21
El sábado siguiente Nicholas tenía otro concierto benéfico, esa vez con el fin de recaudar fondos para un hogar infantil en un barrio de la periferia de Londres. Me siento muy orgullosa de la cantidad de obras de beneficencia que lleva a cabo. ¿Quién iba a decir que alguien podía ser un pervertido en la alcoba y aun así querer ayudar al prójimo?
Después de pasar unas horas en la nueva biblioteca, habitación que frecuentaba últimamente, me dirigí a la sala de música y encontré a Nicholas sentado al piano, absorto en su ensayo. Me encaramé al borde del sillón blanco que había junto al ventanal y lo contemplé hasta que terminó de tocar: su cuerpo se movía rítmicamente, mecía la cabeza, y abría y cerraba los ojos dejándose llevar por la música. Su talento me dejaba boquiabierta.
Cuando hubo terminado la pieza se tomó unos segundos para volver a la realidad, luego se volvió y me sonrió, y no pude evitar negar con la cabeza al pensar en lo distinta que era mi vida comparada con la de hacía unos meses. Había pasado de llevar la anodina existencia de una mujer soltera a convivir casi a diario con un hombre cariñoso, guapo y de excepcional talento en su hermosa casa victoriana. Vale, era un poquito pervertido también, pero nadie es perfecto, ¿no?
—¿Qué? —preguntó Nicholas, que obviamente había reparado en mi semblante de ensoñación.
Me levanté del sillón, sonreí y me acerqué a él. Le di un beso en el hombro y canturreé feliz. Noté la piel caliente de Nicholas a través del algodón de su camisa y olí su genial aroma a pino mezclado con la fresca fragancia del detergente, lo que no hizo más que ensanchar mi sonrisa.
—Nada, me maravillaba de lo afortunada que soy —respondí un tanto enigmática. De haberle dicho que estaba pensando que era un hombre extraordinario podría habérsele subido a la cabeza—. Esa pieza es preciosa, Nicholas. Sé que estás ocupado, así que no voy a distraerte. Solo quería decirte que había pensado pasar esta noche en mi apartamento. Estarás fuera hasta tarde, de todas formas, y necesito recoger el correo y comprobar si hay facturas.
Mientras hablaba, mi mente cruel retrocedió a la última vez que había dado un concierto y, sin quererlo, me estremecí.
Nicholas, que ya estaba haciendo un mohín al oír que me marchaba, detectó mi reacción y frunció el ceño.
—¿Qué pasa, Becky? —preguntó al tiempo que, levantándose del piano, me asía los hombros con preocupación.
—Nada —murmuré. Su mirada penetrante me hizo suspirar—. Me estaba acordando de tu último concierto… Cuando acabó me llamaste para romper conmigo —mascullé, sintiéndome de pronto bastante frágil y sin llegar a manifestar en voz alta el resto de mis pensamientos: «Luego vine a tu casa y me azotaste con una fusta…».
Me atrajo hacia sí, me estrechó entre sus brazos y me besó la cabeza. Obviamente sabía lo que estaba pensando, pero tampoco quería volver a mencionarlo.
—Ven conmigo esta noche —me pidió de pronto mientras se echaba hacia atrás para mirarme—. Después hay una cena. No suelo quedarme, pero podría hacerlo esta noche. Me permiten llevar acompañante, ¿querrías venir?
Presentarme en público con Nicholas, eso sería… ¡interesante! Además de una novedad. No es que estuviéramos ocultando nuestra relación precisamente, pero Nicholas estaba convencido de que, en cuanto la prensa se enterara de que tenía novia, la primera que los periodistas supieran, la perseguirían con insistencia, por eso habíamos procurado pasar inadvertidos y quedarnos en casa.
—¿Tú quieres que vaya? Sé que no te exhibes con mujeres en público…
No deseaba que Nicholas se sintiera presionado y luego volviera a pagarlo conmigo. A veces tenía que andarme con pies de plomo con él.
