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Capítulo 16

Con un suspiro de resignación, Rob se apartó de Adela y gritó:

—Vuelve abajo, Henry, y pide comida para nosotros. Estoy muerto de hambre. Bajaremos enseguida.

Adela se refrescó el rostro mientras Rob recogía la ropa de ambos. Cuando la joven se volvió para coger su enagua, él pensó algo que lo hizo reírse para sus adentros.

—¿Qué?

—Estaba pensando en Archie —lanzó una carcajada—. La expresión de su rostro…, y también la tuya. La verdad, querida, nunca pensé que lo lograrías. ¡Te alistaré en mis filas!

—Me hiciste enojar al burlarte de él de esa manera —espetó con tono severo, mientras se pasaba la enagua por la cabeza y se la colocaba en su sitio.

—Sin duda volveré a enfadarte a menudo. Pero espero que no planees tumbarme de espaldas frente a los muchachos.

Parecía arrepentida.

—Y yo espero que te hayan conocido como Einar Logan.

—En efecto, me conocían —se calzó los pantalones mientras su esposa se ataba las cintas del vestido—. Algunos no me trataban siempre con el respeto debido. Aunque acudí a Hugo decidido a aprender a ser humilde. Como ellos no sabían que estaban tratando con un futuro barón, algunos me humillaban.

—Debe de haber sido difícil para ti.

—No mucho más que cuando empecé mi entrenamiento en Dunclathy.

—¿La gente de Roslin y de Hawthornden te conocía antes de que te transformaras en Einar?

—No, sólo los hombres de Hugo. Unos pocos hombres de sir Edward en Dunclathy me conocían lo bastante como para reconocerme incluso después de que me dejara crecer la barba, pero yo me mantenía lejos de ellos. Para todos los demás, me había transformado en Einar Logan. Pronto me convertí en uno de los capitanes más cercanos a Hugo. Sin tierras de qué ocuparme, mi vida me parecía buena a su lado.

Adela observó a su marido vestirse.

—Me parece que te mueves con más soltura —observó aliviada de que al fin la herida sanara.

—En efecto —sonrió—, tú representas un excelente estímulo. Además, tus cuidados me han sentado de maravilla. Aprendes rápido, tesoro mío.

Ella sonrió, complacida. Una nueva y cálida sensación embargó su pecho: su marido estaba elogiando sus méritos.

—Por todos los cielos, eso me hace recordar algo —exclamó—. ¿Qué hiciste con el bulto que me dio Archie?

—Ahí está, en el suelo —señaló—. ¿Qué es?

—Mira y descúbrelo por ti misma —se lo tendió él.

Adela encontró un puñal con incrustaciones de piedras preciosas en el mango dentro de una funda de terciopelo.

—Más tarde te voy a enseñar cómo usarlo. Primero, déjame mostrarte cómo llevar la vaina —con una sonrisa le pidió que se levantara las faldas, y la sujetó un poco por encima de su rodilla—. Tu hermana Isobel lleva una igual a ésta.

—Qué sensación extraña —titubeó.

—Te acostumbrarás a ella. Ahora vayamos a reunirnos con Henry. Después pasearemos por los alrededores. Hay muchas cosas aquí que quiero mostrarte.

 

 

En el salón, encontraron a Henry con expresión sombría. Al tiempo que los criados se afanaban alrededor de la mesa, el caballero parecía estar evaluando a Adela. Cuando ella le sonrió, su expresión siguió siendo adusta. Entonces la joven le dirigió una mirada interrogativa a Rob, pero él sacudió la cabeza, de modo que ella no hizo ningún comentario.

—Has viajado rápido, Henry.

—Más rápido de lo que me imaginaba, teniendo en cuenta las costumbres de la condesa cuando se traslada. Estaba ansiosa por volver a ver a su nieto. También te he traído tu ropa.

