6
Según el calendario, era lunes. Ahora que estaba sin pareja, otra vez me obsesionaban los lunes; estaba deseando que acabaran los eternos fines de semana sin nada que hacer para poder largarme de casa y volver a la librería. Mientras había salido con Nicholas me habían obsesionado los viernes. Quizá debería reformularlo, porque lo que habíamos hecho, en realidad, no era salir, ¿no? Vale, rectifico: mientras me había estado acostando con Nicholas… Aunque lo cierto es que nunca habíamos compartido cama toda la noche. En fin, lo expresaré en sus propios términos: mientras me había estado follando a Nicholas, me obsesionaban los viernes.
Como decía, la noche del viernes era la de la clase de piano y también la del sexo. Esperaba con tanta ilusión mis encuentros con Nicholas que empecé a necesitarlos para rendir durante el día. La mayoría de los viernes andaba distraída en el trabajo, pensando en lo que me haría o lo que haría conmigo esa noche.
Un viernes en concreto, cuando faltaba una hora para el cierre, entró en la librería un cliente que hizo que se me cayera el alma a los pies y se esfumaran mis ensoñaciones. Aquel tipo, el señor Peterson, al que yo apodaba don Calzoncillos Quejumbrosos, había visitado la tienda con regularidad durante las últimas tres semanas. Había encargado un libro, una primera edición rara. Le había dicho que tardaría al menos un par de meses en localizarlo y recibirlo, y pese a eso se plantaba en mi tienda para preguntar por él todos los puñeteros viernes.
Aquel no fue distinto, salvo porque se cabreó más de lo habitual cuando le comuniqué que su encargo aún no había llegado y me recriminó largo y tendido mis escasas aptitudes comerciales. ¡Qué descaro! Incapaz de contener mi indignación, le dije cuatro cosas, y al final tuvo que intervenir Louise, llevarme a empujones a la trastienda y sugerirme que me fuera a casa media hora antes mientras ella se encargaba de tranquilizar al cliente.
Al llegar a mi apartamento descargué parte de mi rabia reconcentrada dando patadas al sofá y atacando la pila de ropa por planchar con un gruñido de frustración. Cuando ya me sentí algo mejor, decidí quedarme en casa esa noche y relajarme, así que me di una larga ducha caliente y me puse ropa cómoda. Era viernes y, en teoría, debía reunirme con Nicholas, pero no me apetecía después de mi encontronazo con el señor Peterson.
Lo que de verdad me tentaba era saltarme la clase de piano y ver a Nicholas para olvidarme de la mierda de día que había tenido; no obstante, como él había dejado muy claro que solo era su follamiga y no su novia, no me veía capaz de decirle que esa noche solo me apetecía acurrucarme en la cama con él hasta quedarme dormida, sobre todo después de haberme plantado en su casa sin avisar la semana anterior tras mi larga visita a Joanne. Si no me andaba con cuidado, pensaría que estaba demasiado apegada a él y pondría fin a lo nuestro, y yo no quería eso. No, prefería faltar una noche y calmarme un poco.
Suspirando con tristeza cogí el teléfono para llamarlo. En realidad necesitaba sentarme tranquilamente a pensar qué iba a hacer con lo que había entre Nicholas y yo. No era sano acostarse con alguien del cual se quería más, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera me acostaba con él, sino que follábamos y luego me iba, concluí con cara de pena, claro que ese era un asunto muy distinto que mi mente no podía abordar en ese momento.
Mientras con una mano toqueteaba el mando del televisor, con la otra me llevé el teléfono a la oreja y, nerviosa, aguardé a que contestase. No tuve que esperar mucho porque descolgó al segundo tono.
—Hola, Nicholas —dije con voz penosa.
Dios, definitivamente estaba compadeciéndome de mí misma.
—¿Rebecca?
Percibí cierta preocupación en su voz y enarqué una ceja, asombrada.
—Sí, hola, es que hoy he tenido un mal día en el trabajo y creo que me saltaré la clase. Estoy de un pésimo humor, Nicholas. No sería justo que tuvieras que aguantarme —le expliqué sin convicción al tiempo que jugueteaba con un mechón de pelo.
—Ah. —Hubo una pausa interminable al otro lado de la línea—. Muy bien —añadió a todas luces molesto.
Genial. Ahora, además de mi cliente y mi empleada, también Nicholas estaba a malas conmigo.
Suspiré y deseé que mi vida fuera más simple, que Nicholas fuese mi novio sin más, que yo pudiera desahogarme con él mientras me escuchaba y que después nos acostáramos. Puse los ojos en blanco. «Pero no lo es, así que hazte a la idea», me dije mientras él ponía fin a la llamada con tanta cortesía como rapidez.
