9
Me eché hacia atrás en la silla de oficina con tal fuerza que sus maltrechas ruedecillas se estamparon contra la pared, solté un pequeño grito de frustración y apreté los puños sobre los muslos. Lamentarme por haber roto con Nicholas empezaba a resultarme absurdo, casi una pérdida de tiempo. Aunque la librería fuese mía, esconderme deprimida en mi despacho sin hacer otra cosa que pensar en él no era nada profesional. Por no decir que daba pena.
Decidí ser más productiva y me desahogué abriendo con saña la caja de un nuevo pedido de libros. Por lo general esa era una tarea que me mantenía muy centrada: exploraba emocionada cada título y pasaba unas cuantas horas leyendo las reseñas adjuntas. Ese día, no obstante, me limité a desempaquetarlos y a apilarlos a mi izquierda. No dejaba de pensar en qué podía haber hecho que Nicholas perdiera la cabeza de aquel modo durante nuestro último y fatídico encuentro.
Destrozar la caja había resultado catártico, casi purificador, y al ver que aún había más por abrir me dispuse a continuar con la mecánica tarea. El despacho no tardó en llenarse de trozos de cartón y de poliestireno, y descubrí que aquel ejercicio me había hecho sudar un poco.
Debía de haber una razón por la que Nicholas se hubiera comportado así con la fusta esa noche, algo que explicara su comportamiento irracional. Pese a todas las cosas raras que experimentamos juntos, nunca me había hecho daño y estaba convencida de que sentía algo por mí. Tenía que haber una explicación, pero, por más que lo intentaba, no se me ocurría ninguna, y desde luego él no se había puesto en contacto conmigo para proporcionármela.
Solté una pila de libros en mi escritorio y me mordí el labio. Me sentía culpable. Pensándolo bien, probablemente parte de la culpa de su arrebato de ese día era mía: le había provocado de un modo que sabía que desataría su ira. Pero no me había dejado elección. ¿Qué se supone que debía haber hecho después de que me llamara de repente para romper conmigo sin motivo, cuando habíamos pasado una mañana increíble en la cama juntos?
Menudo lío absurdo. Encajé del todo la puerta del despacho de una patada y, cerrando despacio los ojos, recordé el momento horrible en el que no solo quiso cortar conmigo sino que, en un extraño giro del destino, terminé dejándolo yo. Suspiré hondo. Ese día también había empezado de maravilla.
Me incorporé en la cama con una sonrisa de oreja a oreja y dejé que Nicholas me pusiera la bandeja del desayuno en el regazo: zumo de naranja recién exprimido, tostadas, jamón y café con la cantidad justa de leche. Perfecto.
Vaya, vaya, ¿no iban a acabarse nunca las sorpresas? Primero su declaración de la semana anterior de que quería intentar tener una relación conmigo, para luego disfrutar de una semana de Nicholas en la mejor de sus facetas. Lo había visto casi todas las noches y me había quedado a dormir en su casa, por insistencia suya. Me había llevado al trabajo y había pasado a recogerme, e incluso me había regalado un bonito ramo de flores, que lucía aún, estupendo, en el alféizar de la ventana de la cocina.
¿Qué demonios había sido del Nicholas de «no me van las relaciones»? Porque, por lo que a mí respectaba, se le estaba dando muy bien por el momento.
Además, el sexo con él seguía siendo espectacular, y eso ayudaba.
Mordí con voracidad una tostada mientras Nicholas volvía a meterse en la cama, cogía una él también y sonreía por mi impaciencia.
—¿Hay hambre esta mañana? —preguntó con una sonrisa pícara de complicidad.
—Sí —balbucí con la boca llena—. Desde luego me vienes bien para mantener el tipo. Creo que quemo más calorías contigo en media hora de las que quemaría corriendo en la cinta una semana —dije entre risas y me llené el regazo de migas de un modo muy poco delicado.
—No se nos da nada mal, ¿verdad? —Sonrió, feliz y muy satisfecho de sí mismo—. Claro que hemos estado practicando mucho —añadió con aire de suficiencia.
¡Cuánta razón tenía! Lo cierto es que estaba bastante irritada ya, pero cada vez que Nicholas empezaba algo no era capaz de negarme.
Como si adivinara el perverso rumbo de mis pensamientos, se volvió hacia mí con cierto brillo en los ojos.
—Te apuesto la última tostada a que ahora conozco tu cuerpo mejor que tú misma —me retó con una sonrisa traviesa.