Adela se lo agradeció fervorosamente. Y los tres continuaron charlando con poco entusiasmo. Una vez que estuvieron seguros de tener todo lo que necesitaban, Rob hizo salir a los sirvientes.

—Bueno —declaró—, escuchémoslo. ¿Quién ha sido asesinado?

—¿Pensaste que estaba bromeando?

—¡Por todos los cielos! ¿Entonces es cierto?

—La verdad es que no conozco bien todo el asunto. Debo reconocer que exageré porque tu hombre mencionó… —vacilando, le echó un vistazo a Adela, y luego agregó—: Escuché que alguien había atacado a De Gredin anoche cuando regresaba caminando al castillo desde la ciudad. No me quedé para enterarme de más, consideré más importante llevar a mi madre de regreso a Roslin.

—¿Por qué estaba el chevalier en la ciudad? —le preguntó Adela—. Nosotros lo dejamos en el castillo.

—Parece que estaba tratando de encontrarte —comentó Henry—. Te buscó en la mansión Clendenen, pero le pidieron que se marchara, explicándole que tú te habías retirado. De todas maneras, su visita me intranquilizó y envié a uno de mis muchachos a averiguar qué estaba tramando. Al parecer, De Gredin se las había arreglado para decir que tú estabas entre los que lo habían atacado.

—¿Cuándo se supone que hice eso?

—Ah, bueno, ése es el problema que tienen, ¿no es así? —masculló  Henry—. Verás, él dice que sabe la hora exacta, porque pudo contar las doce campanadas de los maitines mientras su atacante lo agredía.

—Pero nosotros estábamos en la iglesia de la abadía en ese momento —intervino Adela.

—Estábamos aproximándonos a los establos cuando empezaron a sonar las campanadas —continuó Rob—. Tú te sobresaltaste, ¿recuerdas? ¿Dónde tuvo lugar ese supuesto ataque, Henry?

—En la High Street pasando St. Giles.

—Entonces me parece que podemos limpiar mi nombre con mucha facilidad.

—Si te dan la oportunidad —le respondió Henry—. El abad puede testimoniar en tu favor, pero no servirá de mucha ayuda si te matan antes. Por supuesto, también puede ser leal a Fife. Si fuera así…

—No lo creo, el abad dejó entrever su desprecio por Fife.

—Sí, lo hizo —coincidió Adela—. Dijo que era un conde altanero. También afirmó que él se decía un hombre religioso.

—Bueno, el «conde altanero» parece que está difundiendo el rumor de que tú no eres el verdadero Robert de Lestalric. Como nadie sabe dónde estuviste estos nueve años, puedes ser un espía inglés.

—¡Pero el rey lo reconoció! —les recordó Adela.

Henry se encogió de hombros.

—Fife dirá que el rey está demasiado viejo.

—También el abad me reconoció —añadió Rob—. De todos modos, nos enfrentaremos a ellos si eso es lo que tenemos que hacer. Por ahora… —vaciló—: Henry, ¿tu hombre pudo averiguar cuán herido estaba De Gredin?

—Según la gente de Fife que estaba allí, el chevalier estaba muy malherido y es probable que no sobreviva.

—Supongo que su supervivencia dependerá de cuánto le convenga a Fife que viva o muera —espetó Rob.

Preocupado, Henry observó a los esposos, tomados de la mano.

—No mencioné tu boda con Adela —le dijo Henry—. Me pareció mejor mantenerlo en secreto hasta que llegáramos a Roslin. Sólo Ealga lo sabe.

Adela se sorprendió al notar un destello en los ojos de Rob.

—Casi me da miedo preguntártelo. ¿Qué fue lo que dijo?

—Que ella sabía desde un primer momento lo que iba a suceder y que os desea la mayor de las felicidades.

—Cielos —exclamó Adela con un suspiro de alivio—. Espero que la reacción de mi padre sea igualmente positiva cuando se entere de lo que hicimos. Y no me quiero ni imaginar lo que la gente de Ardelve va a pensar cuando escuche hablar del asunto.