Me sentía muy desgraciada, y me arrellané en el sofá para ver mi programa de cocina favorito con la esperanza de distraer mis pensamientos del señor Peterson y de mi relación sin futuro con Nicholas. No fue una distracción del todo acertada, porque el chef invitado tenía el cabello oscuro, revuelto, y unos chispeantes ojos azules que enseguida me recordaron a él. Por suerte los platos que preparaba tenían buen aspecto y me entretuve un rato.
Alrededor de media hora después valoraba la posibilidad de darme un baño relajante cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie y supuse que sería Louise, que venía a ver qué tal estaba tras el incidente de esa tarde. A lo mejor hasta traía comida china como hacía a menudo cuando me visitaba. «Ojalá sean costillas asadas, de esas pringosas; no me vendría mal darme un capricho en este momento.»
Huelga decir que me quedé de piedra cuando, al abrir la puerta, vi a Nicholas en el descansillo con una expresión extraña. Lo encontré tremendamente sexy, vestido con pantalones negros, camisa gris clara y chaqueta de cuero oscura. Tuve que reprimir un gemido que ya ascendía por mi garganta. ¿Cuero? Madre mía, ¡estaba increíble! ¿Pretendía que me diera un infarto? Estaba apoyado en la pared, junto al quicio, con la cabeza gacha y me miraba por encima de las cejas de una forma que solo podía describirse como oscura, perturbadora y llena de deseo. Uf, no me esperaba una noche así en absoluto.
Muerta de vergüenza me miré la ropa de andar por casa: una raída camiseta de Nirvana y unos pantalones de deporte anchos que sin duda habían conocido tiempos mejores. No habría tenido un aspecto más desaliñado si me lo hubiera propuesto.
—Rebecca —murmuró a modo de saludo, y me produjo un escalofrío instantáneo.
Mmm… Esa voz grave y ronca me resultaba muy sensual.
—Nicholas, ¿qué haces aquí? —le dije en un tono quizá algo más brusco de lo que quería, aunque lo cierto es que parecía tan confundido por su presencia en mi puerta como yo misma.
—Te he notado tensa al teléfono y he decidido pasarme a ver si estabas bien. —De nuevo una extraña expresión de perplejidad se paseó fugazmente por su rostro, pero desapareció de inmediato—. Los problemas del trabajo… ¿Puedo ayudarte en algo? ¿O es por tu hermana?
«Vale, tiempo muerto —me dije—. Que yo me aclare. Nicholas ha venido a ver si estoy bien y quiere ayudarme.» Aquel era el tipo de cosas que haría un novio, entonces ¿por qué las estaba haciendo mi puñetero follamigo Nicholas Jackson?
Me aparté en silencio y le indiqué que entrara en mi piso, y él lo hizo con un leve asentimiento de la cabeza. Cuando percibí el turbador aroma a pino de su fragancia, con una nota del cuero de la chaqueta, me descubrí absurdamente emocionada de que estuviera allí.
Recordé la pregunta y le contesté:
—No, no, Joanne está bien. —La había visitado más de lo habitual esa semana y me tranquilizaba haberla visto de nuevo bajo control—. Es por el trabajo, por un cliente imbécil que está haciéndome pasar un mal trago. No para de entrar a preguntar por un libro que me encargó y se indigna cada vez que le digo que me va a llevar un tiempo conseguirlo.
Había elevado un poco el tono al revivir mi cabreo, pero me encogí de hombros y, dirigiéndome al sofá, me dejé caer sin fuerzas. Nicholas dio un repaso visual a la estancia y luego me miró con los ojos entornados.
Por fortuna no hizo comentarios sobre mi aspecto desaliñado ni sobre el ligero desorden de mi apartamento: la pila de ropa lavada que había sido blanco de mi ataque de ira al llegar a casa del trabajo aún estaba esparcida de forma poco atractiva por el otro sofá.
—¿Te está molestando? —inquirió con aspereza, y a lo mejor me equivocaba, pero habría jurado que notaba cierto matiz protector en su voz, sospecha que se acrecentó cuando vi que tensaba las manos a los costados. Qué interesante.
Me esforcé por comprender esa reacción suya, amén de que hubiera venido a mi piso, y procuré relajarme. Tenerlo en casa, a poco más de un metro distancia, en mi saloncito, me resultaba raro. Y no porque nunca hubiera estado allí antes, sino más bien porque, con su elevada estatura y su postura tensa y dominante, de pronto la estancia me resultaba increíblemente claustrofóbica, y no solo en el mal sentido.
—Sí, pero da igual. Ya le he dicho cuatro cosas —señalé sonriendo sin ganas, y era más que cierto.
