba. Como hablando consigo misma, agregó—: Puede significar que va a volver.

—No puede volver, mujer. Ya está muerto.

—Ardelve me dijo que se había ahogado, pero yo no lo vi muerto.

—Nadie lo vio —admitió él.

—¡Por Dios, sir! Ya antes la gente había pensado que Waldron estaba muerto y, sin embargo, regresó. ¿Por qué no podría suceder otra vez lo mismo?

¡Maldición! Rob estaba furioso consigo mismo por haber revelado ese detalle. Sólo le habían dicho a Ardelve que Waldron se había ahogado, sin precisar cómo, y mucho menos dónde.

—Tienes razón, mi amor. Sólo quería evitarte temores y he logrado lo contrario. Creo que es hora de que conozcas uno de mis secretos.

—Confiaste en mí en Lestalric cuando llegó el conde de Fife —le recordó, en tono de reproche—. Yo también confié en ti. Ni siquiera te pregunté qué era lo que me estabas dando.

—Pero la confianza no es siempre un asunto tan sencillo. Algunos secretos deben permanecer ocultos. Yo he hecho un juramento y no puedo quebrantarlo. Este tema de Waldron, sin embargo, excede los límites del juramento.

—¿Estás seguro de que se ahogó?

—Absolutamente. ¿Te acuerdas de la caverna?

—Sí. También recuerdo los cofres, y que hablaban acerca de un tesoro robado a la Iglesia.

Sin hacer ninguna referencia al tesoro, Rob añadió:

—Waldron se ahogó en el lago de la caverna. El diablo tomó lo suyo, porque su cuerpo nunca volvió a la superficie. Hugo y yo fabricamos una balsa y revisamos cada centímetro de las márgenes del lago. En muchos lugares, la pared de la caverna está cortada a pico y no hay nada a qué aferrarse, incluso si no se está herido, y él estaba casi muerto antes de zambullirse. Además, ese lago subterráneo es muy profundo y muy frío, y no devuelve a los muertos a la superficie.

Para su asombro, ella declaró:

—Es como el mar que rodea a las Islas. El agua es tan fría que los cuerpos se hunden hasta el fondo.

Rob sintió temblar a su esposa, la estrechó más fuerte y le besó los cabellos, aspirando su perfume. Quiso poseerla de nuevo.

Sin embargo, aún quedaba algo por lo que disculparse, luchó por ignorar las exigencias de su cuerpo.

—No me malinterpretes, sé que tu pesadilla significa algo importante. Lo que viviste con Waldron es una experiencia cuyas huellas tardarán en borrarse.

—Creo que sí, aunque me parece inaudito que todavía me persiga después de tanto tiempo, y cuando estoy a salvo.

—Hay una regla en el arte de la guerra —declaró—: Si caes derrotado en una batalla, si tus hombres mueren defendiendo tu causa, abatidos por la espada enemiga, levántate y lucha por el honor, que jamás debe ser vencido. Recupera la fuerza de la sangre de los caídos, ennoblece tu espíritu con el miedo a la derrota.

—¡Santo cielo! ¿Quieres prepararme para una batalla?

Dejando de lado su sagaz sentido del humor, Rob se mantuvo serio y le respondió:

—Hay más de una manera de librar una batalla, tesoro mío. Pero todavía es muy temprano. ¿No quieres dormir un poco más?

—Estoy totalmente despierta, así que si quieres levantarte…

—Antes de levantarme, quiero discutir un asunto muy importante contigo.

—¿De qué asunto se trata? —preguntó Adela, con ingenuidad.

Rob acarició el seno de su esposa y le apoyó su masculinidad inflamada en la entrepierna.

—De algo que no puede esperar.

 

 

La segunda lección de Adela fue todavía más agradable que la primera. Después, su marido la ayudó a encontrar y a ponerse su ropa que estaba desparramada por la habitación. Ella se sintió en perfecta armonía con él. El hecho de tener que volver a ponerse su vestido de seda de la noche anterior le recordó su secuestro, porque entonces había tenido que usar el mismo vestido durante varios días. Sin embargo, Isobel había enviado ropa a Hawthornden para Sorcha, de modo que Adela decidió que después del desayuno buscaría algo más adecuado para ese lugar tan descuidado.

Hizo mentalmente una lista de las cosas necesarias para organizar el castillo y se apresuró escaleras abajo para ir al encuentro de su esposo. Lo encontró sin camisa, en la sala, mientras un joven soldado corpulento le curaba la herida y unos sirvientes preparaban una mesa cubierta con un mantel de hilo para el desayuno.

—Milady —la saludó Lestalric—. Quiero presentarte a Archie Tayt. Trátalo bien. Su tío es un influyente burgués de Edimburgo. Haz una reverencia, jovencito.

Sonriéndole al «jovencito», que, como la mayoría de los hombres de sir Hugo, era mucho más alto que ella, Adela respondió a la chispa en sus ojos azules al saludarlo, agregando un comentario para su marido:

—Por supuesto, milord, y creo que sería amable con él incluso si no tuviera ningún tío.

—Bien, tampoco seas demasiado amable —le advirtió celoso, con una mirada burlona.

—¿Cómo está esa herida, Archie?

—Sanando —contestó Rob, haciendo una mueca mientras Archie le seguía untando el bálsamo.

—Le estaba preguntando a él —lo regañó Adela. Archie le dirigió una mirada angustiada, expresando su miedo a decir algo que pudiera enojar a sir Robert—. No importa. Le echaré yo misma un vistazo.

—Archie, ¿te das cuenta de lo que hice?

—Sí, milord, os habéis casado con una buena mujer, por cierto. Será una buena madre para vuestros hijos.

—Cierto —coincidió Rob, orgulloso—. Pero yo no quiero una madre para mi…

—Gracias, Archie —lo despidió lady Lestalric—. Hazte a un lado ahora, por favor, y déjame ver cómo progresa eso. Hasta ahora sólo la he visto a la luz de la luna. Quédate quieto, sir —agregó para su marido.

—¿Y bien? —se impacientó él al rato—. ¿Qué piensas?

—Pienso que has sido muy afortunado por una segunda vez. Te estás curando con una notable rapidez.

—Sin duda gracias a las pociones de la condesa. Muchos de nosotros le debemos gratitud eterna a sus habilidades. Cúbrela ahora, Archie, y te agradeceré que no le digas a toda alimaña que anda por ahí que mi mujer me lleva de la nariz.

—No lo haría por nada del mundo, milord —le dijo Archie enfáticamente.

—No te olvides del otro asunto del que te pedí que te ocuparas.

—No, señor, no me olvidaré.

—¿Que le pediste? —le preguntó Adela, ya sentados alrededor de la mesa.

—Que me buscara algo que quiero obsequiarle a mi mujer como regalo de bodas.

—¿Qué cosa?

—Te has vuelto demasiado curiosa de pronto —sonrió misterioso—. Bien, no te lo diré, así que toma tu desayuno. Y no me mires de esa manera. Y ya he decidido que te permitiré retarme a duelo una vez que terminemos de comer, así que reserva tu enojo para entonces.