—Nadie se opondrá —aseveró Henry—. El hijo de Ardelve estará muy contento de no tener que preocuparse por una madrastra viuda de su misma edad que apenas conoce. Y Macleod sólo necesita saber quién es Rob, y también estará contento.

—Si sigo estando entre los vivos —agregó Rob, frunciendo el ceño—. No sé qué es lo que se propone Fife, pero debemos actuar con rapidez en relación con el otro tema que discutimos.

—Si hay algo que no pueden discutir conmigo, señores, les ruego que me lo digan —pidió Adela, ofendida—. Intuyo que no confían en mí.

—Es suficiente —la interrumpió Rob—. No podemos discutirlo aquí. Ya te lo dije…

—No aquí, Rob —intervino Henry—. Vayamos a la pequeña habitación que Hugo usa para sus asuntos personales. Allí nadie podrá escucharnos.

—Pero le prometí a milady que hoy le mostraría Hawthornden —terció Rob, mirando con cautela a Adela.

—Creo que tu esposa debería venir con nosotros.

—¡Henry! —exclamó Rob enfurecido.

—Primero tendremos esa charla y luego la llevaremos juntos a hacer el recorrido por el lugar.

Rob sintió que su mal carácter volvía a aflorar mientras seguía a Henry y a Adela, y recordó que debía controlar su ira. Sin duda, Henry lo estaba poniendo a prueba.

Seguro que el príncipe no tenía la intención de revelarle a Adela ninguno de los secretos de la Orden. Aunque, por otra parte, su esposa era una mujer en la que se podía confiar. Las emociones se mezclaban con mucha facilidad en esos asuntos. Y a veces una sencilla conversación podía derivar hacia terrenos peligrosos y llenos de trampas para los incautos.

El problema residía en que ella no sólo sabía que había secretos, sino que había visto pruebas de al menos dos de ellos. Aunque Waldron aparentemente no le había mencionado la Orden, él le había dicho que buscaba el tesoro que los templarios custodiaban para devolvérselo a la Iglesia. Y Rob mismo le había entregado su mapa. Sólo restaba juntar los cabos sueltos.

Cuando entró en la habitación, Henry ya se había colocado en la banqueta de Hugo al lado de la mesa que ocupaba la mayor parte de la habitación, y Adela se había sentado en el rincón más alejado de la puerta.

—¿Y bien? —preguntó Henry, alzando sus cejas.

—Tienes razón, supongo —resopló Rob, advirtiendo la sorpresa en el rostro de Adela. Él vio algo más, también, alivio o quizás algo más enternecedor, tal vez gratitud—. No me gusta, de todos modos —agregó con brusquedad, mirándola—. Cuanto más se comparte un secreto, más vulnerable se vuelve.

—Coincido con ello, pero no sé si recuerdas que dos de sus hermanas ya están enteradas —señaló Henry—. Además, es casi imposible no revelar ese tipo de cosas a una persona que vive contigo y que conoce tus pensamientos y tus estados de ánimo. Y, además… —hizo una pausa, mirando a Adela.

Ella le devolvió la mirada con toda solemnidad.

—Tú ya sabes más de lo que deberías —le comentó Rob a su esposa.

—¿De veras? —se intrigó ella.

—He descubierto que las hermanas Macleod son inteligentes y perseverantes —agregó Henry—. Tarde o temprano, tu esposa se enterará de más cosas por sí misma.

—Ya he decidido mostrarle Hawthornden y algunas formas de defenderse —suspiró Rob—. Debo confesar que me gustaría contarle también más cosas acerca de mi abuelo y enseñarle dónde se escondieron él y sus compañeros en los viejos tiempos. Pero podría acarrear problemas si ella no entiende por qué debe mantenerlo en secreto.