De hecho estaba casi segura de que el señor Peterson iba a anular el encargo y acudiría a otra librería después de la retahíla de barbaridades que le había soltado, entre ellas «cerdo impaciente, maleducado y odioso».
—Siento haber cancelado la clase, Nicholas, pero sabía que no sería capaz de concentrarme y no quería que me vieras deprimida.
Asintió bruscamente y echó otro vistazo a su alrededor, lo que me hizo estremecer de vergüenza y lamentar de inmediato no haber recogido un poco el apartamento antes, cuando había podido hacerlo.
—¿Por qué vives aquí, Rebecca? No es precisamente la mejor zona de la ciudad, ¿no? —inquirió, las cejas fruncidas en un gesto de desaprobación. Era cierto: por muy de moda que estuviera y muy guay que fuese vivir en el centro de Londres, esos barrios donde los alquileres eran baratos nunca serían seguros.
—Hace años que vivo aquí —respondí encogiéndome de hombros.
—Pero tu abuelo te dejó una suma considerable de dinero. No te habría costado mucho comprar la tienda y buscar una vivienda en condiciones.
Nicholas pasó lentamente un dedo por una estantería polvorienta.
—Sí, pero ya estaba en este apartamento cuando heredé de…
Me detuve a media explicación. ¿Cómo demonios sabía Nicholas todo aquello?
Me miró un instante al ver que me interrumpía y se sonrojó avergonzado.
—Yo… —empezó, incómodo—. Desde que comenzamos a… intimar más, puede que haya investigado un poco sobre ti —confesó al fin.
Abrí mucho los ojos y me levanté como impulsada por un resorte, incrédula, procesando a toda velocidad las implicaciones de sus palabras.
—¿Qué me estás contando, Nicholas? ¿Te has metido en mis cuentas bancarias? —le grité agitando los brazos como una loca. ¿Cómo se atrevía?
—No, no me he metido en tus cuentas. Soy pianista, no un cerebro del crimen internacional —me respondió con sequedad, al parecer ajeno a mi angustia—. Pero, gracias a tu reseña, ahora soy bastante famoso y tengo amigos en las altas esferas capaces de conseguirme esa información. —Vamos, que había entrado en mis cuentas—. Simplemente le he pedido a un conocido que me hiciera un favor —añadió, como si fuera algo de lo más normal, claro que a lo mejor lo era para alguien como él.
—¡Por Dios, Nicholas, esto es una locura! —le grité.
No daba crédito. Aun así, que hubiera indagado acerca de mí me halagaba. A fin de cuentas, si me estaba investigando era porque me veía como algo más que un polvo ocasional, ¿no?
—Solo sentía curiosidad, Rebecca —se disculpó, aunque sin pronunciar las palabras «lo siento».
—No ando detrás de tu dinero, si es lo que piensas —mascullé, dolida con el repentino pensamiento de que fuera así como me veía.
Porque era mucho peor que te vieran como una cazafortunas que como una mujer que se acuesta con un tío una vez a la semana, me dije muerta de vergüenza.
—Es evidente que no; tú ya tienes dinero más que de sobra —señaló Nicholas con una sonrisita de satisfacción mientras se acercaba, pero reculé un poco y me dejé caer en el sofá.
Suspiró y, pasándose una mano por el pelo, se lo dejó revuelto y alborotado.
—Oye, lamento que todo esto te haya disgustado. —Vaya, al final había dicho que lo sentía—. Pero es que no tienes ni idea de cuántas mujeres han intentado acercarse a mí por mi dinero. Me consuela saber que tú eres distinta.
Al ver que mi mosqueo iba en aumento soltó un fuerte suspiro y negó con la cabeza como si no encontrara las palabras.
Nos observamos fugazmente, clavó sus ojos en los míos y le sostuve la mirada. Después de guardar silencio un buen rato, por lo visto decidió que se había cansado ya de ese tema y, como hacía siempre, pasó a otro.
—Entonces, en ese asunto con el tipo del trabajo, ¿seguro que no necesitas que haga nada?
Lo miré furiosa unos segundos. Era evidente que daba por terminada nuestra anterior conversación y que yo no iba a ganar esa batalla. Ni ninguna otra que librara con Nicholas Jackson, me dije, y casi me eché a reír ante su terquedad y su rotundidad.
—Estoy bien, de verdad —concedí en un tono más ligero—. He decidido distraerme y olvidarme del asunto —añadí al tiempo que señalaba el televisor.
—¿Con programas de cocina? —comentó cuestionando con una ceja arqueada, al parecer divertido, mi elección de MasterChef.