Se la devolví al tiempo que enarcaba las cejas.
—¿Y cómo vamos a verificar esa teoría, señor Jackson? —inquirí tímidamente, toda vez que me preguntaba adónde demonios pretendía llegar con aquello.
—Viendo quién consigue que te corras antes, tú o yo.
Uau, eso sí que no me lo esperaba.
—¿En serio? Te veo muy seguro de ti mismo, teniendo en cuenta que yo llevo veinticinco años con este cuerpo y tengo bastante práctica ya en lo que me propones.
Me ruboricé al mencionar la masturbación; no es algo de lo que se hable a menudo, ¿no? Sin embargo, dada la mala suerte que había tenido con los hombres hasta conocer a Nicholas, había recurrido a ella con cierta frecuencia desde que era una mujer sexualmente activa. Al parecer, se me daba mejor que a algunos de mis novios anteriores. De no haber conocido a Nicholas habría pasado por la vida pensando que el sexo iba de manos frías y húmedas, y manoseos torpes e insatisfactorios.
—Aun así, apuesto a que te gano —alardeó encogiéndose de hombros y sonriendo con tal arrogancia que me dieron ganas de aceptar la apuesta y demostrarle que se equivocaba.
Entorné los ojos y medité la propuesta. Entonces me vino a la cabeza una idea y brotó a mis labios una amplia sonrisa.
—Vale. Trato hecho, pero solo si hacemos lo mismo contigo.
Nicholas sonrió como un chiquillo la mañana de Navidad.
—¿Piensas que puedes hacer que me corra antes que mi mano derecha? —Se echó a reír mientras agitaba los dedos de forma cómica—. Sabes que soy un cabrón retorcido con mucha práctica en este terreno, ¿verdad?
—Sí. —Me encogí de hombros—. Aun así, creo que soy capaz de conseguirlo —respondí, y le sonreí con ternura.
—Muy bien, trato hecho. —Retiró la bandeja de la cama y cogió su reloj de la mesilla—. Tú primero —me ordenó con una sonrisa siniestra.
Fruncí el ceño, me fingí molesta y chasqué la lengua.
—No, así no sería justo. Si me miras podrías excitarte, y eso te daría ventaja cuando te toque a ti. Creo que deberíamos hacerlo a la vez.
No solo era una solución más lógica sino que, además, sería menos embarazoso si Nicholas se lo hacía a la vez que yo.
Riendo, asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
Cambió el reloj por el teléfono, lo puso en la cama y preparó el cronómetro, después se recostó en las almohadas, a mi lado.
—Vaya, Rebecca, me parece que te estás ruborizando —me provocó, y la expresión de su rostro era la de un chiquillo nervioso.
Dios, lo encontraba muy sexy cuando estaba así. En realidad estaba sexy todo el tiempo. «Te tiene embobada», me dije con resignación.
—Bueno, esto no es algo que acostumbre hacer en público —mascullé, y empecé a lamentar haber aceptado su reto en cuanto caí en la cuenta de lo que iba a tener que hacer.
—Confío en que así sea —me reprendió Nicholas frunciendo apenas el ceño, y enarqué las cejas de sorpresa.
—Cálmate, Nicholas… Créeme, vas a ser el primero que me vea hacer esto —balbucí, sintiéndome de pronto nerviosísima.
—Y el último —me advirtió con expresión grave.
Madre mía, qué posesivo era. Esa vez sí que puse los ojos en blanco y por fin me sonrió. A juzgar por sus palabras, casi parecía que tuviera previsto un futuro en común para nosotros, y eso era extraordinario.
—¿Estás lista?
Levantó las caderas, se bajó los pantalones del pijama y dejó que su miembro erecto saliera como un resorte.
—Obviamente tú sí —murmuré con sequedad, contemplando su descomunal erección con los ojos como platos.
—Como siempre, nena. —Sonrió—. Vale, ¿lista? ¡Adelante!
Se agarró el miembro con la mano derecha y, despacio, fue moviendo el puño arriba y abajo. Nerviosa, deslicé la mía bajo la sábana y la llevé a la entrepierna ya húmeda.
Madre mía, solo hablar de sexo con Nicholas ya me ponía cachonda. Aunque debo decir que verlo subir y bajar la mano cerrada por la piel sedosa de su erección también me excitaba muchísimo.
—Eso es trampa, Rebecca. Aparta la sábana, quiero mirar —me ordenó con voz ronca.