—Me gustaría que dejarais de hablar delante de mí como si no estuviera presente —se quejó Adela, de manera cortante—. ¿Todo esto tiene que ver con el mapa que encontraste en Lestalric, Robert?

—Sí —asintió él, preguntándose cómo habría adivinado que se trataba de un mapa y deseando que no siguiera llamándolo Robert. La gente lo llamaba así sólo cuando estaban enfadados con él—. ¿Encontraste lo que buscabas en Roslin, Henry?

—Por fortuna. —Henry introdujo la mano en su jubón y extrajo un rollo de vitela muy parecido al de Rob—. ¿Todavía tienes el tuyo contigo?

—En mi bota. —Rob se inclinó para sacarse su bota derecha.

Mientras él se volvía a calzar, Henry extendió su parte del mapa sobre la mesa esperando que Rob hiciera lo mismo con la suya. Las curvas de ambos fragmentos encajaban a la perfección como un rompecabezas.

—¿Qué piensas? —le preguntó Henry, dubitativo—. Parece una maraña de líneas y de símbolos.

Adela se acercó para ayudar a mantener las dos mitades en su lugar. Henry tenía razón. Si era un mapa, era el más extraño que hubiera visto jamás. Parecía el dibujo de un niño, con líneas trazadas en todas las direcciones. Lo único reconocible eran algunos símbolos, dos que parecían ramas de plantas, una espada, una flecha apuntando al norte, y otras cosas más difíciles de identificar.

—¿Y eso qué es? —preguntó la joven, señalando las dos plantas.

—Aulaga —indicó Rob.

—Y ginesta —agregó Henry.

—Parecen lo mismo, excepto que la planta de Henry tiene una flor en la mitad —observó Adela.

—En efecto, es la misma planta. Ginesta es otro término para decir aulaga.

—Pero ambas son, simplemente, una retama —acotó Rob—. Para el diseño de nuestro escudo heráldico, mi abuelo se inspiró en la mitad del mapa que tiene una flor y que ahora sostiene Henry.

—Y de la mitad que tiene Rob, mi abuelo sacó el diseño del suyo —explicó Henry.

Adela frunció el ceño.

—¿Fue para que cada uno supiera quién tenía la otra mitad?

—¿Cómo podemos saberlo? Yo sólo le conté a Henry acerca de mi mapa porque… —se detuvo, hizo una mueca, y miró a Henry.

—Porque él sabe que a mí me interesan mucho los mapas y últimamente han caído en mis manos unos cuantos mapas antiguos —terminó la frase el otro.

—Y una vez más, llegamos al tema del tesoro —concluyó lady Lestalric.

Rob observó cómo Henry reaccionaba ante la penetrante mirada de Adela, pero sólo acotó:

—En efecto.

Todavía incómodo ante la perspectiva de tener que revelar otro secreto, Rob declaró:

—Este mapa no tiene nada que ver con el tesoro, querida. Más tarde hablaremos del asunto. Ahora, lo importante es saber adónde nos lleva este mapa.

—Pero ¿no sabes qué es lo que está escondido?

—No es importante ahora, lo descubriremos cuando lleguemos a donde nos conduce el mapa —indicó Henry.

Anticipándose a una nueva pregunta de su esposa, Rob añadió:

—El único lugar que conocemos con el que nuestras dos familias tienen una fuerte conexión es Hawthornden.

—Era parte de la baronía originaria que le fue otorgada a mi antepasado sir William Sinclair cuando llegó a Gran Bretaña con Guillermo el Conquistador —dijo Henry.

—Luego, durante la invasión inglesa de 1335 —continuó Rob—, mi abuelo y otros que se negaron a someterse a Eduardo III se refugiaron en las cuevas de los alrededores hasta que pudimos enviar a todos los ingleses de regreso a sus casas. Por lo tanto, sospechamos que el mapa está relacionado con algo escondido aquí o en los alrededores.