Hizo que me sonrojara, pero asentí al mismo tiempo y asomó a mis labios una sonrisa boba. Sabía que podía emplear mi tiempo libre de manera más productiva leyendo o ampliando mis conocimientos con uno o dos pasatiempos. Sin embargo, cuando necesitaba relajarme y descansar después de un día estresante como ese, solía optar por una dosis de televisión que me atontara.
—¿Yo no te parezco una distracción lo bastante aceptable? —inquirió de pronto con voz ronca y sensual, una tentadora promesa de distracciones mucho más emocionantes que la televisión.
Asombrada y excitada al instante, alcé la vista y me dejó algo perpleja el ardor de su mirada.
—Sé que lo serías, pero pensaba que te enfadarías si no me concentraba en el piano —concedí sin convencimiento.
Madre mía, aquella mirada penetrante ya me estaba poniendo a mil, y ni siquiera lo tenía cerca.
Nicholas asintió muy despacio.
—Entiendo. Me voy, si quieres estar sola. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. O, si lo prefieres, te ayudo encantado a olvidar tu mal día en el trabajo. Se me ocurren varias cosas con las que hacerlo, Rebecca —afirmó con una voz tan grave que me hizo estremecer.
—¿Varias cosas? —Sonaba demasiado tentador para pasarlo por alto—. ¿Con las que olvidaría el trabajo? —Incliné la cabeza hacia él y jugueteé distraída con un mechón de mi pelo—. Eso estaría muy muy bien, Nicholas —susurré decidida a la vez que asentía con la cabeza.
Cielos, sexo con Nicholas Jackson en mi casa, ¿quién se lo habría imaginado?
Nicholas se acercó a mí esgrimiendo una sonrisa algo arrogante pero tremendamente sexy, los ojos entornados rebosantes de deseo. Sin dejar de mirarme me tendió una mano. Entrelazó los dedos con los míos y empezó a tirar de mí, sin parar, hasta que me topé con su pecho y tuve que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo.
—Llévame a tu dormitorio, ¡ahora! —me ordenó en voz baja.
Era asombrosa la autoridad que podía conferir a sus palabras a pesar del tono dulce en que las pronunciaba. Me recorrió un escalofrío de deseo.
Me dirigí a mi cuarto. Las piernas me temblaban, pero no le solté la mano en ningún momento. En cuanto pasamos el umbral se quitó los zapatos de un puntapié, se sacó una cajita de condones del bolsillo y la lanzó a la cama. Al hacerlo vio que fruncía el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó acercándose a mí.
—Nada, que los odio—dije señalando los preservativos—. Ya sé que hay que usarlos, pero me temo que me producen alergia.
Siempre había tenido problemas con ellos. De hecho, la primera vez que los usé estuve días pensando que había cogido algo, de lo mucho que me picaba, pero, después de una vergonzosa visita al médico, resultó ser una reacción alérgica al látex.
Nicholas entrecerró los ojos y asintió con la cabeza.
—De acuerdo, a mí tampoco me gustan. Me hago análisis periódicamente, el último hace solo tres semanas. Todo estaba en orden. Creo que aún tengo los resultados en la cartera.
Rebuscó en el bolsillo del pantalón y me tendió un informe doblado con los resultados. Se lo devolví tras echarle un vistazo. Me revolví en el sitio, frustrada. Aquel interludio estaba siendo bastante más serio de lo que yo esperaba.
Me agarró la barbilla con el índice y el pulgar y me miró con un deseo tan ardiente que estuve a punto de gemir en voz alta.
—No es algo que haga habitualmente, pero, Dios, me encantaría follarte a pelo —masculló sensual y, con aquellas palabras tan explícitas, me flojearon las piernas otra vez—. Si te haces análisis tú también, podemos prescindir de los condones, siempre y cuando utilices otro método anticonceptivo —matizó.
—Me pongo una inyección anticonceptiva cada tres meses —le dije, y me sonrojé—. Además, en la clínica donde me hago las revisiones ginecológicas tienen por costumbre realizar un chequeo sexual completo; el último que me hice, hace siete meses, salió perfecto.
—¿Siete meses? —preguntó ceñudo, y apartó la mano de mi cara—. A lo mejor deberías repetírtelo. Eso es mucho tiempo, Rebecca —añadió, y me pareció asombrosamente considerado por su parte, dado que, por lo general, soltaba lo primero que se le venía a la cabeza.
Puede que siete meses fueran mucho para él, pero en mi caso no había de que preocuparse.
—Eh, en realidad es suficiente, porque no… —Me sonrojé y, negando con la cabeza, lo miré por fin a los ojos—. Es que… no me he acostado con nadie desde que me lo hice… Solo contigo.
Recibió esa revelación con descarado asombro, y me pregunté con cuántas mujeres habría estado él en ese período de tiempo. Me estremecí solo de imaginarlo. Pensándolo bien, eso era algo de él que prefería no saber.