Así que, ruborizándome aún más, dejé al descubierto mi desnudez. Me llevé la mano derecha a la boca, me chupé dos dedos y volví a acercarlos a mi entrepierna. Si lo iba hacer, lo haría bien. Mis actos no pasaron inadvertidos a Nicholas, que soltó un gemido entre dientes y aceleró los movimientos de su mano.
—Dios, no tienes ni idea de la envidia que me dan tus dedos ahora mismo —gruñó, pero me eché a reír como una boba, a la vez muerta de vergüenza y de excitación.
Empecé a relajarme y moví la mano acompasadamente por mi palpitante vulva hasta que por fin me introduje ambos dedos y aceleré el ritmo. Bajé la mano izquierda y la usé de refuerzo, presionando con ella el clítoris. En unos minutos comencé a notar que me venía el orgasmo.
—Ya casi estoy —murmuró Nicholas.
Madre mía, qué rapidez, pensé, y reparé en que tenía los ojos fijos en los movimientos de mis manos. Sin embargo, justo cuando yo aumentaba la velocidad para ganarle, vi que su torso se tensaba, que estiraba las piernas y que, con un gruñido grave, se corría sobre su vientre con cremosos borbotones, algo que me excitó mucho más de lo que habría imaginado jamás.
Por Dios, qué calentón. Espoleada por la visión de Nicholas tocándose hasta el clímax, lo seguí en cuestión de segundos; se me contrajeron los músculos del vientre alrededor de los dedos y alcancé el orgasmo, echando la cabeza hacia atrás en la almohada y terminando con un suave gemido.
—¿Cuánto ha sido? —pregunté entre jadeos mientras veía a Nicholas limpiarse el semen con varios pañuelos y luego toquetear el teléfono.
—Enseguida lo sabremos. He guardado los tiempos en el teléfono para que luego podamos comprobar quién ha ganado. —Puso el cronómetro a cero y se volvió hacia mí con una mirada oscura y un brillo perverso en los ojos—. Ahora viene lo verdaderamente divertido. ¿Necesitas un descanso antes de que te demuestre que te equivocas y te haga llegar al clímax en tiempo récord, Rebecca?
Desde luego necesitaba recuperarme para poder someterme al sexo habilidoso de Nicholas, así que asentí con la cabeza.
—Deja que vaya a por un poco de agua —le dije.
Me bajé de la cama y crucé desnuda el cuarto balanceando las caderas de manera provocativa, haciendo que Nicholas gruñera de deseo a mi espalda.
—Como sigas meneando ese culo delante de mí, te seguiré a la cocina, te inclinaré sobre la primera encimera que encuentre y te follaré allí mismo —me advirtió con voz ronca.
—No te atreverás, podría vernos el señor Burrett —dije, y me volví a mirarlo cuando estaba a punto de cruzar la puerta.
—¿Que no? —me amenazó y, bajándose de la cama en un pispás, se dirigió hacia mí, y me hizo reír como una boba y salir corriendo antes de que me pillara.
Cubierta con una bata por si me topaba con el señor Burrett por la casa, bajé a por el agua, pero a mi regreso encontré el dormitorio vacío. Me quité la bata, volví a meterme en la cama y aguardé ansiosa. Tenía pensado un plan muy ingenioso con el que sin duda ganaría la apuesta y estaba deseando llevarlo a cabo.
A los pocos segundos entró Nicholas en la habitación con las manos a la espalda y una sonrisa de complicidad en el rostro.
—¿Lista para la segunda ronda, Rebecca? —preguntó con un destello de picardía en los ojos.
—Sí, adelante. —Sonreí nerviosa.
—Cierra los ojos —me ordenó mientras se subía a la cama con las manos aún a la espalda y, algo confundida, obedecí—. No vale mirar, Rebecca, tengo una sorpresa para ti que puede que me ayude a ganar la apuesta. Va a ser divertido, intenso pero divertido —añadió en tono enigmático.
Sentí un escalofrío por toda la espalda. ¿Intenso? ¿Qué iba a usar conmigo? ¿Otro vibrador? Me había gustado la vez que lo había utilizado, pero en nuestra apuesta eso era trampa.