—Nunca me he presentado en público con una mujer porque, sinceramente, tú eres la primera novia de verdad que he tenido —reconoció encogiéndose de hombros. Me tomó la cara entre las manos y, acariciándome la mejilla con el pulgar, me miró con una franqueza inusual en su atractivo rostro—. Te quiero, y deseo que el mundo entero te vea. Me sentiría muy orgulloso si me acompañaras esta noche, Rebecca.
Vaya, empezaba a preocuparme la reacción de los periodistas, pero su última afirmación me hizo sentir mucho mejor. Qué frase tan sentida. De Nicholas, nada menos. Además, el centro de atención sería él, no yo, me dije para tranquilizarme mientras le sonreía.
—Vale, voy —acepté, y entonces hice un mohín—. Dios, no tengo ni idea de qué ponerme. ¿Habrá que arreglarse mucho?
—¿Sabes qué? —dijo Nicholas mirándose el reloj—. Voy a hacer un descanso de una hora. Te llevaré de tiendas para que te compres un vestido nuevo, luego te dejaré en tu piso y volveré aquí para prepararme. Puedo recogerte a las cinco para el concierto, ¿qué te parece?
Radiante de felicidad de pensar que iba a acompañar a Nicholas al concierto y a la cena, en público, asentí con entusiasmo.
—Suena bien. —Me puse de puntillas y lo besé en la mejilla—. Yo también te quiero, Nicholas…, mucho —le susurré muy cerca, y dejó escapar un gruñido de satisfacción y me atrajo hacia sí con fuerza.
Como disponíamos de poco tiempo, me llevó en coche a un centro comercial del lujo de las afueras que estaba bastante cerca de su casa. Consultamos el directorio y fuimos directos a la segunda planta, la de las boutiques. Nicholas tenía prisa por volver, así que no podíamos entretenernos como yo solía hacer cuando iba de compras.
—¿Cómo de elegante tengo que ir? ¿Vestido de cóctel o traje de noche formal? —le pregunté distraída mientras acariciaba el suave tejido de un vestido rojo por la rodilla. Puede que fuera demasiado ostentoso para mí, pero era tan bonito…
Nicholas se encogió de hombros, revelando la típica falta de interés de los hombres en esas cuestiones.
—Creo que las mujeres que van a estos actos suelen arreglarse bastante. Con vestidos largos, supongo —murmuró, y se dirigió hacia un precioso vestido plateado palabra de honor que estaba expuesto en un maniquí—. Pruébate este —me dijo sosteniéndolo para mí.
La orden casi me hizo reír, pero el vestido era precioso y justo de mi talla, así que me limité a mover la cabeza y a tender la mano para aceptarlo, a pesar de lo cómico que me resultaba.
—Vale.
Lo cogí, me llevé otro igual de bonito de color azul marino y me dirigí a los probadores convencida de que uno de ellos sería el que me quedase.
—Te espero aquí fuera. Sal a enseñármelos cuando te los pruebes —dijo, una vez más en un tono que más que una solicitud parecía una orden. Qué obseso del control. Aunque estaba segura de que no se daba cuenta de lo mandón que era cuando hablaba así. Puse los ojos en blanco.
Entregué a la dependienta las prendas y me acompañó hasta uno de los vestidores. Cuando me probé el plateado supe de inmediato que iba a ser ese el elegido. Puede que no sea una mujer muy femenina, pero hasta yo veía lo asombrosamente bien que me quedaba aquel vestido.
De pronto era todo pecho y curvas. Madre mía, no sabía que hubiera otra yo escultural escondida dentro de mí.
Cuando salí del probador no encontré a la dependienta que me había atendido, pero sí a Nicholas. Estaba apoyado con desenfado en una pared próxima, guapísimo, abstraído con el teléfono.
¿Era aquel mi novio?, me pregunté contemplándolo de arriba abajo. Entonces miró hacia mí y me cautivó por completo; el fuego de sus ojos era arrebatador. Se acercó acechante a mí y de pronto noté que se me secaba la boca. Su ceño desapareció y se suavizó su mirada, pero sus ojos seguían encendidos mientras me repasaba de la cabeza a los pies una y otra vez. Madre mía, qué sexy estaba cuando me miraba así, intensamente, solo a mí. No había nada que me excitara más que sentirme tan deseada por aquel hombre.