—¿No has estado con nadie en siete meses? —exclamó.
Roja como la grana empecé a removerme, nerviosa.
—De hecho, hace más de un año —mascullé muerta de vergüenza, deseando escabullirme y apagar las luces para que no viera lo encendida que estaba porque, sinceramente, en ese momento me sentía como una puñetera luciérnaga.
—Por Dios, Rebecca, pero si eres el sexo personificado. ¿Por qué demonios no…?
Por lo visto mi confesión lo había dejado atónito, pero, más que pensar en ello, me centré en que había dicho que yo era «el sexo personificado» y me dio la risa nerviosa.
Me encogí de hombros, como hago siempre que algo me incomoda.
—Corté con mi último novio hará cosa de trece meses, y desde entonces he estado demasiado ocupada para buscar a alguien, supongo. —Eso y que el sexo con mi ex no había sido precisamente excitante y no me apetecía salir en busca de más manoseo insulso. Al ver la cara de incredulidad de Nicholas, me expliqué mejor—: Fue por la misma época en que recibí la herencia de mi abuelo y compré mi negocio, y anduve muy atareada. No tenía tiempo para salir con nadie.
Nicholas levantó una mano y se rascó la nuca, al parecer agitado.
—¿Con cuántas personas te has acostado antes que conmigo? —preguntó de pronto clavando sus ojos en los míos.
No era un tema del que me apeteciera hablar, pero el tono que Nicholas había empleado no admitía negativas.
Madre mía, fue como si jugáramos a «verdad o consecuencia». Temblando, alcé dos dedos.
—¿Solo dos? —susurró a la vez solemne y perplejo.
—Sí. Tú eres el tercero —añadí con un hilo de voz.
No iba a pedirle una cifra a él. De verdad no quería saberlo. La respuesta sin duda me daría motivos de sobra para sentirme innecesariamente celosa. A juzgar por lo habilidoso que era, Nicholas tenía mucha práctica en el dormitorio y, por un momento, me pregunté si no habría perdido ya la cuenta de sus amantes hace tiempo.
Cuando quise percatarme me estrechaba entre sus brazos y me besaba con tanta pasión que pensé que las piernas no iban a sostenerme. De hecho me flaquearon, pero, por suerte, me tenía agarrada de tal forma que mi laxo cuerpo resistió. Con una mano hundida en mi pelo me sujetó la cabeza mientras tomaba al asalto mi boca con la lengua, robándome el aliento con su intensidad. De aquel arrebato saqué la conclusión de que le complacía mi relativa inexperiencia en asuntos de alcoba.
Después de aquel beso fenomenal levantó la cabeza, y vi que su hermoso rostro estaba sofocado y sus ojos ardían mientras me miraba fijamente.
—¿Quieres descargar en mí tu frustración laboral, Rebecca? —preguntó con los labios a escasos milímetros de los míos, mi aliento mezclándose con el suyo.
—Sí —murmuré con voz roca.
Reconozco que lo que quería era que me lo hiciera con suficiente dureza y brusquedad para que me fuera completamente imposible pensar en otra cosa que en él, pero de ninguna manera iba a decir en alto semejante burrada.
Retrocedió y se quitó la preciosa cazadora de cuero, la dobló y la colocó en una silla.
—¿Te gustaría usar conmigo alguno de mis juguetes? —me preguntó mientras sacaba un artilugio de cuero que se parecía mucho a una pala de ping-pong, pero más larga y más fina. Fruncí el ceño—. Esto es una pala de azotar que he traído por si necesitabas desahogarte —me explicó suavemente.
Se me tensó el cuerpo. ¿Que yo le pegara? Pensaba que era él quien aplicaba los castigos.
—¿Dejas que te peguen? —susurré confundida.
Vi en sus ojos azules un destello aterradoramente oscuro que transmitía algo horrible y espeluznante, pero desapareció enseguida y volvió a mirarme con una expresión casi imperturbable.
—No, pero haré una excepción contigo si así te sientes mejor.
Había un matiz en su tono de voz que no acerté a identificar.
Ni siquiera tuve que pensármelo. Pegarle no era algo que quisiera hacer, jamás, así que negué rotundamente con la cabeza.
—No. Me basta contigo.
Lanzó a un lado la pala y se acercó a mí.
—Como desees, Rebecca —dijo ladeando la cabeza igual que hacía siempre—. Desnúdame —me ordenó.
¿Que lo desnudara? Por Dios, ¡qué raro resultaba aquello! Era él quien siempre me lo hacía todo mientras me limitaba a beneficiarme de sus habilidades. Caí en la cuenta de que probablemente eso era lo que Nicholas pretendía: modificar la rutina con la intención de que estuviera demasiado ocupada pensando en lo que hacía para acordarme del trabajo. Si ese era el plan, desde luego estaba funcionando. Tenía toda mi atención.