Adela había estado estudiando la maraña de líneas en el mapa mientras él hablaba. Sin levantar la vista, concluyó:

—Entonces estas líneas podrían indicar una ruta de cueva a cueva, ¿o son todas cavernas enormes como la de Roslin?

El silencio subsiguiente le hizo levantar los ojos. Rob parecía meditabundo, pero Henry enfrentó la situación con su habitual sonrisa despreocupada.

—¿Cuánto recuerdas de ese lugar, milady? —le preguntó.

—Pues, no podría encontrarlo aunque quisiera. Me asusté mucho cuando entramos allí, estaba tan oscuro… Pero Sorcha encontró un farol y lo iluminó. Nos hallábamos en una especie de corredor que se abría a una caverna inmensa. Recuerdo el lago, pero no mucho más de lo que sucedió luego.

—Ya no tiene importancia, de todos modos —intervino Rob—. Esa caverna es una de los cientos que hay en esta región, pero la mayoría son mucho más pequeñas. Sólo la cueva de Wallace es bien conocida. Otras las conocen unos pocos, y sin duda hay muchas que todavía no han sido siquiera descubiertas. Todos deberemos pensar con detenimiento en este mapa, pero ahora demos un paseo por el castillo. Podemos empezar por aquí y mostrártelo todo, desde la muralla hasta el foso.

Enfadada, Adela comprendió que su marido quería evadirse de la situación: él estaba decidido a contarle lo menos posible, a pesar de la buena voluntad de Henry. Pero controló su irritación, tal vez sólo porque ver todo el castillo le permitiría darse una idea de cómo empezar a poner el lugar en orden. Fieles a su palabra, Henry y Rob le mostraron todas las habitaciones, desde las murallas hasta la gran sala debajo de la cima del acantilado donde le señalaron el pasadizo subterráneo de salida. Rob abrió una puerta de madera y se hizo a un lado:

—Echa un vistazo, querida.

Desorientada después de bajar por una escalera en espiral, se sorprendió al descubrir que el pasadizo daba al acantilado. Estaban a cuatro metros debajo de la cima, y aunque hubieran podido escalarlo, se hallaban justo debajo de la lisa pared de la torre del homenaje.

—¿Para qué sirve? —preguntó ella—. Es imposible escalarlo. Sólo un lunático saltaría al río desde aquí.

—Mira esa soga enrollada en la pared atada a la anilla de hierro —señaló Rob—. Se utiliza para descender hasta el agua. Es sólo para casos de emergencia, por supuesto, si hay enemigos dentro o si el castillo está sitiado. No creo que alguien la haya usado nunca excepto los muchachos que quieren probar sus fuerzas o que quieren nadar. Pero debes conocer el lugar por si se da el caso de que lo necesites.

—Y a esas cuevas que mencionaste, ¿se puede acceder desde aquí?

—A algunas. El camino está un poco más allá del foso.

Adela se estremeció cuando atravesaron el foso, cuya entrada apenas consistía en un agujero en la pared tan estrecho que apenas pasaban los hombros de una persona. El otro lado era más profundo y escarpado. Una vez dentro, la única forma que tenía un prisionero de salir era que alguien le arrojara una soga y ser lo bastante fuerte como para lograr subir.

La puerta falsa, que Rob apartó, estaba en la pared misma. Antes de que la abriera, no había forma de adivinar su existencia. Se deslizó silenciosamente y con aparente facilidad. Henry había encendido una antorcha. Le entregó otra a Rob, quien se adelantó conduciéndolos por el estrecho pasadizo del otro lado de la poterna.

El aire frío y húmedo desagradó a Adela. A medida que se internaban en la caverna, la joven ansiaba más y más el aire puro y la luz del sol.

Después se abrió un segundo pasadizo.

—¿Qué piensas, Henry? —le preguntó Rob.

—Hace años que no bajo aquí. ¿Tú los exploraste cuando estuviste aquí antes?

Rob asintió.