Sin decir una palabra me rodeó, estudiando el vestido como un cazador estudia a su presa.
—Espectacular —lo oí murmurar cuando volvió a detenerse delante de mí.
—¿Te gusta? —pregunté en voz baja, ruborizada por la mirada oscura y lasciva de sus ojos.
—Me encanta. El vestido es precioso… y tú lo mejoras —me dijo con voz ronca. Pensé que sería capaz de desnudarme allí mismo.
Perfecto, ese era el sello definitivo de aprobación.
—A mí también me gusta mucho. Me llevo este —sentencié con una tímida sonrisa, asentí con la cabeza y volví al probador para cambiarme.
Corrí la cortina, me llevé las manos a la espalda para bajarme la cremallera y, de repente, noté que alguien me las agarraba con firmeza por las muñecas y me empujaba hacia el espejo. Pero ¿qué demonios…? Iba a gritar cuando vi la imagen de Nicholas pegado a mí.
Me separó las manos y me inmovilizó contra el espejo, para luego besarme el cuello con tanta pasión que me ruboricé de excitación.
—No puedes entrar aquí —le susurré, empañando el espejo con mi aliento y humedeciéndome la mejilla.
—Nena, puedo entrar cuando quiera —murmuró con lascivia—. Tú calla y deja que te lo demuestre. —Tuve que contener una risa nerviosa. Madre mía, mira que era travieso—. Será rápido —me dijo. Volvió a inclinar la cabeza y empezó a besarme detrás del lóbulo de la oreja, y yo, olvidando mis miedos, me rendí a su seducción—. Vuélvete —me susurró al tiempo que me soltaba las manos por fin y se separaba un poco de mí para tener más libertad de movimiento.
En cuanto lo tuve de frente lo agarré por la cazadora y lo atraje hacia mí de nuevo, lo besé con fruición y me deleité en su acalorada respuesta a mi premura. Bajó las manos y empezó a levantarme con delicadeza el fino tejido del vestido, acariciándome los muslos con los dedos de tal modo que tuve que ahogar un gemido de deseo. Con el vestido recogido en la cintura, jugueteó brevemente con mis pechos, pero estaba claro que no le interesaba subirme más la prenda porque, apenas un minuto después, se arrodilló delante de mí.
Sostuvo el vestido en alto y, guiñándome un ojo, me separó las piernas con el hombro. Decidido, retiró hacia un lado mis braguitas de algodón y sin perder tiempo acercó la cabeza y me pasó la lengua por los pliegues ya húmedos de mi entrepierna. ¡Caray, eso sí que era rapidez! Pero me estaba excitando tanto que enterré las manos en su pelo y, con los ojos cerrados, lo alenté a que siguiera.
Me lamió el clítoris y me lo mordisqueó suavemente; entonces sí se me escapó un leve gemido. Noté su aliento cálido y lo oí reír en voz baja por mi entusiasta respuesta. Después de meterme la lengua un instante hasta lo más hondo, casi provocándome convulsiones, se puso de pie de nuevo, con cara de suficiencia, una sonrisa lasciva en los labios y restos de mi humedad brillándole en la boca. Muy despacio, se pasó la lengua por los labios como si se deleitara con ella. Luego, sin dejar de mirarme con ojos sensuales en ningún momento, se bajó la cremallera y me separó aún más las piernas con la rodilla.
—Sin ruidos, Rebecca —me susurró junto al cuello, se introdujo en mí con un gemido, me agarró la nalga izquierda y me levantó la pierna para que nos acopláramos mejor y empezó a embestirme lentamente.
Qué fuerte… ¡Sexo en un probador! Y rodeados de otras mujeres que, ajenas a lo que estaba ocurriendo a unos centímetros de ellas, se miraban en el espejo con sus prendas nuevas. Incluso oí a una en el cubículo contiguo manipulando unas perchas de plástico. Pensándolo bien, lo que estábamos haciendo debía de ser ilegal… y eso lo hacía aún más excitante.