Sin perder tiempo, se humedeció dos dedos, me los plantó en la entrepierna y empezó a masajearme muy hábilmente el clítoris inflamado en pequeños círculos. Bueno, habíamos hecho una apuesta, para qué entretenerse. Procuré mantener los ojos cerrados y noté su aliento en mi pecho, primer indicio de que estaba a punto de chuparme un pezón, cosa que hizo de inmediato. Apenas unos segundos después de que empezara a pasear la lengua por la punta dura noté un mordisquito. Aaah, me gustaba…
El mordisco duró más de lo que esperaba y entonces sentí, confundida, que me besaba y chupaba el otro pezón mientras podía sentir aún la presión en el primero. ¿Qué demonios…?
Decidí que solo yo podía hacer trampas e, incumpliendo su regla, abrí los ojos y lo vi chupándome y lamiéndome un pezón mientras una pequeña pinza plateada me pellizcaba el otro. Nicholas me sonrió, se apartó y me pellizcó el pezón libre con otra pinza idéntica. Ambas estaban unidas mediante una cadenita, y la parte de ellas que aprisionaba mis delicados pezones estaba acolchada con una espuma suave. La presión que ejercían era parecida a la de un chupetón fuerte o un mordisquito y, como me había advertido Nicholas, la sensación era tan intensa como placentera.
—Son pinzas para pezones —dijo con cara traviesa, y dio un leve tirón a la cadena.
El dolor de los pezones me produjo un escalofrío de placer que fue directo a mi entrepierna y me hizo arquearme en la cama y jadear.
¿Pinzas para pezones? Vaya, aquello era nuevo para mí, aunque debo decir que eran bastante más agradables de lo que el nombre sugería. Desde que salía con Nicholas había descubierto que el dolor estaba ciertamente muy próximo al placer si se administraba de la forma adecuada, algo que él siempre parecía saber cómo hacer.
Sin darme tiempo a que me acostumbrara a las pinzas, me deslizó en la vagina húmeda primero un dedo, luego dos, y empezó a moverlos seductoramente en círculos de una forma que ya había descubierto que me excitaba enseguida.
—Aaah —gemí de gusto, y Nicholas tiró suavemente de la cadena, produciéndome un estremecimiento detrás de otro en los pezones que viajaban como un bólido hasta mi entrepierna—. ¡Oh! —gemí en alto, sorprendida por la intensidad del placer.
Luego me rendí y dejé que las diestras manos de Nicholas me excitaran tirando de la cadenita a la vez que jugaba con mi sexo. Me produjo el orgasmo posiblemente más puro e intenso de mi vida, y grité su nombre y me aferré a las sábanas mientras las convulsiones se apoderaban de todo mi cuerpo y mi vagina se contraía alrededor de sus dedos como si no quisiera que salieran jamás.
Por desgracia, dado que aquello era una apuesta, también fue uno de los orgasmos más rápidos de mi vida. Malditos fueran Nicholas y sus chismes sexuales.
—¡Eso no es justo, has hecho trampas! —protesté, mis entrañas aún convulsas alrededor de sus dedos, que seguían moviéndose despacio por mi interior.
—Sí… ¡Igual que tú! Te he visto mirar, y te había dicho que no valía. Tienes suerte de que no te castigue por incumplir una de mis reglas —me soltó, generoso, pero por el brillo travieso de sus ojos supe que esa vez bromeaba.
Tras unos minutos de recuperación me incorporé, emocionada por la posibilidad de usar mi truco y ganar la apuesta. No porque la última tostada me interesase particularmente, claro, sino porque quería ganar a Nicholas a toda costa. A fin de cuentas, él era experto en esa materia y hacerlo mejor que él constituiría una gran victoria para mí.
—Bueno, Rebecca, ¿qué, crees que tu mano puede derrotar a la mía? Pues adelante —me desafió, y se colocó semitendido, con una sonrisa de oreja a oreja.
Como era de esperar, antes de que lo tocara ya estaba excitado, así que me arrodillé entre sus piernas y envolví con una mano, tímidamente, su miembro erecto. Me encantaba tenerlo así sujeto. Aún me asombraba que pudiera estar tan duro y tan caliente y, pese a eso, tan sedoso al tacto.
—Aaah —gruñó con los ojos ardientes clavados en mi rostro—. Dios, me encanta que me toques, Rebecca.
Con suerte, le encantaría aún más lo que estaba a punto de hacerle.
Instintivamente me humedecí los labios con la lengua y, sin que Nicholas tuviera tiempo de darse cuenta, me incliné sobre él y le pasé la lengua alrededor de la punta del pene, saboreando, encantada, su esencia masculina y salada.