—Les eché un vistazo mientras me recuperaba de la flecha que me disparó Waldron —siseó—. Era la primera vez que estaba solo en el castillo. Aunque Hugo me había ordenado descansar, me pareció una buena oportunidad para descubrir aquí abajo alguna otra cosa de los tiempos de mi abuelo.

—¿Y?

—Bueno, esta área coincide con el mapa —concluyó él—. Pero como no lo tenía, no pude precisar el lugar exacto.

—Si el cuadrado que está dibujado al norte, o lo que parece ser el norte, en esta maraña de líneas, se supone que es Hawthornden, deberíamos seguir el pasadizo a la derecha —dedujo Henry—. Eso si nos guiamos primero por mi mitad, y si la línea que parece conducir hacia la espada es la que debemos tomar. Muchos de los símbolos parecen colocados al azar, pero la espada se destaca entre todos y señala el final de una línea.

—Cielos, Henry —exclamó Rob—. Si ninguno de nosotros sabe lo que está haciendo aquí, deberíamos estudiar mejor el mapa antes de empezar a dar vueltas. Quizá necesitemos esperar a Hugo. Él debe de conocer estos túneles mejor que nosotros.

—Pero si los conoce tan bien —observó Adela, pensativa—, ¿no debería haber encontrado hace tiempo lo que nosotros estamos buscando?

—Desde luego, si hubiera tenido un motivo para buscarlo —añadió Rob—. Pero esté donde estuviere, de seguro se halla muy bien escondido, a menos que uno sepa el lugar exacto o pueda reconocer alguna señal de su presencia.

—Oh, tenemos que contarte cuando Mich…

—Más tarde —lo interrumpió Rob—. Por ahora, regresaremos para planear con más cuidado nuestra búsqueda.

—¿Y con respectó a Fife? Si él viene… —Henry dejó la frase inconclusa.

—Tendremos que enfrentarnos a él —sentenció Rob—. Pero esos pasadizos son un laberinto demoníaco. Si nos internamos en ellos sin conocer bien nuestra ruta, deambularemos perdidos durante días.

La idea hizo que un escalofrío recorriera la columna vertebral de Adela, y se sintió feliz de que Henry estuviera de acuerdo en regresar al castillo. Una vez allí, él insistió en hacer una copia del mapa entero.

—Esconderemos las mitades del original como antes y guardaremos las copias, luego podemos arrojarlas al fuego si es necesario.

Rob estuvo de acuerdo, y Adela los dejó en la habitación de Hugo ocupándose de la tarea.

La idea resultó práctica; mientras copiaban los mapas descubrieron un sendero que conducía hacia la espada en la mitad de Rob desde el cuadrado que suponían que era Hawthornden y que figuraba en la mitad de Henry. Aunque seguir ese camino subterráneo a la luz de una antorcha era otro asunto.

Rob se despidió de Henry con la promesa de encontrarse con él a la mañana siguiente, después de que ambos hubieran estudiado sus copias. Encontró a su esposa mirando por la ventana de su dormitorio, hacia el oeste. Ella se volvió al oírlo entrar.

—¿Has invitado a Henry a cenar?

—Sí, pero quiso regresar para esconder los mapas y arreglarse. Yo también necesito lavarme.

—Cuéntame más cosas sobre tu abuelo —pidió la joven.

De buen grado, él le contó varias historias acerca de los combates de su abuelo contra los ingleses, y el último lo interpretó tan bien que la hizo reír a las carcajadas. Rob la abrazó, y disfrutaron con placer el uno del otro.

Más tarde, él le mostró su copia del mapa y la estudiaron juntos, pero concluyeron que, sin puntos de referencia más concretos, seguir las indicaciones del mapa resultaría imposible.