Aguardó sin moverse a que me recompusiera y obligara a mis dedos trémulos a desabrocharle la camisa gris, botón a botón, y se la quitara. Temblaba tanto de la anticipación que no acertaba con los primeros ojales y tuve que mirar para saber lo que hacía, aunque estoy casi segura de que él no me quitó el ojo de encima en ningún momento.
—Ahora quítate la camiseta.
Puede que él no me hiciera nada, pero seguía obsesionado con darme órdenes. Claro que, en realidad, me gustaba que me dijera lo que tenía que hacer; me ponía que él estuviera al mando.
Menos mal, la verdad, teniendo en cuenta lo que le gustaba mandar, me dije con los ojos en blanco. Aparté de mi mente ese pensamiento, y me saqué la camiseta por la cabeza y la dejé en la silla con la suya.
—Ahora mis pantalones.
Sonreí al ver que Nicholas apretaba los puños, inmóviles a ambos lados de su cuerpo. Por lo visto, le costaba una barbaridad no participar.
Al ver la prueba de su excitación en el bulto de sus pantalones se me pasó la timidez. Se la agarré a través del tejido, lo miré a los ojos y le di un apretón suave, paseando los dedos arriba y abajo, provocadora, para rematarlo con un masaje más intenso. Se le escapó un suspiro de los labios y, entrecerrando sus ojos centelleantes, alargó la mano y me asió la muñeca.
—Quítame los pantalones, Rebecca —me recordó con firmeza—. Si no, me correré en los calzoncillos… y no creo que ninguno de los dos queramos eso.
La súbita consciencia del poder que ejercía sobre él me produjo vértigo y, con una sonrisa insolente, le di un último apretón antes de bajarle la cremallera y empezar a despojarlo no solo de los pantalones sino también del bóxer. Con lo excitado que estaba la tarea no fue fácil: tuve que ensanchar primero la cinturilla para que aquello saliera como un resorte y poder después bajarle ambas perneras.
Inspiré hondo mientras admiraba de nuevo su cuerpo desnudo y luego exhalé un suspiro de satisfacción. Desde luego era un hombre excepcional, y no pude evitar alegrarme la vista con él un segundo mientras me quitaba el pantalón de chándal y lo tiraba a un lado.
—¿Qué te gustaría hacer ahora, Rebecca? —me preguntó seductor, allí de pie, completamente desnudo, relajado y muy a gusto. No es que tuviera nada de lo que avergonzarse: en aquel cuerpazo todo era perfecto.
¿Me dejaba elegir? Lo cierto es que había tenido un día tan exasperante que lo que me apetecía era que me follara hasta el agotamiento, pero, una vez más, me dio demasiada vergüenza decírselo, así que me encogí de hombros y, al notar que me ruborizaba, bajé la cabeza.
Nicholas me dio la vuelta de inmediato, me inclinó sobre la cama y me dio un doloroso azote en el trasero que me hizo chillar de asombro. Me gustó poder soltar un grito y desfogarme.
Inclinándose sobre mí me susurró al oído con firmeza:
—Has de mirarme siempre.
Sin darme cuenta siquiera ni ser consciente de la repercusión de mis palabras, dije:
—Házmelo otra vez… por favor.
Pero, en lugar de darme el cachete que le había pedido, me agarró de los hombros, me irguió y me volvió hacia él.
—¿Qué? —preguntó al tiempo que me apretaba con fuerza, visiblemente confundido por mi solicitud, algo que, la verdad, hasta a mí me asombraba.
—Ha… ha sido agradable poder gritar, desahogarme un poco, ya sabes. Quería que me dieras otro azote —le expliqué tímidamente mirándome los dedos entrelazados. Me sentía imbécil.
—Me confundes, Rebecca, pero, como estás observándote las manos y, por lo tanto, incumpliendo mi regla una vez más, voy a complacerte.
De repente me encontré inclinada de nuevo sobre mi cama y gritando por el azote que recibí en el trasero. De hecho, Nicholas no se conformó con uno; mi dolorida nalga se llevó seis más, cada uno algo más fuerte que el anterior. Noté contracciones de placer en la entrepierna. Una locura, sí, pero lo encontraba increíblemente terapéutico.
Cuando terminó de pegarme me sujetó por la nuca con una mano y, muy despacio, me metió primero uno y después dos dedos humedecidos en mi ya lubricada vagina mientras aún seguía inclinada hacia delante. Dios, qué gozada. El corazón se me desbocó y de pronto noté que mi cuerpo se encendía para él. Quería que me penetrara inmediatamente; nunca me había sentido tan guarrilla. Era como una droga.