—¡Joder! —gritó entre dientes al tiempo que arqueaba las caderas—. ¿Qué estás haciendo?
Lo miré con una sonrisa inocente sin dejar de lamerlo.
—Me parece que es evidente, Nicholas —le dije con dulzura y, agachando la cabeza me lo metí en la boca y se lo chupé suavemente mientras me lo introducía tan dentro como podía.
Aquello era algo que aún no habíamos compartido. Bueno, en realidad yo no había hecho una mamada en mi vida, solo pajas, hacía bastante tiempo y no con especial entusiasmo, pero, no sé por qué, con Nicholas me apetecía. Quería chupársela.
No sé si fue por la sensación de poder que me producía agarrársela y metérmela en la boca o porque se me había contagiado algo de su lado perverso, pero de pronto lo miré y, haciendo una pausa, le hablé:
—Voy a darte lengüetazos hasta que te corras en mi boca, Nicholas —prometí en un tono casi igual de oscuro y sensual que el que él usaba conmigo tan a menudo.
—¡Hostia, Rebecca! —gruñó agarrándose a las sábanas con los puños apretados y los nudillos blancos, incapaz de dejar de mirarme, los ojos como platos, pero visiblemente a punto de perder el control.
¡Ja, mi plan estaba funcionando! Subí y bajé la boca por su miembro rítmicamente, al tiempo que la mano, y me lo metí tan dentro como pude, enroscando ocasionalmente la lengua en la punta y aumentando el ritmo hasta que noté que su vientre y sus testículos se tensaban. Estaba cerca, muy cerca; era hora de cumplir lo prometido. Nunca había dejado que un hombre se me corriera en la boca, pero con Nicholas estaba estrenándome en muchas cosas últimamente.
Soltó la sábana y enterró los dedos en mi pelo mientras yo se la chupaba cada vez más fuerte hasta provocarle un violento orgasmo; el viscoso fluido salado entró a borbotones en mi boca y su cuerpo se retorció de placer. No tenía un sabor del todo desagradable… Pero me lo tragué para librarme de él. Luego miré a Nicholas con cara inocente al tiempo que le limpiaba la punta del pene con la lengua, provocadora, y él se dejó caer sobre las almohadas y gimió ruidosamente.
—Joder, Rebecca, ha sido increíble —jadeó—. No quiero saber dónde has aprendido a hacer esto —añadió con voz grave y protectora, y cierto aire depredador se instaló en su rostro.
Casi riendo de lo celoso que podía llegar a ponerse, trepé por su cuerpo convulso y me eché sobre él para, acto seguido, acariciarle el suave vello del pecho.
—En realidad es la primera vez que lo hago —le susurré, avergonzada de mi más que probable falta de habilidad.
Nicholas levantó la cabeza de la cama y me agarró del hombro para tumbarme y poder mirarme desde arriba con cara de incredulidad.
—¿Nunca lo habías hecho? ¿En serio?
Negué con la cabeza, sonrojada.
—No. Nunca había querido. Pero contigo todo es distinto… Me gusta complacerte.
Madre mía, qué confesión más tonta. Aunque era cierta.
Nicholas dejó escapar un gemido y, enterrando la cabeza en mi pelo, me plantó un sonoro beso en la sien.
—Me dio la impresión de que te gustaba cómo lamía el vibrador aquella vez, así que he decidido probar lo mismo contigo —le expliqué, un tanto insegura, y me encogí de hombros.
Nicholas me estrechó contra su cuerpo, protector de nuevo, al parecer satisfecho de ser el destinatario de mi primera mamada.
—Pese a lo mucho que me ha gustado, Rebecca, me temo que, en lo relativo a nuestra apuesta, también eso es hacer trampas. —Rió y pegó la cara a mi pelo—. Si no fuera porque los dos orgasmos de los últimos diez minutos me han dejado agotado te castigaría sin dudarlo. Primero por abrir los ojos cuando te había dicho que no lo hicieras y ahora por esto… —musitó, sin haber recuperado aún el aliento. Dios mío, otra vez hablaba de castigos—. Pero, como lo has hecho tan bien, te lo perdono.
Relajándome de nuevo sobre él le besé el pecho.
—Creo que ha sido empate —murmuré.
—Sí… En resumen: somos los dos condenadamente buenos dando placer al otro —me susurró feliz, y al poco oí escapar un ronquido de su garganta.