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EL aparcamiento del club está separado del exterior por una simple verja. Desde la calle, bajo unas palmeras que hay en el parterre de enfrente, esperé pacientemente a que los asistentes a la exposición fueran retirándose. Willy Acevedo y su padre tardaron un buen rato en salir. Se fueron andando, rumbo, seguramente, a alguna plaza privada de parquin donde habrían dejado el coche. Luego salieron las viejas, los jóvenes socarrones y, paulatinamente, los hermanos y hermanas y cuñados y cuñadas de Patricia Andrade, con su tropa de críos. Finalmente, salió José Luis Andrade Ruiz, con su mujer, y se dirigieron hacia un enorme cuatro por cuatro que estaba estacionado al fondo.

Para cuando llegaron a la puerta y el vigilante les alzó la barra, yo ya estaba al volante del Astra, preparado para seguirlos sin que se dieran cuenta. Cosa fácil, porque el coche que yo llevaba era de ésos que no llaman la atención, todo lo contrario que el cuatro por cuatro de Andrade, el Chevrolet negro, enorme y reluciente, que destacaba entre el tráfico de utilitarios como un mamut en un gallinero. El madero conducía con mucha prudencia, por debajo del límite, cediendo el paso, sin saltarse ni un solo semáforo. Eso me pareció extraño: tener ese cochazo y no darle gas era como tener dos pollas y que no se te empinara ninguna. A lo mejor el tipo había bebido más de la cuenta o a su mujer no le gustaba que corriera. En cualquier caso, no hubo problemas. Andrade giró hacia el sur en la rotonda y recorrió la autopista hasta el Teatro Pérez Galdós. Allí tomó la carretera del Centro, remontó el barranco del Guiniguada hasta la carretera de la Tropical y continuó subiendo hasta llegar al camino de Los Pérez. Allí frenaron ante una enorme tapia y esperaron a que se abriera la puerta metálica. No esperé a verlos entrar. Pasé de largo, llegué hasta el final de la carretera y volví. Ahora sí, al pasar ante la tapia, aminoré. Ya habían metido el coche y la puerta automática acababa de cerrarse. La tapia era inconfundible: pintada de color teja, con muros gruesos, mucho más alta que las de las casas cercanas, disponía de al menos una cámara de vigilancia. Eso supondría un riesgo y un inconveniente en caso de que tuviera que hacer guardia por allí.

Por lo demás, prueba superada. Puse la radio y comencé a recapitular. No solo había conseguido los objetivos que me había marcado —localizar a Andrade Ruiz y seguirlo hasta su casa para averiguar dónde vivía—, sino que, además, me había enterado de unas cuantas cosas más. Para empezar, sabía que Andrade Ruiz tenía el riñón aún mejor cubierto de lo que yo había supuesto. Imaginé, tras aquellos muros, un amplio terreno, quizá sembrado de frutales, un camino que llegaba hasta una casa antigua y grande, donde no faltaría de nada: piscina, barbacoa, jardín y hasta un pequeño huerto, para que sus propietarios se hicieran a la ilusión de que aún seguían conservando el contacto con la tierra.

Evidentemente, el madero había dado un braguetazo, pero, además de eso, me llamaban la atención sus relaciones. Porque, ¿qué hacían allí los Acevedo? Uno podría pensar que eran amigos de la familia de su mujer. Sin embargo, cuando la momia entró, se fue directa a donde estaba el poli y no hacia su mujer, a quien solo saludó después. Por tanto, había confianza entre aquellos dos.

Por último, debía pensar en aquella tarjeta de visita que tenía en el bolsillo. Si hay algo que sé hacer, es leer entre líneas y saber si alguien, hombre o mujer, está disponible para echar un polvo. Patricia Andrade estaba más que disponible. Para eso no había más que ver la cara de acelga de su marido y cómo le chispeaban a ella los ojos mientras hablaba conmigo. Tener un lío con ella podría suponer una gran ventaja para mí, porque es una verdad universal que, después de echar un polvo, a las mujeres como la Patri les gusta hablar.

Así pues, mientras conducía hacia casa, empecé a modificar mi estrategia. Salvo ese momento de peligro en el cual estuve a punto de que Willy me viera la cara, la noche había sido redonda y yo había conseguido incluso mucho más de lo que me proponía.

Esa noche, al llegar, me detuve un momento ante la puerta de Candi. Aún no eran las once de la noche. Al otro lado de la puerta, ella veía la tele. Pensé en nuestro encuentro de por la tarde, en lo fácil que me lo había puesto y en un ligero cosquilleo que había sentido en la entrepierna mientras pensaba en Patricia. Estaba a punto de tocar cuando noté que sobre el sonido del televisor se escuchaba una voz de hombre. No alcancé a entender lo que decía, pero estoy seguro de que se trataba de Blas. Hay gente que no escarmienta, pensé, sacando las llaves de mi piso.