Nicholas, que tenía otros planes, prolongó su dulce tormento varios minutos más. Al final me pudo la frustración y empecé a empujar hacia atrás contra sus dedos para aumentar el placer, a lo que él respondió con una risa suave a mi espalda. Interpretó mi entusiasmo como una indirecta para que acelerara la cosa, así que sacó los dedos de mi húmedo interior y se subió a la cama, se recostó sobre las almohadas y me arrastró hacia él, de forma que quedé de rodillas a su lado en la postura ideal para besarlo, algo que hice enseguida, disfrutando de la posibilidad de tomar las riendas un ratito, para variar.
—Ponte a horcajadas encima de mí —me ordenó con voz ronca.
¡Yo encima! Aquello también era nuevo, pero hice lo que me pidió antes de que me agarrara de las caderas, me situara la punta de su miembro erecto a la entrada de la entrepierna y después tirara de mí hacia abajo con un movimiento rápido y enérgico hasta metérmelo entero.
—¡Aaah!
Grité de placer al notar la profundidad de su penetración e intenté asirme a su pecho. Me tenía literalmente empalada, piel con piel, y sentía cada centímetro de su virilidad en mi interior. Sin condón, era mejor aún.
—Tú controlas el ritmo, Rebecca; úsame como desees —me indicó después en un tono ronco y jadeante, así que, algo titubeante, empecé a moverme encima de él, combinando el balanceo hacia delante y hacia atrás con el ascenso y repentino descenso.
Estar al mando era excitante y disfruté llevándonos a los dos al borde del orgasmo. Sin embargo, lo que de verdad quería era que Nicholas me embistiera y me ayudara a desprenderme de la tensión que aún me quedaba por liberar.
—Termina tú. Quiero que me tomes… con fuerza —le susurré. Por fin había logrado reunir el valor necesario para expresar mis deseos más íntimos.
Enarcó una ceja y se le abrieron las aletas de la nariz, pero no dijo nada. Se limitó a darme la vuelta para ponerme boca arriba. Luego me levantó las pantorrillas y, arrodillado delante de mí, se las puso sobre los hombros.
—Tú lo has querido, Becky… Esto va a ser fuerte —murmuró— y profundo.
Me agarró de las rodillas para que no me moviera y se inclinó sobre mí de modo que las piernas se me pegaron al cuerpo, entonces me penetró con tal intensidad que proferí un alarido. Un grito fuerte de verdad. Joder, había entrado aún más que antes, y era justo lo que necesitaba.
En esa postura tan sensible bastó con un minuto de fuertes embestidas de Nicholas para que los dos llegáramos disparados a un clímax feroz, y entonces, con un último embate que me acertó en el punto G, tuvimos un orgasmo brutal y escandaloso, de extremidades convulsas y jadeos que nos costó controlar.
Tan pronto como recuperó el aliento, Nicholas salió de mí y me estrechó entre sus brazos.
—¿Te has desahogado? —me preguntó suavemente con los labios pegados a mi sudorosa sien unos segundos después, pero no pude más que asentir con la cabeza sobre su pecho, suspirar en voz baja y ponerme como un tomate.
Caray, había sido espectacular.
—Me ha encantado follarte sin condón —me murmuró sensual al oído, y me hizo proferir un gemido afirmativo y ruborizarme aún más al darme cuenta de que notaba su rastro pegajoso entre las piernas.
No acababa de entender cómo podía sonar tan puñeteramente sexy siendo tan… directo, pero así eran las cosas, y me encantaban.
Al poco me liberó de sus brazos y se fue al baño. No sabía muy bien qué hacer. Quería que se quedara, pero, pese a las muchas veces que habíamos tenido sexo ya, nunca había insinuado que quisiera pasar la noche entera conmigo, de modo que, consciente de que seguramente optaría por marcharse, salí de la cama a regañadientes, me limpié con un pañuelo de papel y me dispuse a ponerme la camiseta.
Nicholas se detuvo al salir del aseo cuando vio que me vestía y puso cara… ¿de arrepentimiento? De pronto me sentí muy frustrada. Deseé que se me diera mejor interpretar sus reacciones o, al menos, tener el valor suficiente para preguntarle cómo se sentía.
—Tienes un baño impresionante. —Inclinó la cabeza y me miró un instante—. ¿Te duchas conmigo antes de que me vaya? —preguntó de repente, y me pareció que no tenía claro si le diría que sí o lo echaría sin más.