Al día siguiente, cuando Henry regresó mientras ellos desayunaban en la gran sala, Rob sugirió con cautela que dos personas podían explorar juntos el terreno en menos tiempo que tres…

Adela frunció el ceño, pero no dijo nada. Henry, examinando las fuentes sobre la mesa, se sirvió pan, cerveza y unas tajadas de cordero. Él tampoco abrió la boca.

—¿Qué sucede, milady? —le preguntó Rob, sabiéndolo perfectamente, pero con la esperanza de que Adela los animara a irse sin ella.

En cambio, y sin importarle la presencia de Henry, se puso de pie para encararse a él muy enojada:

—¿Qué sucede? Sabes perfectamente lo que pasa, milord.

—¿Ah, con que lo sé? —sintió que su ira brotaba.

—¡No juegues conmigo, sir!

Henry seguía comiendo plácidamente, como si estuviera solo.

Intentando apaciguar los ánimos, Rob comentó con más amabilidad:

—Adela, querida, esto es…

—No me digas «Adela, querida». En un momento finges que confías en mí y al momento siguiente sólo quieres esconder tus preciosos secretos. Te juro que me resultaría más fácil que no me dijeras nada en absoluto.

—Muy bien, tal vez es lo que debería hacer —resolvió de manera cortante—. Recuerda que eres mi esposa y que me debes obediencia, milady. Yo decidiré qué decirte y qué no. Mientras tanto, como sé que anhelas poner este castillo en orden, puedes empezar hoy mismo.

—¿Puedo, de veras? —le preguntó, furiosa, inclinándose hacia él con las manos en las caderas—. ¡Entonces no te importará que empiece aquí mismo!

Tomó un cuenco todavía medio lleno y se lo arrojó, pero como él eludió el golpe, hizo lo mismo con la fuente que todavía tenía unas tajadas de carne.

—Basta ya —protestó Henry—. Era un cordero muy bueno.

—Déjanos solos, Henry —le ordenó Rob.

Henry levantó sus cejas.

—Cielos, Rob, este lugar es mío.

—Entonces te dejaremos aquí con tu comida. Quiero hablar a solas con mi esposa.

—Hazlo. Y luego averigua cómo preparó tu gente este sabroso cordero.

—Sólo le han echado romero al fuego mientras se cocinaba, sir —se distrajo Adela.

—Eso no importa —gruñó Rob—. Ahora vienes conmigo.

Lady Lestalric lo siguió desde la sala, llena de remordimientos. ¿Cómo diablos se había atrevido a arrojarle la vajilla? Por fortuna, no había dado en el blanco. De todos modos, él tenía unas salpicaduras y una mancha en su jubón que bien podía ser de grasa.

Esta vez no habría risas cuando llegaran al dormitorio.

Rob se detuvo en el rellano fuera de la puerta, y se volvió hacia su esposa con expresión solemne.

—No deberías haber hecho eso.

—No, sir —aceptó arrepentida—, pero debes decidir si vas a confiar en mí o no. Nunca sé qué puedo esperar y estoy cada vez más enojada porque…

—Sé que es difícil —agregó cuando ella hizo una pausa—. Pero hay cosas más importantes que otras, más secretas, y el problema es que están relacionadas de una manera u otra. Es como tirar de un hilo y deshacer toda la prenda.

—Tú me dices eso, pero es evidente que Henry piensa que yo debería saber más.

—Yo no soy Henry. Y no me gusta que me arrojen cosas a la cabeza.

—Lo siento mucho —se disculpó con total sinceridad.

Él puso una mano sobre su hombro, la atrajo hacia sí y besó con suavidad sus labios.

—Te perdono, querida, pero no lo vuelvas a hacer.

Aliviada, la muchacha se animó a preguntar:

—Entonces, ¿puedo ir contigo?

—No, mi amor, esta vez iremos solos. No sabemos qué podemos encontrar, estaré menos preocupado si sé que tú estás aquí, a salvo. Te contaré si encontramos algo.

Consciente de que merecía ese castigo, Adela obedeció decepcionada.