No sé cómo, Nicholas consiguió con movimientos breves pero intensos rozarme el clítoris con la base de su miembro repetidamente. Al cabo de un minuto ya me tenía al borde del clímax. Escapó de mis labios un gemido contenido y me contraje alrededor de su erección, pero Nicholas me tapó la boca con la mano.
Mordiéndole un dedo, me corrí con fuerza y cerré los ojos del esfuerzo por guardar silencio, consciente de que ni siquiera Nicholas sería capaz de castigarme por romper el contacto visual en un probador. Segundos después me penetró hasta el fondo y se mantuvo inmóvil mientras se corría a su vez.
Un instante más tarde, ya recuperado, se echó hacia atrás con una sonrisa y me besó en los labios.
—Perdona que te haya tapado la boca con la mano, pero es que me ha parecido que ibas a gritar —me susurró.
—‘asa nada —conseguí decir, aunque en realidad debería haber dicho: «No pasa nada», pero mi estado postorgásmico no me permitió vocalizarlo correctamente.
Cuando por fin pude hablar le dije que le agradecía que hubiera confiado en mí lo suficiente para dejarme que le mordiera el dedo; a fin de cuentas, se lo había buscado él.
Nicholas salió de mí y me besó con ternura en los labios de nuevo, luego se sacó un pañuelo del bolsillo, me lo dio y me guiñó un ojo. Acto seguido se esfumó del probador tan rápido como había entrado y me dejó apoyada en la pared hecha un flan.
Uau, era un hombre increíble, como el sexo con él, dicho sea de paso. Negué con la cabeza, incrédula. Después de limpiarme con el pañuelo me dispuse a cambiarme, tarea harto complicada con los dedos temblorosos y la flojera de piernas. Justo cuando pensaba que lo nuestro se había asentado, Nicholas volvía a sorprenderme con actividades excitantes en sitios nuevos. No acababa de entender cómo era posible que jamás hubiera tenido una novia normal.
Me quité el vestido, lo colgué con cuidado y volví a vestirme con mi ropa. Tras alisarme el pelo traté de salir del cubículo con naturalidad, como si no acabara de echarme un polvo el tío bueno que me esperaba fuera. Pero sí me lo había echado y, claro, me puse como un tomate en cuanto vi a la dependienta a la puerta de los cubículos.
Le devolví el vestido azul, que ni siquiera me había probado, y enarcó una ceja al verme tan sofocada. Luego crucé la tienda hasta Nicholas y me eché a reír como una colegiala.
—Ya te he dicho que podía entrar donde quisiera —susurró al tiempo que me arrimaba a él y me conducía hacia las cajas mientras yo me reía disimuladamente de vergüenza—. Tú misma lo has podido comprobar —añadió perverso.
Cogí el vestido plateado de forma que no arrastrara por el suelo y, al ver la etiqueta, hice una mueca de disgusto. «Quizá debería buscar algo más barato», estaba pensando, cuando Nicholas me miró y se encogió de hombros.
—No te preocupes por el precio. Te lo regalo. Además ya está usado, así que tienes que comprarlo —dijo refiriéndose a nuestro rápido encuentro en el probador, con lo que consiguió que volviera a ruborizarme.
Aun así, no me hacía gracia que pagara él y negué con la cabeza, dispuesta a protestar. La cara que puso me lo impidió. Su semblante se tiñó de pura dominancia: se le oscurecieron los ojos, los entornó y apretó con fuerza la mandíbula, como retándome a objetar. De modo que, por no estropearlo, llevé el vestido agradecida a la caja y me aupé para darle un beso en la mejilla.
—Gracias —le susurré pegada a su barba incipiente, y mi beso le iluminó el rostro y, al parecer, contuvo su mal humor.
De pronto me entusiasmó más aún la idea de asistir al concierto con él esa noche.