Primero se plantaba en mi casa con el numerito protector de querer verme porque yo estaba hecha polvo, luego me proponía que nos ducháramos juntos… Me confundía, eso no era nuevo, pero se comportaba como un novio otra vez y tuve que recordarme que, en realidad, solo me quería para el sexo.
Caí en la cuenta de que había enmudecido unos segundos y respondí quitándome la camiseta otra vez y sonriéndole tímidamente. Habíamos hecho tantas cosas juntos en la cama que asearme con él no me daba vergüenza, pero, no sé por qué, cogerlo de la mano y seguirlo a mi moderna ducha me resultó mucho más íntimo.
Toqueteó los grifos y chilló como un niño cuando el agua fría le cayó en la cabeza y le empapó el pelo, pegándoselo a la frente. Me agarró y tiró de mí hacia atrás como si me hiciera un placaje para protegerse hasta que nos estampamos los dos en la pared del fondo del cubículo.
No pude evitarlo, empecé a reírme, intentando ahogar las carcajadas cubriéndome la boca con una mano, mientras Nicholas me miraba ceñudo. Luego se relajó y sonrió también, algo avergonzado.
—Debería haberte advertido de que ocurre esto. Mira…
Casi rozando su piel de gallina giré el grifo hacia la flecha azul y, como en mi casa estaban al revés, empezó a salir del cabezal un chorro caliente que cayó sobre la piel helada de Nicholas.
Suspirando aliviado me pasó una mano húmeda por los hombros y me arrastró bajo el agua para darme un tierno beso, al que siguió un reguero de besitos por la mandíbula y el cuello. Terminó dándome uno en la comisura de los labios que se convirtió en algo más intenso y mucho más apasionado cuando introdujo la lengua en mi boca.
A los pocos minutos se apartó y me sonrió de oreja a oreja. ¿Cómo se había apoderado de la esponja y el gel del estante de cristal? De no haber estado chorreando y en la ducha posiblemente habría cogido la cámara y habría registrado aquel estado de ánimo juguetón para la posteridad, porque, madre mía, sí que estaba guapo cuando sonreía de ese modo.
—Quiero lavarte yo —me dijo, y echó un chorro de gel de azahar en la esponja y la apretó, con el consiguiente burbujeo de espuma en su mano—. Date la vuelta —me ordenó, y una vez más, presa de su embrujo, obedecí de inmediato—. Te voy a enjabonar la espalda primero. —Hizo una pausa—. Tus pechos me distraerían mucho —murmuró, dándome un beso en el hombro y haciéndome reír como una boba.
Suspiré satisfecha.
—Este es mi gel favorito. Me encanta el aroma a azahar —mascullé mientras empezaba a enjabonarme los hombros describiendo círculos con la esponja.
La sensación de tener a Nicholas lavándome la espalda cuidadosamente me resultaba a la par relajante y excitante. Mientras estaba allí de pie, dejando que me lavara el cuerpo, se me ocurrió que esa debía de ser la vez que me había tratado con mayor delicadeza, casi con cariño, pero procuré disfrutarlo sin hacerme demasiadas ilusiones.
Cuando me hubo enjabonado bien la espalda, el cuello y las piernas con la esponja, me asió la cintura con la mano resbaladiza y me acercó los labios al oído.
—Vuélvete.
Me dio aquella orden de una sola palabra en voz tan baja que casi no la oí, pero el suave empuje de su mano en mi cadera me alertó de lo que quería que hiciera y me volví despacio para mirarlo, rozándole con el muslo la prominente erección al hacerlo.
La oscura expresión de su rostro igualaba el ardor intenso de su mirada y, cuando empezó a lavarme los hombros lenta y sensualmente, sus ojos no se apartaron de los míos. Casi me sentí como si me adorara con sus actos y eso me produjo una sensación de euforia total, aunque en el fondo sabía que no era más que el preludio de algo sexual.
Dejó la esponja y empezó a masajearme el vientre tenso con las manos enjabonadas, y poco a poco fue ascendiendo hasta mis pechos anhelantes y los sensibles pezones resbaladizos. Ay, qué delicia. No pude evitar gemir en voz alta. Al parecer, mis gemidos le hicieron perder el control. Se interrumpió de repente y me apoyó en la pared alicatada, que noté caliente por el agua que había ido cayendo.
Al tiempo que me besaba sonoramente en la boca me asió de las caderas, me levantó y procedió a penetrarme de forma tan delicada y hermosa que, por primera vez, fue casi como si me hiciera el amor en lugar de solo follarme.
Fue como estar con un Nicholas distinto. Su comportamiento no era el mismo desde que habíamos entrado en el baño. Pero procuré no pensar en ello y me concentré en disfrutar de las sorpresas, al parecer infinitas, que podía depararme el hombre que estaba dentro de mí y me estrechaba con fuerza contra él.